domingo, 26 de diciembre de 2010

26 de diciembre


SAN ESTEBAN PROTOMÁRTIR


Uno de los más ilustres discípulos de Nuestro Señor fue San Esteban, el primero de los siete Diáconos elegido por los Apóstoles y Protomártir.

En los Hechos de los Apóstoles, San Lucas dejó consignados los admirables acontecimientos de la vida de San Esteban, que deben ser objeto de nuestra meditación en este día glorioso de su fiesta.

En primer lugar están los dones que recibió del Espíritu Santo.

San Esteban recibió la plenitud del Espíritu Paráclito, y en esta plenitud figuran otros cuatro dones: este Santo Diácono estaba lleno de gracia, de sabiduría, de fe y de fortaleza.

La plenitud de gracia ornaba su corazón con todas las virtudes celestiales para hacerlo agradable a Dios.

La plenitud de la sabiduría iluminaba su inteligencia con la luz de las verdades divinas, para que pudiese entender y disfrutar de ellas, así como ser capaz de enseñarlas a los demás con fruto.

La plenitud de la fe elevaba su alma a Dios, y le hacía ver todas las cosas tal como Dios las ve.

La plenitud de fortaleza lo hizo superior a sus enemigos, y le permitió sufrir con invencible constancia la persecución y los insultos.


No basta haber recibido grandes dones, es necesario hacerlos fructificar. Consideremos cómo San Esteban, asistido por la gracia, se esforzó diligentemente en aumentar los talentos que había recibido.

Iluminado por el don de sabiduría predicó la Nueva Ley, apoyado en tan convincentes razones que los doctores que competían contra él no pudieron resistir su erudición; de modo que se comprobó en su persona la promesa del Salvador: no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien hablará por vuestra boca.

Animado por una fe heroica realizaba entre el pueblo maravillas y milagros que acreditaban su doctrina.

Delante del tribunal judío, rodeado de enemigos crueles y falsos testigos que lo acusaban de crímenes enormes, armado del don de fortaleza no perdió nunca la constancia y la firmeza.

Al contrario, se destacaban sobre su frente una modestia y una serenidad tales que no podían derivarse sino del testimonio de su conciencia y de la alegría que sentía internamente de ser maltratado por la causa de Jesucristo.

Es más, todos sus enemigos vieron su rostro como el rostro de un Ángel.


La intrepidez de San Esteban fue más lejos aún. Tuvo la valentía de reprender severamente a los judíos su tenaz resistencia al Espíritu Santo, su desobediencia a la Ley y su crueldad con los Profetas y con el Rey de los Profetas.

Al oír esto, estos impíos se consumían de rabia en sus corazones y rechinaban sus dientes contra él; pero el imperturbable defensor de la verdad, revestido de la fuerza de lo alto, los miraba sin miedo y sin turbarse.


En ese momento, San Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al Cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los Cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios”.

No es sin misterio que el escritor sagrado, antes de decirnos que San Esteban vio la gloria del Señor, observó que estaba lleno del Espíritu Santo y que tenía los ojos fijos hacia el Cielo.

De este modo nos hizo conocer las dos causas por las cuales mereció el Santo Levita esta visión.

En primer lugar, estaba lleno del Espíritu Santo, y poseía todos los dones; a continuación, miró hacia el Cielo, no tanto con los ojos inferiores del cuerpo, cuanto con los del alma.

San Esteban aspiraba a las cosas del Cielo, suspiraba por los placeres eternos, generalmente concedido a hombres de gran santidad, particularmente consagrados a la contemplación.


San Esteban vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a su derecha, y esto sucedió por tres razones.

La primera porque fue la recompensa ya en este mundo a su generosidad de confesar la divinidad del Salvador ante los sacerdotes y los pontífices a riesgo de su vida.

La segunda razón es que sucedió para fortificar a San Esteban en los sufrimientos que padecía y en los que todavía le aguardaban. La visión de la recompensa anima al trabajo; la presencia del capitán alienta al soldado valiente; la esperanza de la ayuda divina hace enfrentar el peligro sin temor.

San Esteban ve a Jesús, su Capitán y su defensor, a la parte derecha de la majestad de Dios, no sentado, sino de pie, dispuesto para el combate, alerta para venir en auxilio, presto para coronarlo.

La tercera razón fue para que el Santo Levita fuese testigo ocular de las verdades que había predicado, y pudiese antes de morir dar un último auténtico testimonio: todo lo que os he anunciado es la verdad, e incluso ahora lo veo con mis ojos.

Veo los cielos abiertos, para que aquellos que creen en Jesucristo puedan entrar… Veo que el Hijo del hombre, a quien habéis hecho crucificar, según su predicción, está elevado a la diestra de la Majestad de su Padre… ¡Mirad vosotros mismos y creed en Él!


Adoremos al Hijo de Dios en dos estados muy distintos: infinitamente humillado en el Pesebre, en donde se nos presenta durante toda esta Octava; y soberanamente elevado en la gloria de los Cielos, en donde lo vio San Esteban.

Estos dos estados nos recuerdan el orden con que Dios lo ha establecido todo, a saber: que es necesario padecer en la tierra con Jesucristo para gozar con Él en el Cielo; combatir aquí, para gozar allá; humillarnos en este mundo, para ser elevados en el otro.


Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; lo echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearlo.

Debemos considerar los designios secretos de la Divina Providencia en su conducta respecto de sus elegidos. Dios permite a menudo que los favores que les otorga sean una ocasión de persecución.

De este modo muestra cuánto estima el sufrimiento, puesto que permite que esas almas sean abominables al mundo por el testimonio de su amor.

Sin embargo, todo lo que sufren siempre sucede para aumento de su gloria. Y esto es lo que ocurrió con San Esteban.


Mientras lo apedreaban, San Esteban hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió.

Este mártir glorioso imitó todo cuanto pudo al Rey de los mártires. Rezó dos veces: una por sí mismo, encomendando su espíritu a Dios; otra por sus enemigos, para obtenerles la gracia.

Pero esta segunda oración la hizo con mayor reverencia y fervor que la primera: se puso de rodillas y alzó la voz, para imitar al Redentor del mundo que expiró en el Calvario dando un gran suspiro.

Admiremos el gran corazón de San Esteban, lleno de tierno amor para con todos los hombres y en especial para con aquellos de quienes tenía más motivo de queja, como eran los que lo perseguían y habían jurado perderlo. Lejos de quererles mal, de irritarse con ellos o de vengarse, los ama con toda su alma y, si los reprende, no es sino para que se enmienden.


San Esteban, después de haber realizado estas dos oraciones, se durmió pasiblemente en el Señor…

Morir en el Señor, es la muerte de los que mueren en unión con Cristo Jesús por una fe animada por la caridad, como mueren los Santos confesores; o es morir por la fe de Jesús, como mueren los mártires.

Estas dos clases de muerte son dichosas y bienaventuradas. La muerte de los Santos, dice el salmista, es preciosa a los ojos de Dios.

San Juan escribe en el Apocalipsis que oyó una voz del cielo que le decía: escribe, bienaventurados los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, el Espíritu asegura que descansan de su trabajo, debido a que sus obras los siguen.

Es decir, que los que mueren en el Señor pueden, con toda razón, llamarse bienaventurados en el momento mismo de la muerte, porque después de la muerte del Salvador los justos, que no tienen nada que expiar en el Purgatorio, tienen las puertas del Cielo abiertas y Dios quiere que el fin de su vida sea el comienzo de su eterno descanso eterno.


Tales fueron los momentos finales del glorioso San Esteban. Murió en Jesucristo, murió por Jesucristo; y este Divino Salvador, que se le había aparecido en el combate, vino desde el Cielo con miles de Ángeles para coronarlo después de su victoria.

De este modo, el que había sido declarado blasfemo por hombres, fue proclamado Santo por los espíritus celestiales; el que fue abrumado con piedras, recibió una corona de piedras preciosas, presagiada en nombre, augurio feliz de su gloria, pues Esteban significa corona

El Santo Protomártir ascendió triunfante al Cielo, acompañado de sus acciones heroicas, que merecieron ser alabadas por el Hijo de Dios en presencia de su Padre.

Fue entronizado en una sede resplandeciente entre los Serafines, revestido de la luz de la gloria, y comenzó a ver con claridad la Esencia divina.


Tomemos la resolución de perdonar al prójimo todo cuanto nos haya hecho de malo y de devolverle siempre bien por mal; trabajemos con todas nuestras fuerzas en la salvación de nuestros hermanos; reanimemos a menudo nuestro valor en las pruebas, con la esperanza de la recompensa eterna.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Sermón de la Misa del Día


MISA DEL DÍA DE NAVIDAD


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor


Hemos considerado en la Misa de la Aurora la Encarnación como Misterio de suma Belleza. Nos resta ahora contemplarlo como Misterio de inagotable Fecundidad.


Misterio de inagotable fecundidad

Debemos advertir ante todo que el Verbo se hizo carne, no para coronar la creación con la maravilla de las maravillas. El fin primordial de la Encarnación, en el plan de la Providencia, no fue una simple demostración de la sabiduría y del poder de Dios, sino una obra de su inmensa caridad en favor de la humanidad caída.

Porque Adán pecó, arrastrando consigo a todas las generaciones, por esto tomó carne el Hijo de Dios en las entrañas purísimas de María Virgen.

La Encarnación es el magnífico complemento de la creación; pero es, ante todo, una maravillosa obra de salvación del mundo perdido.

San Pablo llama a este misterio el gran sacramento de la piedad. En el hecho histórico, y prescindiendo de lo que hubiera hecho Dios si el hombre no hubiese pecado, la Encarnación, tal como rezamos en el Credo, se realizó por nosotros los hombres y por nuestra salvación: propter nos homines et propter nostram salutem.

Dios Padre impone al Verbo Encarnado un Nombre representativo de su función capital, y lo llama Jesús, Salvador.

El mismo Jesucristo dice de Sí: El Hijo del Hombre vino a buscar y salvar lo que había perecido.

Porque yacíamos paralíticos en nuestro camastro, dice San Bernardo, y no podíamos llegar a las alturas de Dios, por esto el benignísimo Salvador y Médico de las almas bajó de su excelsitud.

Si el hombre no hubiese pecado, afirma San Agustín, el Hijo del hombre no hubiese venido.

Este solo hecho, demostrativo de la excesiva caridad de Dios para con nosotros, en fase ponderativa del Apóstol, ya es una garantía de la plenitud de bienes que por la Encarnación hemos recibido.

Consideremos en particular los grandes dones que a la humanidad derivaron de la Encarnación del Hijo de Dios.

El primero de todos, raíz de todos los otros, fue determinar un cambio de rumbo en el amor de los hombres: arrancar su corazón de los amores ilegítimos de la tierra para volverlo a Dios, de quien había huido.

La Encarnación es un inmenso esfuerzo de atracción que hace Dios para reconquistar a la humanidad perdida.

Dios ha ejercido todo el peso de su poder para contrabalancear el tremendo peso del egoísmo humano. Dios, que no podía rebasar la línea de su grandeza, ha querido abajarse hasta tocar nuestra miseria; y los miserables, como podría hacerlo un pordiosero a quien abrazara su rey, han debido sentir derretirse sus entrañas de amor.

¡Egoísta y duro es el hombre! Cierto; pero no tanto como para que no devuelva amor con amor, cuando este amor ha llegado hasta el exceso. Nos cuesta amar, dice San Agustín, pero nos es más fácil pagar amor con amor, porque de todas las invitaciones al amor la más poderosa es sentirse amado.

La semejanza engendra amor, y más cuando el amor del amante ha empezado por vencer la desemejanza con el amado para lograr su bien.

Y Dios, con su amor, ha dado un vuelco al mundo. Es, al decir de San Bernardo, una de las causas de la Encarnación del Verbo: Yo creo que la principal causa de que Él quisiera ser visto en la carne y hacerse hombre para tratar con los hombres, es para atraer primero al saludable amor de su carne toda afección carnal de quienes no pueden amar sino según la carne, y así por grados llevarlo al amor espiritual.


Sin embargo, ¡qué poso de iniquidad ha dejado el pecado original en el fondo de los corazones humanos! Todo el amor que Dios ha demostrado al hacerse hombre no ha sido capaz de conmover a todos los corazones… No han sido capaces los hombres de fundir sus corazones en este fuego inmenso del amor de Dios…

¡Misterio tremendo de nuestra libertad! No sólo no hay amor; sino que hay indiferencia, hay calculadas reservas, hay tenaces resistencias, hay odios implacables ante el amor de Dios que trata de conquistarnos…

Cedamos el paso al amor de Dios, que no quiere más que atraernos a Sí para unirnos a Sí.


Y este es otro de los bienes que nos ha traído la Encarnación; la unión con Dios, la compañía de Dios… Et habitavit in nobis, dice Juan el Evangelista, después de haber anunciado la Encarnación del Verbo.

Vivió con nosotros, como en casa propia… Habitó con nosotros y en nosotros, después de haberse hecho como nosotros…

Emmanuel, Dios con nosotros… ¿Quién es capaz de ponderar lo que en esta frase se encierra, en orden a la transformación del mundo? Se llamará Emmanuel; es una de las características del Verbo Encarnado y es uno de los grandes fines de la Encarnación: dejarse ver de los hombres, hacerse igual a ellos, menos en el pecado; alternar con ellos, sentir el amor de familia y de patria, hablar su lengua, practicar sus mismas costumbres; esto es ser Emmanuel.

San Juan Evangelista decía, pasmado de tal maravilla: Os anunciamos lo que hemos visto y contemplado con nuestros ojos, lo que nuestras manos han palpado del Verbo de la vida. Y repetía: Y la vida se ha manifestado, y vimos, y atestiguamos y os anunciamos la vida eterna Y reiteraba el mismo concepto, como si temiera dudaran sus discípulos del portento: Lo que hemos visto y oídoY ésta es la nueva que oímos del mismo Verbo


Habitó entre nosotros; y su convivencia con la humanidad no podía ser ineficaz. Ya tendrán los hombres a Dios consigo; y con Él tendrán luz que guíe sus pasos y ley que enderece sus caminos; con la amabilidad de un hermano mayor que llevará de sus manos y estrechará contra su pecho a sus hermanos para infundirles, con el calor de su corazón, la ciencia del espíritu y darles la ley nueva de la caridad.


Y para que tuviéramos siempre a este Dios benigno con nosotros, el divino Emmanuel encontró en los senos de su amor una forma de convivir a perpetuidad con nosotros en esta Encarnación continuada que es la Santísima Eucaristía.

Él será siempre nuestro Dios, que vivirá entre nosotros dondequiera que haya un sacerdote que lo encarne de nuevo en sus manos; y que vivirá en nosotros, en comunión íntima de todo lo suyo y de todo lo nuestro, que haga en cada uno de nosotros lo que vino a hacer por todo el mundo.


¡Qué bien ha interpretado la Iglesia este oficio y estas funciones del Emmanuel al prodigar en su Liturgia oficial la cristianísima salutación: Dominus vobiscum! Así ha perpetuado el recuerdo de la Encarnación, y así formula sus votos de que no cesen jamás las santísimas influencias del divino Emmanuel sobre el pueblo cristiano.


El Verbo Encarnado nos ha atraído y nos ha unido a Sí. Ha hecho más; con sus ejemplos ha querido que nos formáramos según Él. Bajó para elevarnos, dice San Agustín; al hacerse semejante a nosotros, ha querido que nos hiciéramos semejantes a Él.

Y ¡qué forma amable la de los ejemplos del Verbo humano! Era Dios, y contra Él se había levantado el hombre; ahora Él se hace hombre para enseñarnos la manera de humillarnos ante Dios.

Desdeñábase el hombre, dice San Agustín, de obedecer a Dios; ya tiene su soberbia la manera de seguir los vestigios del mismo Dios que se ha humillado por él.

El Verbo de Dios se hace hombre, es decir, código y modelo vivo que dará la ley nueva, pero que dirá, al mismo tiempo: Aprended de mí.


Toda la ruina moral de la humanidad arranca de la locura del hombre al querer igualarse con Dios: Eritis sicut dii. Dios, para dar ejemplo al hombre, empieza por esta divina locura de hacerse hombre…

La nada quiere llegar a ser Dios; Dios se anonada a Sí mismo…

Hambre de ser, de tener y de gozar; la soberbia, la codicia, el placer; son las tres grandes pasiones, síntesis de toda pasión, cuya suprema síntesis es el egoísmo…

Bellamente enseña San Agustín: En el seno de la Virgen se hace el Verbo esclavo, contra el hambre de ser; se hace misérrimo, contra el hambre de tener; contra el hambre de gozar, viene a la vida en la cárcel de un cuerpo virgen, y pasará una vida de privaciones y morirá clavado en cruz.

Esta ha sido la sublime pedagogía de Dios en su obra de transformación y vivificación del hombre: hacerse como él, acercarse y adaptarse a él, y ordenar toda su actividad hasta hacerla conforme a Sí.

La Encarnación es la suma condescendencia de Dios con el hombre; por ella se establece la intimidad entre ambos, y en esta intimidad, tratando Dios al hombre de igual a igual, para que el hombre pudiera tratarlo en la misma forma, el hombre aprendió las cosas de Dios y con su esfuerzo y con la gracia de Dios ha podido llegar a deificarse.


Y todo ello para que pudiéramos llegar a la fruición de Dios, a la participación de su propia gloria.

La obra de la Encarnación es una gran empresa de reconquista: el Verbo viene del Cielo y se encarna, para que nosotros podamos recobrar el Cielo perdido.

El Verbo viene al mundo, tomó nuestra mortalidad para hacernos inmortales; vivió de lo nuestro para que participáramos de lo suyo; se hizo consorte de nuestra desdicha para que lográramos con Él la eterna dicha.


El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; por nosotros y por nuestra Salvación se encarnó. Él ha hecho su obra; a nosotros toca llenar la nuestra.

Esta es la lección final. Consideremos la responsabilidad enorme que importa para todos la gran obra de la Encarnación. ¿Cómo evitaremos el castigo, si despreciamos tan gran salvación que por la Encarnación nos trajo el Verbo de Dios?

¡Los grandes hechos de Dios en favor de la humanidad, los sublimes misterios de nuestra religión, tienen exigencias profundas: son obras admirables, pero son principios reguladores de nuestra vida!

¡Qué bello es el misterio y el hecho de la Encarnación! Es la maravillosa conjunción de Dios y el hombre, la síntesis de las armonías entre Dios y el mundo, la luz que ilumina toda la creación, la obra más bella que ha salido de las manos de Dios y que ha hecho bella a toda la humanidad, el hecho histórico en que han concurrido más factores de belleza, del Cielo y de la tierra.

Y ¡cuánta fecundidad y eficacia la de la Encarnación! Porque por ella se realizó nuestra salvación; es un inmenso esfuerzo de Dios para captarse nuestro amor; ha logrado unir a la humanidad con Dios; es la máxima pedagogía de Dios para obligar a los hombres al cumplimiento de la ley; y es el gaje de la fruición de Dios por toda la eternidad.


Pero esta belleza y esta eficacia no serán nuestra salvación sin nuestro esfuerzo. Dios ha venido en nuestra ayuda; sin Él nada podemos hacer para salvarnos; pero sin nosotros Él no nos salvará.

La Encarnación es la gracia máxima de Jesucristo y el origen de donde arranca toda gracia; pero la gracia de Dios no nos salvará a cada uno de nosotros sin nuestro concurso.

No descansemos en el pensamiento de que Dios lo ha hecho todo para salvarnos; ha hecho todo lo suyo, pero falta lo nuestro.

Cuando oyes que Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, dice San Agustín, no te duermas en el dulce lecho del pecado, sino oye la voz del Apóstol que dice: Levántate, tú que duermes, y Cristo te iluminará.

Seremos iluminados por la luz de Cristo si no nos dormimos en el lecho del pecado; porque Él es la Luz eterna que vino para iluminar a todo hombre que viene a este mundo.

Luz como Dios y Luz como Hombre-Dios, que nos iluminará en esta vida para que sigamos los caminos de Dios, y en cuya luz se saciarán los ojos de nuestra alma y nuestros ojos de carne, por los siglos eternos.


Que María Santísima, Madre del Verbo Encarnado, nos obtenga esta gracia.

Sermón de la Misa de la Aurora


MISA DE LA AURORA


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor


In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum. Hoc erat in principio apud Deum

San Juan se remonta a las alturas de la generación eterna del Verbo, que describe en forma maravillosa, para consignar luego, con un solo trazo, la generación temporal del Hijo de Dios: Et Verbum caro factum est et habitavit in nobis.

Jesucristo es el centro de la Revelación divina. Toda ella, desde el Génesis, en que se esboza su figura, hasta el último versículo del Apocalipsis, converge en la Persona histórica de Jesús, Quien pudo decir por ello que era el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin.

Y en toda la divina Revelación aparece Jesucristo con sus dos características esenciales: es Dios y Hombre.

Cierto que la Revelación anterior a Jesucristo no contiene una teología precisa sobre la persona del futuro Mesías; pero, prescindiendo de que en algunos textos, como el de Isaías, en que se le llama Niño y Dios: Un niño nos ha nacido, y tendrá por nombre el Admirable, Dios, Padre del siglo venidero; del conjunto de los vaticinios mesiánicos se desprende una verdad inconcusa: el Enviado de Dios será tal, que hará lo que sólo Dios puede hacer; pero será tan humano al mismo tiempo, que será semejante en todo a los demás hombres.

La Revelación del Nuevo Testamento pone en luz meridiana esta doble verdad: Jesucristo es Dios, igual en esencia al Padre; y es Hombre, de carne y hueso, que nace, vive y muere como todo hombre.

San Pablo condensa este punto fundamental de la doctrina cristiana en una frase tan sencilla como sublime: Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho de mujer.

Y nosotros, que hemos sido ya colmados con toda la gracia que del Cielo ha venido a la tierra por la realización de este misterio, escondido desde todos los siglos anteriores en el secreto de Dios, resumimos todas las esperanzas del Antiguo Testamento y la doctrina del Nuevo en aquellas palabras que, de rodillas, recitamos en nuestro Credo: Bajó de los cielos y se encarnó.

Y las almas piadosas conmemoran tres veces al día el gran misterio de la unión de Dios y el hombre en Jesucristo, repitiendo la altísima fórmula del Evangelista San Juan: Et Verbum caro factum est… et habitavit in nobis…

En el orden histórico, el momento en que el Verbo tomó una naturaleza humana y la unió a sí para hacer con ella una sola Persona con doble naturaleza, es decir, un Dios-Hombre, es el culminante de la historia; es el punto de enlace de todas las esperanzas de todos los tiempos anteriores con todas las realidades que de él arrancan.

En el orden doctrinal, el dogma de la Encarnación es la llave que explica todos los misterios de la Revelación pre-mesiánica y que ilumina el maravilloso sistema de la teología católica.

En el orden de los destinos humanos, esta unión de Dios y el hombre acalla los anhelos de la humanidad de cuarenta siglos que la precedieron y abre a las generaciones futuras tales horizontes, que le permiten vislumbrar un consorcio glorioso con Dios, en la tierra y en el Cielo.


La Santísima Virgen María respondió al Ángel: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y se hizo según la palabra del Ángel: es decir, el Espíritu Santo fecundó con su poder el seno virginal de María; y se realizó la obra capital de Dios, el Verbo hecho carne.

La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tomó en el seno purísimo de la Virgen un cuerpo perfectísimo y a él se unió un alma perfectísima; todo en un instante; y quedó hecho un Hombre que es Dios, Jesucristo, en el cual no hay más que la Persona divina del Verbo; un Dios que es hombre al mismo tiempo, porque a más de su naturaleza divina tiene la naturaleza humana.

Este es el misterio de la Encarnación. Es el misterio de un hombre que puede llamarse Dios, porque su Persona es divina. Dice enérgicamente San Pablo: No consideró rapiña ser igual a Dios; es decir, era cosa propia suya ser Dios; pero se comportó en todo como hombre, porque en verdad lo es.

Misterio verdaderamente escondido en su esencia; misterio infinito; misterio de suma belleza y de inagotable fecundidad.


Misterio de suma Belleza

Dice San Agustín: Para los que saben comprender, este enunciado: El Verbo se ha hecho carne, es por sí solo una gran belleza.

No podía menos de ser así, porque, la Encarnación es la conjunción de la Suma Belleza, que es Dios, con la máxima belleza creada, que es la humanidad de Jesucristo, a quien el Salmista llama el más hermoso de los hombres.

Consideremos las armonías que se producen al unirse substancialmente una Persona divina con la naturaleza humana en Jesucristo.


Y la primera de las armonías de la Encarnación es el mismo hecho de la unión de Dios y el hombre.

Dios infinito se une con lo finito; Dios trascendental se abaja hasta hacerse una cosa con el hombre…

Es que en este sacramento de piedad, como lo llama San Pablo, se ha realizado la gran aspiración de Dios y de los hombres: unirse íntima y profundamente.

La Encarnación no afecta rebajamiento en Dios, sino levantamiento de su criatura. Dios no sale de su soledad inaccesible, es el hombre quien, por dignación magnánima de Dios, se acerca a Él y a Él se une, sin mezcla, quedando Dios en la infinidad de su ser y de su perfección y recibiendo, en cambio, la naturaleza humana de Jesucristo una perfección y un honor que lo constituyen el primero en la creación visible e invisible.

Cuando San Pablo dice que el Verbo se anonadó, semetipsum exinanivit, significa que se anonadó apagando el resplandor de su gloria en la carne que tomó, sin que se eclipsara la que desde toda la eternidad tiene ante el Padre.

Y contemplemos la belleza que resulta de esta unión del Infinito con el hombre finito; Dios se ha hecho Emanuel, Dios con nosotros. Y ya Él está con nosotros y nosotros con Él, realizándose en Jesucristo los anhelos del Cielo y de la tierra.

Es lo que con frase exultante dice el Apóstol: Ha aparecido la benignidad y la humanidad de nuestro Dios Salvador.

Nos ha hablado por su Hijo, podemos decir con el mismo Apóstol, siendo Jesucristo la Palabra viva del Padre hecha hombre como nosotros: Es la palabra de Dios que se ha pronunciado a nuestro sentido sin que haya salido del seno del Padre, dice San Agustín.

Un Dios-Hombre es todo el cielo y todo el mundo; es la conjunción de lo infinito y de lo finito, de lo temporal y lo eterno, de lo inmenso y lo conmensurable, del espíritu y la materia, del Inmutable e Inmóvil con lo transitorio y fugaz.


Pero el misterio de la Encarnación no sólo satisface las mutuas ansias de unión que sienten Dios y el hombre; ni es sólo una obra de armonía: es luz brillante que ilumina toda la creación.

Por el misterio de la Encarnación del Verbo, dice la Liturgia, una nueva luz de la claridad de Dios ha brillado a los ojos de nuestra alma: Per incarnati Verbi mysterium nova mentís nostrae oculis lux tuae claritatis infulsit (Prefacio de la Navidad).

En la obra de la creación, produce Dios primero las maravillas del mundo natural, en las que imprime un vestigio de su Ser.

Perfecciona luego su obra creando el mundo sobrenatural; ya no es un bosquejo de su Idea eterna, sino una participación de su misma naturaleza, una ráfaga de su luz indeficiente que abrillanta la creación visible. Así se ha comunicado Dios al mundo: por un vestigio y una semejanza.

Falta una tercera forma de comunicación: es la unión hipostática, personal, con la criatura. Y esto se realiza cuando el Verbo se hace carne.

Entonces fulgura la creación con el brillo del mismo Dios. Dice Santo Tomás, cuando la naturaleza humana se ha unido al Verbo, es cuando todos los ríos de las perfecciones naturales vuelven a su principio y se recapitulan en Dios, único remate y única corona digna de su obra excelsa.

Omnia in ipso constant, dice bellamente San Pablo: todo se sostiene, todo se completa, todo se condensa en este Verbo de Dios hecho carne, Jesucristo, ornamento y ápice de la creación.

Sin Jesucristo, el mundo visible es como muerto para el hombre, por más que haya logrado arrancarle sus secretos; porque la ciencia no consiste en saber muchas cosas del mundo, sino en saberlas referir todas a Dios y a nuestro destino.

Sin Jesucristo, la historia humana es misterio y tortura para nuestro pensamiento; porque sólo la luz del Verbo encarnado puede explicarnos los grandes movimientos de la humanidad.

Yo, Luz, vine al mundo, dijo Jesucristo. Vino para iluminarlo y para que lo viéramos en su valor de eternidad. Sólo conocen a Dios, y van a Dios, y realizan en sí este misterio de predestinación de todas las cosas que está en la mente de Dios, aquellos que se dejan iluminar por la luz divina del Verbo de Dios hecho hombre.


Tres grandes milagros de belleza se obran en la Encarnación: un Hombre-Dios, una Madre de Dios, y unos hijos de Dios.

Toda hermosa es la Madre de Dios.

De belleza inefable es un alma hecha hija de Dios por la gracia de Jesucristo.

Pero toda esta belleza no es más que trasunto de la belleza del Verbo Encarnado, la primera belleza después de Dios.

Jesucristo está en contacto esencial con Dios.

Como Dios, es el Primum pulchrum, la primera belleza, porque es la misma forma o esencia de Dios.

Como Hombre, fue hecho por Dios el más hermoso de los hijos de los hombres; y sobre la perfección de su naturaleza, añadió la soberana belleza de los dones de su gracia incomparablemente superior a la suma de la gracia de todas las criaturas, porque todas la reciben de Él.

Más aún, la naturaleza humana de Jesucristo no está sólo en contacto con Dios en el sentido de que Dios se hubiese abajado a ella para tocarla y embellecerla, sino que el Verbo la tomó y la introdujo en el santuario de su divinidad.

El Hijo de Dios se unió a la humana naturaleza, dice Santo Tomás, no por un cambio del Hijo de Dios, sino por mutación de la humana naturaleza, es decir, por su exaltación hasta el mismo Ser increado de una Persona divina.


El Verbo Encarnado es bello, y es la síntesis de toda belleza, visible e invisible, por lo mismo que Jesucristo es todo Dios y, en cierto modo, toda criatura, porque el hombre es el microcosmos.

Por eso puede aplicársele a Jesucristo, en el orden de la belleza, la doctrina de la recapitulación y de la plenitud, tan grata a San Pablo. Cristo es “cabeza de todo”, es “todo en todo”, es “el primogénito de toda criatura”, “tiene el primado en todas las cosas”.

Éstas y otras expresiones del Apóstol incluyen la idea no sólo de la supremacía de Jesucristo en todo, sino de una reintegración y reducción de todas las cosas en Cristo. Porque la Encarnación, dice Santo Tomás, es el retorno de todas las cosas a Dios por medio de la naturaleza humana que tomó.


A las bellezas que acabamos de ponderar, hay que añadir la belleza externa con que quiso Dios acompañar la realización del gran misterio: belleza en el emplazamiento histórico del hecho.

Así como en el orden de los seres ocupa Jesucristo el ápice, así también en el de los tiempos.

Dios se hace carne en la plenitud de los tiempos; en medio de los siglos; no en el comienzo ni en el fin de la historia.

Así convenía a la dignidad del Verbo, cuya venida prepararon lentamente los siglos anteriores a Él y de quien arranca toda la grandeza de los posteriores.

Toda la humanidad mirará así a Jesucristo: la que vivió en la esperanza, y los que vivimos en la realidad.

Los siglos que lo precedieron lo piden con ansias al Cielo; los que han visto su obra de restauración lo bendecirán en todo tiempo; los que formen parte de su Reino le cantarán eternamente.

Unos siglos lo esperan, otros lo ven en la realidad de su historia, otros, eternos, lo gozan en los esplendores de su triunfo.


Por último, belleza en la forma de realizarse el estupendo misterio. Porque la Encarnación representa el desquite por parte de Dios de la victoria que sobre sus hijos había alcanzado en el Paraíso el enemigo Infernal.

La Encarnación es la primera página del Evangelio contrapuesta a la primera página del Génesis.

En la caída hay un ángel malo, una mujer tentada para que desobedezca a Dios y un hombre que acarrea la ruina de la humanidad.

En la Encarnación hay un Ángel bueno, una Mujer Inmaculada y Santísima que consiente a los designios de Dios y un Hombre que aparece en sus entrañas para salvar al mundo.

Adán y Jesucristo; Eva y María Santísima; San Gabriel y Lucifer.

Dios aparece en el Paraíso y en la casita de Nazaret; allá, viendo su obra arruinada y vibrando rayos contra los transgresores; acá, poniendo la piedra angular de la salvación del mundo y abrazando a la humanidad perdida para reconciliarla consigo.

De allá proceden generaciones errantes por todo camino de error y de pecado; de acá, la raza de los hijos de Dios, que caminan por las rutas de la verdad y de la santidad, iluminados por el Verbo Encarnado.


¡Cuánta belleza en este misterio insondable! Tenemos una manera de reproducir la belleza de la escena de Nazaret: la Iglesia nos la ha facilitado. Es el rezo del Angelus.

Mañana, mediodía y noche, puesto el pensamiento en el hecho de la Encarnación, repitamos la historia: Angelus Domini nuntiavit Mariæ y saludemos a la Señora con las palabras del Arcángel San Gabriel: Dios te salve, María

¡Qué forma más bella de piedad y gratitud!

Con ella reproducimos el proceso histórico de la salvación del mundo: la mañana de la esperanza, el mediodía del trabajo fecundo, la noche del descanso.

Con ella damos pábulo a la piedad filial, verdadero arte de asemejarnos a Dios, realizando la aspiración del Profeta: Clamaré mañana, mediodía y noche, y Él oirá mi voz.

Et Verbum caro factum est; cada vez que recordemos la escena de Nazaret y el profundo misterio que allí se realizó, Dios y la Virgen nos harán comprender mejor la sublime belleza de la Encarnación del Verbo y nos abrirán los tesoros de su fecundidad.


Los cuales consideraremos, Dios mediante, en la Misa del Día.

Sermón de la Misa de Nochebuena


MISA DE NOCHEBUENA


Basado en la obra del Cardenal Primado de España,
Don Isidro Gomá y Tomás: Jesucristo Redentor

San Lucas narra detalladamente los principales episodios ocurridos en el nacimiento de Jesús: el edicto de César Augusto ordenando el empadronamiento de los súbditos del imperio; el viaje de San José y de la Virgen Santísima desde Nazaret a Belén con motivo de la inscripción en los registros de su familia, pues eran de la real prosapia de David; el nacimiento del Hijo de María; la escena de la aparición del Ángel; la visita de los pastores al Niño recién nacido y la divulgación de cuanto les aconteció la noche del Nacimiento en las inmediaciones de Belén.

Esta es la historia. Todo lo humano que en ella aparece es sencillo: unos pobres artesanos que suben de Nazaret a Belén, modestas ciudades, para llenar un requisito legal; un paupérrimo lugar que sirve de albergue a indigentes viandantes y al ganado; unos sencillos pañales y un pesebre; unos simples e ingenuos pastores que narran candorosamente lo que han visto y oído.

Lo único grande que hay en esta narración acontece incluso en la soledad de la campaña y a medianoche; se trata de la parte en que interviene sobrenaturalmente el Cielo: un Ángel, un ejército de Ángeles, el resplandor de Dios que envuelve a los pastores y les aterra; el anuncio de una gran alegría para todo el mundo; la descripción del recién nacido: es el Salvador, el Cristo de Dios, el descendiente de David; y luego el estallido de las voces de la legión de Ángeles, que alaban a Dios y dicen: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.

Este cántico, que la Iglesia reproduce en el Santo Sacrificio de la Misa, es la nota culminante de la aparición a los pastores; sublime doxología con que los espíritus celestiales dan gloria a Dios, porque todavía los hombres no conocen el inefable misterio que se acaba de realizar, y anuncio del bien mayor que puedan apetecer los hombres, que es la paz.

Es el comienzo de un himno de glorificación de Dios y de pacificación del mundo, cuya primera nota es el Nacimiento del Hijo de María Santísima en un pobre establo, y que se intensificará y agrandará en los siglos sucesivos, hasta eternizarse en la región de la gloria y de la paz bienaventuradas.


Toda la economía de la redención gira alrededor de estas dos grandes ideas, verdaderos polos del mundo sobrenatural:

* Que en todo sea glorificado Dios por Jesucristo;

* Y la cifra de las aspiraciones de la Iglesia y que pronunció por vez primera Jesús, consumado que hubo la obra de la redención: La paz sea con vosotros.

Gloria y paz… la glorificación de Dios es la pacificación del mundo; la incorporación a esta paz que el Hijo de Dios trajo al mundo es el comienzo de nuestra gloria.


De este modo, esta noche señala el punto en que se verificó la transformación del mundo; pues toda la cronología de los pueblos civilizados empieza en este punto en que una pobre Virgen da a luz a un Niño desconocido en un portal miserable.

Sólo Dios envía a sus Ángeles, en medio de una luz celestial, para indicar en esta claridad de medianoche el día interminable que para la humanidad empieza.

De aquí, de este portal de Belén, que ni llega a mesón ni pasa de corraliza, sale la fuerza de Dios que transformará la tierra, porque en él ha nacido el que cambiará la corriente del pensamiento y del corazón humanos.

Aquí se reanudan las relaciones entre el Cielo y la tierra, interrumpidas desde el principio del mundo; porque aquí se han abrazado Dios y los hombres en este Niño que nace y que es nada menos que un Hombre-Dios.

Formemos coro con los Ángeles del Señor, porque demostrando está que el cántico de aquella noche encierra una gran verdad, es decir, que el Nacimiento de Jesús es gloria para Dios y paz para los hombres.


El Nacimiento de Jesús
es gloria para Dios

Así lo interpreta la Iglesia cuando llama a toda criatura a unirse a los Coros Angélicos de Belén: Hoy ha nacido Cristo; hoy apareció el Salvador; hoy cantan los Ángeles en la tierra, se alegran los Arcángeles, hoy saltan de gozo los justos, diciendo: Gloria a Dios en las alturas. Aleluya (Antífona del Magnificat de las Segundas Vísperas del Oficio de Navidad).

¡La gloria de Dios! Dios es esencialmente glorioso, infinitamente glorioso, porque la gloria no es más que la claridad que irradian las perfecciones de un ser, y Dios es luz, y en Él no hay oscuridad ninguna.

En este sentido, nadie es capaz de quitar o añadir un ápice a la gloria de Dios. Esa es su gloria intrínseca.

Pero Dios ha querido derivar de sí algo de esta claridad, e inundar con ella a la criatura, y esta claridad es como un rayo de Dios que ennoblece a la obra de sus manos. Y esta gloria, su gloria extrínseca, sí que puede aumentarla o disminuirla una criatura libre, con el uso de su albedrío, según que colabore con las intenciones de Dios o se oponga a ellas.

Y así comprobamos la razón fundamental de lo glorioso que es para Dios el Nacimiento temporal de su Hijo.

Dios había coronado al hombre de gloria y honor; la luz de Dios reverberaba sobre esta obra admirable de la creación visible; pero el hombre se afeó a sí mismo borrando la imagen que Dios había impreso de Sí mismo en él; se equiparó, dice el Salmista, a los irracionales y se hizo semejante a ellos.

Pero hoy baja Dios del Cielo a la tierra: viene a rectificar lo torcido, a reformar lo deforme, a disipar las tinieblas con su luz, a rehacer, en una palabra, la obra gloriosa que el hombre había deshecho obedeciendo a las sugestiones de Satanás, el enemigo formal de la gloria de Dios.

Éste es el misterio de esta luz de la medianoche de Navidad, de este gran gozo que inunda al mundo: Annuntio vobis gaudium magnum Todo ello es presagio de que Dios viene para reivindicar su gloria y que el resplandor de Dios va a brillar otra vez en esta tierra de tinieblas; sus ministros lo anuncian: Gloria a Dios en las alturas.

Es el desquite del deshonor que el hombre había inferido a su obra.

¡Gloria a Dios en las alturas! porque el mundo ha visto la sabiduría, la providencia, el amor y el poder de Dios manifestarse en el espléndido cumplimiento de su palabra.

Cuando se había hecho noche cerrada en el pensamiento y en el corazón de los hombres; cuando se había desterrado la noción de Dios de la política de los pueblos —incluso del pueblo de Dios—, o se habían suplantado sus doctrinas por la necia interpretación de los hombres, vedlo a Dios aparecer a medianoche, revelarse a los humildes y levantar su cátedra en el pesebre de Belén para adoctrinar al mundo.

Dueño de la historia, ordena los hechos, combina circunstancias insospechadas y dispone de las voluntades de los hombres, hasta de sus adversarios, para que todo concurra, en un momento, en un lugar, en una forma concreta, a realizar lo que tiene prometido.

¡Gloria a Dios en las alturas! Se la da el Nacimiento de Jesús en la realización magnífica de las profecías.

Pero la gloria máxima se la da a Dios este Niño que acaba de nacer.

¡Nos ha nacido el Hombre! Desde Adán prevaricador no había hombre que diera gloria a Dios. Concebidos todos en pecado, con la enorme carga de los pecados personales, apenas si de la humanidad subía a Dios un acto vital digno de él.

Hoy, sí; nos ha nacido un Hombre: ya hay en la tierra una Carne inmaculada, un Pensamiento absolutamente adherido a Dios, un Corazón modelado según el Corazón de Dios y una Voluntad que no hará más que la Voluntad santísima de Dios.

Un hombre unido sustancialmente a Dios, y formando una misma cosa con él, y cuyas acciones serán acciones de hombre, pero tendrán el valor de acciones de Dios.

Un latido de su Corazón dará más gloria a Dios que las miríadas de espíritus que forman la corte de su trono y que le cantan sin cesar sus alabanzas.

Un hombre que es como la síntesis de la creación y el divino resonador de toda criatura que por Él alaba a Dios. Per Dominum nostrum Jesum Christum.

Ved a Jesús Niño…: tiene la plenitud de la unción de la divinidad; es el Sacerdote que oficia ya en el ara del pesebre; es la Hostia que se ofrece desde el punto en que se desprende del seno virginal de la Madre.


Aprendamos la lección que de aquí deriva. La glorificación de Dios es deber fundamental del hombre y del mundo.

No quitemos un ápice de gloria a Dios. Se lo quitamos cuando hay en nuestra vida algo que no concuerda con la divina voluntad.

Al solo Dios Salvador nuestro, por Jesucristo nuestro Señor, sea dada la gloria y magnificencia, imperio y potestad antes de todos los siglos, y ahora, y por todos los siglos de los siglos.


El Nacimiento de Jesús
es paz para los hombres


Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad… No a los hombres de buena voluntad en el sentido de que la paz dependa de su voluntad de tenerla; sino paz del divino beneplácito, paz de benevolencia de Dios para con todo el género humano.

Nadie es excluido de esta paz sino los que se niegan a recibirla.

¡La paz! ¡El don bendito de la paz!

Cuando el mundo salió de las manos de Dios todo estaba en paz.

Paz en los componentes del hombre, creado en absoluta armonía de cuerpo y de espíritu.

Paz del hombre con Dios, porque la justicia regulaba sus mutuas relaciones.

Paz con el mundo, sometido por Dios a la voluntad del hombre.

El primer pecado fue la ruina de toda paz: él rompió la armonía con Dios; él puso la discordia en el fondo de la vida humana, convertida por él en palestra donde luchan fuerzas antagónicas; él levantó la naturaleza contra el hombre.

Y no habrá paz en el mundo mientras no se destruya el pecado…


Una de las características de la historia humana es la lucha perpetua de hombres con hombres, porque no cesarán jamás las querellas de agitar a los mortales mientras la justicia no prevalezca y ponga el orden y la tranquilidad en todo factor de vida humana.

Pero más representativa es esa inquietud profunda de los espíritus que no han conseguido reconciliarse con Dios; este choque gigantesco de ideas que se agitan en las tinieblas del error y de la ignorancia; esta lucha de corazones desligados del legítimo amor y lanzados por todo apetito a la conquista de los bienes caducos de la vida.


Dios promete el advenimiento de la paz para los tiempos mesiánicos. ¡Y en la tierra, paz!

La paz, desterrada del mundo por el pecado, retornará a él; la paz, anhelo universal de la humanidad, será un hecho; la paz anunciada por los Profetas se establecerá sobre la tierra… La trae el Dios de la paz, el Príncipe de la paz…


El nacimiento del Señor es el nacimiento de la paz, dice San León; y lo es, ante todo, porque después de siglos vuelven a encontrarse el Dios de la paz y los hombres que suspiran por la paz.


Si la paz es la tranquilidad del orden, ¿quién mejor que Dios nos dará la tranquilidad y el sosiego contra nuestros enemigos de dentro y de fuera, y quién, sino Él, pondrá el orden en todas nuestras cosas, que sólo están ordenadas cuando están orientadas hacia Él?

¡Y en la tierra paz! Porque ha aparecido en el mundo la suprema autoridad y el supremo poder; porque está ya con nosotros el que es vigor tenaz de todas las cosas, que, como mantiene la tranquilidad del orden en el mundo de la materia, así lo hará en el mundo agitado de los espíritus; porque ha aparecido en el mundo el Amor esencial, y los amores humanos se orientarán a él y en él encontrarán el orden y el sosiego de la paz.

Todos los oficios que viene a cumplir este Niño Dios se reducen a un solo oficio, el de Pacificador del mundo.

Es el Redentor, que nos rescatará del poder del enemigo y del pecado, y nos hará libres, condición absoluta de la paz.

Es el Maestro, que nos enseñará la ruta luminosa de la verdad para que sin vacilaciones la siga nuestro pensamiento, que descansará en su posesión.

Es el Salvador, que nos librará del infierno, donde no hay ningún orden, sino que es la habitación sempiterna de todo horror; y nos dará esta salvación cristiana que no es otra cosa que la paz eterna lograda por la fruición de Dios.

Es el Fuerte, que vencerá a todos nuestros enemigos, turbadores de nuestra paz, y nos dará el vigor necesario para hacer sin zozobras el camino de nuestra vida.

Es el Sacerdote, que pacificará con su Sangre, el día del gran Sacrificio, los Cielos y la tierra.

Es el Rey y Príncipe de la paz, con poder sobre cuerpos y almas, sobre toda fuerza y poder, sobre los pueblos y su historia, que lo ordenará todo según las divinas conveniencias de la paz que trajo al mundo.


En el mundo, ciertamente no se acabarán las guerras, porque Dios ha puesto en ellas un castigo de las ambiciones de los hombres, que siempre se renuevan, un resorte para levantar a los pueblos y el remedio clásico para su purificación: la sangre y el fuego.

Pero la historia nos dice que, hasta en este mismo punto vivo de la discordia de los hombres, el espíritu cristiano ha puesto una suavidad y unas limitaciones que el derecho antiguo desconoció; y que cuando el ideal cristiano informaba la política de Europa, las treguas de Dios y otras instituciones redujeron a límites antes desconocidos la ferocidad de las guerras.

El mundo, loco, trabaja en la obra suicida de desterrar a Jesucristo de todas las instituciones sociales. La impiedad es el ariete destructor de la paz; no solamente no hay paz para los impíos, en cuanto han arrancado de su corazón el único pacificador de la vida, que es Dios; sino que los impíos, y más cuando han desatado en la sociedad que gobiernan la persecución y el odio de las cosas divinas, son como un mar alborotado que no puede estar en calma; cuyas olas rebosan en lodo y cieno.


Este Príncipe de la paz que hoy nace es, o la roca firme sobre que podrán los pueblos edificar una vida ordenada y tranquila, o la piedra durísima que caerá sobre los que lo repudien o lo persigan, y los triturará.


¡Y en la tierra paz! No es sólo la garantía de la paz la presencia en el mundo de Dios hecho carne, ni su acción general sobre los hombres. El divino Emanuel ha traído la paz para cada uno de nosotros, y la realiza en nuestra vida particular, si nosotros no nos sustraemos a su acción pacificadora. Es la paz del Bien Sumo y de la suma amabilidad que nos brinda el nacimiento de Jesús.

Y en este sentido la paz de Cristo es para todos los hombres que tengan buena voluntad de poseerla.

Todos apetecemos este descanso del vivir pacífico; pero pocos hacen lo que deben para lograrlo. No hay más paz verdadera que la que hoy cantan los Ángeles, que es la que nos trajo Jesús. Es la misma que constituye el meollo y el fin de su Evangelio, que es el Evangelio de la paz; la misma que nos dejaba al partir de este mundo.

No oímos la voz de los Ángeles que promulgaban hoy la paz de Cristo; ni tenemos el espíritu del Evangelio de la paz; ni recogemos la herencia de paz que nos legó el Hijo de Dios.

Por esto no tenemos paz.

En Mí tendréis la paz, dijo Jesucristo horas antes de morir. No la tenemos porque no profesamos su doctrina, ni practicamos sus virtudes, ni seguimos sus ejemplos.

Jesucristo no fue sólo un teorizante de la paz. Enseñó la paz, es cierto; hizo la paz en el mundo, es verdad; pero fue para los hombres el modelo de la paz personal que con sus ejemplos debía llevar al mundo esta paz de la vida, desconocida fuera del Cristianismo.

Como Dios, es la paz esencial, porque eternamente descansa en la eterna fruición de sí mismo; y como Hombre-Dios es el divino Salomón, el Rey pacífico, como lo llama la Iglesia en la Liturgia de Navidad, que ofreció al mundo el ejemplo de la vida más serena.

Paz en sí mismo, porque en la vida de Jesús no hubo una sola vibración que discordara de las exigencias de su pensamiento y de su Corazón.

Paz con Dios, porque formaba con Dios un solo ser y la naturaleza humana se inclinaba siempre del lado de la voluntad divina.

Paz con los hombres sus hermanos, a quienes trató con la máxima suavidad y caridad.

Paz en sus palabras, que cayeron sobre la tierra como suave rocío que refrigeró los espíritus.

Paz en sus obras, cuya historia constituye un monumento a la vida más pacífica que ha visto el mundo.

Paz en el pesebre, envuelto en pañales, desposado ya con la humildad y la pobreza; paz en el destierro, adonde lo empujó la ferocidad de un tirano; paz en el taller de Nazaret y en aquella casa, la más pacífica del mundo, porque en ella moraron el Príncipe de la paz y la Reina de la paz; paz en los caminos de la Palestina, sembrando a voleo el Evangelio de la paz; paz en su Pasión, que soportó con la serenidad y la magnanimidad de Dios; paz en su sepulcro, desde donde bajó a dar a los antiguos justos el ósculo de la paz; paz del resucitado, que tomó la palabra Paz como signo de su identidad personal; paz subiendo a los Cielos, con la serena majestad de quien ha cumplido su obra; paz en los Cielos, donde está sentado a la diestra del Padre en la región de la eterna paz, y desde donde envía a la tierra las santas influencias de la paz divina.


Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad Nuestra voluntad debe consistir en realizar en nosotros la paz que hoy nos trajo Jesús.

No nos faltará la buena voluntad de Dios, que no espera más que nuestra colaboración a ella.


Al terminar, evoquemos el recuerdo de dos momentos culminantes de la Santa Misa, en que se resume cuanto hemos dicho de la gloria de Dios y de la paz de los hombres.

Es el primero, cuando el sacerdote toma la Hostia Santa, hace con ella cinco cruces sobre el Cáliz consagrado, al tiempo que dice, levantando Cáliz y Hostia sobre el ara santa: Por Él, con Él y en Él es para ti, Dios Padre Omnipotente, en unidad del Espíritu Santo, todo honor y gloria.

Y es el otro cuando, dividida la Hostia y tomando de ella la partícula más pequeña, traza también con ella tres veces la señal de la Cruz sobre el Cáliz, y dice: Que la paz del Señor sea siempre con vosotros.


Gloria a Dios y paz a los hombres, todo ello por Jesucristo Señor nuestro.

Es su misión y la nuestra.

Llenó Jesucristo maravillosamente sus oficios de dar gloria a Dios y paz a los hombres.

Dio personalmente a Dios la gloria máxima que puede recibir de su criatura, inaugurando en la tierra la vida divina y transformando el mundo.

Nos trajo la paz porque con Él vino Dios a la tierra y acalló en ella la inquietud del alejamiento de Dios, pacificó a los hombres con Dios en el ejercicio de su legación divina, engendró en la tierra el amor cristiano de Dios, germen de paz, y se nos presentó en su Persona como tipo de Hombre de paz, Rey pacífico que con sus ejemplos ha moldeado en la paz las vidas humanas.


Paz y gloria incoadas en la tierra, que florezcan un día en esta paz eterna e imperturbable y en esta gloria llena, imponderable de los Cielos.

Tenemos la certeza de lograrla si seguimos las pisadas de Jesucristo, que vino a la tierra para dirigir nuestros pasos por el camino de la paz.

domingo, 19 de diciembre de 2010

4º Domingo de Adviento


CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO


Durante el Adviento contemplamos y meditamos dos misterios de nuestra Santa Religión.

En Navidad conmemoramos la Primera Venida de Nuestro Señor.

Pero la Liturgia nos presenta, en perspectiva, su Segunda Venida, el retorno de Jesucristo en gloria y majestad al fin de los tiempos.

¿Cómo debemos armonizar en el presente estos dos misterios, uno pasado y otro futuro?

¿Existe acaso alguna conexión entre la venida del Niño Dios en Belén y el retorno de Cristo, Rey y Juez, en una fecha conocida sólo por el Padre?

Deberíamos estar en condiciones de descubrir que estos dos Advientos no sólo están relacionados entre sí, sino que se complementan recíprocamente, pues constituyen dos fases de un único misterio de salvación. El Primer Adviento no se comprende sin el Segundo… El Retorno de Jesucristo da cumplimiento y perfección a su Encarnación…

Los Padres de la Iglesia, fieles a la Escritura, no disociaron estas dos Venidas, sino que las consideraron conjuntamente y hablaron de ellas sin separar una de la otra.

Entre otros, San Cirilo de Jerusalén escribe: “Anunciamos la Venida de Cristo, pero no una sola, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior. En la primera venida fue envuelto con pajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin mido a la ignominia; en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles”.

Además, el término mismo Adviento admite una doble significación. Puede significar tanto una venida que ha tenido ya lugar, como otra que es esperada aún: presencia y espera.

En el Nuevo Testamento, la palabra equivalente, tomada del griego, es Parusía, que significa venida o llegada, y se refiere a la Segunda Venida de Cristo, el Día del Señor.

No esperamos un Mesías y un Salvador. La prolongada noche de la espera ha pasado ya, y el Niño de Belén es el Redentor prometido. Nos encontramos en la plenitud de los tiempos. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Es Emmanuel, Dios con nosotros.

Pero a pesar de todo esto, la Iglesia continúa aguardando y esperando. Ella espera y ansía la plenitud de la Venida de Cristo.

El Reino de Dios no ha sido establecido aún de manera plena, y su instauración es lo que suplicamos en la segunda petición del Padrenuestro: Venga a nosotros tu Reino…

La Iglesia, consciente de que su esperanza descansa en el futuro, mira hacia la restauración de todas las cosas en Cristo, hacia aquellos Nuevos cielos y Nueva tierra, en que Ella, el Reino de Dios, alcanzará su plena perfección.

La Santa Liturgia nos exhorta a la vigilancia y a la oración.

Vigilar significa vivir con el pensamiento puesto en la Segunda Venida de Cristo.

Debería ser la actitud constante del cristiano, un estado de ánimo habitual que informe y anime toda su actividad.

Esta vigilancia, este estar alertas, no debe inquietar ni angustiar, sino todo lo contrario: es una espera paciente, pacífica, llena de amor y de gozo.


La Santa Iglesia por su Liturgia nos invita a la oración. Estar junto al Pesebre, con la Santísima Virgen y el Buen San José, los ojos fijos en la Manifestación del Verbo Encarnado, y los labios balbuciendo Venga a nosotros tu Reino


Como preparación para la Venida de Jesús, la Iglesia nos recuerda hoy las exhortaciones del Profeta Isaías y del Santo Precursor para excitarnos a preparar nuestra alma para recibir a Jesús.

Los obstáculos a la venida de Jesús son nuestros pecados y nuestras pasiones inmortificadas. Por lo tanto, debemos purificar nuestra alma a fin de merecer ver a Nuestro Salvador y ser colmados de sus gracias.

Esta preparación es muy necesaria, ya sea que consideramos la excelencia del que viene, ya sea que sondeemos la profundidad de nuestra miseria y de nuestra indignidad.

Antes de ofrecerse al mundo culpable, Jesús ha exigido una larga preparación de cuatro mil años… Y para la preparación inmediata envió a su Precursor para predicar la penitencia...

Se trataba de preparar un lugar, no a un simple hombre, sino a Dios...

Un reducido número de hombres de buena voluntad escucharon al Bautista... Y si muy pocos reconocieron y recibieron al Salvador, fue porque muy pocos se habían preparado por una penitencia real y sincera...

Y hacer caso omiso de Jesús fue, precisamente, la desgracia de este pueblo…

Es Jesús mismo quien se anuncia; es el Salvador, el Emmanuel, el Hijo de Dios eterno, nacido en el tiempo de la Virgen María; que quiere visitar nuestra alma y establecer en ella su morada.

¡Qué honor quiere hacernos!...

Pero es necesario que seamos dignos... Que no haya nada en nuestro corazón que pueda ofender los ojos de este divino Niño...

Purifiquemos y ornemos nuestra alma como lo hacemos con nuestra casa cuando recibimos a un gran personaje...


¿Cómo debemos prepararnos para agradar a Jesús? ¿En qué consiste esta preparación?

San Juan Bautista nos lo indica, Preparad el camino del Señor:


1 − Rectas facite semitas ejus: enderezad sus sendas… Es decir, purificar el alma por la penitencia.

La conciencia oscurecida, distorsionada, torcida… hacerla recta, correcta, rectificarla, restituirle su rectitud y simplicidad... Que nada haga obstáculo a la venida de Jesús...

Hacer rectas sus sendas, es decir, reformar todo lo defectuoso o deforme en nuestra alma. Que no hay nada impuro e indigno de este huésped divino. Vaciar nuestro corazón de todo lo que sea imperfecto; dejar el alma pura, amplia y espaciosa, para que Jesús la colme con su presencia.

Además, en todo lo que hagamos, tengamos intenciones rectas, nobles, puras.


2 − Omnis vallis implebitur: todo valle o barranco será rellenado… Estos valles significan los vacíos producidos en nuestra alma por el olvido de Dios y de sus preceptos, así como por la negligencia de nuestros deberes...

Este olvido proviene de nuestro excesivo apego a los bienes de la tierra, de nuestro deseo de satisfacer el placer sensual... más preocupados en lo intereses temporales que en los espirituales… El vacío de las buenas obras y de méritos ante Dios...

¡Cuántos vacíos! ¡Cuánta negligencia en nuestra vida!... Falta de generosidad, tibieza en nuestros ejercicios de piedad, en nuestros deberes de estado y en la práctica de las virtudes cristianas.

Nos en necesario volver a rellenar, a reparar esos vacíos por nuestra vigilancia y atención en hacer bien lo que hacemos...


3 − Omnis mons et collis humiliabitur: todo monte y colina será rebajado… Esto significa que todo orgullo será depuesto, todo amor propio y todo egoísmo renunciado y arrancado...

El orgullo perdió a la humanidad… Por esto el Salvador apareció en la tierra pobre y humilde, y se ofrece y entrega a los humildes y pequeños...

Nada le atrae y nada le agrada tanto como la humildad... y toda alma que quiera recibirle, debe rebajarse, humillarse...

Cuanto más nos humillemos, tanto más descenderá Jesús a nosotros...

Dice San Agustín, “Tal vez tengáis vergüenza de imitar a un hombre humilde; pero, al menos, imitad a un Dios que os da el ejemplo de humildad”.


4 − Erunt prava en directa: los caminos tortuosos se harán rectos… Es decir, hay que expulsar del corazón toda hipocresía y duplicidad, porque Dios odia la mentira. Esto es lo que explica el endurecimiento de los fariseos...

Por lo tanto, si queremos que Jesús venga a nosotros, nuestro corazón debe ser simple ante Dios y los hombres.

Tengamos aprecio de la verdad, la rectitud, la justicia. Hagamos todo con pureza de intención y espíritu de fe, en vistas de agradar a Dios y procurar su gloria.


5 − Aspera in vias planas: las asperezas serán allanadas... Los caminos o senderos ásperos simbolizan todo lo que es duro, amargo, agrio en nuestra alma, nuestro corazón, en nuestras palabras y actitudes...

Son los caracteres difíciles, las desigualdades de estado de ánimo, las susceptibilidades, las aversiones, la ira, la falta de paciencia...

¿Quién no ve cómo estos defectos disgustan a Jesús, manso y suave?...

Si queremos que Jesús venga a nosotros y permanezca con nosotros, alejemos todo lo que es duro, amargo, y que se oponga a la caridad.

Procuremos que no haya en nuestro corazón amargura, resentimiento, odio, ira, deseos de venganza.

Al contrario, que haya dulzura, indulgencia, paciencia, caridad sincera y verdadera.


Los frutos de esta preparación están indicados por el Evangelista: et videbit omnis caro salutare Dei.

Si nos preparamos convenientemente, Jesús vendrá a visitarnos; se manifestará y nos colmará de todo tipo de gracias y bendiciones...

Recibir y disfrutar de Jesús, ¡qué felicidad! Es el Cielo anticipado... Bienaventuradas las almas bien preparadas, bien dispuestas… ¡Cómo se complace Jesús en ellas y las enriquece!...

Pero, por desgracia, ¡cuántos se niegan recibir a Jesús!… Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron…

¡Cuántos descuidan prepararse bien!...


Debemos redoblar la vigilancia y el fervor para disponernos a recibir más dignamente la venida de Jesús. Unos pocos días aún, y veremos la gloria de Dios...

Renovemos nuestra alma y recemos a María Santísima y al Buen San José para que nos ayuden y nos den a su dulce Jesús.