domingo, 26 de junio de 2011

Infraoctava del Corpus


DOMINGO INFRAOCTAVA DEL CORPUS CHRISTI


Cuando uno de los que comían a la mesa oyó esto, le dijo: "Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios". Y El le dijo: Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado: Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena.


El Señor acababa de enseñar a invitar a un convite a los que no pudieran retribuirlo, a fin de recibir la recompensa en la resurrección de los justos.

Creyendo uno de los convidados que era lo mismo la resurrección de los justos y el Reino de Dios, elogia la antedicha recompensa: Cuando uno de los que comían en la mesa oyó esto, le dijo: Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios.

Este hombre era todo carnal, no comprendiendo lo que Jesús había dicho y creía que los premios de los santos son materiales; y como suspiraba por lo que estaba lejos, no veía el pan que deseaba y que tenía delante.

¿Cuál es el Pan del Reino de Dios, sino el que dice Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo?

Por eso declara el Señor en la parábola siguiente que la indiferencia no es digna de los Banquetes Celestiales; y prosigue, pues, con la parábola…

El Creador de todas las cosas, el Padre de la gloria, preparó una Gran Cena ordenada en Cristo. Y así brilló para nosotros el Hijo de Dios, que sufriendo la muerte por nosotros nos dio a comer su propio Cuerpo.

Celebró una Gran Cena, porque nos preparó la saciedad de su eterna dulzura; llamó a muchos pero vienen pocos.


El Evangelio de la Misa de este Domingo forma como el puente de enlace entre la Fiesta del Corpus Christi y todo la Liturgia del mismo, en cuyo contenido podemos distinguir tres Banquetes: el de la Redención, el de la Gracia y el de la Eucaristía.

La Cena de que habla el Salvador, es ante todo la gracia de la Redención. A ella estaban llamados como por título natural los miembros del Pueblo de Dios. Éstos eran los convidados.

Pero, por un misterio de iniquidad incomprensible, la mayor parte de aquellos desprecian en su arrogancia la humildad y mansedumbre del enviado del Padre, y se niegan a tomar parte en el Banquete de la Redención.

Y envió a uno de sus siervos. Este siervo que envió el Padre fue el mismo Jesucristo, el cual, siendo por naturaleza Dios y verdadero Hijo de Dios, se humilló a sí mismo tomando la forma de siervo.

Fue enviado a la hora de la Cena. Añade el Evangelio: Porque todo estaba aparejado. El Padre había preparado en Jesucristo los bienes dados por Él al mundo: el perdón de los pecados, la participación del Espíritu Santo y el brillo de la adopción. A esto llamó Jesucristo por las enseñanzas de su Evangelio.

Envió a que viniesen los invitados, esto es, los llamó por los Profetas enviados con este fin, los cuales en otro tiempo invitaban a la Cena de Jesucristo. Fueron enviados en varias ocasiones al pueblo de Israel.

Muchas veces los llamaron para que viniesen a la hora de la Cena; aquéllos recibieron a los que los invitaban, pero no aceptaron el convite. Leyeron a los Profetas… y mataron al Cristo.

Y entonces prepararon, sin darse cuenta de ello, esa Cena para nosotros.

Dios nos ofrece, pues, lo que debía ser rogado. Quiere dar lo que casi no podía esperarse y, sin embargo, todos se excusan a una.


Tres fueron las excusas que se dieron.

En la granja comprada se da a conocer el dominio; luego el vicio de la soberbia es el primer castigado.

Así, pues, se prescribe al varón de la santa milicia que menosprecie los bienes de la tierra. Porque el que atendiendo a cosas de poco mérito compra posesiones terrenas, no puede alcanzar el Reino del Cielo. Por eso dice el Señor: Vende todo lo que tienes y sígueme.


Las cinco yuntas de bueyes son los cinco sentidos corporales. Se llaman yuntas de bueyes porque por medio de estos sentidos carnales se buscan todas las cosas terrenas, y porque los bueyes están inclinados hacia la tierra. Y los hombres que no tienen fe, consagrados a las cosas de la tierra, no quieren creer otra cosa más que aquellas que perciben por cualquiera de estos cinco sentidos corporales.

Y como los sentidos corporales no pueden comprender las cosas interiores y sólo conocen las exteriores, puede muy bien entenderse por ellos la curiosidad, que examinando la vida ajena desconoce la suya íntima y cuida de verlo todo por el exterior.


El que ha tomado mujer se goza en la voluptuosidad de la carne, y en ello se ve la pasión carnal que estorba a muchos.

Aunque el matrimonio es bueno y ha sido establecido por la Divina Providencia para propagar la especie, muchos no buscan esta propagación, sino la satisfacción de sus voluptuosos deseos; y por tanto, convierten una cosa justa en injusta.


Se dieron por excusado; prefirieron las cosas materiales y desdeñaron las espirituales. Ahora bien, hay una diferencia entre las complacencias del cuerpo y las del corazón:

Cuando no se disfrutan las cosas del cuerpo, se tiene un gran deseo de ellas; y cuando se obtienen, hastían al que las alcanza por la saciedad.

Lo contrario sucede con las delicias espirituales. Cuando no se tienen, parecen desagradables; y cuando se alcanzan, se desean más.

Hay una gran diferencia entre los goces del mundo y los goces de la religión.

Se desean ardientemente los primeros, antes de que se los posea, porque no se conoce todo su vacío y la impotencia que hay en ellos para hacernos felices; y después de haberlos obtenido con mucha solicitud y penas, traen el fastidio, porque la experiencia hace sentir su vanidad.

Lo contrario sucede con los goces de la religión: antes de gustarlos no se desean, porque no se han conocido sus encantos; pero, una vez que se los ha gustado, que se ha sentido su excelencia y dulzura, se los desea más vivamente, y cuanto más se gustan, más se les desea, porque se conoce más su alto precio.

La virtud es tan bella, se aviene tan bien con el corazón del hombre, que cuanto más se la practica, más celo hay por ejercitarla.

Quien beba de esta agua, dice Jesucristo, más sed tendrá de ella, es decir, que deseará siempre avanzar más en la práctica de la virtud; el mundo y sus falsos goces le serán insípidos; y le disgustarán, según esta otra palabra del Señor: Quien beba el agua que Yo le daré, no tendrá jamás sed, de los vanos placeres de la tierra, se entiende.

Todos sus deseos se dirigirán a los puros goces de la virtud y quedará a la vez saciado y hambriento, sediento y refrigerado; porque tal es la propiedad de los bienes espirituales, que sacian y excitan el hambre, calman y avivan la sed.

Uno se sacia, porque encuentra en Dios todos los bienes; siente hambre, porque, en gustando estos bienes, se les encuentra tan deliciosos, que se les desea siempre más.

El corazón regocijado canta las alabanzas de Dios y de la virtud; pero ello es un cántico siempre nuevo, porque siempre halla nuevas bellezas que admirar y amar.

Juzguemos, pues, por la medida de nuestros deseos en qué grado de virtud estamos.


Y todos a una comenzaron a excusarse… Indignado el Padre, borra sus nombres del puesto honorífico que ocupaban, y dirige su invitación a los pobres y desgraciados, es decir, a la gente humilde y sencilla del pueblo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares

Mas no hallándose todavía llena de invitados la sala, el Padre manda llamar a los forasteros, a los extranjeros: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa

Y con ellos se completó el número de comensales y comenzó el festín.

Si en los convidados al banquete están representados los judíos, en los desgraciados, y sobre todo en los extranjeros, estamos figurados nosotros, los que no pertenecíamos al Pueblo de Dios, los que no podíamos alegar título alguno al Banquete de la Redención.

La magnanimidad del Padre es tan grande, que hasta para nosotros ha dispuesto un lugar en su Cena; hasta a nosotros ha hecho llegar su invitación; hasta nosotros hemos podido sentarnos junto a los hijos de Abrahán en la gran Cena.

Aun más, hemos llegado a formar el grupo de los preferidos. ¡Oh inmensa bondad la del Padre! ¡Oh dicha incomparable la nuestra! No lo meditamos como es nuestro deber.

No nos damos cuenta del particularísimo favor que importa el haber recibido las aguas bautismales. Porque ¿qué méritos hicimos antes de nacer, para venir a la existencia en un país católico y de padres piadosos?

¿No estaba en lo posible y hasta en lo probable, que nuestros padres fueran herejes o paganos, siendo relativamente tan reducido el número de católicos en el mundo?

¿Por qué, pues, tengo la dicha de figurar entre los bautizados en Cristo? Por pura misericordia.

Respondamos, pues, a esa misericordia con un canto de gratitud…


En la gran cena de la parábola está, entonces, también figurado el Festín de la Gracia y de todos los favores sobrenaturales de que el Señor nos ha hecho partícipes.

¡Cuantísimas gracias las que ha derramado sobre nosotros desde el primer momento de nuestra existencia!


Finalmente, el banquete de la parábola puede ser referido en sentido místico al Banquete Eucarístico.

Cristo Señor Nuestro al terminar el curso de esta vida mortal, bajo el exceso de su inmensa caridad para con los hombres, dejó la Sagrada Eucaristía como poderoso auxilio para la vida del mundo.

Conocer con fe íntegra la eficacia de la Santísima Eucaristía, es lo mismo que conocer cuál sea la obra que para perfeccionar al género humano realizó el Dios hecho hombre, con su poderosa misericordia.

El que atenta y religiosamente considere los beneficios que emanan de la Eucaristía, entenderá ciertamente que Ella excede y sobrepuja a todas las demás cosas, cualesquiera sean los beneficios que se contienen en las mismas; pues de Ella procede para los hombres la vida, que es la verdadera vida: El pan que yo les daré, es mi carne por la vida del mundo.

Cristo es vida; Quien para esto vino y vivió entre los hombres, para darles abundancia de vida más que humana: He venido para que tengan vida y la tengan abundantemente.


Mas como quiera que ésta que llamamos vida tiene manifiesta semejanza con la vida natural del hombre, así como ésta se sostiene y robustece con el alimento, así aquélla conviene tenga también un alimento o comida que la sustente y fortalezca.

Este pan, advierte Nuestro Señor, no es aquel maná celestial de la peregrinación por el desierto; sino que Yo mismo soy este pan: Yo soy el pan de vida.

Y de esto mismo les persuade más ampliamente invitándoles y mandándoles: Si alguno comiere de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi Carne por la vida del mundo…

Y les mostró la gravedad del precepto de este modo: En verdad, en verdad os digo si no comiereis la carne del hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.


¿Qué más puede desearse, que ser hechos en cuanto sea posible, participantes de la naturaleza divina? Pues esto es lo que principalmente nos da Cristo en la Eucaristía, por la cual el hombre, con el auxilio de la gracia, es elevado al consorcio de la divinidad y unido a Cristo íntimamente.

Esta es, precisamente, la diferencia que existe entre el alimento del cuerpo y el del alma, que así como aquél se convierte a nosotros, así éste nos convierte a nosotros en él; a este propósito San Agustín pone en boca de Cristo estas palabras: Tú no me transformarás en ti, como si fuese el alimento de tu cuerpo, sino que tú te transformarás en mí.


Cristiano, a ese Banquete Celestial has sido tú invitado. Aunque pobre y desgraciado, se ha dignado el Padre recibirte en su sala. Humíllate y contéstale agradecido.

Pero ten en cuenta que el afán de riquezas y de placeres es lo que impide la percepción del fruto de este Banquete.

Procura, pues, mortificar en ti esas bajas tendencias. No seas tú de los que no pudieron tomar parte en la gran cena, porque habían comprado una granja o unos bueyes, o porque habían de tomar esposa.

Sé de los pobres de espíritu, y así tendrás la dicha de albergar en tu corazón al Rey de Cielos y tierra y de poseer el Reino de los Cielos.


Terminemos con las dos oraciones previstas para después de la Comunión, la de este Domingo y la de la fiesta del Corpus Christi:


Habiendo recibido estos sagrados dones, Te suplicamos, Señor, que con la frecuente participación de los Sagrados misterios se aumenten en nosotros los efectos de nuestra salvación.

Te rogamos, Señor, nos sacies con el sempiterno goce de tu divinidad; prefigurado en la recepción temporal de tu Preciosísimo Cuerpo y Sangre.

viernes, 24 de junio de 2011

Corpus Christi


SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI


En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá en mí. Este es el pan que descendió del cielo. No como el maná que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan, vivirá eternamente.


El Evangelio de esta Fiesta es una perícopa selecta del discurso en que Jesús promete a la humanidad el Sacramento de su Cuerpo y Sangre.

El Señor había dado a comer milagrosamente a 5.000 hombres en el desierto. Aquellos judíos exaltados creyeron llegada la hora de levantarse contra el poder romano, proclamando Rey a un hombre tan portentoso. Jesús conoce sus designios, y se retira a la montaña.

Sus discípulos, por orden del Maestro, embarcan con dirección a la otra parte del mar de Tiberíades. La travesía fue borrascosa; la barca estuvo a punto de naufragar. Ya comenzaba a despuntar la aurora, cuando el Señor se les aparece en medio de las furiosas olas y calma con su palabra la tormenta. En la misma barca de los doce llega luego a Cafarnaum.

Mientras tanto, las muchedumbres, cansadas de buscar a Jesús, emprenden el mismo camino de los Apóstoles. Allí encuentran al Señor. Admirados, le preguntan: Maestro, ¿cuándo viniste aquí? El Salvador, decidido a esclarecer esas mentes, les dice: En verdad, en verdad os digo, vosotros me buscáis no por mi doctrina, sino porque os he dado de comer.

Esta respuesta da pie a un diálogo de tonos agrios por parte de la multitud, defraudada en sus esperanzas y en sus ensueños mesiánicos. El escándalo de los judíos llega a su cumbre, cuando Jesús les promete el Pan celestial de la Eucaristía.

Hasta aquel momento del discurso habían ido, poco a poco, apartándose del Salvador los nuevamente arribados por causa de la multiplicación de los panes; desde entonces comienzan a abandonarlo también sus propios discípulos. Dura es esta doctrina —decían—, y ¿quién es el que puede escucharla?

¡Qué dolor para Jesús! En el momento en que hablaba al hombre de la prueba más excesiva de su amor, éste, rehusando tanta dilección, le vuelve las espaldas…

En esta ocasión no fue el corazón el culpable de la defección, sino el orgullo…

Misterio de fe, llama el Salvador a la Eucaristía; la fe exige que se doblegue el espíritu humano, y aquellos hombres no entendían de tales renuncias…

¡Qué herida tan profunda abriría tal ceguera e ingratitud en el corazón amoroso del Salvador!

Pero la escena de Cafarnaum, continúa a través de los siglos… El dolor del Salvador ante la defección de los suyos no es más que el comienzo de un calvario angustioso que había de durar, no tres horas, sino siglos. Jesús comenzó en aquella ocasión a probar el amargo cáliz de la ingrata correspondencia de la humanidad al mayor de los beneficios divinos…

La historia de veinte siglos de sagrario no ha sido más que el desarrollo de la tragedia de dolor comenzada en la sinagoga de Cafarnaum. En el monumento perenne del amor es donde el Salvador es objeto de las profanaciones más horribles. En el misterio del Altar es donde prueba hasta las heces el cáliz amargo de la ingratitud.

En la Santa Misa renueva un milagro muy superior al milagro de la multiplicación de los panes, es decir, la maravilla del Cenáculo y la tragedia del Calvario.

Y cuando cree poder esperar que se lleguen todos, ebrios de amor y de emoción, a su costado, se inicia el desfile, la huida; el templo se convierte en sinagoga de Cafarnaum; la mayoría lo abandona, sorda a aquel angustioso clamor de ardiente sed e infinita ternura; sólo quedan en torno suyo, sólo se acercan al comulgatorio, los doce, las almas privilegiadas…

Al terminar su discurso, Jesús se halla solo con los doce, únicamente éstos perseveraron a su lado mirando desfilar a la multitud. Su Corazón divino necesitaba entonces expansionarse de su mortal angustia, y en un arranque de ternura e intimidad les dice: Y vosotros, ¿queréis también abandonarme?

Señor, respondió Pedro por todos, ¿a quién iremos, si Te abandonamos? Tú sólo tienes palabras de vida eterna…

Con el amor y ardor que expresan aquellas palabras, Jesús queda más que pagado de las bajas sufridas… Junto a los doce su Corazón no sentirá la soledad.

Alma cristiana, también a ti te dirige hoy el Señor aquella pregunta bañada en triste melancolía… ¿Y tú también quieres abandonarme?

Contéstale, llena de amor: Señor, si me aparto de Ti, ¿a quién iré? Tú tienes palabras de vida eterna. Fuera de Ti, siento frío mortal. ¿Apartarme yo de Ti? ¿Cómo apartarme de mi Dios y Señor? No; sino unirme más y más a Ti, hasta quedar transformada por Ti. Tú dijiste: Quien me come, vivirá por Mí. Viva yo desde hoy de tu vida.


Un año más tarde, sobre el Ara de la Cruz pagó Jesucristo nuestro rescate. Pero su Sacrificio no duró tan sólo las tres horas de su agonía. Así como su Sacerdocio es eterno, así también está inmolando continuamente su Hostia, es decir, inmolándose a Sí mismo.

La Sagrada Eucaristía es su forma sensible de inmolación. Sobre el Ara del Altar se renueva de continuo, aunque de una manera incruenta, el mismo sacrificio de la Cruz.

La separación de las especies de pan y de vino simboliza la espada mística que inmola la víctima.

Al levantar el Sacerdote la Sagrada Hostia y el Santo Cáliz para la adoración, la tierra podría agitarse como el Calvario la tarde del Viernes Santo; y el cielo se abre, en realidad, como en aquella fecha en señal de aceptación de la saludable víctima.

En la Comunión, en fin, se consuma el sacrificio por la destrucción de la víctima, llegando nosotros por su medio a participar de los despojos del Cordero inmolado, de los frutos del sacrificio ofrecido.

Este carácter de la Eucaristía afirmó el Apóstol, cuando dijo: Cuantas veces comiereis de este Pan y bebiereis del Cáliz del Señor, anunciaréis la muerte del Señor.

Y el mismo Jesús, al entregársenos sacramentado, demostró claramente que se nos daba como víctima. Éste es el Cuerpo —dijo— que por vosotros se entrega. Éste es el Cáliz de mi Sangre… que por vosotros y por muchos será derramada en remisión de los pecados.

Así lo entendió siempre la Iglesia, y así lo confesamos los fieles.

¡Qué realidades tan excelsas nos envuelven!

¡Cuán afortunados somos! Por nosotros, miserables pecadores, perpetúa el Señor su estado de Víctima, renovando cada día su Sacrificio.


Enseña su Santidad, el Papa Pío XII, que el Misterio de la Sagrada Eucaristía, instituido por el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y por orden suya constantemente renovado por sus ministros, es el punto culminante y el centro de la religión cristiana.

Cristo Nuestro Señor, Sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec, en la última Cena, la noche en que era entregado, para dejar a la Iglesia un sacrificio visible, que fuese representación del Sacrificio cruento que había de consumarse una sola vez en la Cruz, para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su eficacia saludable para la remisión de los pecados que cada día cometemos, ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las apariencias de pan y de vino, símbolos bajo los cuales los entregó a los Apóstoles consagrados sacerdotes del Nuevo Testamento, al mismo tiempo que les intimaba la orden, tanto a ellos como a sus sucesores en el sacerdocio, de que renovasen la oblación.


El Augusto Sacrificio del Altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que hizo en la Cruz, ofreciéndose al Padre como víctima gratísima.

Una sola y la misma es la víctima; y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes es el mismo que se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de ofrecerse.

Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada Persona es representada por su ministro. Éste, en virtud de la consagración sacerdotal que ha recibido, tiene el poder de obrar en virtud y en la Persona del mismo Cristo; por eso, con su acción sacerdotal, presta a Cristo su lengua y le ofrece su mano, como dice San Juan Crisóstomo.

Idéntica asimismo es la Víctima, es a saber, el Redentor Divino, según su naturaleza humana y en la verdad de su Cuerpo y su Sangre.


Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la Cruz, Él se ofreció a Dios totalmente, con todos sus sufrimientos; pero esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida.

En cambio, sobre el Altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana la muerte no tendrá ya dominio sobre Él, y por eso la efusión de la Sangre es imposible.


Con todo, la divina sabiduría halló un medio admirable para hacer manifiesto el Sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su Sangre; y las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre.

De este modo, la memorial demostración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los Sacrificios del Altar, ya que la separación de los símbolos índica que Jesucristo está en estado de Víctima.


Idénticos, además, son los fines: la glorificación del Padre Celestial; dar gracias a Dios; la expiación, la propiciación y la reconciliación; la impetración.


San Pablo, al proclamar la superabundante plenitud y perfección del Sacrificio de la Cruz, declara que Cristo, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado.

En efecto, los méritos de este Sacrificio, como infinitos e inmensos que son, no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el Sacerdote y la Víctima es el Dios Hombre; en cuanto que su inmolación fue perfectísima, y en cuanto que quiso morir como Cabeza del género humano.

Sin embargo, este rescate no obtiene inmediatamente su efecto pleno; es menester que Cristo, después de haber rescatado al mundo al precio valiosísimo de Sí mismo, entre, en la posesión real y efectiva de las almas.

De aquí que, para que se lleve a cabo y sea grata a Dios la redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que entren todos en contacto vital con el Sacrificio de la Cruz y así les sean transmitidos los méritos que de él se derivan.

Por eso, para que todos los pecadores se purifiquen en la Sangre del Cordero, es necesaria su propia colaboración.

Aunque Cristo, hablando en términos generales, haya reconciliado a todo el género humano con el Padre por medio de su muerte cruenta, quiso, sin embargo, que todos se acercasen y fuesen llevados a la Cruz por medio de los Sacramentos y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para poder obtener los frutos de salvación por Él logrados en la misma Cruz.

Jesucristo, mientras al morir en la Cruz concedió a su Iglesia el inmenso tesoro de la Redención, sin que Ella pusiese nada de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación, sino que quiere que en alguna manera provenga de su esfuerzo.

El augusto Sacrificio del Altar es, pues, un insigne instrumento para distribuir a los creyentes los méritos que brotan de la Cruz del Divino Redentor.

Cuantas veces se celebra la memoria de este Sacrificio, renuévase la obra de nuestra Redención. Y esto, lejos de disminuir la dignidad del Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento, su grandeza y pregona su necesidad.

Al ser renovado cada día, nos advierte que no hay salvación fuera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo; que Dios quiere la continuación de este Sacrificio desde Levante a Poniente, para que no cese jamás el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres deben al Criador, puesto que tienen necesidad de su continua ayuda y de la Sangre del Redentor para borrar los pecados que provocan su justicia.


Recemos, pues, como nos enseña la santa Liturgia:

Oh Dios, que nos dejaste la memoria de tu Pasión en ese Sacramento admirable: concédenos, que de tal suerte veneremos los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos continuamente en nuestras almas el fruto de tu Redención.

domingo, 19 de junio de 2011

Santísima Trinidad


FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD



Contemplados los Misterios de la Encarnación, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, de su Gloriosa Ascensión a los Cielos y del envío del Espíritu Santo, la Santa Liturgia nos invita hoy a considerar y meditar el Misterio de la Santísima Trinidad.

La Iglesia honra a la Santísima Trinidad todos los días del año, y principalmente los Domingos; pero le hace una Fiesta particular el Primer Domingo después de Pentecostés para darnos a entender que el fin de los Misterios de Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo ha sido llevarnos al conocimiento de la Santísima Trinidad y a su adoración en espíritu y verdad.


Este misterio es el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin.

Los doctores sagrados lo llaman sustancia del Nuevo Testamento…

Para conocerlo y contemplarlo han sido creados en el Cielo los Ángeles y en la tierra los hombres…

Para revelar y enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los Ángeles a los hombres: Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado

Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta Santo Tomás: “Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues —como dice Agustín— en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse, o el fruto una vez logrado.”

El peligro procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas Personas, o de multiplicar su única Naturaleza, al distinguir las Personas; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.

La verdad contenida en el Misterio de la Santísima Trinidad es, pues, la de Dios uno en tres Personas realmente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.


Entrando en la consideración de este Misterio, decimos, en primer lugar, que la fe cristiana cree y confiesa un solo Dios: único en naturaleza, en sustancia y en esencia.

Y, elevándose todavía más, la fe de tal manera entiende esta Unidad, que venera la Unidad en la Trinidad y la Trinidad en la Unidad.

Porque tres son las Personas en Dios: el Padre, que es ingénito; el Hijo, que es engendrado por el Padre desde toda la eternidad, y el Espíritu Santo, que eternamente procede del Padre y del Hijo.

En una única esencia divina, es el Padre la Primera Persona; el cual, con su Unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, es un solo Dios y un solo Señor; no en la singularidad de una única Persona, sino en la Trinidad de una sola Sustancia.

Las Tres divinas Personas se distinguen entre sí únicamente por sus propiedades.

Sería absurdo y herético suponer cualquier diferencia o desigualdad entre ellas.

Es propio del Padre el ser ingénito; del Hijo, el ser engendrado por el Padre; y del Espíritu Santo, el proceder del Padre y del Hijo.

De esta manera reconocemos tal identidad de esencia y sustancia en las Tres Personas divinas, que, al confesar al verdadero y eterno Dios, creemos debe ser adorada piadosa y santamente:

1) la propiedad en las Personas,
2) la unidad en la Esencia,
3) y la igualdad en la Trinidad.


Tratándose, por lo demás, del más difícil y sublime misterio de la Revelación, bástenos retener con religiosa exactitud los vocablos de Esencia y Persona, con los que está formulado el misterio, y creer que la unidad está en la Esencia, y la distinción en las Personas.

No puede pensarse ni siquiera imaginarse disparidad o diferencia alguna en las divinas Personas, siendo única e idéntica la esencia, voluntad y poder de las Tres.


Sin embargo, con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor.

No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia, porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente; sino que, por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter propio de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o —como dicen los teólogos— se apropian.


Después de haber considerado brevemente lo que nos enseña la teología, sigamos ahora a los autores espirituales y examinemos lo que exige este misterio a las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad.

En primer lugar, creyendo en el misterio de la Santísima Trinidad, rendimos el más esplendido homenaje a la veracidad de Dios.

En efecto, cuando Dios se nos muestra como Creador y gobernando estos mundos innumerables, dirigiendo el sol y los cielos en su camino, no honramos sino medianamente, por la fe estas hermosas verdades, porque en esto nuestra razón y su palabra se encuentran unidas, y ello no nos cuesta sacrificio alguno.

En cambio, cuando nos revela y enseña el misterio de la Trinidad, Tres Personas distintas en una sola Naturaleza…, una Esencia indivisible en Tres Personas, las Tres eternas, todopoderosas, inmensas, infinitas y, sin embargo, un solo eterno, todopoderoso, inmenso, infinito…; Tres Personas, en fin, que no son una sola persona, sino un solo Dios, entonces damos a la palabra divina, aceptando lo que nos dice, el homenaje más espléndido que puede dársele.

Aquí, nuestra razón, después de haber agotado todos sus recursos, no pudiendo ya apoyarse en sus propias concepciones, cae abismada en el sentimiento de su impotencia para comprender lo que se le revela; al honrar a Dios por el anonadamiento de sí misma, se prosterna con respeto y amor ante la veracidad divina, y le dice con santo entusiasmo: ¡Oh Dios! Vos lo habéis dicho y esto me basta; ello es así, y lo creo en virtud de vuestra palabra. Demasiado feliz con ser ilustrado por Vos sobre lo que sois Vos mismo, creo en vuestra palabra sin vacilar. Si os comprendiera, mi fe sería menos honrosa para Vos, menos meritoria para mí, y me cautivaría menos. Precisamente, porque en esta materia nada comprendo, me complazco en confesar la Trinidad: al Padre eternamente fecundo y Padre desde el principio; al Hijo engendrado por el conocimiento que tiene Dios de sí mismo; al Espíritu Santo, que procede del amor sustancial que une al Padre y al Hijo…


Seguidamente, creyendo en el misterio de la Santísima Trinidad, rendimos el mas magnifico homenaje a la grandeza de Dios.

De tal modo es esto cierto, que cuanto más fuera de nuestro alcance está lo que la Revelación nos enseña respecto a Dios, tanto más lo engrandece en nuestro espíritu.

Si la Revelación sólo nos enseñara cosas perfectamente comprensibles, podríamos tal vez decir: nos engaña, empequeñece a Dios; porque el Ser infinito no puede caber en los estrechos límites de una inteligencia creada y, por consiguiente, esencialmente limitada.

Pero, cuando nos muestra el misterio de la Santísima Trinidad, entonces no podemos menos que exclamar: ¡Oh Dios! esto sí que es digno de Vos, precisamente porque nuestra inteligencia no puede alcanzar tanta elevación. Esta es la prueba de vuestra grandeza. Si os comprendiese, no seríais infinito, no seríais Dios.


A continuación, el misterio de la Santísima Trinidad es el encanto de nuestra esperanza.

Si nos consideráramos sólo en nosotros mismos, con nuestra impotencia para todo lo bueno, nuestra tendencia al mal y las faltas que hemos cometido, tendríamos por qué temer; pero, al contemplar las Tres divinas Personas, al instante renacen en nosotros la esperanza y la felicidad.

Vemos, en la Primera de las Tres divinas Personas, un Padre que nos ama hasta llamarnos y hacernos realmente sus hijos; en la Segunda, un Mediador que ofrece su Sangre en pago de nuestras deudas, un pontífice que ruega por nosotros; y, en la Tercera, un abogado y consolador consagrado a nuestra santificación.

Por estos dulces Nombres el Bautismo nos regeneró, la Confirmación nos hizo perfectos cristianos, la Penitencia perdona nuestras culpas, el Matrimonio une a los fieles y el Orden consagra a los sacerdotes.

Con estos dulces nombres, la Iglesia bendice a sus hijos y comienza y termina sus oraciones.

¡Sí! El misterio de la Trinidad es el apoyo, la fuerza y el encanto de la esperanza cristiana.


Finalmente, el misterio de la Trinidad es el embeleso de la caridad

Nada excita más amor en el corazón que el pensamiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Nunca Dios se muestra más Dios que cuando, al penetrar en el secreto de la Trinidad, contemplamos sus inefables operaciones, las divinas grandezas plenamente conocidas por el Padre, alabadas como ellas lo merecen por el Verbo y amadas dignamente por el Espíritu Santo.

Jamás la caridad ha estimulado más nuestro corazón para que exclame: Sí; verdaderamente, Dios es caridad…

El Padre del Verbo eterno, quiere también serlo nuestro:
Padre de la creación, puesto que nos ha dado el ser y la vida;
Padre por la providencia, puesto que tiene tan gran cuidado de los hijos que ha puesto en el mundo;
Padre por la predestinación, puesto que, desde la eternidad, nos ha concebido como hijos adoptivos en el seno mismo en que engendró a su Verbo;
Padre por la predicación de su Evangelio;
Padre por la regeneración del Bautismo;
Padre por la gracia santificante que infunde en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que nos permite exclamar con confianza, diciéndole: ¡Padre mío! ¡Padre mío!;
Padre, en fin, por el amor que no tiene semejante en padre alguno; amor inconcebible, que llega hasta inmolar a su unigénito por salvarnos a nosotros de la muerte.

¿Qué hay, pues, más amable que las Tres Personas de la Santísima Trinidad?


Disponemos, pues de este hermoso día para festejar y homenajear a la Santísima Trinidad. Hagámoslo lo mejor posible, según las posibilidades de esta tierra…

Decía el Padre de Chivré: Cuando se ha dado la vuelta completa a través de las solemnidades humanas, comprendidas las de la Iglesia, a pesar del verdadero respeto que merecen por lo que representan, uno vuelve un poco vacío y triste…

¿Qué hemos de hacer, pues, para celebrar los más dignamente esta fiesta mientras aguardamos hacerlo por la eternidad en el Cielo?

Hemos de hacer cinco cosas:

1ª, adorar el misterio de Dios Uno y Trino;
2ª, dar gracias a la Santísima Trinidad por todos los beneficios temporales y espirituales que de Ella recibimos;
3ª, consagrarnos totalmente a Dios y rendirnos del todo a su divina Providencia;
4ª, pensar que por el Bautismo entramos en la Iglesia y fuimos hechos miembros de Jesucristo por la invocación y virtud del nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo;
5ª, determinarnos a hacer siempre con devoción la señal de la Cruz, que expresa este misterio, y a rezar con viva fe e intención de glorificar a la Santísima Trinidad aquellas palabras que tan a menudo repite la Iglesia: Gloria sea al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.

domingo, 12 de junio de 2011

Domingo de Pentecostés


SANTO DÍA DE PENTECOSTÉS


El Espíritu Santo bajó sobre los Apóstoles el día de Pentecostés; es decir, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo y diez después de su Ascensión.

Los Apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo en compañía de la Virgen María y de otros discípulos, y perseveraban en oración esperando al Espíritu Santo que Jesucristo les había prometido.

El Espíritu Santo confirmó en la fe a los Apóstoles, los llenó de luz, de fortaleza, de caridad y de la abundancia de todos sus dones.


Nuestro Señor Jesucristo, según sus altísimos decretos, no quiso completar por sí sólo en la tierra su divina misión, sino que, como Él mismo la había recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término.

Recordemos las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante los apóstoles: Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá vuestro abogado; en cambio, si me voy, os lo enviaré.

Y al decir así, dio como razón principal de su separación y de su vuelta al Padre el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba como Éste era igualmente enviado por Él y, por lo tanto, que de Él procedía como del Padre; y que como Abogado, como Consolador y como Maestro concluiría la obra por Él comenzada durante su vida mortal.

La perfección de su obra redentora estaba, pues, providentísimamente reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la creación adornó los cielos y llenó la tierra.

Por lo tanto, queda claro que el Espíritu Santo no fue enviado sólo para los Apóstoles, sino para toda la Iglesia y para todas las almas fieles.

¿Qué obra el Espíritu Santo en la Iglesia? Como el alma en el cuerpo, el Espíritu Santo vivifica con su gracia y dones a la Iglesia, establece en Ella el reinado de la verdad y de la caridad y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del Cielo.

De este modo, al Espíritu Santo se atribuye especialmente la santificación de las almas.

Si bien las tres Personas nos santifican igualmente, la santificación de las almas se atribuye en particular al Espíritu Santo porque es obra de amor, y las obras de amor, como veremos, se atribuyen al Espíritu Santo.

Si bien es cierto que las operaciones ad extra de la Santísima Trinidad son comunes a las tres divinas Personas, muchas de ellas se atribuyen, sin embargo, como propias a la Tercera, para que entendamos que proceden del Amor infinito que Dios nos tiene.


En este santo día conviene recordar que el octavo artículo del Credo, Creo en el Espíritu Santo, nos enseña que hay Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que es Dios eterno, infinito, omnipotente, Creador y Señor de todas las cosas, como el Padre y el Hijo.

Debemos, pues, explicar lo que en el Credo se contiene acerca de la Tercera Persona, el Espíritu Santo.

Es evidente que el tema merece toda atención y diligencia, pues no sería lícito que el cristiano ignorara o estimara en menos esta doctrina.

San Pablo no toleró que los fieles de Éfeso la desconocieran. Preguntándoles si habían recibido el Espíritu Santo, viendo en sus respuestas que ignoraban su misma existencia, les increpó: ¿Pues qué bautismo habéis recibido? Con estas palabras significó el Apóstol que es de absoluta necesidad para la fe y para la vida cristiana un conocimiento claro y distinto de esta doctrina.

Fruto de este conocimiento será la íntima persuasión de que todo cuanto poseemos en el orden de la gracia es don y beneficio del Espíritu Santo. Esta persuasión engendrará en nosotros una profunda humildad y una gran confianza en la ayuda de Dios. Y éstos deben ser los primeros pasos del auténtico seguidor de Cristo, que aspira a la verdadera sabiduría y a la suprema felicidad.


Particular atención merece, ante todo, precisar bien el significado de la expresión Espíritu Santo.

Con toda propiedad y verdad pueden aplicarse estas mismas palabras al Padre y al Hijo; uno y otro son de hecho Espíritu y Santidad. También pueden decirse de los Ángeles y aun las almas de los justos.

Pero debe quedar bien claro —no sea que incurramos en errores por la ambigüedad de las palabras— que en este artículo con el nombre de Espíritu Santo significamos la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.

En este sentido la usan las Sagradas Escrituras, tanto en el Antiguo como, sobre todo, en el Nuevo Testamento.


Podemos preguntarnos: ¿por qué la Tercera Persona carece de nombre propio?

No debe extrañarnos que la Tercera Persona de la Santísima Trinidad no tenga, como la Primera y la Segunda, un nombre propio.

Lo tiene la Segunda porque su procesión eterna del Padre con toda propiedad se llama generación. Y como a ese proceder lo llamamos generación, así llamamos Hijo a la Persona que procede, y Padre a la Persona de quien procede.

El acto, en cambio, con que procede la Tercera Persona del Padre y del Hijo, no tiene un nombre propio, sino que lo denominamos de una manera general espiración y procesión. De ahí que la Persona que procede de esta manera carezca de nombre propio.

Los hombres nos vemos obligados a trasladar a las realidades divinas los mismos nombres que utilizamos para designar las cosas humanas. Y no conocemos ningún otro modo de comunicación de vida más que la generación. Desconocemos cómo pueda comunicarse la propia naturaleza y esencia únicamente en fuerza del amor; de ahí que no podamos expresar esa realidad con un vocablo adecuado.

Denominamos a la Tercera Persona con el nombre genérico de Espíritu Santo, nombre que le conviene con toda perfección, porque Él es quien infunde en nuestras almas la vida espiritual, y sin el aliento de su divina inspiración nada podemos hacer digno de la vida eterna.


Santo Tomás explica todo esto de esta manera:

En Dios, dos son las Procesiones. Una de ellas, la Procesión por Amor, no tiene nombre. Por eso, las relaciones derivadas de esta Procesión no tienen nombre. Por lo cual y por lo mismo, la Persona que resulta de dicha procesión tampoco tiene nombre propio.

Pero, así como por el uso del lenguaje encontramos algunos nombres que aplicamos para indicar tales relaciones, como procesión y espiración, así también, para indicar la Persona divina resultante de la Procesión por Amor, por el uso que hace la Escritura, se ha encontrado, como nombre más apropiado, el de Espíritu Santo.

La conveniencia de este Nombre puede fundamentarse en dos razones:

La primera, por la misma realidad común que implica el mismo Espíritu Santo.

Pues dice San Agustín: El Espíritu Santo es común a ambos, y tiene como nombre propio lo que es común a los dos: Pues el Padre es Espíritu y el Hijo es Espíritu; y el Padre es Santo y Santo es el Hijo.

La segunda razón, por su misma significación.

Pues en las cosas corpóreas la palabra espíritu parece indicar cierto impulso y moción. De hecho, al aire espirado y al viento los llamamos espíritu. Por lo tanto, es propio del amor, que mueve e impulsa la voluntad del que ama hacia lo amado.

Por otra parte, la santidad se atribuye a aquello que está ordenado a Dios. Así, pues, porque la Persona divina procede por amor con el mismo con que Dios es amado, es adecuado que sea llamada Espíritu Santo.


También Amor es nombre propio del Espíritu Santo. Dice Gregorio en la homilía sobre Pentecostés: El Espíritu Santo es Amor.

En Dios, el nombre Amor puede ser tomado en sentido esencial y en sentido personal. En sentido personal, es el nombre propio del Espíritu Santo, como Palabra es el nombre propio del Hijo.

Para demostrarlo, hay que tener presente que en Dios hay dos Procesiones: una por el entendimiento, la de la Palabra; otra por la voluntad, la del Amor.

Porque la primera nos es más conocida, para indicar cada uno de los aspectos que se pueden analizar encontramos más nombres adecuados. Pero no sucede así con la procesión del Amor.

Por eso hacemos uso de ciertos circunloquios para indicar la Persona que resulta de tal procesión; así como a las relaciones resultantes de dicha procesión las denominadas Procesión y Espiración.


Otro nombre propio del Espíritu Santo es Don.

Así como para el Hijo proceder del Padre es ser Nacido, así también para el Espíritu Santo proceder del Padre y del Hijo es ser Don de Dios.

En Dios, Don, tomado en sentido personal, es el nombre propio del Espíritu Santo.

Don es propiamente entrega sin deber de devolución; esto implica donación gratuita. La razón de la gratuidad en la entrega es el amor, pues hacemos regalos a quien deseamos el bien. Por lo tanto, lo primero que le damos es el amor con el que le deseamos el bien. Por eso es evidente que el amor es el primer don por el que todos los dones son dados gratuitamente.

De ahí que, como el Espíritu Santo procede como Amor, procede como primer Don. Por eso dice Agustín: Por el Don, que es el Espíritu Santo, se distribuyen muchos dones particulares entre los miembros de Cristo.


Explicados los diversos significados de la palabra, asentemos ahora esta primera verdad: el Espíritu Santo es Dios, como el Padre y el Hijo, con idéntica naturaleza que ellos, y como ellos omnipotente y eterno, infinitamente perfecto, bueno y sabio.

Verdad explícitamente incluida en la partícula en de la fórmula: creo en el Espíritu Santo, que anteponemos por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, para significar la fuerza de nuestra fe en las tres divinas Personas.

La Sagrada Escritura une la Persona del Espíritu Santo con la del Padre y la del Hijo en la fórmula del bautismo: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; prueba evidente de la perfecta igualdad de las tres divinas Personas, porque, si el Padre es Dios y el Hijo es Dios, nos vemos obligados a confesar que lo es igualmente el Espíritu Santo, unido a ellos en igual grado de honor.

Esta unión constante de las tres divinas Personas y este constante orden con el que siempre se nombran en la Sagrada Escritura, lo encontramos también en la Carta de San Juan: Porque tres son los que dan testimonio en el Cielo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y los tres son uno. Y también en la célebre doxología trinitaria con que terminan todos los salmos y oraciones litúrgicas: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.


Debe quedar bien claro no sólo que el Espíritu Santo es Dios, sino, además, que constituye una Tercera Persona en la naturaleza divina, distinta del Padre y del Hijo y procedente del amor de uno y otro.

Prescindiendo de otros muchos textos escriturísticos, la fórmula del bautismo, enseñada por nuestro Salvador, muestra claramente que el Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, subsistente por sí misma en la naturaleza divina y distinta de las otras dos.

San Pablo expresa la misma verdad con una nueva fórmula: La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros.

Y mucho más explícitamente afirmaron esta verdad contra el error de los macedonios los Padres del primer Concilio de Constantinopla en la fórmula añadida a este artículo del Credo: “Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificador, que procede del Padre y del Hijo; que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado; que habló por medio de los profetas”.


Consideremos ahora la fórmula “que procede del Padre y del Hijo”, la cual significa que el Espíritu Santo procede de las dos primeras Personas de la Santísima Trinidad, como único principio y desde toda la eternidad.

Es una verdad de fe que todo cristiano debe creer; la cual está confirmada por la Sagrada Escritura y por los Concilios.

Símbolo de San Atanasio: El Espíritu Santo no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede del Padre y del Hijo.

El mismo Señor Jesucristo, refiriéndose al Espíritu Santo, dice: Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Por esta misma razón en la Sagrada Escritura se llama al Espíritu Santo Espíritu de Cristo unas veces, y otras Espíritu del Padre.

Y se dice que es enviado por el Padre y enviado por el Hijo para significar que procede igualmente de los dos.

Leamos, para nuestra instrucción y deleite, algunas citas de la Sagrada Escritura:

Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Cristo (Rm. 8, 9).
Envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba, Padre! (Gal. 4, 6).
No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros (Mt. 10, 20).
Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí (Jn. 15, 26).
Pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho (Jn. 14, 26).

Queda claro que todas estas expresiones se refieren al Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo.


Debemos destacar que es obligatorio decir que el Espíritu procede del Hijo; pues, si no procediera de Él, de ninguna manera podría distinguirse personalmente de Él.

Hay que tener presente que no hay algo absoluto por lo que las Personas divinas se distingan entre sí. De lo contrario, no se seguiría que una fuera la esencia de las Tres; pues todo lo que de Dios se dice con sentido absoluto pertenece a la unidad de esencia. Por lo tanto, hay que concluir que las personas divinas se distinguen entre sí sólo por las relaciones.

Las relaciones personales no pueden distinguirse más que como opuestas.

Esto es así porque el Padre tiene dos relaciones, una de las cuales va referida al Hijo y la otra al Espíritu Santo.
Sin embargo, dichas relaciones, por no ser opuestas, no constituyen dos personas, pues le corresponden a la persona del Padre.

Por lo tanto, si en el Hijo y en el Espíritu Santo no se encontraran más que dos relaciones con las que cada uno se relacionara con el Padre, dichas relaciones no serían opuestas entre sí; como tampoco lo serían aquellas con las que el Padre se relaciona con ellas.

Por eso, así como la persona del Padre es una, así también se seguiría que la persona del Hijo y del Espíritu Santo sería una, teniendo dos relaciones opuestas a las dos relaciones del Padre.

Pero esto es herético y anula el contenido de la fe en la Trinidad.

Por lo tanto, es necesario que el Hijo y el Espíritu Santo estén relacionados entre sí con relaciones opuestas.

Por otra parte, en Dios no puede haber más relaciones opuestas que las relaciones de origen. Y las relaciones opuestas de origen lo son por el principio y por lo que emana del principio.

Por lo tanto, hay que decir: o que el Hijo procede del Espíritu Santo, y esto no lo sostiene nadie; o que el Espíritu Santo procede del Hijo, y esto es lo que nosotros confesamos.


Esto está, además, en armonía con el concepto de procesión de ambos. El Hijo procede intelectualmente como Palabra. El Espíritu Santo procede voluntariamente como Amor.

Y es necesario que el Amor proceda de la Palabra; pues nada amamos si antes no lo hemos albergado en nuestra mente concibiéndolo.

Resulta evidente así y por eso que el Espíritu Santo procede del Hijo.


Pero, el Padre y el Hijo no son dos principios del Espíritu Santo, sino un solo principio.

El Padre y el Hijo son uno en todo, a no ser en aquello en que se distinguen por las relaciones opuestas. Por eso, como en el hecho de ser principio del Espíritu Santo no hay relación opuesta, se deduce que el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo.


Ahora bien, se podría objetar, si el Hijo procede del Padre, y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, parece que el Padre y el Hijo sean antes que el Espíritu Santo, ¿cómo, pues, se dice que las Tres Personas son eternas?

Se dice que todas tres Personas son eternas porque el Padre desde toda la eternidad engendra al Hijo, y del Padre y del Hijo procede desde toda la eternidad el Espíritu Santo.


Y así, el Divino Espíritu, que procede del Padre y del Hijo en la eterna luz de santidad como amor y como don, luego de haberse manifestado a través de imágenes en el Antiguo Testamento, derrama la abundancia de sus dones en Cristo y en su Cuerpo Místico, la Iglesia; y con su gracia y saludable presencia eleva a los hombres de los caminos del mal, cambiándoles de terrenales y pecadores en criaturas espirituales y casi celestiales.

Pues tantos y tan señalados son los beneficios recibidos de la bondad del Espíritu Santo, la gratitud nos obliga a volvernos a Él, llenos de amor y devoción.


Terminemos, pues, con la Oración al Espíritu Santo:

Ven, oh Espíritu Santo, colma los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.

V/: Envía, Señor, tu Espíritu y todas las cosas serán creadas.
R/: Y renovarás la faz de la tierra.

¡Oh Dios!, que habéis instruido e iluminado los corazones de tus fieles derramando en ellos la luz del Espíritu Santo, haced que el mismo Espíritu comunique a nuestras almas el sabor de la virtud, y las consuele sin cesar con santa y celestial alegría. Amén.

domingo, 5 de junio de 2011

Infraoctava de la Ascensión


DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN


Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas. E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.


El Evangelio de este Domingo es un fragmento de la parte final del Sermón de Despedida o Sermón Testamento de Cristo, pronunciado en la Última Cena.

Sigamos, en líneas generales, los diversos comentarios que hiciera en su momento el Padre Leonardo Castellani, así como los de San Agustín.

Es muy actual este Evangelio, porque trata de la persecución, y la Iglesia ha estado siempre perseguida, de una manera u otra, conforme a la predicción de Cristo: Si a mí me persiguieron, a vosotros os perseguirán; no es el discípulo mayor que el maestro.

Y quizás la Iglesia está hoy más perseguida que nunca en todo el mundo, aunque no lo parezca…

Nuestro Señor, después de prometerles de nuevo, por tercera o cuarta vez, la venida y la asistencia del Espíritu Santo a fin de que pudieran dar testimonio de Él, predice a sus Apóstoles, también por tercera o cuarta vez, la Persecución.

En estos cinco versículos, Cristo encomienda a los Apóstoles la misión de Testigos, y les promete el Espíritu Santo, que será el primer Testigo, el testigo interior que nos hace conocer la verdad de lo que Él dijo: Cuando venga el Paráclito… el Espíritu de la verdad… Él dará testimonio de mí. Y también vosotros daréis testimonio.

Y después les predice las dos formas más terríficas de persecución para que no se escandalizasen ni tropezasen cuando ellas acaeciesen.

Estas dos formas de la persecución son la de adentro y la de afuera.

Primero, la persecución de adentro, que consiste sobre todo en los cismas y en las herejías; y también en los falsos hermanos, de cuya persecución solapada y traidora se queja San Pablo; o sea, los católicos fingidos, que ya existían en tiempo del Apóstol.

Nuestro Señor la caracteriza y resume diciendo: os expulsarán de las sinagogas… seréis excomulgados… seréis echados de la Sinagoga o de la reunión de los creyentes, que equivale a nuestra “excomunión”.

¿Qué daño les resultaba a los Apóstoles de que los expulsaran de las sinagogas, si ellos las habían de dejar aunque nadie los despidiera?, se pregunta San Agustín.

Y responde: Esto quiso decir que los judíos no recibirían a Cristo; porque como no había otro pueblo de Dios sino el que era de la estirpe de Abraham, si éste hubiera reconocido a Cristo, no hubieran existido por un lado Iglesias de Cristo y por otro sinagogas de los judíos. Y por cuanto los judíos no creyeron, ¿qué restaba sino que los que permanecían alejados de Cristo, echaran de la Sinagoga a los que no dejaron a Cristo?


Aplicando esto a la situación actual, podemos parafrasear: ¿Qué daño les resulta a los verdaderos fieles de que los expulsen de la Iglesia Oficial, si ellos la han de dejar aunque nadie los despidiera? Esto quiere decir que la jerarquía oficial se desvió de Cristo; porque si hubiera permanecido rectamente junto a Cristo, no existiría por un lado la Iglesia de Cristo y por otro la Iglesia Conciliar. Y por cuanto la jerarquía oficial no anda rectamente conforme a la verdad del Evangelio, ¿qué resta sino que los que permanecen desviados de Cristo, echen de su Iglesia Conciliar a los que no se desviaron de Cristo?


Después está la persecución de afuera: os matarán; y en los últimos tiempos, os matarán y creerán con eso hacer un servicio a Dios; es decir, os matarán como a criminales, como a perros rabiosos…

He aquí, según San Agustín, el sentido de estas palabras: “Ellos os echarán de las sinagogas, pero no temáis la soledad, porque separados de la comunión de ellos reuniréis tan gran número de creyentes en mi Nombre, que temerosos ellos de que quede desierto su templo y abandonado todo lo de la antigua Ley, os maten creyendo prestar un servicio a Dios, llevados de celo indiscreto por la gloria de Dios y no según la sabiduría.
Si bien los testigos, esto es, los mártires de Cristo, fueron muertos por los gentiles, no creyeron éstos, sin embargo, que ofrecían un homenaje a Dios, sino a sus dioses falsos. Pero los judíos, cuando matan a los predicadores de Cristo, creen prestar un homenaje a Dios, juzgando que los que se convierten a Cristo apostatan del Dios de Israel. Estos, pues, poseídos del fanatismo, no guiados por la sabiduría, mataban a los creyentes, pensando hacer un servicio a Dios”.


Podemos preguntarnos, ¿qué relación hay entre testigo, testimonio en las persecuciones, y martirio? En griego, testigo equivale a mártir… De allí, dar testimonio por la propia sangre… testimoniar a través del martirio…


Jesucristo, después de haber prometido el Espíritu Santo a sus Apóstoles, cuya participación los convertiría en testigos, mártires, añadió: Esto os he dicho para que no os escandalicéis.

Cuando la caridad de Dios es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado, nace mucha paz en los que aman la ley de Dios, para que en ellos no haya escándalo.


Nuestro Señor continúa: Os he dicho esto para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho… Por lo tanto, es deber del cristiano tener en cuenta la persecución.

Ese fenómeno histórico de la persecución es una cosa digna de que un filósofo ponga sus ojos en ello y lo considere.

La persecución que Cristo predijo a los suyos viene de cualquier parte; a veces de donde menos se piensa.

La fe en Cristo Crucificado no invita a perseguir a nadie; invita a soportar la persecución.

Pero la fe en Jesucristo existe en este mundo mezclada con la cizaña del mundo; y así existirá hasta el fin del mundo.

Nuestro Señor predice a sus Apóstoles la persecución inevitable. Ya antes les había dicho: No es el discípulo mayor que el Maestro: si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán.

Esta predicción de Cristo se cumplió, de diferentes maneras, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, y se hará cada vez más solapada a medida que nos acerquemos al fin: Los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, ni siquiera parecerán ser mártires… E incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios


Por eso Jesucristo, antes de hacer el terrible anuncio, apuntala fuertemente los ánimos de los discípulos; justamente Paráclito, el nombre del Espíritu Santo, significa en griego puntal; la Vulgata traduce el Consolador.

Cinco veces les promete el Espíritu Santo en este discurso; y como consecuencia de su venida y morada en nosotros, la eficacia de nuestras oraciones y el gozo que nadie nos podrá quitar.


La Iglesia siempre ha tenido persecuciones; sea declaradas, sea encubiertas, con hierro o con trampas; o bien las dos cosas; pero nunca han estado dentro mismo de la Iglesia, o bien han estado poco tiempo, hasta que la herejía descubierta era condenada y la rama seca era limpiamente serruchada del tronco vivo.

Escribía al Padre Castellani en los primeros momentos de la confusión conciliar: Ahora muchos dicen (sacerdotes incluso) que ellos los progresistas o postconciliares son los verdaderos cristianos y los demás son chanfaina; y los otros, llamados integristas o preconciliares, dicen lo mismo de los otros; y averígüese usted, si puede. Entre las dos posiciones existe toda clase de grados intermedios; no existe un tajo seco. ¿Se hará el tajo seco? No lo sé.


La Persecución es la ley de la Iglesia: es la carga que debemos llevar, y debemos hoy mirarla de frente.

Ella muestra que la Iglesia es una cosa sobrenatural; de otro modo no se entendería que hombres honrados, buenos y aun santos, lo mejor que hay en la Humanidad, sean odiados con tan extraña saña, a veces hasta el asesinato, a veces de adentro de la Iglesia y no solamente de afuera, como vemos en el curso de veinte siglos.


Así que hemos de mirar de frente nuestro destino: todos los que quieran ser buenos cristianos, toparán contrastes y dificultades en el mundo por el hecho de ser cristianos; porque van a contracorriente de la correntada del mundo.


Apenas resucitado Jesucristo, se desencadena la persecución en Jerusalén: el protomártir San Esteban y los dos Santiagos fueron muertos cruelmente por los judíos.

Poco después suceden las diez sangrientas y satánicas persecuciones romanas, donde fueron muertos, casi siempre con exquisitas torturas, millones de fieles; no miles sino millones…

Y hoy día existe en el mundo la persecución más grande que ha existido nunca…


La historia de la Iglesia prueba estas palabras de Cristo, pues la historia nos muestra siempre vigente la persecución a los buenos cristianos…

¿Es un crimen ser cristiano? Para el mundo, ser cristiano es una agresión y una molestia.

De alguna manera u otra, el verdadero cristiano es resistido por el mundo.

Todo aquel que quiera vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirá persecución, escribe San Pablo a Timoteo. No dijo: “Todos los bautizados”; dijo: “Todos los piadosos”.


En los modernos países apóstatas liberales, otrora católicos, la persecución está velada, pero existe; y aunque no sea sangrienta, es muy perniciosa, porque ataca las almas.

Esta es persecución de la peor especie; y esta persecución hipócrita puede traer la otra, la persecución abierta.


En estas circunstancias, ciertos espíritus filantrópicos pretenden reducir a puros malentendidos todo lo que sucede en este mundo.

Según ellos, Jesucristo fue crucificado y los Apóstoles condenados a muerte por un simple equívoco…

Estos mismos hombres, en la hora en que el martirio retorna para la Iglesia, tienden a reducir todo a un juego de incomprensiones…

Así, por ejemplo, aprueban calurosamente a quienes buscan “tender puentes entre la Iglesia y las logias masónicas que trabajan por las causas de la humanidad, como la paz mundial y la defensa de los derechos del hombre”.


La supuesta amplitud de espíritu hace que estos “cristianos” consideren triunfos las derrotas de quienes defienden la fe.


En cuanto a nosotros, no debemos esperar el éxito inmediato de nuestros esfuerzos y trabajos.

Lo que sembremos ahora fructificará dentro de dos o tres generaciones —o nunca: porque “uno siembra, otro riega, y después viene otro y recoge”, dice San Pablo—; y Dios no nos pide que venzamos sino que no seamos vencidos.

Lo que nos pide Nuestro Señor Jesucristo es que demos testimonio de la Verdad.

Puede ser que venga a nuestro espíritu el sentimiento de fracaso… He aquí una palabra que suena muy amarga… Pero es un error profundo.

Es porque miramos con ojos mundanos, mientras que Jesús nos enseña a juzgar con “un justo juicio”, el que se aprende en el Evangelio, donde Él mismo, Maestro y Modelo, se nos presenta como signo de contradicción. Más, aún, como ejemplo de fracaso. De sumo fracaso, como que, terminó rechazado y condenado a muerte como criminal.

Hay más todavía: también en adelante será Jesús un fracasado”; pues Él advierte muchas veces a sus discípulos que padecerán persecuciones, y anuncia que aun al final, cuando Él vuelva, en lugar de verlos triunfantes, siquiera entonces, será todo lo contrario, no habrá fe en la tierra; se habrán impuesto la apostasía y el Anticristo; y Él tendrá que venir, dice el Salmo 109, en el día de su ira a destrozar a los reyes, a llenarlo todo de ruinas, a estrellar las cabezas de muchos por el suelo…

Entonces sí terminará el “fracaso” de Cristo y de su Cuerpo Místico.

El citado Salmo 109 concluye, lo mismo que hallamos en San Pablo: por el camino bebió agua del torrente. Por eso levanta erguida su cabeza.


¿Y nosotros? ¿Fracasados? ¡No!, vive Dios, sino sometidos y con gozo a la ley que Cristo siguió y enseñó, según la cual si la semilla caída en tierra no se pudre y muere, queda sola y sin fruto.

Los aplausos no son deseables, ni aceptables, puesto que Jesús los destina para los falsos profetas.

El triunfo es siempre al final, como lo expresa el proverbio, pero mucho mejor la Sagrada Escritura: “Llorando iban cuando echaban la semilla. Pero ahora vienen exultantes de gozo, trayendo las gavillas”.

He ahí la prueba del cristiano: esperar la cosecha.

La naturaleza, dice Jesús, nos da el ejemplo con la semilla que al principio parecía perdida entre la tierra y luego brota sola, sin necesidad de nosotros. Y también declara Jesús la verdad del proverbio hebreo que dice: “Uno es el que siembra y otro el que recoge”.

Si no vemos el fruto, tanto mejor; pues eso sí que se llama vivir de fe y negarse a sí mismo; o sea tener el sello más auténtico de los que son de Cristo.

¡Esperar! La vid parece un palo seco en invierno, y nos da ganas de quitarla por fea e inútil. Pero el que sabe la vida escondida que hay en ella, espera, y un día la halla verde, y otro día cargada de racimos.

La corona está prometida al que cree hasta la muerte, es decir, aunque le cueste la vida. San Pablo promete la corona “a los que aman su Venida”; esto es, a los creyentes que lo esperan con gozo porque saben que todos los bienes nos vendrán con Él.

¡Fracasados! Así nos dirá el mundo y aun quizás algunos de nuestros amigos.

¡Fracasados no!; vive Cristo… Triunfantes, pero solamente con Aquel que es nuestra vida.

No queremos triunfar solos mientras Él es rechazado, mientras nuestros hermanos son enviados “como ovejas al matadero”, sino cuando triunfe con Él la Santa Iglesia.


También vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio…

jueves, 2 de junio de 2011

Jueves de la Ascensión


FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

La obra de la Encarnación es una gran empresa de reconquista; el Verbo viene del Cielo y se encarna para que nosotros podamos recobrar el Cielo perdido.

Por ello se encarna el Hijo de Dios; para ello sostiene una lucha gigantesca con el demonio, vencedor del hombre, y le derrota a su vez.

Satanás, como rayo, cayó del Cielo; pero con su ímpetu se precipitó sobre nuestros primeros padres y los hizo sucumbir con él: toda la humanidad fue arrastrada en la ruina.

El Verbo viene al mundo para devolvernos el Cielo. Tomó nuestra mortalidad para hacernos inmortales. Vivió de lo nuestro para que participásemos de lo suyo. Se hizo consorte de nuestra desdicha para que lográramos con Él la eterna bienaventuranza.

Se ha realizado ya la primera etapa de nuestra glorificación. El Verbo que bajó del Cielo para encarnarse y conquistarnos el Cielo, ha recorrido ya el ciclo de su vida: hecho semejante a nosotros, ha vivido como nosotros, ha sufrido y muerto como todos los hombres; y ha ganado el Cielo para todos.

Primero, para sí; este Verbo encarnado está ya en el Cielo, a la diestra del Padre. Venció en su carne a quien nos había cerrado el Cielo; justo es que con esta carne, triunfadora del pecado y del infierno, haya tomado posesión del lugar cuyo acceso el enemigo nos impedía.

Dice San Gregorio Magno: Saltó del seno de Dios al de una Virgen; del seno de la Virgen a la Cruz; de la Cruz a la tumba y de la tumba ha saltado otra vez al Cielo. Y allí está nuestra Cabeza, aguardando que allá vaya el Cuerpo, cuyos miembros somos todos nosotros.

Allá está nuestro destino y allá deben estar fijos nuestros ojos y nuestra esperanza. El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; por nosotros y por nuestra salvación se encarnó, Él ha hecho su obra; a nosotros toca llenar la nuestra.

Consideremos la responsabilidad enorme que importa para todos nosotros la grande obra de la Encarnación. No es facultativo salvarnos, por cuanto la salvación eterna es el fin de nuestra vida.

Es libre salvamos o no, en cuanto tenemos la terrible libertad de repudiar la ley, la gracia para cumplirla y la gloria que es la corona de las vidas justas.

Pero, ¿cómo evitaremos el castigo, si despreciamos tan gran salvación que nos trajo el Verbo de Dios por su Encarnación?

Los grandes hechos de Dios en favor de la humanidad tienen exigencias profundas: son obras admirables, pero son principios reguladores de nuestra vida.

¡Qué bello es el misterio y el hecho de la Encarnación! Es la maravillosa conjunción de Dios y el hombre, la síntesis de las armonías entre Dios y el mundo, la luz que ilumina toda la creación, la obra más bella que ha salido de las manos de Dios y que ha hecho bella a toda la humanidad…

Y ¡cuánta eficacia la de la Encarnación! Porque por ella se realizó nuestra salvación…

Pero esta belleza y esta eficacia no serán nuestra salvación sin nuestro esfuerzo. Dios ha venido en nuestra ayuda; sin Él nada podemos hacer para salvarnos; pero sin nosotros Él no nos salvará.

La Encarnación es la gracia máxima de Jesucristo y el origen de donde arranca toda gracia; pero la gracia de Dios sola, con tanto poder que ha unido los cielos y la tierra, no nos salvará a cada uno de nosotros sin nuestro concurso.

No descansemos en el pensamiento de que Dios lo ha hecho todo para salvarnos; ha hecho todo lo suyo, pero falta lo nuestro. Cuando oyes que Cristo vino a este inundo para salvar a los pecadores, dice San Agustín, no te duermas en el dulce lecho del pecado, sino oye la voz del Apóstol que dice: Levántate, tú que duermes, y te iluminará Cristo.

Y siguen sucediéndose los misterios del Verbo Encarnado. Después de la Resurrección, la Ascensión al Cielo. Vencida la muerte, Jesucristo, vivo y glorioso, debía dejar esta tierra de miseria para habitar en la región de la vida inmortal.

Hay entre ambos misterios relación profunda. Jesucristo resucita no sólo para revivir; ésta es la primera etapa de su triunfo; la segunda y definitiva es el regreso triunfal al lugar de donde vino.

¿Qué significa ha subido — dice el Apóstol hablando de la Ascensión de Jesucristo—, sino que antes había bajado a las partes inferiores de la tierra? Él que bajó es el mismo que subió sobre todos los cielos.

Es decir; que el Hijo de Dios, por el hecho de su Ascensión al Cielo, completa el círculo a que le obligó la inmensa caridad de Dios: del seno del Padre al seno de la Virgen; de éste, lograda ya la victoria sobre el infierno, al seno de la tierra, el sepulcro, y al seno de Abraham, el limbo; de aquí, deshecho el imperio de la muerte por la reunión de Alma y Cuerpo, y rasgadas las entrañas de la tierra, otra vez al Cielo, a sentarse a la diestra del Padre, pero con su santísima Humanidad triunfante que, una vez tomada, no debió ya dejar más, y que constituye las primicias del rico botín logrado con su Redención.

El Verbo de Dios Encarnado completó su circuito: Itus et reditus; vino y volvió; bajó y subió otra vez.

Él, para terminar su obra, después de resucitar subió a sentarse a la diestra del Padre; allá debemos tener nuestro ideal y la meta definitiva de nuestra ruta: Si habéis resucitado con Jesucristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del cielo, no las de la tierra.

Un Hombre-Dios que sube a los Cielos… Un Hombre-Dios que se sienta a la diestra de Dios Omnipotente… Son profundos los misterios que en estos hechos se encierran.

Jesucristo debía subir al Cielo y sentarse a la diestra, porque el Padre debía coronarle con esta gloria, jamás concedida a hombre alguno, como premio a la victoria que había logrado sobre Satanás, asociando al triunfo de su Hijo a toda la Corte Celestial, testigo un día de la rebelión de Lucifer. Así el Padre cumplió su palabra: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra.

¡Magnífico triunfo el de Jesucristo, y forma maravillosa de lograrlo! La Iglesia, en las Letanías de los Santos, llama a la Ascensión admirable: Per admirabilem ascensionem tuam...

Jesucristo vivo, en cuerpo humano como el nuestro, contra las leyes de la gravedad, en forma tan sencilla como majestuosa, bendiciendo a sus discípulos, despegándose de la tierra, elevándose por los aires, entró en los Cielos.

Es éste el complemento de sus pasados triunfos, dice San Bernardo. Habiendo demostrado que era el Señor de cuanto hay en la tierra, en el mar y en los abismos, debía probar, con iguales argumentos o mayores, que era también el Señor de los cielos. Demostró su señorío sobre la tierra cuando la mandó que restituyese el cuerpo de Lázaro; sobre el mar, cuando le dio solidez y anduvo sobre él; sobre el infierno, cuando arrancó sus puertas y le arrebató su presa.

¿De dónde viene Jesucristo?

Nuestro Señor viene de la tierra, lugar de imperfección, de lucha, de miseria, de sufrimiento…; en el orden de la naturaleza insensible, como en el humano, individual y social, es la tierra un verdadero lugar inferior, en el sentido cualitativo de la palabra.

El Cielo, por el contrario, es lugar de luz y de paz perpetua, región de delicias, habitáculo de la gloria de Dios.

Jesucristo sube de la tierra al Cielo; ha vivido treinta y tres años en este pequeño mundo, sabiendo de dolores y lágrimas, de molestias físicas y morales… Hoy, en un monte vecino a Jerusalén, el de los Olivos, hacia el Oriente, como estaba profetizado, Jesucristo, el divino Oriente que nos visitó desde lo alto, vuelve a sus alturas.

David había previsto este día del triunfo de Jesucristo: Levántate, Señor, decía, levántate y entra en el lugar de tu reposo, tú y el arca de tu alianza.

Para Ti, que quisiste cargar con toda pena de los hijos de Adán, la tierra no tuvo más que espinas y abrojos. Cuando viniste a ella era señorío de Satanás, y los hombres eran sus viles siervos…

Has triunfado del infierno y has roto nuestras cadenas. Ahora, levántate, surge, porque la tierra no es lugar de gloria y Tú estás ya cargado con el inmenso peso de ella; levántate y entra en el lugar de tu descanso. Y contigo, lleva a los Cielos el arca de tu alianza que es tu Humanidad santísima: con ella pactaste y te desposaste para obrar la redención; fue de ella su maravilloso instrumento; sin ella no hubieses podido redimir el mundo en tu actual decreto; justo es que contigo suba a gozar de tu descanso y de tu gloria.

¿Cómo sube Jesucristo al Cielo?

Así como hemos visto los triunfos que logró al dejar la tierra, admiraremos ahora su triunfo en la forma de su Ascensión.

Y ante todo, ¿quién subió al Cielo en Jesucristo? ¿Dios o el Hombre? Hay en Él dos naturalezas, la divina y la humana, ¿cuál de ellas subió al Cielo? ¿En virtud de cuál de ellas pudo realizarse la Ascensión?

San Agustín responde a lo primero: ¿Quién es el que bajó? Dios-Hombre. ¿Quién es el que subió? El mismo Dios-Hombre.

Pero no subió el Hombre-Dios en la misma forma que bajó. Ni el descenso y la subida se dicen igual de Dios y del hombre.

Dios es infinito en su ser, y es inmenso. Está, por lo mismo, en todas partes; y no se puede decir de Él que sube o que baje. Si subo al cielo, allí estás tú, le dice el Salmista; si bajo al abismo, allí te encuentro. Si al rayar el alba me pusiera alas y fuere a posarme al último extremo del mar, allá igualmente me conducirá tu mano, y me hallaré bajo el poder de tu diestra.

Pero Dios bajó, dice Santo Tomás, no según el movimiento local, sino según su anonadamiento, en cuanto, teniendo la forma de Dios, tomó la de siervo; como decimos que se anonadó, no porque perdiera nada de su plenitud, sino porque tomó nuestra pequeñez.

Así debe entenderse la palabra del Credo: Bajó de los cielos. Es una locución por la que concretamos el hecho estupendo de la Encarnación del Verbo.

Pero el Verbo se hizo carne, es decir, hombre. Este Hombre subió y bajó, como todo hombre, al moverse en distintos planos locales; subió, por ejemplo, de Jericó a Jerusalén, como bajó de Caná a Cafarnaúm. Con Él subió y bajó Dios, no porque Dios pasara de uno a otro plano, ocupándolos simultáneamente todos, en los Cielos y en la tierra, en virtud de su inmensidad; sino porque, hablando con San Agustín, era un Hombre-Dios el que subía y bajaba.

Y así subió Jesucristo al Cielo el día de su Ascensión; como Hombre-Dios. Dios subió en Jesucristo, como bajó el día de su Encarnación; bajó entonces para anonadarse, tomando la forma de siervo; hoy sube porque es glorificada en forma insuperable la naturaleza humana que tomó.

En cambio, la naturaleza humana de Jesucristo entra hoy por vez primera en el Cielo.

El día de la Encarnación no bajó del cielo el Hombre Jesús —esto enseñaron los herejes llamados Docetas— sino que empezó a existir en las entrañas purísimas de la Virgen Madre, uniéndose instantáneamente su naturaleza humana a la Persona del Verbo.

El día de la Ascensión subió Jesucristo, Hombre verdadero y Dios verdadero.

Como Dios no se había movido del seno del Padre; como Hombre hace su primer ingreso en el Cielo.

Así deben, entenderse las palabras del Apóstol: El que bajó es el mismo que ha subido sobre todos los cielos, porque las acciones son de las personas. Es Dios quien baja, anonadándose; y Él es quien, Hombre-Dios, sube en la naturaleza humana que tomó.

Podríamos decir que el Verbo se abajó para tomar naturaleza humana; subió con ella al remontarse ésta de la tierra al Cielo.

¡Qué dignación la de Dios! Se anonada hasta tomar en el seno de la Virgen una naturaleza humana; la une substancialmente a Él; con ella convive por espacio de más de treinta años; por ella enseña a los hombres; en ella muere y los redime; en ella revive el día de la Resurrección, para elevarse con ella en la Ascensión, ante los ojos atónitos de los hombres.

Y ¿con qué virtud subió Jesucristo a los Cielos? ¿Cuál fue la fuerza que le transportó de este lugar de pesantez a la región de los espíritus bienaventurados?

La fuerza de un ser radica en su naturaleza. Cada naturaleza tiene su fuerza específica. Dios, infinito, tiene fuerza infinita; lo puede todo: los demás seres tienen la fuerza dosificada, según la participación que de su poder ha querido Dios comunicar a la naturaleza de cada uno de ellos.

¿Pudo Jesucristo subir al Cielo por la virtud propia de su naturaleza humana? No.

El hombre no puede, por sus solas fuerzas, neutralizar el peso de su cuerpo y sustraerle a las leyes de la gravedad. Menos aún puede ir contra el sentido de la gravedad, como lo es el movimiento ascensional.

Jesucristo, igual en todo a nosotros, menos en el pecado, no pudo, en virtud de su propia naturaleza, lo que en la naturaleza humana no cabe.

¿Pudo Jesucristo subir al Cielo, en cuanto hombre, por la fuerza que Santo Tomás llama virtus gloriæ, es decir, por la potencia de su alma glorificada? Sí.

La gloria de Dios, dice San Agustín, invade todo el ser del bienaventurado: el alma es gloriosa por la participación de Dios; el cuerpo lo es por la participación de la gloria del alma. Y como queda el alma sumergida en la contemplación y disfrute, de Dios, así el cuerpo queda como absorbido y espiritualizado por la gloria del alma.

Ello le hace partícipe de las dotes del espíritu, liberándose de la sujeción a las leyes de su naturaleza y obedeciendo en sus movimientos al querer del alma, en tal forma, dice San Agustín, que donde quiera el espíritu, allí se trasladará inmediatamente el cuerpo; ni querrá nada el espíritu que desdiga de sí mismo o del cuerpo.

El Alma de Jesucristo, bienaventurada sobre todo espíritu, pudo, por lo mismo, querer subir al, Cielo; era su lugar, y correspondía a su gloria.

El Cuerpo santísimo, dócil al querer del Alma, dejó la tierra, suave y majestuosamente, se remontó a los aires y penetró en los Cielos de los Cielos, por la propia virtud de su naturaleza humana glorificada.

Pero, sobre todo y principalmente, fue la propia virtud divina la que le llevó al altísimo Cielo. Jesucristo es Dios, dueño, como tal, de las naturalezas, de las fuerzas, de sus leyes; por esto, en virtud de su naturaleza divina, que tiene su fuerza propia e intransferible, levantó su propio Cuerpo, y lo introdujo en el Cielo.

Como en el mar de Tiberíades lo sustrajo a la ley de la gravedad, y en el Tabor le comunicó un resplandor glorioso, y en el sepulcro le hizo revivir, y entró en el Cenáculo cerradas las puertas, así, en su Ascensión, lo trasladó de la tierra al Cielo por un puro acto de su voluntad.

¿Adónde va Nuestro Señor?

Triunfador, por el lugar de donde sube y por la forma como asciende, Jesucristo triunfa por el lugar adonde va. Va a su gloria. Y su gloria, la de su Humanidad santísima, está sobre toda gloria.

Siéntate a mi derecha, le había dicho Dios Padre por el Profeta. Ni más arriba ni más abajo. No más arriba, porque la gloria del Padre trasciende sobre toda gloria; ni más abajo, porque Jesucristo, por la unión hipostática de su naturaleza humana con el Verbo, no puede tener igual entre las criaturas.

Contemplemos el inenarrable espectáculo de la entrada de Jesucristo en su gloria.

Los Ángeles habían tenido trato frecuente con Jesucristo en su vida mortal. Al Arcángel San Gabriel viene a la tierra a tratar con María Santísima el negocio de la encarnación del Verbo. En su nacimiento, multitud de las celestiales milicias acuden a las inmediaciones de Belén para decir el Gloria' a Dios en las alturas... En el desierto de la Cuarentena, después de su triunfo sobre Satanás, los Ángeles se le acercaron y le servían. En Getsemaní, un Ángel de Dios se le aparece y le conforta…

Jesucristo es, pues, el Señor de los Ángeles: inferior a ellos en naturaleza humana, les supera a todos por el solo hecho de la unión sustancial con el Verbo.

¡Espectáculo inefable el de la entrada triunfal de Jesucristo en los cielos! Predicadores y autores ascéticos han aguzado su ingenio para describirlo. Inútil esfuerzo; la máxima magnificencia de las solemnidades de la tierra es nada ante las fiestas del Cielo. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman.

¿Qué no tendría preparado Dios Padre para su Hijo muy amado en quien tiene todas sus complacencias, precisamente el día en que regresaba de la tierra, victorioso, después de haber derrotado al enemigo?

Al subir Jesucristo, dice San Lorenzo Justiniano, salieran los Ángeles y miraban con deleite la belleza de su humanidad, su faz radiante, su imperial hermosura y magnificencia.

Y temblaban, dice la Liturgia, al ver trastornan las leyes de la humana mortalidad, y que la carne de pecado ha sido redimida por la carne, y que reina como Dios el Hombre-Dios.

Y Jesucristo subía, dice San Juan Crisóstomo, no para quedarse con los Ángeles, sino para atravesar los Cielos, subir sobre los Querubines, elevarse sobre los Serafines, y no se detiene sino en el mismo asiento del Señor de los Cielos. Las puertas de la Gloria se le han abierto de par en par, y los Ángeles se han dicho: ¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor del poder, él mismo es el Rey de la gloria. En medio de la expectación de millones de espíritus, Jesucristo ofreció al Padre las primicias de nuestra naturaleza, y el Padre admiró el presente que con tanta majestad le ofrecía, y la pureza sin mancilla de lo que se le presentaba. Y lo recibió con sus propias manos y le hizo partícipe de su sede y, lo que es más, lo colocó a su derecha.

Este es el triple triunfo de Jesucristo en su Ascensión, por donde viene y adonde va y por la virtud con que realiza el tránsito maravilloso.

Como su Resurrección es nuestra esperanza, dice San Agustín, su Ascensión es nuestra glorificación. Si queremos meditarla dignamente, subamos con Él y pongamos nuestros corazones en el Cielo, hasta que nos juntemos con Él.