domingo, 29 de mayo de 2011

Domingo Vº después de Pascua


QUINTO DE PASCUA


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: verdad, en verdad os digo: lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre. Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado.
Os he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora en que ya no os hablaré en parábolas, sino que con toda claridad os hablaré acerca del Padre. Aquel día pediréis en mi nombre y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque me amáis a mí y creéis que salí de Dios.
Salí del Padre y he venido al mundo. Otra vez dejo el mundo y voy al Padre.
Le dicen sus discípulos: “Ahora sí que hablas claro, y no dices ninguna parábola. Sabemos ahora que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que has salido de Dios”.


El domingo pasado hemos comentado estas palabras de Nuestro Señor: Me voy a Aquel que me ha enviado, aplicándolas a nosotros mismos.

Comentaremos hoy estas otras, Salí del Padre y he venido al mundo. Otra vez dejo el mundo y voy al Padre, pero teniendo en cuenta su aplicación directa al Verbo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo.


Inmediatamente, como introducción y para ambientarnos, evoquemos un magnífico párrafo de San Hilario:

“El Hijo salió de Dios y fue enviado por Él. Por esto dice: «Y creísteis que salí de Dios». Esto lo dice de su nacimiento y de su venida, y así añade: «Salí del Padre y vine al mundo». Lo uno se refiere a su Encarnación, y lo otro a su Naturaleza Divina. Porque el venir del Padre y salir del Padre no significa lo mismo, pues una cosa es salir de Dios en la substancia de su origen, y otra venir del Padre al mundo para consumar los misterios de nuestra redención. Y como el salir de Dios es poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”


A) Contemplemos, primero, el misterio de la preexistencia eterna como Verbo de Dios “en el seno del Padre”.

Llegada la plenitud de los tiempos, dejó Dios de hablarnos a través de los Profetas y envió al mundo a su propio Hijo; y se descorrió por completo el velo, y el hombre contempló atónito el misterio inefable de la divina fecundidad: Dios es Padre. Tiene un Hijo, engendrado por Él en el eterno hoy de su existencia.

El Padre engendra una Imagen perfectísima de sí mismo, que lo expresa y reproduce en toda su divina grandeza e inmensidad.

Imagen perfectísima, Verbo mental, Idea, Prototipo, Palabra viviente y substancial del Padre, el Verbo constituye una segunda Persona, en todo igual a la primera, excepto en la real oposición de Paternidad y Filiación, que hace que la Primera sea Padre y la Segunda Hijo.

La segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o Verbo del Padre, es Dios como el Padre, posee juntamente con Él y el Espíritu Santo la plenitud de la divinidad. Es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, como confesamos con en el Credo de la Misa.

El mismo Jesucristo lo proclamó abiertamente cuando dijo: El Padre y yo somos una misma cosa.


Ese Hijo muy amado, igual al Padre y, con todo, distinto de Él y Persona divina como Él, no se separa del Padre. El Verbo vive siempre en la inteligencia infinita que le concibe; el Hijo mora siempre en el seno del Padre, que lo engendra.

Mora por unidad de naturaleza y mora también por el amor que Padre e Hijo se tienen.

Esta es, en sus líneas generales y en brevísimo resumen, la teología del Verbo de Dios, que subsiste eternamente en el seno del Padre: Salí del Padre

Por eso San Hilario dice: “…salir del Padre se refiere a su Naturaleza Divina… significa salir de Dios en la substancia de su origen… poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”

Y San Juan Apóstol, en el inicio de su Evangelio escribe: En el principio el Verbo era, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios, presentando al Hijo de Dios en tres frases que muestran sucesivamente cuatro verdades:

* La anterioridad del Verbo con relación a todo lo creado: En el principio el Verbo era.

* Su presencia eterna en Dios: Y el Verbo era junto a Dios.

* Su distinción de la Persona del Padre: si era junto a Dios Padre, es evidente que se distingue de Él.

* Su divinidad en cuanto Verbo: Y el Verbo era Dios.


Advirtamos la sublime elevación de estas ideas en medio de su aparente sencillez. Las palabras apenas varían y, sin embargo, el pensamiento se eleva sucesivamente, como en un vuelo circular, en un crescendo majestuoso, en el que San Juan va asentando, sucesivamente, las cuatro grandes afirmaciones que acabamos de señalar.

Entre los cuatro Evangelistas, San Juan es llamado el Águila por la sublimidad de sus escritos, donde Dios nos revela los más altos misterios sobrenaturales.


Él era, en el principio, junto a Dios. Como para acentuar su pensamiento y cerrar las relaciones del Verbo con Dios Padre, San Juan vuelve a tomar las ideas de las dos primeras frases: En el principio, o sea, antes que Dios creara al mundo, el Verbo era ya en Dios.

En los dos primeros versículos, el Águila gira en torno a la eternidad del Hijo en Dios: antes de la creación, de toda eternidad, era ya el Verbo; y estaba con su Padre, siendo Dios como Él.

Es el Hijo Unigénito, igual al Padre, consubstancial al Padre, coeterno con Él, omnipotente, omnisciente, infinitamente bueno, misericordioso, santo y justo como lo es el Padre, quien todo lo creó por medio de Él.


Más adelante, San Juan expresa: Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es en el seno del Padre, ése lo ha dado a conocer.

No lo vio, pues, ni Moisés (Ex. 33, 22-23) ni Isaías (Is. 6, 1-5). No vieron a Dios directamente o con visión facial; lo que contemplaron fueron simples teofanías simbólicas. Es evidente que la Naturaleza divina es inaccesible al ojo humano (I Jo. 3, 2). La razón teológica es del todo clara y definitiva: Dios es espíritu y el espíritu no puede ser captado por un órgano corporal.

Pero lo que los hombres no han podido ver jamás, lo ha visto el Unigénito del Padre, que vive en su propio seno.

Esta expresión es muy frecuente en la Sagrada Escritura para designar una unión muy íntima y entrañable entre dos personas.

El Verbo de Dios permanece eternamente en el seno del Padre.

Ni siquiera la Encarnación pudo desplazarlo de aquel lugar de reposo eterno. Al asumir la humana naturaleza, el Verbo no experimentó el menor cambio ni inmutación. El movimiento de asunción afectó únicamente a la naturaleza humana, que fue elevada a la unidad de Persona con el Verbo eterno, sin que Éste experimentara el menor cambio o saliese un solo instante del seno del Padre, que lo engendra continuamente en el inmutable hoy de su eternidad: ex utero ante luciferum genui te


El Verbo es el único que conoce al Padre en toda su plenitud infinita, puesto que es su propia Idea, su propia Palabra, su propia Imagen perfectísima. Y ese Verbo, Palabra divina del Padre, ha venido a la tierra para darnos a conocer, con palabras humanas, los misterios insondables de la vida íntima de Dios: Todo me ha sido transmitido por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.


Estas son, a grandes rasgos, las ideas fundamentales sobre el Verbo de Dios que expone San Juan en el maravilloso prólogo de su Evangelio.

San Pablo, escribiendo de Él a los colosenses, dice: Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia… Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos…

El conocimiento de este misterio es vital y fecundo para nuestras almas. Nuestro Señor Jesucristo, en su Oración Sacerdotal del Jueves Santo, exclama: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.


Jesucristo, cuyo misterio debemos estudiar, contemplar, asimilar y vivir, es el Hijo de Dios Encarnado, el Verbo hecho carne.

Antes de asumir la naturaleza humana, Jesucristo era Dios. Al llegar a ser hombre, no por eso dejó de serlo. En cualquiera de sus misterios, Él es siempre y ante todo el Hijo único del Padre, el Unigénito de Dios.

Hay un estado esencial que no abandona nunca; Él es el Hijo de Dios, viviente en el seno del Padre: Unigenitus Filius qui est in sinu Patris.

Ante todo, pues, debemos contemplar su divinidad, contemplar al Verbo in sinu Patris, pues todos los misterios de Jesucristo se fundan en su divinidad.

Como hemos visto, San Juan, antes de narrar los misterios de Jesucristo, nos dice lo que es antes de la Encarnación, desde toda eternidad: In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum.


Ahora bien, el Hijo se distingue del Padre por su propiedad de ser Hijo. El Hijo está realmente identificado con la naturaleza divina; lo que le distingue de la Persona del Padre, lo que constituye propiamente su Personalidad, no es ser Dios, sino ser Hijo. En cuanto Persona Divina, es Hijo.

Ésta es la primera función del Verbo. En su calidad de Hijo, Él tiene todo de su Padre.

La segunda función es la de ser Imagen del Padre: Imago Dei invisibilis Imagen perfecta y viviente. El Verbo es el resplandor de la gloria del Padre, figura de su substancia, como dice San Pablo.

Es la expresión adecuadísima del Padre. La gloria del Hijo es ser la imagen viviente de su Padre.

El Padre Eterno, contemplando a su Hijo, ve en Él la reproducción perfecta de sus divinos atributos.

De modo particular, el Verbo glorifica al Padre. ¿Cómo sucede esto? El Padre engendra al Hijo; lo hace eternamente partícipe del don supremo: la vida y las perfecciones de la divinidad; le comunica todo lo es Él mismo, con excepción de su propiedad de ser Padre.

Perfecta imagen substancial, el Verbo es el resplandor de la Gloria del Padre. El Verbo brota como un cántico ininterrumpido hacia Aquel de donde emana: todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío…, dice Nuestro Señor en su Oración Sacerdotal.

De esta manera, por el movimiento natural de su Filiación, el Hijo hace refluir hacia el Padre todo lo que tiene de Él.

Tal es la Gloria que Dios se tributa a sí mismo en la sagrada intimidad de su vida eterna. Es en el seno mismo de la Adorable Trinidad que debemos contemplar la eterna liturgia por la cual las Tres divinas Personas se cantan mutuamente la vida divina, el poder, la sabiduría, el amor y la santidad infinitos.

Es ese himno inefable de la Generación del Verbo y de la Procesión del Espíritu Santo: sicut erat in principio…, et nunc…, et semper…, et in saecula saeculorum



B) Después de esta rápida visión de la teología del Verbo de Dios, tal como subsiste eternamente en el seno del Padre, abordemos ahora la segunda parte de nuestro comentario: Me voy a Aquel que me ha enviadoOtra vez dejo el mundo y voy al Padre


San Juan nos enseña: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Este versículo es riquísimo en contenido doctrinal. El Verbo, que nace eternamente del Padre, se dignó nacer, como Hombre, de la Virgen Madre, por voluntad del Padre y obra del Espíritu Santo.

A su primera naturaleza divina se añadió la segunda, humana, en la unión hipostática. Pero su Persona siguió siendo una sola: la divina y eterna Persona del Verbo.

Así se explica que los Apóstoles vieron la gloria de Dios, manifestada en las obras de Jesucristo.

El Verbo se hizo hombre, carne; la cual connota la flaqueza humana en oposición a la gloria divina. Por medio de su humanidad moró en medio de nosotros. Y una vez acabada su obra, regresa al seno del Padre: Me voy a Aquel que me ha enviado… Contemplémoslo en el Cielo, como Mediador, nuevamente en el seno del Padre.


La Ascensión de Jesucristo al Cielo es su magnífico triunfo; su sesión a la diestra del Padre le da una preeminencia sobre toda criatura.

Estar sentado allá, es habitar, conmorar; la diestra del Padre es la participación en su gloria, en su bienaventuranza, en su potestad.

Pero, ¿está Jesucristo en el Cielo solamente en la fruición beatífica de su gloria, de esa gloria que conquistó con su Pasión? ¿Ha querido, por el contrario, estar unido con los miembros de su Cuerpo Místico en esta situación de beatitud?

Hemos de saber que Jesucristo continúa en el Cielo su acción sacerdotal o de mediación, ofreciendo perpetuamente por la Iglesia su sacrificio consumado en la Cruz; intercediendo por la Iglesia, influyendo activamente sobre Ella y rindiendo a la Santísima Trinidad una adoración eterna y llena.

Dice San Agustín: Salió del Padre porque del Padre es, y vino al mundo para manifestar al mundo su humanidad tomada de la Virgen. Él dejó el mundo y subió al Padre llevando con Él su humanidad, pero sin abandonar al mundo de su presencia y gobernación; porque de tal modo vino al mundo al salir del Padre, que no se separó de su Padre.


Jesucristo subió a los Cielos para recibir del Padre esta claridad, esa glorificación de que hablaba en la última Cena. Pero Jesús sube al Cielo para trabajar en nuestra glorificación, que nos conquistó.

Reiteradas expresiones suyas, cuando estaba para morir, nos insinúan esta labor de mediación sacerdotal: Voy a prepararos un lugar...; Vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que estéis vosotros donde estoy yo.

La convicción de que Jesucristo debía seguir en el Cielo su obra de salvación, se transparenta en no pocas páginas de los Escritos apostólicos.

San Pablo establece un magnífico paralelo entre el Sumo Sacerdote de la ley mosaica y nuestro Gran Pontífice Jesucristo; y termina indicando las actuales funciones de nuestro Sumo Sacerdote: Jesucristo, como siempre permanece, posee eternamente el sacerdocio; de aquí es que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se presentasen a Dios; como que está siempre vivo para interceder por nosotros.

La humanidad gloriosa de Jesucristo, recibida en el Cielo, es la aceptación por el Padre del precio del rescate. Sentado a su diestra, Jesucristo seguirá obrando, mientras duren los siglos, los frutos de su Redención en la Iglesia y en cada uno de sus hijos.

Es como la segunda etapa de la Redención.

De aquí esta relación que la tradición cristiana ha reconocido entre el Sacrificio de la Cruz y el hecho de la Ascensión de Jesucristo al Cielo.

No sólo sube allá el Triunfador, para recibir los laureles de su victoria, y el Primogénito de toda criatura, para tomar asiento en la cumbre del Cielo, junto al Padre…

Sube el Sacerdote, el gran Pontífice, con las señales de su Sacrificio, cargado con todo el peso de Redención que el Sacrificio importa, para presentarse al Padre y rendir a sus pies la Hostia que ha ofrecido por el mundo…

Sube para pedirle, como Cabeza y Mediador de la humanidad, la Redención eterna de cuantos querrán entrar en el Cielo y de los cuales Él es el Precursor.

San Efrén, en uno de sus himnos, había escrito estas magníficas palabras: ¡Bendito sea el sacrificio de Jesús! Bajó del cielo como la luz; de María se desprendió como un germen; de la Cruz bajó como fruto; subió al cielo en calidad de primicias.

Y dirigiéndose al mismo Jesucristo, le dice: Eres oblación arriba y abajo, porque fuiste muerto y adorado; bajaste a la tierra y fuiste hecho víctima; subiste y te hiciste oblación magna; subiste, Señor, y ofreciste.

La Sangre divina, derramada en remisión de los pecados, ha subido también a los Cielos como la Víctima, y tiene ante el Padre una voz más elocuente que la de Abel…


Jesucristo está, pues, en los Cielos, a la diestra del Padre, triunfador y glorioso, pero en estado victimal. Es Sacerdote, Víctima y Altar perpetuo; no porque ofrezca un nuevo sacrificio distinto del de la Cruz, sino como consumación celeste y eterna del sacrificio que en la Cruz ofreció en forma sangrienta.

De esta manera se eterniza el Sacerdocio de Jesucristo, no sólo por lo definitivo y eterno de su unción sacerdotal, sino por esta función permanente de propiciación y justificación por la que sigue influyendo en la vida espiritual de la Iglesia; no por una nueva acción sacrificial distinta de la del Calvario, sino por el estado de “cosa sacrificada” con que, según San Pablo, se presentó para la destrucción del pecado con el sacrificio de sí mismo.

Así derivan sin cesar al mundo, de esta Hostia permanente ante el Padre, los torrentes de la gracia santificadora. Así tiene fácil explicación el carácter de Víctima con que se ofrece Jesucristo en el sacrificio de la Misa.


Hace más Jesucristo como Sacerdote en el Cielo. Es nuestro Abogado; defiende nuestra causa ante el Padre; y pleitea por nosotros en la forma que Él solo puede hacerlo.


¿Qué hace para estar con nosotros? Recibe nuestras oraciones y las ofrece al Padre. Es el Pontífice por quien son oídas todas nuestras plegarias, por quien todas las gracias son despachadas.

¿Qué más hace Jesucristo por nosotros en el ejercicio de su Sacerdocio? Ruega por nosotros. Es afirmación solemne del Apóstol: viviente siempre para interceder por nosotros.

Pero ¿qué oración es esta de un Dios Hombre que ruega a Dios? ¿No puede Jesucristo lo que puede el mismo Dios? ¿No es divina su Persona?

Ruega, dicen los teólogos, no pidiendo, sino representando.

No con la voz, sino con la misericordia, dice San Gregorio…

Ruega, dice Santo Tomás, en primer lugar, presentando al Padre la humanidad que tomó por nosotros; y luego, expresando el deseo que tuvo siempre de nuestra salvación su alma santísima, con la que intercede por nosotros.


Así tiene su explicación magnífica el oficio de Precursor nuestro en los Cielos que le señala San Pablo, y la realidad de esta frase, síntesis de todas las misericordias de Dios: Nos ha hecho sentar en los cielos con Jesucristo.


Toda la historia de la humanidad redimida se encierra entre dos hechos: la Encarnación Redentora del Verbo y su vuelta al mundo para juzgarlo.

Y en este período de siglos, Jesucristo, Pontífice eterno y Víctima, no hará otra cosa, en el orden particular, que preparar a todos los hombres un lugar, para que todos estén con Él donde Él está.

Y cuando se acabe el tiempo y haya llegado a su plenitud su Cuerpo Místico, volverá a la tierra sentado en las nubes del cielo y juzgará a todos.

Y llevará consigo a su Iglesia, la universalidad de los predestinados; y seguirá, no ya intercediendo por el mundo, porque su salvación se habrá consumado, sino la adoración eterna de la Trinidad beatísima.

Como pedimos, hoy, por su mediación, así, por Él y con Él, adoraremos por los siglos: Per Dominum nostrum Jesum Christum

domingo, 22 de mayo de 2011

Domingo IVº después de Pascua


CUARTO DOMINGO DE PASCUA


Me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: “¿Dónde vas?” Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no han creído en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado. Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.


Me voy a Aquel que me ha enviado… ¿Qué significan estas palabras?

Como es mi Padre el que me ha enviado a este mundo, es a Él que debo regresar, después de haber completado y consumado la obra para lo cual vine.

Voy a Él por mi Muerte, mi Resurrección y mi Ascensión. Voy a preparar un lugar para vosotros y para ser vuestro Mediador ante Él.

Nosotros también deberíamos repetir a cada momento estas divinas palabras: Me voy a Aquel que me ha enviado a la tierra para glorificarlo y llevar a cabo mi salvación.

Voy a Dios, que es mi principio y mi fin; a Dios, de Quien vengo y a Quien debo regresar.

Voy a mi Padre, viviendo para Él constantemente; pensando siempre en la muerte, que abrirá las puertas de la eternidad; preparándome cada día a la rigurosa cuenta que tendré que hacer cuando comparezca ante Él.

Me voy a Aquel que me ha enviado… ¡Qué admirables palabras! Deberíamos tenerlas constantemente en el corazón y en los labios, como la regla de nuestra vida.

Me voy, en todo momento, de todas maneras, por todo mi ser…

Me voy a Dios porque, ¿de dónde venimos? De Dios. ¿Quién nos ha puesto en la tierra? Dios. ¿Y para qué? Para que lo amemos, lo sirvamos, y para merecer volver a Él…

He aquí verdades fundamentales y salvíficas…, pero olvidadas con demasiada frecuencia.

Consideremos, pues, cómo venimos de Dios y cómo regresamos a Él. Para ello nos ayudaremos de la Imitación de Cristo, el Kempis.


¿Cómo venimos de Dios?…

Todos, en cuanto somos, venimos de Dios. Es Él nuestro primer principio; Él, que nos ha creado y colocado en la tierra; que nos dio todo el bien que está en nosotros, ya sea para el alma, ya sea para el cuerpo…

Nos hizo a su imagen y semejanza… Vela por nosotros constantemente, por medio de su Providencia paterna…

Y todo lo que ha hecho por nosotros, lo ha realizado, no para saldar una deuda, sino por efecto de su amor y gracia.


Pero, ¿para qué nos puso en la tierra? Para que lo adorásemos, lo amásemos, lo sirviésemos, y, de este modo, mereciésemos la bienaventuranza eterna.

Él nos envía para que hagamos fructificar en nosotros los talentos que nos ha dado; para que cultivemos su viñedo, que es nuestra alma; para que cumplamos todas las obligaciones que nos impone como hombres, como cristianos, y en virtud de nuestra vocación especial; en una palabra, para que vivimos para Él y nos hagamos dignos de volver a Él y poseerlo por toda la eternidad.

¡Qué fin sublime!, si sabemos apreciarlo correctamente… ¡Qué felicidad!, si deseamos merecerla y alcanzarla, poniendo todos los medios para ello.


Bienaventurados, pues, aquellos que durante su peregrinación aquí en la tierra, no buscan más que a Dios, su gloria y su beneplácito…; aquellos que pueden decir con el Salvador: He cumplido la obra por la cual he sido enviado…

Dice la Imitación: Hijo, yo debo ser tu supremo y último fin, si deseas de verdad ser bienaventurado.
Con este propósito se purificará tu deseo, que vilmente se inclina muchas veces a sí mismo, y a las criaturas.
Porque si en algo te buscas a ti mismo, luego desfalleces, y te quedas árido.

Por desgracia, ¡cuántos olvidan su origen celestial!… ¡Cuántos no quieren comprender para qué están en la tierra!… Buscan sólo los placeres, las riquezas, los honores, para disfrutar y divertirse…

¿Qué son todos estos pretendidos bienes, que no satisfacen plenamente a ninguno de sus poseedores, engañándolos y, finalmente, a más tardar en el momento de la muerte, suscitando lamentos inútiles y estériles?

¡Insensatos! ¡Qué injuria la de esos hombres a su Creador, su Padre! ¡En qué degradación caen!… ¡A qué castigo se exponen!…

Dice la Imitación: El que quiere deleitarse en algún bien particular, no será confirmado en el verdadero gozo, ni dilatado en su corazón, sino que estará impedido y angustiado de muchas maneras.

Por eso no te apropies a ti alguna cosa buena, ni atribuyas a algún hombre la virtud, sino refiérelo todo a Dios, sin el cual nada tiene el hombre.

Yo lo di todo, Yo quiero que se me vuelva todo; y con todo rigor exijo que se me den gracias por ello.

Dice San Juan Crisóstomo: La magnitud del honor recibido será la medida de la pena que padecerán, si la vida no está en relación con este honor.

Y concluye el Kempis: Si bien lo entiendes, en Mí solo te has de alegrar, y en Mí solo has de esperar; porque ninguno es bueno sino sólo Dios, el cual es de alabar sobre todas las cosas, y debe ser bendito en todas ellas.


¿Cómo volver a Dios?...

Desprendiéndonos de las cosas de la tierra y deseando los bienes celestiales. Quæ sursum sunt quærite…; sapite, non quæ super terram…

Recordemos la hermosa lección moral que nos dieron los Reyes Magos, regresando a su país por otro camino…

Enseña magníficamente el Kempis: Tuyas son todas las cosas que tengo y con que te sirvo. Pero por el contrario, Tú me sirves más a mí que yo a Ti. El cielo y la tierra que Tú criaste para el servicio del hombre, están prontos, y hacen cada día todo lo que les has mandado; y esto es poco, pues aún has destinado a los Ángeles para servicio del hombre. Mas a todas estas cosas excede el que Tú mismo te dignaste servir al hombre, y le prometiste que te darías a Ti mismo.

¿Qué te daré yo por tantos millares de beneficios? ¡Oh! ¡Si pudiese yo servirte todos los días de mi vida! ¡Oh! ¡Si pudiese solamente, siquiera un solo día, hacerte algún digno servicio! Verdaderamente Tú solo eres digno de todo servicio, de toda honra y de alabanza eterna. Verdaderamente Tú solo eres mi Señor, y yo soy un pobre siervo tuyo, que estoy obligado a servirte con todas mis fuerzas, y nunca debo cansarme de alabarte.


Por lo tanto, en primer lugar, una seria resolución de cambiar de vida.

Luego, esforzándonos por vivir piadosamente, de acuerdo con Dios; observando fielmente y por amor sus preceptos, aplicándonos a cumplir en todo su santa voluntad, aceptando de buen corazón todo lo que le plazca enviar o decidir sobre nosotros…

Pensando en Él, amándolo con todo nuestro corazón, como Nuestro Padre, nuestro soberano bien, excitando en nosotros el deseo de ir a Él, para verlo pronto y disfrutarlo por toda la eternidad.


Por último, reflexionando a menudo sobre la muerte y el juicio que le sigue; preparándonos seriamente cada día, como si este día fuese el último…

¿No es la muerte la que nos desatará las cadenas y, del exilio de esta vida, nos franqueará las puertas y nos introducirá en la Patria, junto a Dios?

Por eso dice el Kempis: Cualquiera cosa que puedo desear o pensar para mi consuelo, no la espero aquí, sino en la otra vida. Pues aunque yo tuviese todos los gustos del mundo, y pudiese usar de todos sus deleites, cierto es que no podrían durar mucho. Así que no podrás, alma mía, estar cumplidamente consolada, ni perfectamente recreada sino en Dios.


¡Bienaventurados los que se preparan para ir a Dios!… ¡Qué felicidad y qué Gloria los aguardan en el Cielo!…

Por el contrario, ¡cuán desgraciados son los que no piensan, los que olvidan a Dios, y viven según la carne, el mundo y el demonio!

¿Y quién puede decir su número, incluso entre los cristianos?

Si hiciéramos caso a la Imitación de Cristo…: Espera un poco, alma mía, espera la promesa divina, y tendrás abundancia de todos los bienes en el cielo. Si deseas desordenadamente estas cosas presentes, perderás las eternas y celestiales. Sean las temporales para el uso; las eternas para el deseo. No puedes saciarte de ningún bien temporal, porque no eres criada para gozar de lo caduco.


Por eso, debemos determinarnos y decidir de qué lado deseamos estar…

Pensemos a menudo en estas grandes verdades: venimos de Dios, y debemos volver a Él para gozarle durante la eternidad…: Aunque tengas todos los bienes criados, no puedes ser dichosa y bienaventurada. Mas en Dios, que crió todas las cosas, consiste toda tu bienaventuranza y tu felicidad. No como la que admiran y alaban los necios amadores del mundo, sino como la que esperan los buenos y fieles discípulos de Cristo.

Me voy a Aquel que me ha enviado…


Concluyamos con esta hermosa oración, tomada del Kempis:

Concédeme Tú, dulcísimo y amantísimo Jesús, que descanse en Ti sobre todas las cosas criadas; sobre toda salud y hermosura; sobre toda gloria y honra; sobre todo poder y dignidad; sobre toda la ciencia y sutileza; sobre todas las riquezas y artes; sobre toda alegría y gozo; sobre toda la fama y alabanza; sobre toda suavidad y consolación; sobre toda esperanza y promesa; sobre todo merecimiento y deseo; sobre todos los dones y regalos que puedes dar y enviar; sobre todo gozo y dulzura que el alma puede recibir y sentir; y en fin, sobre todos los Ángeles y Arcángeles, sobre todo ejército celestial; sobre todo lo visible e invisible; y sobre todo lo que no es lo que eres Tú, Dios mío.

Porque Tú, Señor, Dios mío, eres bueno sobre todo; Tú solo potentísimo; Tú solo suficientísimo y llenísimo; Tú solo suavísimo y agradabilísimo. Tú solo hermosísimo y amantísimo; Tú solo nobilísimo y gloriosísimo sobre todas las cosas, en quien están, estuvieron y estarán todos los bienes junta y perfectamente.

Por eso es poco e insuficiente cualquier cosa que me das o prometes, o me descubres de Ti mismo, no viéndote ni poseyéndote cumplidamente. Porque no puede mi corazón descansar del todo y contentarse verdaderamente, si no descansa en Ti trascendiendo todos los dones y todo lo criado.

Busquen otros lo que quisieren en lugar de Ti, que a mí ninguna otra cosa me agrada, ni agradará, sino Tú, Dios mío, esperanza mía, salud eterna.

domingo, 15 de mayo de 2011

Tercero después de Pascua


TERCER DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA


Un poco de tiempo, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver, porque me voy al Padre. Entonces algunos de sus discípulos comentaron entre sí: ¿Qué es eso que nos dice: un poco, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver; y me voy al Padre? Y decían: ¿Qué es ese poco de que nos habla? No sabemos lo que quiere decir. Se dio cuenta Jesús de que querían preguntarle y les dijo: Andáis preguntándoos acerca de lo que he dicho: Un poco, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver. En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón; y vuestra alegría nadie os la podrá quitar.

San Agustín explica estas palabras de Jesucristo, Un poco de tiempo, diciendo que es el tiempo que nos separa del Juicio, en que veremos a Nuestro Señor.

De este modo, el tiempo de nuestra vida en la tierra es corto, modicum Mil años son ante vuestros ojos como el día de ayer que ya pasó…

En relación con la eternidad, nuestra vida es sólo un instante… Ojalá pensásemos a menudo en esta brevedad de la vida...

El recuerdo de esta verdad es saludable y beneficioso para todos, porque en la adversidad, es un motivo de paciencia; en la prosperidad, es una ocasión de desprendimiento; en cualquier situación, es una oportunidad para practicar el bien.


La brevedad de la de vida es, en primer lugar, un motivo de paciencia en la adversidad.

Nuestra vida en la tierra es una batalla continua, un tiempo de prueba y de aflicción.

Este mundo triste en que vivimos, es realmente un Valle de lágrimas

Entre los hijos de Adán, no hay ninguno que no haya sufrido, o que no deba esperar sufrir.

Pero, ¿dónde buscar fuerza y paciencia para soportar tanto dolor? Aquellos que tienen una gran fe y un verdadero amor de Dios, se alegran de sufrir, a fin de expiar sus pecados y merecer una corona más hermosa en el Cielo.

Se trata de los Santos…, y por desgracia, constituyen un pequeño número.

Aquellos que no tienen suficiente virtud, pueden por lo menos excitarse a la paciencia pensando que pronto sus sufrimientos terminarán.

Un prisionero o un exiliado, que sabe que su castigo pronto acabará, se siente alentado para soportarlo.

De este modo, la esperanza de ver pronto el final de nuestras penas y de nuestros males, nos da paciencia y consuelo.

Modicum Un poco de tiempo…


Además, en quien la fe no ha muerto se consuela y alienta al pensar que los sufrimientos de esta vida son meritorios ante Dios y dignos de recompensa.

Por un momento de tribulaciones, enseña San Pablo, tendremos un peso enorme de Gloria.

Dice San Beda el Venerable: “La inefable e infinita bondad de Dios ha dispuesto las cosas de tal manera que el tiempo de nuestro trabajo y de nuestras luchas no sea de larga duración, antes bien, por el contrario, que sea tan corto que puede llamarse un momento; mientras que el tiempo de la otra vida, que es eterna, sea la coronación y la recompensa. Por lo que nuestras dificultades, nuestro trabajo terminará pronto, pero su recompensa no terminará jamás”.


Por lo tanto, en nuestras enfermedades y pruebas, tengamos coraje y esperanza cristiana.

Si para una persona agonizante y sus deudos, esta perspectiva es dolorosa: Un poco de tiempo, y ya no me veréis…; la otra palabra del Señor seguramente puede y debe dar ánimo y fortaleza: de nuevo un poco, y me volveréis a ver… ¡La separación será tan corta!…

Llevando una vida santa, sufriendo y muriendo como buenos cristianos, pronto estarán juntos para siempre en las inefables alegrías del Cielo... Consolaos mutuamente con estas palabras, dice San Pablo; y la Iglesia las pone en su Liturgia de Difuntos…

Ánimo, y también paciencia en las tribulaciones, los reveses de fortuna o la pobreza... Ellos esconden, por el momento, la visión de Jesús; pero, modicum…, y Él no tardará en reaparecer.


La brevedad de la vida es, también, una ocasión de desprendimiento en la prosperidad.

La adversidad nos expone a las murmuraciones o al desaliento; pero la prosperidad es mucho más peligrosa, porque nos expone a olvidarnos de Dios y del Cielo, a descuidar la atención de nuestra alma, a aferrarnos sin medida a las cosas de la tierra.

El bienestar se convierte fácilmente en una fuente de pecados de orgullo, avaricia, envidia, lujuria, etc. Por eso Nuestro Señor asegura que es muy difícil para los ricos entrar en el Cielo. Busquemos entre las ocho Bienaventuranzas: la prosperidad no tiene cabida…

Por eso, el pensamiento de la brevedad de la vida es una excelente manera de desapegarnos de todos los bienes engañosos de la tierra: modicum Un poco de tiempo… y vas a morir… Y será necesario abandonar, voluntariamente o forzado, todas las riquezas, el lujo, los placeres, honores…

Todo esto pasará como la sombra, ¿y qué nos llevaremos a la otra vida?… Sólo nos quedará un sepulcro, sin duda, para nuestro cuerpo, que no sabrá dónde lo habrán puesto…

¿De qué nos habrán servido todos nuestros bienes, sino, quizá, para agravar nuestra responsabilidad, hacer nuestro juicio más temible y nuestra sentencia más terrible?


La brevedad de la de vida es, finalmente, una buena oportunidad para hacer el bien y practicar la virtud.

Después de todo, la vida nos es dada, no para dilapidarla, sino para servir al Señor, hacer el bien, comprar el Cielo, salvar nuestra alma.

No estamos en la tierra para otro fin.

Puesto que es así, y de hecho sabemos cómo la vida es corta, apresurémonos a emplearla bien; mientras tengamos tiempo, hagamos el bien.

Nuestros días están contados…, ¿cuál es su número? Este es el secreto de Dios…, pero modicum un poco…

Tratemos de santificar esos pocos días y de santificarnos durante ellos… Viene la noche, en la cual nadie puede obrar, dice Nuestro Señor.

¡Cuántos pecados a borrar, cuántas pasiones a dominar, cuántas faltas a reparar, cuántas virtudes a adquirir y cuántas buenas obras a realizar para merecer el Cielo y garantizar nuestra eterna felicidad!

Jóvenes, que juzgáis tener por delante muchos años todavía de vida… ¡Atención! ¡Cuidado!

Modicum… Tendréis que morir…, en unos días, puede ser…

Y aunque vivieseis hasta los noventa años, rápidamente pasarán ellos,… ese tiempo es un momento delante de Dios… Todavía un poco, y compareceréis ante el tribunal de la divina justicia.

Vosotros, que estáis en la plenitud de la edad, no os hagáis ilusiones; no os aseguréis diciendo: disfruto de excelente salud…, además tengo un médico excelente…

¡Cuántos hacen hermosos proyectos, abusando de la vida, permaneciendo en el abandono de sus deberes, en los mismos hábitos de pecado!…

¡Insensato! Esta misma noche entregarás tu alma…

No retardemos nuestra conversión, ni la penitencia, para garantizar nuestra salvación…

Modicum Un poco de tiempo…

Y vosotros, ancianos, ¿qué pensáis de vuestra vida? ¿No es para vosotros como un sueño? ¿Cómo el día de ayer, que ya pasó?

¡Como desaparecieron rápidamente vuestros setenta u ochenta años!… No tenéis setenta u ochenta… ya los habéis perdido… Sólo tenéis algunos pocos años más… un poco de tiempo, unos pocos meses, unos pocos días… Modicum Un poco de tiempo…


Apresuraos para reparar el pasado, multiplicar vuestras buenas acciones, vuestras oraciones, vuestras limosnas, vuestros actos de fe, de esperanza, de caridad, de contrición, para hacer el reembolso del préstamo cuando os llame Dios…, preparad vuestras lámparas, porque se acerca el Esposo…


Consideremos, pues, cómo es útil y saludable que recordemos a menudo la brevedad de esta vida...

Un poco de tiempo todavía a sufrir…, resignémonos con buena voluntad…

Un poco de tiempo todavía para “disfrutar” de la salud, las riquezas, los honores…, no nos dejemos distraer ni engañar; conservemos nuestro corazón libre, abierto y dispuesto para hacer el sacrificio cuando agradare a Dios…

Un poco de tiempo para preparar nuestra corona; apresurémonos antes que la muerte nos sorprenda.

Recordemos lo que dice la Imitación de Cristo:

Muy presto será contigo este negocio; mira cómo te has de componer.
¡Oh torpeza y dureza del corazón humano, que solamente piensa en lo presente, sin cuidado de lo por venir!
Así habías de conducirte en toda obra y pensamiento, como si hoy hubieses de morir.
Si no estás dispuesto hoy, ¿cómo lo estarás mañana?
Mañana es día incierto; y ¿qué sabes si amanecerás mañana?
Si es temeroso el morir, puede ser que sea más peligroso el vivir mucho.
Bienaventurado el que tiene siempre la hora de la muerte delante de sus ojos y se dispone cada día a morir.
Por eso está siempre prevenido, y vive de tal manera, que nunca te halle la muerte desapercibido.
¡Qué bienaventurado y prudente es el que vive de tal modo, cual desea le halle Dios en la hora de la muerte!
Ahora es el tiempo muy precioso; ahora son los días de salud; ahora es el tiempo aceptable.
Pero ¡ay dolor! que lo gastas sin aprovecharte, pudiendo en él ganar para vivir eternamente.
Vendrá cuando desearás un día o una hora para enmendarte, y no sé si te será concedida.
Trata ahora de vivir de modo que en la hora de la muerte puedas más bien alegrarte que temer.
Aprende ahora a morir al mundo, para que entonces comiences a vivir con Cristo.
Aprende ahora a despreciarlo todo, para que entonces puedas libremente ir a Cristo.
Ahora que tienes tiempo, atesora riquezas inmortales.
Nada pienses fuera de tu salvación, y cuida solamente de las cosas de Dios.
Granjéate ahora amigos venerando a los Santos de Dios, e imitando sus obras, para que cuando salieres de esta vida te reciban en las moradas eternas.
Trátate como huésped y peregrino sobre la tierra, a quien no le va nada en los negocios del mundo.
Guarda tu corazón libre y levantado a Dios, porque aquí no tienes domicilio permanente.
A Él dirige tus oraciones y gemidos cada día con lágrimas, porque merezca tu espíritu, después de la muerte, pasar dichosamente al descanso del Señor.


Un poco de tiempo, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver, porque me voy al Padre…

domingo, 8 de mayo de 2011

Domingo del Buen Pastor


SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

Domingo del Buen Pastor

El Evangelio de este Segundo Domingo después de Pascua está tomado del capítulo décimo de San Juan, versículos 11 al 16, pero es muy provechoso leer el contexto, tanto el que lo precede como el que lo sigue inmediatamente:


En verdad, en verdad os digo, que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, mas sube por otra parte, aquél es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas. A éste abre el portero. Y las ovejas oyen su voz, y a las ovejas propias llama por su nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera sus ovejas, va delante de ellas; y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no lo siguen, huyen de él; porque no conocen la voz de los extraños.
Esta parábola les dijo Jesús. Mas ellos no entendieron lo que les decía.
Y Jesús les dijo otra vez: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos vinieron, ladrones son y salteadores, y no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta. Quien por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.
El ladrón no viene sino para hurtar, y para matar, y para destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan con más abundancia.
Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, del que no son propias las ovejas, ve venir al lobo, y abandona las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas. Y el asalariado huye, porque es asalariado, y porque no tiene parte en las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor: y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre, y doy mi vida por mis ovejas.
Tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco; es necesario que yo las traiga, y oirán mi voz, y será hecho un solo rebaño y un solo pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; mas yo la doy de mi propia voluntad; poder tengo para darla; y poder tengo para volverla a tomar.


Esta parábola y alegoría es una de las más bellas del Evangelio, y una de las páginas más dulces y consoladoras de toda la Sagrada Escritura.

Jesús la pronunció después de la tremenda amenaza a los fariseos: Para un juicio he venido a este mundo: para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos.

Algunos fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: ¿Es que también nosotros somos ciegos? Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero, como decís: “Vemos”, vuestro pecado permanece.

El enlace de los conceptos es natural: aquellos hombres se arrogaban el título de conductores o pastores únicos de Israel; daban los pastos que les placían a ellos; admitían y echaban del redil a quienes querían, sancionando con la expulsión de la Sinagoga a quien creyese que Jesús era el Mesías.

Jesús vindica para sí, exclusivamente, el título de Pastor Legítimo, al tiempo que condena a sus adversarios de falsos pastores.

Para hacerlo, nada más natural que esta parábola. La vida pastoril ocupa lugar principalísimo en la historia, en las costumbres y en la misma literatura del pueblo de Dios. Los Patriarcas de la descendencia de Set fueron grandes pastores; en la Palestina abundaba más la tierra de pastoreo que la de labor; por ello eran numerosos los ganados y muchos los que se dedicaban a la vida pastoril.

La literatura, reflejo de la vida de los pueblos, abunda en alusiones y metáforas tomadas de este género de profesión.

El pastor, no el mercenario, sino aquel cuyas ovejas son propias, como dirá más tarde Jesús, ejerce un verdadero señorío y como una paternidad solícita sobre sus rebaños. De aquí que en la literatura del Antiguo Testamento, en que abunda tanto la concreción metafórica de las ideas, se aplique con frecuencia a Dios, Soberano Señor y Padre providentísimo de los hombres, el título de Pastor, hasta el punto de que “el Pastor”, en el lenguaje de los Profetas, tiene una bien definida significación teológica: es Dios.

Llamábase pastores a los que ejercían autoridad en el pueblo de la teocracia, pero de una manera especial era Dios el Pastor de Israel por antonomasia.

Isaías nos representa a Dios bajo la amabilísima figura del pastor solícito: Apacentará, como el pastor, su rebaño: recogerá con su brazo los corderos, y los alzará en su seno, él mismo llevará las ovejas paridas.

Y Ezequiel, al contraponer los malos pastores a Dios, Buen Pastor, dice de Él: Yo mismo quitaré las ovejas de manos de sus pastores… Yo mismo iré a buscar mis ovejas y las visitaré… Y las sacaré de todos los lugares en que habían sido descarriadas… Las apacentaré en pastos muy fértiles… Yo apacentaré mis ovejas, y Yo las haré sestear, dice el Señor.


Correlativamente, el pueblo era la grey de Dios Pastor. Yahvé es el Pastor de Israel en los escritos del Antiguo Testamento; también el Mesías será el futuro Pastor del pueblo redimido.

En esta espléndida visión de los Profetas aparece la distinción entre Dios y el Mesías: Yahvé envía a éste para que apaciente su grey. Ambos son Pastores.

Dios Pastor y el Mesías Pastor se identificarán en Jesús, el Buen Pastor de la grey cristiana, porque Jesús es el Mesías, Hijo de Dios.

El arte cristiano se ha complacido en representar a Jesús bajo la figura de un pastor buscando afanoso la oveja descarriada; o mejor, llevándola amablemente cargada sobre sus hombros.

Es la traducción gráfica de aquella dulcísima parábola del hombre que tiene cien ovejas y deja las noventa y nueve para buscar la que se perdió, y la carga alegre sobre sí, y comunica su gozo a sus amigos cuando llega a su casa.

Toda la Tradición, de la que da testimonio el arte de las Catacumbas, ha visto a Jesús en el pastor de la parábola, y a la humanidad pecadora en la oveja descarriada.

Pero Jesús se llama a Sí mismo, en forma enfática, el Buen Pastor; y no de una manera circunstancial, sino describiendo una realidad primordial, sacada de la vida pastoril que se aplica a Sí mismo.

La condición de propietario de las ovejas supone en Jesús la divinidad.

Cuando Jesús predice el descarrío de sus apóstoles, se declara a sí mismo Pastor, y se aplica un pasaje del Antiguo Testamento, demostración de su mesianidad: Todos os escandalizaréis en mí esta noche. Porque está escrito: Heriré al Pastor y se descarriarán las ovejas del rebaño.

Jesús declara en otra ocasión, de una manera solemne, su condición de Pastor propietario de las almas que formarán la grey universal del pueblo redimido. Simón, hijo de Juan, pregunta Jesús a Pedro, ¿me amas más que éstos? Y a la respuesta afirmativa de Pedro, añade Jesús: Apacienta mis corderos. Repite la pregunta, y a igual respuesta encarga a Pedro que apaciente sus ovejas.

Son las ovejas de toda la tierra, con las cuales se formará un gran rebaño con un solo Pastor; es la Iglesia Católica con su Cabeza Jesús.

Jesús, pues, es el Pastor que ha suscitado Dios en el Reino Mesiánico para gobernar el divino aprisco con la sabiduría y solicitud con que Él solo puede hacerlo. Es Dios y es Mesías; por ambos títulos le corresponde el nombre de Pastor de la nueva grey.


Viniendo ya a la parábola, Jesús comienza diciendo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, mas sube por otra parte, aquél es ladrón y salteador.

Como dije, la alegoría está tomada de la vida pastoril, muy común entre los judíos; por esto pudieron todos fácilmente entenderla en todos sus detalles.

Desde comienzos de primavera se dejaban libres los rebaños en las estepas de Judea y Perea; por la noche eran recluidos en recintos cerrados por empalizadas o muros de barro; en ambos casos tenía el corral una puerta, al cuidado de un hombre.

Dentro de una misma cerca se encerraban rebaños de distintos dueños; entraban por la mañana los ovejeros y cada cual llamaba a sus ovejas, que obedecían a la voz de su pastor.

Llama por su nombre a las ovejas propias y las saca del redil para llevarlas a buenos pastos. Y va delante de ellas, como se practica en Oriente; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz.

Mas al extraño no lo siguen, antes huyen de él, porque no reconocen la voz de los extraños.

Son todos deliciosos detalles, que delatan un fino observador y narrador.


Hay una voz de pastor, dice San Agustín, en la que las ovejas no oyen a los no pastores; en la que las no ovejas no oyen a Cristo.

Es decir, que es una voz inconfundible, que traduce una relación especial entre el pastor y las ovejas. Esta voz es la identidad de vida y de doctrina con el Divino Pastor.

Tienen los fieles como un instinto divino para distinguir a los pastores de los mercenarios; y esta es la mejor salvaguardia de la fe y de las costumbres cristianas del pueblo.

¡Ay de los pastores que en su predicación y en su vida no tienen el timbre de voz inconfundible del Pastor Jesús!


Nota el Evangelista un rasgo de la psicología de los fariseos: Esta parábola les dijo Jesús. Mas ellos no entendieron lo que les decía. No comprendieron pudiese referirse a ellos el contraste que establecía Jesús entre el buen pastor y los ladrones; les cegaba la soberbia, porque se reputaban los pastores insubstituibles del pueblo de Dios.

Y entonces, Jesús les declara el sentido de la parábola: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta de las ovejas, la puerta por donde se entra en el redil.

Por Cristo entran las ovejas en la Iglesia; por Cristo deben ser constituidos los pastores. Todos cuantos vinieron, ladrones son y salteadores, y no los oyeron las ovejas: la alusión es a ellos, que actualmente se arrogan el oficio de pastor.

Son”, en presente. Ellos son, los fariseos, que no buscan más que su provecho, explotando al pueblo; las ovejas, los seguidores de Jesús, no los oyeron.

Yo soy la puerta, repite Jesús con énfasis, por donde entran pastores y ovejas, pueblo y jerarquía.

Quien por mí entrare, será salvo; bajo la protección divina estará seguro de toda malévola incursión.

Y entrará, y saldrá y hallará pastos, en lo que expresa la facilidad, la seguridad, la abundancia de la vida espiritual que por la doctrina, sacramentos, etc., nos dará el buen Pastor.


Hay muchos hombres, dice San Agustín, que por el hecho de vivir según la ley de cierta honradez natural, se llaman “buenos hombres”; ¿qué les aprovecha si no han entrado por la puerta del redil, que es Cristo?

Para que aproveche el bien vivir, debe ser para vivir eternamente feliz; porque no puede decirse que vivan bien aquellos que ignoran el fin del bien vivir, o en su soberbia lo desprecian; y este fin es la vida bienaventurada, que no puede lograrse sino entrando en la grey de Cristo, que es la Iglesia, y viviendo una vida en verdad cristiana.


No lo hace así el ladrón, que no viene sino para hurtar, y para matar, y para destruir: éste no entra por la puerta del llamamiento de Dios; no busca sino el torpe lucro; no procura el incremento del rebaño, sino que es ocasión de la ruina espiritual de las ovejas.


Ladrones son, y salteadores los que usurpan el nombre de “buenos hombres”, del que no pueden gloriarse sino los que vivan bien, y para ello debe vivirse según Cristo.


Jesús ha venido para dar la verdadera vida espiritual; más que la vida, la saciedad y el regalo del bien vivir: Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan con más abundancia; es la perfecta participación del Espíritu Santo.


Y sigue Jesús contraponiéndose a los malos pastores. Aquí comienza propiamente el pasaje evangélico de este Domingo: Yo soy el buen Pastor… soy el Mesías, que he venido para apacentar el pueblo de Dios.

Característica del buen pastor es exponer y dar la vida por sus ovejas; lo hicieron Jacob y David. Jesús da la suya como precio de la redención del mundo.

Mas el asalariado, los doctores y prelados que principalmente buscan su utilidad, de quienes no son propias las ovejas, que las gobiernan sólo a título precario y por su conveniencia, ve venir al lobo, eterno enemigo de las ovejas, el instigador, el escandaloso, el falso doctor, y abandona las ovejas y huye, sólo atento a su bien personal.

Y consecuencia fatal de ello, el lobo arrebata y dispersa las ovejas, que han quedado en el desamparo.

Otra razón de su huida es que no tiene afección ninguna al rebaño, sino sólo al provecho que saca de la aparente custodia: Y el asalariado huye, porque es asalariado, y porque no tiene parte en las ovejas.


Yo soy el Buen Pastor, repite Jesús; como se llama dos veces la puerta del redil, así se llama dos veces Pastor para aplicarse sucesivamente las cualidades del Buen Pastor.

Éste conoce una a una sus ovejas, y las ovejas lo conocen a él; así Jesús: Y conozco mis ovejas, y las mías me conocen

Es conocimiento recíproco de amor; y cuanto más se conocen recíprocamente, más se aman, porque el conocimiento engendra amor, y el amor, conocimiento.

Cuán íntimo sea este conocimiento, lo expresa con altísima comparación: Como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre. Esta vida íntima, de conocimiento y amor, que une al Padre y al Hijo, une también, aunque en otra forma y medida, a Jesús y sus ovejas.

Jesús y el alma están unidos, hasta cierto punto, en semejanza de naturaleza, porque Jesús le comunica vida de su vida, por la gracia santificante, y vida de conocimiento y amor por la fe y la caridad.

Prueba de este amor generoso de Jesús es que da su vida por las almas: Y doy mi vida por mis ovejas.


Jesús traspasa en alas de su pensamiento los límites del pueblo de Dios, de la grey de Dios, para indicar que tiene fuera de él numerosas ovejas: Tengo también otras ovejas, todas las naciones gentiles, que no son de este aprisco, del pueblo de Israel. Es necesario que yo las traiga, con los lazos del amor, porque mi Padre me las ha dado en herencia.

Y oirán mi voz, en la predicación de los Apóstoles, y será hecho un solo rebaño y un solo pastor, la Iglesia católica, formada por todas las naciones del mundo convertidas a Cristo.


De los dos pueblos, el judío y el gentil, hizo Cristo un solo rebaño; y le dio la unidad del sello, que es el Bautismo, la unidad de autoridad, que es la del Supremo Pastor, la unidad de palabra, que es la palabra del Señor, el Evangelio, y la unidad de vida íntima, que es la santa caridad.

Todo atentado contra cualquiera de estos principios importa la escisión en el rebaño, que quiso Cristo fuera uno; quien lo comete, es ladrón y salteador, que roba y mata y destruye el santo rebaño de Jesús.


Por la Epístola de San Pedro que se lee hoy, la Iglesia nos dice bellamente: Andabais como ovejas descarriadas; mas ahora os habéis convertido al Pastor y Obispo de vuestras almas.

Recemos, pues, con la Oración Colecta de este Domingo:

Oh Dios, que con la humildad de tu Hijo levantaste al mundo caído; concede a tus fieles perpetua alegría; para que hagas gozar de los eternos goces a los que libraste de los peligros de la muerte perpetua.

domingo, 1 de mayo de 2011

Domingo de Quasimodo


DOMINGO IN ALBIS


Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros.
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Tomás, uno de los Doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: La paz sea con vosotros. Luego dice a Tomás: Mete aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel.
Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío.
Dícele Jesús: Porque me has visto, Tomás, has creído. Bienaventurados los que sin ver creyeron.
Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


Los cuatro Evangelistas concurren en la narración de los episodios que siguieron a la Resurrección de Jesucristo. Todos ellos aportan elementos peculiares para formar una monografía de la Resurrección que se caracteriza por la espontaneidad de los relatos, por la viveza de los detalles, la belleza de los cuadros, y especialmente por este fervor que a las narraciones infundió el santo entusiasmo de que estaban poseídos los Evangelistas al describir el hecho fundamental de nuestra religión.


Según las narraciones de los Evangelios, las apariciones de Jesús resucitado que tuvieron lugar en Judea fueron cinco, a saber: a María Magdalena, a las piadosas mujeres, a los discípulos de Emaús, a los Apóstoles reunidos sin Tomás, todas ellas el mismo día de la resurrección, y luego, ocho días más tarde, a los mismos con este último.


La relación de las Santas Mujeres e incluso la de San Pedro, afirmando ante los discípulos que habían visto a Jesús resucitado, no disipó todas sus dudas. Ni la detallada descripción de los discípulos de Emaús mereció por un momento más crédito: Ni a éstos creyeron, dice San Marcos.

Jesús va a coronar sus apariciones con la que narra el Evangelio de esta Domínica in Albis, hecha en conjunto a todos los Apóstoles y algunos discípulos que con ellos estaban.

La aparición tuvo lugar en el mismo momento en que los discípulos de Emaús narraban a la asamblea de los Apóstoles y discípulos lo que acababa de ocurrirles aquella tarde, el mismo día de la Resurrección, al anochecer, y estando los discípulos congregados y encerrados por el miedo que los sanedritas les inspiraban.

Acababan de cenar, estaban aún a la mesa, cuando la aparición de Jesús en medio de ellos fue súbita. El Cuerpo de Jesús, glorificado ya, no necesitó se le abriese paso para entrar en el local cerrado: tenía las condiciones del cuerpo espiritual, de que nos habla San Pablo.

Vino Jesús, y les dijo: Paz a vosotros. Esta paz es fecunda; es la paz del Príncipe de la paz, la paz mesiánica, fructuosa en toda suerte de bienes.

Como si quisiese darles un presagio de los bienes de esta paz, Jesús añade: Yo soy, no temáis.

A pesar de estas dulces palabras, su aparición súbita los llena de terror, pensando se trataba de un espectro o fantasma, no de un cuerpo real… ¡tanto les costaba persuadirse de la Resurrección del Señor, a pesar de ser ya al menos la cuarta vez que se aparece!

Jesús los tranquiliza, dándoles a entender que es Él, único que puede leer en sus pensamientos: y les dijo: ¿Por qué estáis turbados, y por qué dais lugar en vuestro corazón a tales pensamientos, haciendo conjeturas de si soy o no un espíritu? No lo soy; mirad, para convenceros, que conservo aún en mis manos y pies las señales de los clavos de la crucifixión, vestigios de mi suplicio. Palpad y ved, que el espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.

Los Apóstoles y discípulos mirarían y tocarían con atención y reverencia las Sagradas Llagas; es el primer argumento que les da: el de la vista y tacto, sentidos los más fidedignos.

La certeza de que están viendo a Jesús los inunda de gozo; y empiezan a realizarse las palabras que les había dicho, de que los vería otra vez y se alegraría su corazón.

Aprovecha Jesús estos momentos de santa expansión de sus discípulos para reprenderlos con suavidad, al mismo tiempo que los confirma en la verdad de su Resurrección dándoles un segundo argumento, una prueba aún más fehaciente, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?

Los espectros y los espíritus no comen; si Jesús come, la prueba es decisiva. Jesús comió; los cuerpos glorificados no tienen necesidad de comer, pero pueden hacerlo y absorberlos en alguna manera.

Finalmente les da una razón sintética para acabar de disipar las dudas que sobre su Resurrección pudiesen aún abrigar. La causa de su incredulidad ha sido la decepción o desengaño sufrido al ver padecer y morir a Cristo.

Al igual que los discípulos de Emaús, habían creído las cosas gloriosas de Jesús, no las humillaciones; cuando éstas vinieron, se llamaron a engaño.

Jesús afirma de un modo general que todo ello estaba ya predicho en los Libros Sagrados, y que Él mismo se lo había advertido: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros, que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, y en los Profetas, y en los Salmos.


En aquel pequeño recinto está la Iglesia naciente, con Cristo vivo y aun presente según su presencia visible; el gozo de que están inundados los discípulos va a transfundirse a toda la Iglesia, de todos los siglos, en virtud de los poderes que va a conferirles.

Antes de hacerlo, vuelve Jesús a saludarles con solemnidad enfática: Paz a vosotros.

La palabra de Jesús es eficaz. Él vino para pacificar a los hombres con Dios; el primer poder que dará a sus Apóstoles será el de ser continuadores de esta obra de pacificación: Como el Padre me envió, así también yo os envío…

Jesús se hace igual al Padre en el poder de enviar; y envía a los Apóstoles para que sean, como Él, ministros de pacificación.


Esta misión es uno de los misterios más profundos y consoladores de nuestra doctrina cristiana. Misión es apostolado, es legación, es poder representativo. El Padre envía de su seno al Hijo para que se haga hombre y redima al mundo y le enseñe la doctrina divina y funde su Iglesia.

Y el Hijo envía a sus Apóstoles, y éstos a sus sucesores los Obispos, y éstos a los sacerdotes sus colaboradores, para que continúen su obra.


Para esta grande obra necesitan los Apóstoles y sus sucesores la fuerza vivificadora del Espíritu Santo. Jesús se lo da, por medio de una acción material simbólica, es decir sacramental, porque obra lo que significa, la insuflación: Y dichas estas palabras, sopló sobre ellos.

El soplo es símbolo del Espíritu: hálito y espíritu se designan en griego con la misma palabra pneuma.


Al soplo acompañó unas palabras expresivas del símbolo: Recibid el Espíritu Santo.

Los discípulos reciben el Espíritu Santo en orden a los oficios que deberán llenar; no con toda su plenitud y en forma solemne y visible, como el día de Pentecostés, sino para determinados fines y como preparación para aquella venida solemne.

Por esta insuflación expresa Cristo que el Espíritu Santo procede del Padre y de Él mismo, Filioque; y que como es del Padre, así también es suyo.

Parte principal de aquel ministerio de pacificación y fruto capital del Espíritu que acaba de darles es el perdón de los pecados, porque es el pecado el que pone la discordia entre Dios y el hombre.

Jesús tenía este poder; ahora se lo da a los Apóstoles. Por lo mismo, Ellos y sus sucesores serán jueces que deberán discernir los casos en que deberán retener o perdonar los pecados: luego éstos les deberán para ello ser declarados en la confesión auricular.

Por esto, la Iglesia ha visto siempre en estas palabras contenido el precepto de la confesión personal de los pecados.


Nada fáciles fueron los Apóstoles en creer la Resurrección de Jesús, y apenas cedieron al testimonio de los sentidos, la vista y el tacto. Todo ello lo quiso Dios para que se multiplicaran los argumentos de que pudiesen disponer las posteriores generaciones cristianas para demostrar el hecho de la Resurrección.

Para Santo Tomás y para nosotros, este episodio es de irrecusable fuerza demostrativa.

Por motivos que el Evangelio ni siquiera insinúa, el Apóstol Tomás no estaba en compañía de los otros diez al anochecer del día de la Resurrección.

En el curso de la semana, le contaron los demás el suceso de la aparición de la que fueron testigos.

Por la respuesta de Santo Tomás, comprobamos que la narración fue detallada, con todos los pormenores, especialmente que les consintió tocar sus manos, pies y costado.

Tomás niega su asentimiento al testimonio de sus compañeros; tan inverosímil le parece el hecho de la Resurrección, que no cederá sino a su propia y personal experiencia: Si no viere en sus manos la marca de los clavos…, no creeré.


Doble falta cometió aquí el Apóstol incrédulo: la de negar fe a los dichos de todos los demás, y la de señalar las condiciones sin las cuales no asentirá.

No obstante, Jesús condescenderá con su Apóstol, y su incredulidad característica dará lugar a que crea él y se robustezcan los motivos que tenemos de credibilidad en el gran milagro.


Ocho días después de la primera aparición a los discípulos congregados, Jesús la reiteró en las mismas condiciones de la anterior, estando Tomás con ellos.

En esta repetición de las apariciones de Jesús en día Domingo ha visto la antigüedad cristiana una especial santificación del día de la Resurrección; es por ello que el descanso sabático de los judíos ha pasado a ser la Fiesta Dominical de los cristianos; el día de la Resurrección del Señor es en nuestra Liturgia el Domingo principal del año; las demás Domínicas dependen en su cómputo de la Resurrección, y son como un eco de esta fiesta.

¡Qué pena pensar en la profanación sistemática del Día del Señor en la sociedad moderna! Es un logro de la judaización masónica de las logias.


Jesús ya va directamente, lleno de piedad, a la conquista del entendimiento y corazón del Apóstol incrédulo. Dándole a conocer que no ignoraba sus palabras y la condición que había impuesto para creer, dice a Tomás: Mete aquí tu dedo, y mira mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado. Y reprendiéndolo con dulzura añade: Y no seas incrédulo, sino fiel.


¡Cuán suave y misericordioso es el Señor! Dice San Agustín: Pudo resucitar, si hubiese querido, sin que apareciera en su Cuerpo Sagrado vestigio alguno de los clavos y lanza; pero no quiso borrar la aparente fealdad de sus cicatrices, en favor de sus amigos y como testimonio contra sus enemigos. Para sus amigos fueron aquellas cicatrices un medio de identificarlo y creer en su resurrección, o para los que no lo vieron resucitado, como nosotros, un medio de curar la llaga de nuestra infidelidad, creyendo sobre el testimonio de quienes vieron aquellas llagas. Para sus enemigos, los incrédulos, los impíos, los mismos pecadores, serán aquellas llagas un perpetuo reproche y testimonio contra ellos; como si dijera Jesús, mostrándolas: “He aquí el hombre a quien crucificasteis; veis las heridas que le causasteis; conocéis el costado que traspasasteis, que por vosotros y para vosotros fue abierto; y, no obstante, no quisisteis entrar en él.”


En la Basílica Mayor de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma, puede venerarse la falange del dedo del Santo Apóstol que tocó las Sagradas Llagas del Redentor.

La frase admirativa, entrecortada, llena de religioso respeto que pronuncia Santo Tomás, revela la emoción, el arrepentimiento, la fe profunda a la sola vista de las Veneradas Llagas: Señor mío y Dios mío…

Lo llama Señor, y en esto reconoce su Humanidad; y le dice Dios, en lo que afirma su Divinidad.

Vio una cosa y creyó otra: vio las Llagas, y creyó en la Resurrección; vio el Cuerpo de Jesús, y creyó en su Divinidad.

Este es el oficio del milagro; llevarnos, como de la mano, a la fe: el sentido nos atestigua un hecho de orden material; pero la razón nos dice que aquel hecho, en aquella forma, en aquella manera, en aquel momento, no puede producirse sin una intervención sobrenatural y divina; y entonces creemos en lo que no vemos, es decir, asentimos, con nuestro entendimiento y voluntad, a algo que está sobre el hecho que nos han denunciado los sentidos.


Acepta Jesús la confesión de Tomás, pero le da una lección: Porque me has visto, Tomás has creído. Has hecho bien en creer después de ver; aunque mejor hubieses hecho creyendo por el testimonio de los demás, y por lo que yo mismo había dicho de mi Resurrección.

Hay, pues, aquí alguna manera de reprensión por la tardía y nada fácil fe del Apóstol. No le faltó al Apóstol su mérito, porque vio al Hombre y creyó en Dios, viendo con los ojos de la fe, a través de la Carne de Cristo, el poder y la gloria de la Divinidad.

Con todo, es mejor, porque es más abnegada, la fe de aquellos que no exigen el testimonio de la experiencia personal para creer: Bienaventurados los que no vieron, y creyeron.

No es que le falte a Tomás su parte en la bienaventuranza, porque creyó más de lo que vio y sobre lo que vio; pero es más meritoria la fe que no necesita el testimonio de los sentidos corporales.


Bienaventurados los que no vieron, y creyeron. En esta sentencia venimos comprendidos nosotros, que no hemos podido ver ni palpar las llagas de Cristo. No digamos, pues: “Ojalá hubiese yo podido ver las llagas del Señor”, dice San Juan Crisóstomo, porque también somos o podemos ser bienaventurados, más aún que los mismos que las vieron, porque es más difícil y meritoria nuestra fe.

Dice San Agustín, Lo capital es que obremos lo que creemos, porque aquel es verdadero creyente el que lleva a la práctica de la vida aquello que cree.


Narradas las apariciones de Jesús resucitado en Judea, añade San Juan, a guisa de epílogo, dos versículos importantes: Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

El objeto que se propuso, pues, al redactar su Evangelio, fue demostrar que aquel Hombre que recorrió Palestina, que predicó, padeció, murió y resucitó, era el Mesías prometido por los Profetas, y que por ello se debía fe a su misión y a sus enseñanzas.


La finalidad del milagro no es de orden natural: no se hacen los milagros para que admiremos el poder de Dios, del que hartos argumentos tenemos en la creación; ni con un fin espectacular, para que nos gocemos en la manifestación extraordinaria de un poder oculto.

El milagro es un hecho de orden sensible, extraordinario, que rebasa las fuerzas de la naturaleza, para que, a través de lo material de él, nos remontemos a lo espiritual y eterno.

El milagro lo hace Dios para que creamos, para que le amemos, para que, por la fe y el amor, tengamos vida sobrenatural en el nombre de Jesús.

Así viene a ser el milagro como una preparación a la fe.

No todos los que ven el milagro creen, porque el hombre puede cerrar sus ojos a la luz divina que el milagro encierra; pero el milagro tiene luz bastante para guiarnos a Dios y para que, hallándole, vivamos en El.


Por eso, como fin ulterior y definitivo, digno del celo de un Apóstol, se propuso San Juan que sus lectores, por la fe en Cristo lograsen la vida divina, en el tiempo y en la eternidad.

Aquella vida, sobrenatural y eterna, de la que con tanta frecuencia habla el Evangelista, que sólo se logra en el Nombre de Jesús, por sus méritos y poder.


Por eso, la Oración Colecta de esta Domínica dice así: Haz, te rogamos, Dios omnipotente, que los que ya hemos celebrado las fiestas pascuales, manifestemos por tu gracia sus efectos por nuestras costumbres y modo de vivir.