domingo, 28 de agosto de 2011

Domingo 11º post Pentecostés

UNDÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano para curarle. Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: Efeta, que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y decían: Todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.

Más que la curación del sordomudo del Evangelio de hoy, nos asombran las ceremonias con que el Señor procedió a obrar tal milagro.

A otros desgraciados sanó Jesús con su palabra llena de autoridad.

Con éste, en cambio, emplea un ceremonial complicadísimo: le aparta de la gente, le mete los dedos en las orejas, alza los ojos al cielo, lanza un suspiro y pronuncia aquella palabra misteriosa, Efeta, que quiere decir: ¡Abríos!

Algún secreto debió encerrarse en este ceremonial, puesto que Jesús no necesitaba de ritos externos para curar al sordomudo.

Pidamos luz celestial para llegar a conocerlo.

No apartemos nuestros ojos del cuadro atractivo del Salvador pronunciando sobre el sordomudo su Efeta

Sin lugar a dudas, existe un fundamento racional de las ceremonias y ritos externos empleados.

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Un sordomudo es presentado a Jesús, para que se digne imponerle las manos. El Señor, en cambio, usa en su curación de un rito no acostumbrado en casos análogos. ¿Por qué?

Fue una atención delicadísima del Señor al modo de ser humano, a nuestra naturaleza: espiritual y sensible a la vez.

No somos puros espíritus. Tenemos un cuerpo con su sensibilidad. De ahí que el rito externo adquiera tal ascendiente sobre el hombre. Cada cosa exige su forma protocolaria especial, fuera de la cual nos deja fríos.

Podemos añadir a esto que Jesús se hallaba en la Decápolis, rodeado de multitud de paganos. Convenía, pues, que el milagro revistiese formalidades externas, para que con mayor intensidad impresionase a aquellos corazones todavía yermos de espiritualidad y extraños a las realidades divinas.

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De aquí debemos aprender nosotros a apreciar en su justo valor las ceremonias del culto. Enciérrase en ellas un tesoro inagotable de espiritualidad y de doctrina, que sólo llegaremos a percibir si nos dedicamos a explotarlo.

Estudiemos el significado de las ceremonias y ritos litúrgicos; y en las funciones litúrgicas pongamos toda nuestra alma en ellas, a fin de que operen en los efectos que están llamadas a producir.

Las ceremonias del culto sin alma mueven a hilaridad; las ceremonias con alma y vida elevan el espíritu.

No olvidemos que nos movemos entre realidades inaccesibles a la bajeza humana; y que misterios tan sublimes exigen su etiqueta protocolaria.

No rebajemos las cosas divinas con nuestras formas menos dignas.

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Existe, además, un sentido místico del milagro. La primitiva Iglesia leyó en la curación del sordomudo algo más que un milagro de interés puramente individual.

Si el Señor quiso llamar la atención de las multitudes, es porque revelaba la acción misteriosa que venía a realizar en el mundo por medio de su obra redentora.

El sordomudo figuraba la humanidad pecadora. Por el pecado había quedado ésta sorda a la voz del Espíritu. Veía, sí, la naturaleza, pero no reconocía en ella el dedo de Dios.

Nada le hablaba; ni el murmullo de los parlanchines arroyuelos, ni el fuerte chasquido de las cascadas, ni el espantoso rugido de la tempestad, ni el susurro del suave vientecillo, ni el canto melodioso de las aves, ni la hermosura, en fin, de la Naturaleza entera.

Y si no llegaba a percibir estas voces, ¿cómo había de transformarlas y modularlas en su corazón, para dar a Dios la gloria que tenía obligado tributarle en nombre de las criaturas?

¿Cómo había de entonar el himno de la creación que él mismo desconocía?

Sí; la humanidad estaba sorda y muda para percibir el sentido de la Creación y dar su respuesta al mismo; pero lo estaba mucho más para oír la voz del Espíritu y para desatar su lengua y comunicarse con la región del más allá.

A curarla de una y otra sordomudez vino el Señor a la tierra. Desde el árbol de la Cruz pronunció un solemne Efeta sobre la humanidad entera, y al momento se desataron las ligaduras de su esclavitud, y quedó libre para oír la voz de Dios y para responder a ella con voces de alabanza.

La gracia de la Redención que el Señor ganó para la humanidad entera, aplícase a cada una de las almas por medio del Bautismo.

De ahí que en la administración de este Sacramento use la Iglesia de un rito parecido al que Jesús practicó con el sordomudo.

El sacerdote, oh cristiano, díjote en aquel solemne momento con autoridad divina, mientras tocaba con su saliva los oídos: Efeta, esto es, ¡abríos!

Y aquello no fue una mera ceremonia; fue símbolo eficaz del gran milagro que se obraba dentro ti. Significaba lo que operaba, y operó lo significado.

El Espíritu Santo fue entonces derramado en tu alma. Él es el oído que percibe la voz divina, la lengua que habla a Dios Padre con gemidos inenarrables.

Desde aquel instante cesó en ti la sordomudez; ya podías escuchar los acentos inefables del Cielo y responder a ellos con cánticos de alabanza. Regocíjate; pues, y alaba al Señor por favor tan inmerecido…

¡Oh, qué responsabilidad la nuestra! Porque si el Señor nos ha curado de nuestra sordomudez, ha sido para que pudiésemos percibir el gran poema de la Creación y supiésemos dirigirlo convenientemente espiritualizado al Creador.

Y ¿cómo hemos procedido hasta el presente? ¿Hemos sabido usar de nuestros oídos y de nuestra lengua, o ha resultado en vano el milagro obrado el día de nuestro bautismo?

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Considerando más en detalle las ceremonias del Bautismo, podemos preguntarnos, con Santo Tomás, si es adecuado el rito utilizado por la Iglesia en la administración de este Sacramento.

El Santo Doctor comienza por decir que la Iglesia está gobernada por el Espíritu Santo, que nada hace sin que tenga explicación. Y concluye con este luminoso pensamiento: Las cosas que pertenecen a la solemnidad del Sacramento, aunque no sean indispensables, no son superfluas, porque contribuyen a la perfección del mismo.

Y lo explica de este modo: En el Sacramento del Bautismo algunos ritos son indispensables, y otros sirven para dar cierta solemnidad al Sacramento.

En el Sacramento es indispensable la forma que designa la causa principal del Sacramento; y el ministro, que es causa instrumental; y el uso de la materia, o sea, la ablución con agua, que designa el efecto principal del Sacramento.

Todo lo demás que la Iglesia ha establecido en el rito del Bautismo pertenece, más bien, a una cierta solemnidad del Sacramento.

Estas ceremonias se añaden al Sacramento por tres razones.

Primera, para excitar la devoción de los fieles y la reverencia hacia el Sacramento. Porque si la ablución se hiciese sin solemnidad alguna, fácilmente algunos pensarían que se trata de una ablución ordinaria.

Segunda, para instrucción de los fieles. Porque a los sencillos, que carecen de cultura, hay que instruirles a base de signos sensibles. Y porque acerca del Bautismo es conveniente conocer, además del efecto principal del Sacramento, algunas otras cosas, por eso fueron éstas representadas por signos sensibles.

Tercera, para impedir con oraciones, bendiciones y cosas semejantes que el poder del demonio obstaculice el efecto del Sacramento.

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Para nuestra edificación, no sólo el Evangelio, sino también la Epístola de hoy nos presta adecuados símbolos del misterio que se realiza en el Santo Bautismo, así como la importancia del don recibido. Dice San Pablo:

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué... Si no, ¡habríais creído en vano!

El fruto de la predicación apostólica es la gracia de la fe recibida por el santo Bautismo; la cual debemos conservar tal como la hemos recibido, si queremos salvarnos.

Tan importante es la fe recibida en el Bautismo, que el mismo San Pablo amonestó con duras palabras a sus discípulos de Galacia:

Me maravillo de que tan pronto os paséis del que os llamó por la gracia de Cristo, a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino que hay quienes os perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema. Lo dijimos ya, y ahora vuelvo a decirlo: si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema.

Hoy en día, en que hay tantos y tantos que perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, y en que otros quieren dialogar con los perturbadores…, es fundamental prestar atención es la amonestación del Apóstol.

Les demuestra a los gálatas su error, esgrimiendo la autoridad de la doctrina evangélica.

Primero les muestra su ligereza en cuanto al fácil abandono de la doctrina evangélica; y subraya la culpa, tanto de los seductores como de los seducidos.

En cuanto a los seducidos, les inculpa su ligereza de ánimo: Me maravillo de que en tan breve tiempo, os paséis…

Además, les afea su culpa porque abandonaron el bien, es decir el don de su fe…, y se han convertido a otro evangelio, esto es, el de la antigua ley.

Respecto de los seductores, ellos perturban, o sea manchan la pureza de la verdad de la fe; porque si después de haberse recibido el Nuevo Testamento se regresa al Antiguo, parece afirmarse que el Nuevo no es perfecto.

Y verdaderamente perturban, porque pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, esto es, la verdad de la doctrina evangélica cambiarla en figura de la ley, lo cual es absurdo y la máxima perturbación.

Después de la puntualización de la culpa en que han incurrido, les muestra ser grande la autoridad de su sentencia por el hecho de que tiene fuerza, no sólo respecto de los súbditos pervertidores y seductores, sino también respecto de los iguales, como son los otros Apóstoles, y aun respecto de los superiores, como son los Ángeles, si fuesen reos de semejante crimen, a saber, de la conversión del Evangelio a la antigua ley.

Es sabido que la doctrina que es dada por un hombre puede ser cambiada y revocada por otro hombre que conozca mejor, así como un filósofo reprueba lo dicho por otro.

También puede ser cambiada por el Ángel, que más agudamente ve la verdad.

Incluso la doctrina que es traída por un Ángel podría ser cambiada por otro Ángel superior, o por Dios.

Pero, la doctrina que sea traída por Dios no puede ser anulada, ni por hombre alguno, ni por Ángeles.

Por lo cual, dice San Pablo, si ocurriere que un hombre o un Ángel diga lo contrario de lo enseñado por Dios, su dicho no es contra la doctrina, para que por eso sea ésta anulada y rechazada, sino que más bien la doctrina es contra él.

Por ese motivo, ese mismo que lo dice debe ser excluido y rechazado de la comunión de la doctrina.

Y por eso dice el Apóstol que la dignidad de la doctrina evangélica es tan grande que, si un hombre o un Ángel anunciare algo distinto de anunciado por ella, es anatema, o sea, debe ser arrojado y rechazado.

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Para confirmar la fuerza de la sentencia paulina, conviene resolver las objeciones que acerca de esto se presentan.

De las cuales, una es ésta: como el igual no tiene superioridad sobre el igual, y con mayor razón no la tiene sobre el superior, parece que el Apóstol no podía excomulgar a los Apóstoles que eran iguales a él, y mucho menos a los Ángeles, que le eran superiores. Por lo tanto, no hay anatema por esto.

Pero a esto débese decir que el Apóstol expresó esta sentencia no por propia autoridad, sino por la autoridad de la doctrina evangélica, cuyo ministro era, de cuya doctrina tenía la autoridad, de modo que cualquiera que contra ella hablara fuera excluido y rechazado: la palabra que yo he predicado ésa será la que le juzgue en el último día.

Otra objeción es que nadie debería enseñar ni predicar sino lo que está escrito en las Epístolas y en el Evangelio.

Pero esto es falso, porque en I Tes 3, 10 se dice: para completar las instrucciones que faltan a vuestra fe, etc.

Es decir, que ninguna otra cosa se debe anunciar fuera de lo que se contiene en los Evangelios, en las Epístolas y en la Sagrada Escritura explícita o implícitamente.

La Sagrada Escritura y el Evangelio anuncian que se debe creer en Cristo explícitamente. De aquí que cualquier cosa que se contenga en ellos implícitamente, que se relacione con la doctrina y con la fe de Cristo, se puede anunciar y enseñar.

Por eso Santo Tomás explica las palabras del Apocalipsis y del Deuteronomio: Si alguno quitare o añadiere a ellas cualquiera cosa, a saber, del todo ajeno, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro (Ap 22, 18-19). No añadáis nada, contrario o ajeno, ni quitéis, etc. (Deut 4, 2).

Y esto es lo que se contiene en la Tradición o la Revelación Oral, transmitida de siglo en siglo.

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Adoremos a Nuestro Señor, que todo lo ha hecho bien: Él ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.

Mas, recordemos por eso el Evangelio que se nos ha predicado, la Sagrada Escritura, la Santa Tradición y la enseñanza del Magisterio infalible de la Iglesia: lo que hemos recibido en el Santo Bautismo, y en lo cual permanecemos firmes; depósito sagrado por el cual también somos salvados, si lo guardamos tal como nos ha sido predicado... Si no, ¡habríamos creído en vano!

domingo, 21 de agosto de 2011

Domingo 10º post Pentecostés

DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y dijo Jesús esta parábola a unos que confiaban en sí mismos, como si fuesen justos, y despreciaban a los otros. Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, estando en pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, gracias te doy porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, así como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, doy diezmos de todo lo que poseo. Mas el publicano, estando lejos, no osaba ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho diciendo: Dios, muéstrate propicio a mí, pecador. Os digo que éste, y no aquél, descendió justificado a su casa; porque todo hombre que se ensalza, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado.

Por medio de esta sencilla parábola el Señor ha confundido la presunción y enseñado la humildad.

Dos hombres —dice— subieron al templo para orar. El uno era fariseo y el otro publicano; es decir, el uno pertenecía a la casta de los que se llamaban justos, y el otro, a la clase despreciada de los pecadores.

¿Cuál sería su oración? El Señor nos la describe. Atendamos al Maestro divino, y aprendamos de los dos personajes de su narración, lo que debemos imitar y lo que debemos evitar en la oración.

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La oración del fariseo es un catálogo de vanidad y una letanía de necedades, satisfecho de sí mismo. Ha ido al templo, no para impetrar misericordia —¿para qué en la loca suficiencia propia que respira? —, sino para dar cuenta al Cielo y a la tierra de sus «buenas obras».

Su oración queda convertida en un canto a su pretendida virtud, en un acto de perversa jactancia y ciega vanidad, en una sucesión de críticas al prójimo y de juicios temerarios sobre quien, en su humildad, había hallado ya la justificación.

Enseña San Gregorio Magno que de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia. Primero, cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo; luego cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos; en tercer lugar cuando se jacta uno de tener lo que no tiene; y finalmente cuando se desprecia a los demás queriendo aparecer como que se tiene lo que aquéllos desean. Así se atribuye a sí mismo el fariseo los méritos de sus buenas obras.

De este modo resultó que, después de llegarse al templo cargado de obras de religiosidad, salió reprobado a los ojos de Dios. Y es que el fermento de la soberbia corrompió la masa de sus acciones.

Aprendamos a huir de la estulta petulancia, de toda forma de soberbia, si deseamos ser aceptos a Dios. Despojémonos del vestido de la presunción, si pretendemos hallar acogida en el seno de la Divina Misericordia.

¿Qué haríamos si un mendigo que se acercase a las puertas de nuestra casa, y en vez de mostrarnos sus necesidades, nos arguyese acerca de sus riquezas y títulos? Le volveríamos las espaldas… Pues, si los hombres en nuestra mezquindad no podemos sufrir el orgullo de nuestros semejantes, ¿qué hará Dios que conoce la miseria y poquedad de los mortales?

Aleccionados por este ejemplo, procuremos ahogar los gérmenes de toda presunción.

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La oración del publicano, en cambio, está informada por un espíritu contrario a la del fariseo: ¡la humildad!

Por eso se revela en una conciencia clara de su culpabilidad, en un dolor agudo de sus culpas, en un porte externo lleno de modestia, en signos clarísimos de penitencia y en una plena confianza en la misericordia de Dios.

Escondido en un rincón del templo, no se atrevía ni a levantar los ojos al Cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador…

Así debe ser nuestra oración, si pretendemos que con fuerza rasgue los cielos. Cuanto más se encorva el arco, con tanta mayor velocidad sale disparada la saeta; así también, cuanto más se encorve nuestro espíritu por la humildad, tanta mayor altura ganará nuestra oración.

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Conocemos ya el fallo de Jesús: el publicano volvió justificado a su casa, mas no el otro; porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.

Jesús dice con ello a los que presumían de justos y despreciaban a los demás, que el principio de la verdadera santidad está en la humildad verdadera, en el conocimiento de la propia nada y en la confianza en la misericordia divina.

San Agustín resume la enseñanza de la parábola de este modo: Observa las palabras del fariseo y no encontrarás en ellas ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba. Entre tanto el publicano, a quien alejaba su propia conciencia, se aproximaba por su piedad. Por esto sigue: "Mas el publicano, estando lejos".

Estaba lejos y, sin embargo, se acercaba a Dios, y el Señor le atendía de cerca. El Señor está muy alto y, sin embargo, mira a los humildes. Y no levantaba sus ojos al cielo y no miraba para que se le mirase. Su conciencia le abatía; pero su esperanza le elevaba. Hería su pecho y se castigaba a sí mismo. Por tanto, el Señor le perdonaba, porque se confesaba. Habéis oído al acusador soberbio y al reo humilde, oíd ahora al Juez que dice: "Os digo que éste y no aquél, descendió justificado a su casa".

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Convenzámonos de esta doctrina. Pongámosla en práctica, sintiendo bajísimo de nosotros mismos y buscando en Dios nuestro punto de apoyo, como nos hace rezar la Santa Liturgia:

Oh Dios, que principalmente haces brillar tu omnipotencia perdonando y usando de clemencia, multiplica sobre nosotros tu misericordia; para que, corriendo tras de tus promesas, nos hagas participar de los bienes celestiales.

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San Juan Crisóstomo nos proporciona una buena imagen, diciendo: En este sermón propone dos conductores y dos carros en un sitio. En uno la justicia unida a la soberbia, en el otro el pecado con la humildad.

El del pecado se sobrepone al de la justicia, no por sus propias fuerzas, sino por la virtud de la humildad que lo acompaña.

El otro queda vencido, no por la debilidad de la justicia, sino por el peso y la hinchazón de la soberbia.

Porque así como la humildad supera el peso del pecado y saliendo de sí llega hasta Dios; así la soberbia, por el peso que toma sobre sí, abate la justicia.

Por tanto, aunque hagas multitud de cosas bien hechas, si crees que puedes presumir de ello perderás el fruto de tu oración. Por el contrario, aun cuando lleves en tu conciencia el peso de mil culpas, si te crees el más pequeño de todos, alcanzarás mucha confianza en Dios.

Por lo que señala la causa de su sentencia cuando añade: "Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla, será ensalzado".

Si la humildad acompañada del pecado corre tan fácilmente que adelanta a la soberbia, ¿cuánto más no adelantará si va unida a la justicia?

Ella se presentará con gran confianza ante el tribunal de Dios en medio de los Ángeles. Por otra parte, si el orgullo unido a la justicia puede deprimirla, ¿en qué infierno no habrá de precipitarnos si lo juntamos con el pecado?

Digo esto no para que menospreciemos la justicia, sino para que evitemos el orgullo.

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En la Santa Misa personificamos al publicano. Como él herimos nuestro pecho con sentimientos de compunción y de humildad: Mea culpa…, Miserere nobis…, Non sum dignus…

Si con esos sentimientos nos acercamos al Altar, oiremos al momento de recibir al Señor, la sentencia de gracia y de perdón: Levántate, tus pecados te son perdonados.

De este modo podremos volver a casa, como el publicano, llenos de consuelo y justificados.

lunes, 15 de agosto de 2011

Fiesta de la Asunción

FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

La vida de la Santísima Virgen es una sucesión de maravillas que admiran y emocionan. Cada uno de los momentos decisivos de su existencia se señala con un milagro, evidenciador de sus privilegios singulares y de su calidad soberana.

Concebida sin mancha, nacida de una mujer estéril, visitada por el Arcángel y reverenciada por Santa Isabel, María Santísima se nos aparece llena de aquella gracia celestial que canta el embajador angélico del Todopoderoso en el día transcendental de la Anunciación; Madre del Salvador, se nos nuestra colmada de la máxima dignidad que puede alcanzarse en la tierra y en los Cielos; y hasta cuando el dolor estruja su Corazón traspasado por los fieros puñales de las torturas de Jesús, María tiene todo el prestigio sobrenatural de compartir la gran obra de la Redención del género humano.

Su vida es un poema cuyas estrofas van haciendo vibrar todas las cuerdas del espíritu, desde aquellas que nos llenan el alma de inefable alegría hasta las que nos inundan de esa amargura interior que hace brotar lágrimas y entristece los corazones.

Gozamos oyéndola entonar el Magníficat con el rostro radiante de felicidad y aureolada de gloria; y sufrimos contemplándola al pie de la Cruz en que su Hijo agoniza por nosotros.

Pero siempre, lo mismo en sus alegrías que en sus dolores, en su magnificencia como en su pobreza, percibimos la sublimidad de una misión altísima que nos produce intensa emoción y nos cautiva.

Y este poema sin igual de la vida de la Virgen, este poema que tan pronto tiene suavidades de égloga, como vibraciones de himno, o acentos de tragedia, se cierra con la apoteosis bellísima de la Asunción a los Cielos.

El hecho, dentro de su maravilla, encierra una lógica tan evidente que la inteligencia, siempre absorta ante los milagros, concibe éste sin esfuerzo alguno. La que nació sin mancha, fue madre sin dejar de ser virgen y amamantó al Salvador, no podía confundir su destino con el del resto de los mortales…

Si Ella trajo a Dios a la tierra, es natural que Dios se la llevara al Cielo. Si todo fue milagroso en su vida, el milagro debió repetirse en su salida de esta tierra. Si vino al mundo sin pasar por el estigma del pecado, no es extraño que saliese del mundo sin seguir la suerte de los pecadores.

Dios quiso transportar su Cuerpo a los Cielos, para que allí disfrutara enseguida de la inmarcesible gloria que le correspondía, como Hija del Padre, Madre del Verbo, Esposa del Espíritu Santo y Reina de los Ángeles.

Si a María le priváramos de su Asunción, su gloria nos parecería incompleta; el poema terminaría bruscamente, y la heroína sublime elevada en vida por Jesús hasta las cumbres de la más alta santidad, descendería al morir hasta el suelo para reposar en la angostura de una tumba.

La Virgen Santísima, tan pura de Cuerpo como de Alma, tan bella en lo material como en lo espiritual, sólo tiene lugar adecuado en el trono que el Eterno preparó para Ella desde el principio sin principio de los siglos; y ese trono le ocupa con la misma envoltura carnal que tuvo en este mundo.

Allí, en medio de los esplendores inimaginables de la gloria, rodeada de coros de vírgenes y aclamada por las legiones angélicas, María ostenta la máxima hermosura que el mismo Dios puede prodigar.

Allí está María, superior a toda ponderación, con los atributos soberanos de Reina de los Cielos y de la tierra, y ejerciendo constantemente su misión de Mediadora universal entre los hombres y el Creador.

Así, resplandeciente de hermosura, coronada de estrellas, fragante y triunfadora, vemos los católicos a la Virgen. Creemos en su Asunción y nos la representamos sentada en su trono con una dignidad tan lejana de la soberbia como llena de dulzura.

La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos comprende dos partes diversas en contenido. La primera tiene un sabor triste para nosotros, es su partida de este mundo. La segunda es todo gozo y regocijo, es su ingreso a los Cielos en cuerpo y alma, y su coronación como Reina del universo entero.

Después de la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, su Madre Virginal permaneció en la tierra a fin de ser el consuelo y fortaleza de la Iglesia naciente, que en sus albores necesitaba de la asistencia visible de una Madre.

Imaginemos cuánto sentiría la Virgen el destierro… Con mayor razón que el Apóstol exclamaría de continuo: Deseo verme desatada, por estar con mi Hijo

En aquellos momentos de indescriptibles ansias un solo pensamiento venía a confortarla. Había abandonado la dulce compañía de su Primogénito, para ser el consuelo de sus otros hijos, pródigos unos, miserables otros, necesitados todos.

Y así procuraría llenar sus días de obras perfectísimas de amor, con miras a que su estancia en el mundo rindiese el máximo producto a los miembros de la Iglesia y a su apostolado.

He aquí el modelo de lo que debe ser la vida del cristiano. Cual verdaderos peregrinos debemos pasar por este mundo mirando a la Patria, anhelando la gloria celestial; pero, por otra parte, debemos cuidar de llenar nuestra existencia de buenas obras, a fin de que ellas nos acompañen en el decisivo paso de la muerte.

Pidamos a María Asunta las ansias de Cielo que la devoraban, y el favor para imitar en nuestras escasas medidas sus obras.

Agradezcámosle el beneficio de haber preferido el destierro a la Patria, sólo por consolar a sus hijos desterrados y pródigos en este Valle de lágrimas.

Unos veinticuatro años parece que vivió Nuestra Señora en este suelo después de la Ascensión del Señor. Llegado el momento predefinido por el Padre, sintióse la benditísima Virgen desfallecer de amor. La enfermedad no podía cebarse en su cuerpo inmaculado; la muerte no podía llegar a Ella como a los demás mortales, ni apoderarse a mansalva del lirio de su purísima vida.

Si no se la arrancaban a viva fuerza los hombres, como sucedió con su Hijo, debía serle arrebatada por la violencia del amor. Por eso fue el amor el verdugo de María. Verdugo dulce, ya que realizó su obra con tal suavidad, que no logró arrancar siquiera un ay a la benignísima Madre.

La Madre de los dolores había expiado suficientemente por sus hijos ingratos en las larguísimas horas de la terribilísima agonía de su Hijo; por eso su salida de este mundo fue una dormición dulcísima.

La corrupción no tenía derecho a apoderarse de una criatura concebida sin mancha, no podía cebarse en carnes inmaculadas. La carne que prestó la materia prima a la sacratísima Humanidad de Cristo, no podía llegar a confundirse con el polvo de la tierra.

Si Dios conserva admirablemente incorruptos a muchos de sus Santos, ¿qué no haría con el cuerpo purísimo de su propia Madre?

Oh Dios, que Te dignaste elegir para tu morada el Seno virginal de la Santísima Virgen María; haz, Te rogamos, que fortalecidos con su protección, podamos asistir con júbilo a su festividad.

De este modo nos hace pedir la Santa Liturgia en el día de la vigilia, y el versículo de la Comunión canta el privilegio de la Maternidad divina, fuente y principio de todos los restantes privilegios de María, sin exceptuar el de la incorrupción y asunción de su Cuerpo divinal.

Pasemos ya al segundo tema de nuestra meditación de hoy.

La Asunción de María forma paralelo con la Ascensión de su Hijo; y así como el júbilo desbordante de aquel jueves de la Ascensión reconocía dos fuentes, la gloria de Cristo y nuestro propio provecho, así también la festividad de hoy engendra gozo indescriptible en nuestras almas por doble título: por la gloria de María, y porque desde hoy tenemos por Abogada y Madre a la que ha sido coronada por Emperatriz de Cielos y tierra.

Unámonos al coro de los Apóstoles y a las jerarquías angélicas en la glorificación de la Madre de Dios y en los cánticos de gratitud a la divina Majestad.

Alegrémonos todos en el Señor, celebrando en este día a la Bienaventurada Virgen María, de cuya Asunción se alegran los Ángeles y alaban al Hijo de Dios.

¡Qué momento aquél, en que la Doncella más bella y santa que vieron los mundos, rompiendo los lazos de la corrupción, radiante y llena de gracia, fue elevada de la tierra sobre un trono de querubines, y, rasgándose los Cielos, dieron paso a la que iba a ser aclamada por Reina y Señora del universo!

¿Quién es ésta que se eleva como la aurora naciente, hermosa como la luna, elegida como el sol, terrible cual ordenado ejército en plan de batalla?

Así clamarían los Ángeles que custodiaban la entrada del paraíso, arrobados en la contemplación de aquella majestuosa Beldad, mientras que el escuadrón celestial compuesto de diez centurias de Ángeles, que formaron la guardia de honor de la Inmaculada mientras vivió en este suelo, rompería su creciente admiración en análogas exclamaciones: ¡Oh Virgen prudentísima, ¿hacia dónde te encaminas cual rutilante aurora? ¡Hija de Sión, hermosa y suave eres en verdad; bella, sí, como la luna, escogida como el sol!

Estas exclamaciones convertiríanse en himnos entusiastas, cuando esta incomparable criatura llegó al Trono de la divina Majestad, cayó en los brazos de su amado Hijo, recibió el ósculo del Padre y quedó envuelta en los rayos de amor del Espíritu Santo.

Las tres divinas Personas agraciaron a la escogida entre millares, colocando sobre su cabeza las tres coronas del poder, sabiduría y amor, con que la declaraban solemnemente partícipe del imperio amoroso de su Hijo, Emperatriz de Cielos y tierra, y Reina de los Ángeles y de los hombres.

María ha escogido la mejor parte… conocemos este versículo. Nuestro Señor se refiere a Santa María Magdalena; pero bien podemos aplicarlo a su Santísima Madre.

Este corto verso explica que la mejor parte de María es la gloria celestial, la vida bienaventurada, la fruición de Dios. Fiesta es hoy en que María deja las miserias del peregrino suelo por la «mejor parte» del Cielo, «que nunca le será quitada».

La Emperatriz de los Cielos es nuestra madre. Los fieles gustamos de extender el paralelismo de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de su Madre Santísima hasta menudos pormenores.

Como el jueves de la Ascensión, nos hemos reunido hoy para santificar la hora en que la Virgen Señora Nuestra fue exaltada sobre los coros angélicos.

Representémonos a nuestra Señora en el momento preciso en que se despide de la tierra. Antes de que las nubes que separan el mundo mortal del mundo de los bienaventurados la oculten a los ojos mortales, se complace la Virgen en dar una postrer mirada al que fue teatro de amarguísimas penas y de dulces alegrías, al mundo, donde quedan luchando en brava lid sus pobrecitos hijos.

En un acto supremo de amor maternal, se desprende entonces de sus purísimas manos una bendición, compendio de sus afectos, y la deja caer en forma de lluvia benéfica sobre la tierra que abandona, y sobre sus hijos que deja en soledad y llanto.

Esa bendición es un adiós y una promesa; la promesa de no olvidar a los que la llamarán Madre, y de aprovechar en nuestro bien el poder de que va a ser investida.

Pidamos a esa Madre de misericordia, que no nos deje nunca de sus manos y que nos cobije continuamente bajo su manto protector.

Reina poderosísima, gusta de escuchar hasta el más humilde e incluso el más perverso de sus vasallos, si a Ella se acerca con dolor de sus pecados y palabras de fervor.

Mediadora complaciente que jamás negó su protección a quien a Ella acudió en solicitud de amparo.

Virgen de la Merced y del Perpetuo Socorro, Estrella de los Mares y Guía de Peregrinos, Patrona del Mundo a Ella consagrado, milagrosa visitadora de Zaragoza, del Tepeyac, de Lourdes y de Fátima, Madre de Dios y Madre de los hombres, en Ella tenemos camino, faro y puerta para entrar en el Cielo.

Nada le niega Dios y a todo está Ella dispuesta en nuestro favor. Sólo nos pide a cambio amor y pureza; rectitud y fervor.

¡Ojalá acertáramos siempre a acudir a Ella en los momentos de peligro o de desesperación!

Bajo su manto está nuestra salvación y nuestro consuelo, y si sabemos acogernos a su amparo, Ella non mostrará un día a Jesús, fruto bendito de su vientre; y para toda la eternidad descansaremos en la paz de su Reino Celestial.

domingo, 14 de agosto de 2011

Domingo IXº post Pentecostés

NOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y cuando llegó cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.

Jesús llora sobre Jerusalén… Escena tierna y conmovedora la que nos ofrece el Evangelio de hoy… Tiene lugar el mismo Domingo de Ramos…

Jesús camina con sus discípulos hacia Jerusalén. La senda va serpenteando y ganando la altura de una colina. Al llegar a su cumbre, aparece ante sus ojos la ciudad de los Profetas con las soberbias torres que construyera Herodes, con sus macizas murallas, con su grandioso templo, con las filigranas del arte que la embellecen.

Jesús, que ama la ciudad donde reside la Majestad de Dios, se conmueve… Era la última vez que la contemplaba tan bella…

Aquel pueblo indómito y «de dura cerviz» iba, por fin, a jugar su última partida. La suerte de Jerusalén estaba a punto de decidirse.

Si mataba a su Salvador, como había matado a tantos Profetas, su juicio estaba ya dictaminado. Vendrían los romanos y realizarían con ella todo cuanto el Profeta Daniel profetizara cinco siglos antes.

El Redentor, con su divina presciencia., sabe ya que Jerusalén permanecerá sorda a esta última intimación, y ve ya a su querida ciudad sitiada por el general romano Tito; la contempla, resistiendo tres años con heroísmo, y la mira, por fin, hecha pasto de las llamas, hasta que no queda piedra sobre piedra.

Esta imagen terrorífica llena su Corazón del dolor más agudo; Jesús llora...

Lloró la destrucción de aquella pérfida ciudad y las desgracias que ella misma ignoraba habrían de venirle. Por esto añade: ¡Ah si tú conocieses siquiera!, llorarías con amargura, lo que ahora tanto te alegras, porque desconoces lo que te amenaza.

¡Lágrimas de Jesús!... ¡Qué precio tenéis! ¡Quién pudiera recogerlas en el corazón como en un cáliz de oro, y, abrasado en su ardor, quedar encendido en vivas llamas!

¿Cómo no nos conmovemos al ver sus ojos nublados por el llanto…, al contemplar esas cristalinas piedras que se deslizan suave y calladamente por sus mejillas sagradas?

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El Señor llora sobre Jerusalén; pero en ella ve la imagen de sus predilectos, que se obstinan en el mal. Y por esos predilectos que le destrozan el Corazón, derrama abundantes lágrimas.

Nuestro Redentor no cesa de llorar por sus escogidos cuando ve caer en el mal a los que poseían la virtud; porque si éstos conociesen la condenación que les espera, se llorarían a sí mismos con las lágrimas de los escogidos.

El hombre de inclinaciones malas tiene aquí su día, que goza por breve tiempo, y se complace en las cosas temporales disfrutando de cierta paz; por esto huye de prever el porvenir, para que no se turbe su alegría presente. Por esto dice: Mas ahora está encubierto a tus ojos...

Pidamos al Señor que no tenga que llorar nunca nuestra obstinación…

Pero el llanto del Salvador nos está diciendo algo más. La vida de Jesús estuvo dedicada íntegramente a la obra redentora. Desde el primer latido de su Corazón en el Sagrario materno hasta su último suspiro en el duro lecho de la Cruz, nuestro adorable Redentor estuvo constantemente purgando por nuestros pecados.

Todos ellos, sin faltar uno siquiera, vinieron a herirle en el alma; todos lograron clavarse en su Corazón. Los unos, los graves, simbolizados en los instrumentos de la Pasión, consiguieron atravesar sus carnes, hasta dejar patente al fantasma de la muerte el camino a aquel delicioso santuario de la Divinidad.

Pero hubo otros, cuya malicia no prestaba a tanto; eran los veniales, las faltas de sus amigos…

Por esos pecados, por esas faltas de los amigos, purgó el Señor con sus lágrimas…

Consiguientemente, cada vez que nos enredamos en esas faltas, laceramos el corazón de Jesús, lo oprimimos hasta sacar de Él una lágrima ardiente.

Consideremos y admiremos hasta dónde llega la malicia de un pecado venial; ponderemos cuál es la obra destructora de las faltas de las almas amigas…

Dice el Padre Faber, que no estaría de más que de los pecados de las almas piadosas se escribiese un tratado especial, porque son dichas culpas muy numerosas y variadas, y contienen una particular malicia y odiosidad, siendo la ingratitud uno de sus principales caracteres.

¿Acaso no es más amarga la lágrima que un hijo arranca de los ojos de una madre, que la herida que en sus carnes abre el enemigo?

Pues bien, esa diferencia existe entre los pecados graves de los malos y lo que llamamos faltas ligeras de los buenos. Aquéllos consiguen rasgar las carnes sagradas del Salvador amantísimo; éstas últimas exprimen su Corazón con la fuerza del dolor, hasta hacer brotar de Él una fuente de lágrimas.

Y ¿cuántas veces habrá llorado Jesús por culpa nuestra? ¿En cuantísimas ocasiones no hemos sido nosotros los que hemos amargado su Corazón con nuestra tibieza?

Justo es, pues, que ahora lloremos. Sí; mezclemos nuestras lágrimas con las suyas, y deploremos nuestra fea ingratitud con tan buen Señor, proponiendo y prometiendo no causarle en lo sucesivo tamaña amargura.

Mientras no nos horrorice el pecado venial, no podemos llamarnos alma espiritual.

Oh Dios omnipotente y benignísimo, que de la viva peña abriste al pueblo sediento una fuente de agua viva; haz brotar de la dureza de nuestro corazón lágrimas de compunción, a fin de que podamos llorar nuestros pecados y merezcamos recibir por tu misericordia la remisión de los mismos.

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El Evangelio de hoy trae una segunda escena para nuestra meditación: la emoción de Jesús a la vista de Jerusalén se desbordó, poco después, en celo santo por la honra de Dios.

Después de haber predicho los males que habían de venir, se introdujo a continuación en el Templo para arrojar de allí a los que vendían y compraban, dando a conocer que la ruina del pueblo venía principalmente por culpa de los sacerdotes.

Al llegar, en efecto, al Templo y contemplar el aspecto profano de aquellos atrios convertidos en mercado, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él, diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones…

Contemplemos la santa indignación de Jesús, para imitar su celo.

El fuego santo, la caridad de Cristo ha sido infundida por el Espíritu Santo a modo de llama sagrada en el corazón cristiano. Dicha llama no puede permanecer quieta; quiere prender y convertir en fuego cuanto a su alcance se coloca.

Ese aspecto particular de la caridad es lo que constituye el celo.

En ocasiones se exterioriza en un deseo ardiente de que todo el mundo conozca al Señor y le adore como a su verdadero Dios. Movido por estos ardores, clamaba el Salvador en sus días mortales: «Fuego he venido a poner en la tierra. Y ¿qué quiero sino que arda?».

Otras veces, ante el cuadro de la malicia humana, rompe en torrentes de indignación. Así sucedió cuando Elías pidió al cielo fuego que abrasara a los esbirros enviados por el rey Ochozías.

Pero siempre es la caridad la que aquí actúa, y nunca la humana pasión.

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Hablando en sentido espiritual, debe entenderse que el templo es el mismo Jesucristo, que también lleva unido a sí su Cuerpo, que es la Iglesia.

Así, pues, como cabeza de la Iglesia, dice con las palabras de San Juan: Destruid este templo, y lo reconstruiré a los tres días (Jn 2,19) Y como está unido a la Iglesia, que es su Cuerpo, debe entenderse que la Iglesia es el templo de quien dice el mismo Evangelista: Quitad esto de aquí, etc.

Da a conocer con esto que habría en la Iglesia quienes se ocupasen de sus negocios y tuviesen allí un asilo para ocultar sus crímenes...

Muchas veces sucede que algunos toman el hábito religioso, y mientras llenan las funciones de las sagradas órdenes, hacen del ministerio de la santa religión un comercio de asuntos terrenales.

Los que venden en el templo son los que ponen a precio de dinero lo que a cada uno le corresponde por derecho; porque el que pone a precio la justicia, la vende.

Por tanto, si alguno vende, será arrojado fuera; especialmente si vende palomas. Porque si alguien vendiere al pueblo por dinero lo que el Espíritu Santo le ha revelado o confiado, ¿qué otra cosa hago que vender la paloma, esto es, el Espíritu Santo?

Estos convierten la casa de Dios en cueva de ladrones; porque cuando los hombres malos ocupan el lugar de la religión, matan con las espadas de su malicia allí donde debieran vivificar a sus prójimos por la intercesión de su oración.

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En sentido más amplio, más allá del recinto estricto del templo, hemos de tener en cuenta que los cielos y la tierra cantan la gloria de Dios, y que el hombre es el instrumento acordado que espiritualiza esas melodías…

Sin embargo, ¡cuán, olvidado tiene el hombre este cuidado!

Debiera ser su única preocupación; y en todo se piensa menos en ello…

Al menos, procuremos no pertenecer al número de los necios, que no entienden el papel que representan en esta vida.

Tratemos de conseguir que la gloria de Dios sea nuestra idea dominante, nuestra pasión.

Refiramos nuestro único y principal interés a que Dios sea alabado y bendecido, y a que todas las criaturas le canten himnos de alabanza.

Hemos visto el Cuarto Domingo después de Pentecostés que la naturaleza es muda sin el hombre; sólo el hombre puede dar eco a sus vibraciones. Comprendamos, pues, cuánto importa para la gloria de Dios la actitud de las almas, creadas para alabarle.

¿Cuáles han sido nuestras ansias hasta el presente, cuáles nuestras inquietudes respecto a nuestra única misión?

¿Sufrimos cuando nos enteramos de algún pecado, al oír una blasfemia?

¿Salimos en defensa del nombre de Dios cuando se le ofende?

¿Se enciende nuestro celo en presencia de actos indignos del cristiano?

Además, debemos tener en cuenta que la gloria de Dios está en razón directa de la salvación de las almas, por quienes derramó Jesucristo toda su Sangre.

Sin embargo, ¡cuán triste y desolador es el cuadro que ofrece nuestra tierra! De los millones de habitantes que tiene el globo, sólo muy pocos han sido bautizados en la Iglesia católica.

¿Qué es de los restantes millones? La mayor parte no conocen a Cristo, y los que le conocen, tienen un falso concepto del Salvador; son herejes o cismáticos.

Y aun entre los católicos… ¡cuantísimos le desconocen!; o si le conocen, han sido formado con una doctrina que deforma el dogma católico…; e incluso entre los bien formados…, muchos le ofenden…

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¡Qué misterios tan insondables! Y Dios aguarda con paciencia la manifestación de los hijos de Dios…

Trabajemos, pues por la gloria divina, por la extensión de su Reino en las almas.

Tengamos en cuenta la advertencia que nos hace la Santa Iglesia por medio de la Epístola de San Pablo a los Corintios:

No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros para que no codiciemos lo malo como ellos lo codiciaron. No os hagáis idólatras al igual de algunos de ellos, como dice la Escritura: «Sentóse el pueblo a comer y a beber y se levantó a divertirse.» Ni forniquemos como algunos de ellos fornicaron y cayeron muertos 23.000 en un solo día. Ni tentemos al Señor como algunos de ellos le tentaron y perecieron víctimas de las serpientes. Ni murmuréis como algunos de ellos murmuraron y perecieron bajo el Exterminador. Todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de los tiempos. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga.