domingo, 26 de agosto de 2012

Domingo 13º de Pentecostés


DECIMOTERCER DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.


Uno de ellos volvió glorificando a Dios… Causa admiración la actitud de los nueve leprosos que, luego de curados, no se dignaron volver a reconocer tamaño beneficio.

Aquí hay mucho más que ese egoísmo, tan arraigado en nuestra naturaleza, que nos hace acudir a Dios cuando la necesidad nos acucia; pero lo olvidamos una vez recibido el beneficio…

Se trata de una falta contra la fe; tan fea y abominable a los ojos de Dios, que al propio Jesús le arranca frases de amarga queja: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero?

Los nueve faltantes tuvieron confianza en Jesús, pero no creyeron en su divinidad.

El agradecido era un samaritano, que no practicaba la fe verdadera… Y, sin embargo, termina confesando y profesando la divinidad de Nuestro Señor por medio de un acto de adoración: Y se postró en tierra a los pies de Jesús

Mientras los otros nueve están junto al sacerdote de la Antigua Ley…, este neófito está postrado ante el Hijo de Dios, verdadero Mesías, autor del Nuevo y Eterno Testamento...

Y Nuestro Señor le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.

Por esta razón, como particular gracia de esta semana, pide la Iglesia en la colecta un aumento de fe, junto con la esperanza y la caridad: Omnipotente y sempiterno Dios, aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad; y a fin de que merezcamos obtener tus promesas, haz que amemos lo que nos mandas.

Aumento de la virtud de Fe... Leproso... Milagro de Cristo... Lepra espiritual... Pérdida de la Fe...

Temas más que interesantes e importantes, máxime en estos momentos...

Daremos algunas indicaciones que sirvan de meditación y proporcionen materia para buenas resoluciones.

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Ante todo, debemos preguntarnos si las virtudes, particularmente la virtud de Fe, pueden aumentar.

Santo Tomas nos enseña que, si se considera la virtud por parte del sujeto que la participa, la virtud puede ser mayor o menor, bien en el mismo sujeto en tiempos diversos, bien en distintos sujetos, porque uno está mejor dispuesto que otro, ya sea por la mayor costumbre, ya sea por la mejor disposición de la naturaleza, o por la mayor perspicacia del juicio de la razón, o también por el mayor don de gracia concedido a cada uno.

Aplicando esto a la virtud de la Fe, Santo Tomás dice que al ser el objeto formal de la fe único y simple, es decir, la Verdad primera, la fe no se diversifica en los creyentes, sino que es específicamente una en todos.

Pero como las verdades materialmente propuestas para creer son muchas, y se las puede acoger más o menos explícitamente, bajo este aspecto puede uno creer explícitamente más cosas que otro, en cuyo caso puede ser también mayor la fe en el sentido de un mayor desarrollo de su objeto.

Considerando la fe según la participación en el sujeto, se ofrece la desigualdad de dos maneras, porque el acto de fe procede del entendimiento (es el que asiente a las verdades reveladas) y de la voluntad (es la que impone ese asentimiento a la inteligencia).

Se puede, por lo tanto, decir que la fe es mayor en uno que en otro:

— sea por parte del entendimiento, a causa de su mayor certeza y firmeza en el asentimiento;

— sea por parte de la voluntad, a causa de su mayor prontitud, entrega y confianza con que impera a la inteligencia para que asienta.

Si aplicamos toda esta doctrina a nuestros nueve leprosos que permanecieron en la Antigua Ley y al que adhirió al verdadero Mesías, resultan muchos puntos de extremo interés... Dejo esa aplicación a vuestro cargo...

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Viniendo ahora a los leprosos del Evangelio, debeos saber que de los sacramentos de la antigua ley, unos pertenecían a la santificación general del pueblo, otros a la especial de los ministros del culto.

A unos y a otros se exigía la remoción de aquellas cosas que impedían acercarse al culto divino, a saber, las impurezas.

Y así se habían instituido ciertos ritos para purificar al pueblo de ciertas impurezas exteriores y para expiar los pecados, y asimismo la ablución de las manos y pies y la rasura del pelo de los sacerdotes y levitas.

Todos estos ritos tenían sus causas racionales, según que se ordenaban al culto de Dios para aquel tiempo; y las tenían figurativas, en cuanto se ordenaban a figurar a Cristo.

Ahora bien, del culto exterior alejaban a los hombres ciertas inmundicias corporales; en primer lugar, de los hombres, y luego, de los animales, de los vestidos, de las casas y vasos.

En los hombres se reputaba inmundicia algo proveniente de los mismos hombres y también algo que provenía del contacto con las cosas inmundas.

Se reputaba inmundicia en los hombres cuanto estaba corrompido o expuesto a corrupción. Y como la muerte es corrupción, el cadáver se consideraba como inmundo. Igualmente, la lepra, que nace de la corrupción de los humores que brotan al exterior e infectan a otros, hace al leproso inmundo.

Asimismo, los hombres contraían impureza por el contacto con ciertas cosas impuras.

Todas estas impurezas tenían razón literal y figurativa.

La razón literal era la reverencia de cuanto pertenece al culto divino, ya porque los hombres no suelen tocar las cosas preciosas cuando están manchados, ya porque la dificultad de acercarse a las cosas sagradas hacía a éstas más venerables.

Como los, hombres raras veces pudieran estar exentos de semejantes impurezas, raras veces podían acercarse a las cosas santas del culto divino; y así, cuando se acercaban, lo hacían con más reverencia y humildad de corazón.

Había también en algunos de estos casos otra razón literal: que los hombres, por asco de algunos enfermos y temor del contagio, por ejemplo, de los leprosos, temiesen acercarse al culto divino.

En otros casos, era la razón de evitar el culto idolátrico, pues los gentiles en los ritos de sus sacrificios usaban a veces de la sangre humana y del semen.

Todas estas impurezas se purificaban, o por sola la aspersión del agua; o, si eran mayores, por algún sacrificio expiatorio del pecado de que tales flaquezas provenían.

La razón figurativa de estas impurezas era que por ellas se significaban diversos pecados.

En efecto, la impureza de los cadáveres significa la del pecado, que es muerte del alma.

La impureza de la lepra es la impureza de la doctrina heretical, ya porque la herejía es contagiosa como la lepra, ya porque ninguna falsa doctrina hay que no lleve alguna verdad mezclada, como también en el cuerpo del leproso aparecen manchas de lepra en medio de la carne sana.

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En cuanto a las ceremonias instituidas para la purificación del leproso, no se ordenaban a curar la impureza de la lepra, pues no se aplicaban sino a los ya curados de dicha enfermedad.

La lepra ya estaba curada, pero la purificación significaba que, por el juicio del sacerdote, el sanado era restituido a la sociedad humana y al culto divino.

Semejante purificación del leproso tenía dos partes: primero, se emitía el juicio sobre su limpieza; luego, como ya limpio, era restituido a la sociedad de los hombres y al culto divino.

Esto se hacía pasados siete días.

En la primera purificación ofrecía por sí el leproso curado dos pájaros, un trozo de cedro, un hilo de púrpura e hisopo, de este modo dispuestos: con el hilo de púrpura se ataba un pájaro al trozo de cedro y al hisopo, de tal manera que el cedro hacía de mango, y el hisopo y el pájaro, de aspersorio, que se mojaba en la sangre del otro pájaro inmolado en agua limpia.

El leproso ofrecía estas cuatro cosas contra los cuatro defectos de la lepra:

— contra la podredumbre, ofrecía el cedro, que es árbol incorruptible;
— contra el hedor, el hisopo, que es hierba odorífera;
— contra la insensibilidad, el pájaro vivo;
— contra la fealdad del color, el hilo de púrpura, que tiene color vivo.

El pájaro vivo se dejaba libre porque el leproso era restituido a su antigua libertad.

Al octavo día era admitido al culto divino y restituido a la sociedad de los hombres, aunque primero debía raer el pelo de todo su cuerpo y lavarse los vestidos, porque la lepra corroe el pelo e infecta los vestidos, volviéndolos fétidos.

Después ofrecía un sacrificio por su delito, porque muchas veces la lepra tiene un origen pecaminoso.

Con la sangre del sacrificio se mojaba el extremo de la oreja del que se purificaba y los pulgares derechos de la mano y del pie, porque en estas partes es donde la lepra se conoce y se padece primero.

Se añadían a este rito tres líquidos: la sangre, contra la corrupción de la sangre; el aceite, para designar la curación del mal, y el agua limpia, para limpiar la suciedad.

La razón figurativa de estos ritos era ésta:

— Por los dos pájaros se significaban la divinidad y humanidad de Cristo. De aquéllos, uno, la humanidad, era inmolado en una vasija de barro con agua limpia, pues por la Pasión de Cristo fueron consagradas las aguas del Bautismo; el otro, que representa la divinidad impasible, quedaba vivo, porque la divinidad no puede morir.

Se le echaba a volar porque la divinidad no estaba sujeta a la Pasión.

— Y este pájaro vivo, junto con el trozo de cedro, el hisopo y el hilo de púrpura, es decir, la fe, la esperanza, y la caridad, era mojado en agua para asperjar, porque somos bautizados en la fe de Cristo Dios y hombre.

— Con las aguas del bautismo y las lágrimas limpia el hombre sus vestidos, es decir, sus obras, y también su vello, esto es, sus pensamientos.

— Se moja el extremo de la oreja derecha del que se purifica con la sangre y el aceite para preservar su oído contra las palabras corruptoras; los pulgares de la mano y del pie derechos, para que sus acciones sean santas.

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Ante la pregunta: ¿debió Cristo hacer milagros? Santo Tomás responde:

Dios concede al hombre el poder de hacer milagros por dos motivos.

Primero, y principalmente, para confirmar la verdad que uno enseña. Porque, al exceder las cosas de la fe la capacidad humana, no pueden probarse con razones humanas, sino que es necesario probarlas con argumentos del poder divino, a fin de que, haciendo uno las obras que solamente puede hacer Dios, crean que viene de Dios lo que se enseña.

Segundo, para mostrar la presencia de Dios en el hombre por la gracia del Espíritu Santo, de modo que, al realizar el hombre las obras de Dios, se crea que el propio Dios habita en él por la gracia.

Y ambas cosas debían ser manifestadas a los hombres acerca de Cristo, a saber: Que Dios estaba en Él por la gracia, no de adopción sino de unión, y que su doctrina sobrenatural provenía de Dios.

Y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros.


Como era preciso que se creyese que Jesucristo procede del Padre y que es igual a Él, para mostrar ambas cosas, unas veces hacía los milagros con su poder, y otras mediante la oración.

En las cosas de poco relieve, por ejemplo la multiplicación de los panes, mira al Cielo; y en las de mayor trascendencia, que sólo dependen de Dios, obra con su poder, por ejemplo, cuando perdonó los pecados, o resucitó los muertos.


Por otra parte, los milagros hechos por Cristo eran suficientes para dar a conocer su divinidad, por tres motivos:

— Primero, por la calidad de las obras, que superaban todo el alcance del poder creado y, en consecuencia, no podían ser hechas más que por el poder divino.

— Segundo, por el modo de hacer los milagros, puesto que los realizaba como con poder propio, y no orando, como los otros. Por esto se dice en San Lucas que salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Con lo cual se demuestra, como dice San Cirilo, que no recibía ningún poder ajeno, sino que manifestaba su propia virtud divina sobre los enfermos.

— Tercero, por la misma doctrina con la que se declaraba Dios, la cual, de no ser verdadera, no hubiera sido confirmada por milagros hechos con el poder divino.

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¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero?

Decíamos al comienzo: Aumento de la virtud de Fe... Leproso... Milagro de Cristo... Lepra espiritual... Pérdida de la Fe...

Temas más que interesantes e importantes, máxime en estos momentos...

Hemos dado algunas indicaciones para que sirvan de meditación.

Para terminar, proporcionemos materia para buenas resoluciones...

La Iglesia Conciliar se apresta a conmemorar el quincuagésimo aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II.

¡Triste aniversario!

¿Cómo puede celebrarse un Concilio cuando, cincuenta después, se ven los resultados de su aplicación por los Obispos que participaron y sus sucesores?

¿Cómo celebrar este evento a menos de ser ciego respecto de la ruptura que ha introducido en la vida de la Iglesia?

Vaticano II aparece en ruptura radical con la Tradición católica.

Mientras que la Tradición está centrada en Dios, su alabanza y su servicio, el Concilio ha sentado las bases de una nueva religión, principalmente destinada a exaltar la persona humana y para lograr la unidad de la humanidad fuera de Cristo y contra Cristo.

El Concilio Vaticano II, constituye, pues, un escándalo. Escandaliza... provoca lepra espiritual, sale de la herejía y conduce a la herejía..., hace perder la Fe...

¿Cómo se puede guardar silencio ante esto?

Las mismas autoridades de la Tradición guardan silencio... Ya hemos leído u oído las declaraciones del Primer Asistente de la nueva FSSPX:

“Nos damos cuenta en la carta del 16 de marzo que quieren excomulgarnos porque rechazamos al Romano Pontífice, porque rechazamos el Magisterio tal como existe. Y es injusto, no es nuestra posición.

Es por eso el Monseñor Fellay respondió... nosotros hemos respondido... Hemos dado una Declaración Doctrinal el 15 de abril.

Se debe entender: Si somos..., si este Papa no es Papa, si no hay más Magisterio, como dicen, por ejemplo, los sedevacantistas. Dicen: después de nosotros, el diluvio

Pero si el Papa es el Papa. Si se reconoce el Papa, que es Benedicto XVI, ¿se puede rechazar un acto legítimo del Papa, como dicen?; ¿se tiene el derecho, si el Papa dice: erijo esta Prelatura, os doy esta etiqueta, ustedes son católicos, podemos negamos si él es Papa? ¡Esa es la cuestión!

Se nos reprocha, incluso sacerdotes: es necesario hacer una Profesión de Fe, es necesario ahora enumerar todos los errores del Concilio. Por supuesto, se trataría de una declaración de guerra.

Pero no es esto lo que Roma quiere saber. Roma quiere saber: Para ustedes, ¿el Papa es Papa? Para ustedes, ¿hay todavía un magisterio, por lo tanto, una autoridad en la Iglesia, o es que desde 1962, o no sé desde cuándo, no hay más Iglesia visible?

Si Monseñor Williamson dice en su blog: la Iglesia de Benedicto XVI no es la Iglesia Católica; si se dice que no hay más Magisterio, que ese Concilio Vaticano II no es un Concilio porque él quiso ser sólo un Concilio pastoral; o si se dice: todas estas personas son modernistas; o si se dice: han perdido la fe..., se entiende bien que para Roma esto da la impresión: pero son sedevacantistas, para ellos no hay Papa...

Y es esto lo que preguntaban en esta carta del 16 de marzo.

Si se hace una Confesión de Fe, es muy bonito, pero no es esto lo que Roma quiere saber.

No quieren saber lo que criticamos del Concilio; quieren saber: ¿aceptan ustedes aún al Papa, o no? ¿Este Papa es Papa, sí o no? ¿Existe todavía un Magisterio, es decir, una enseñanza? ¿Existe una autoridad del Papa, de los Obispos?

Se ha simplificado un poco en los últimos años lo siento, pero es claro, se ha simplificado en nuestros Boletines, en nuestra predicación, al menos ciertamente algunos de nosotros…

Se ha simplificado diciendo: se reniega, se rechaza todo el Concilio. ¿Qué significa esto? Este Papa, perdió la fe. ¿Qué significa esto?

Ellos hicieron en los últimos diez años un poco un superdogma del Concilio; y nosotros, ahora hacemos de él un poco una superherejía”.


Es necesario recordar y aplicar aquí la regla dada por San Gregorio Magno, y citada por Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica: si de la verdad se origina el escándalo, es preferible mantener el escándalo antes que abandonar la verdad.

Algunas personas (hoy algunos Superiores..., decimos nosotros) argumentan que hay que concentrarse en las doctrinas verdaderas, sin tratar los errores que las distorsionar o contradicen; de este modo se podrían evitar polémicas innecesarias y una oposición directa a la jerarquía de la Iglesia.

Pero, al no oponerse abiertamente al error, se le da crédito.

No resistir el error, es aprobarlo; y la Verdad es oprimida cuando es defendida débilmente, decía el Papa Inocencio III.

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Para concluir, tengamos en cuenta estas palabras de Monseñor Marcel Lefebvre, del 26 de marzo de 1961:

La corrupción de los pensamientos es mucho peor que la de las costumbres... el escándalo de las costumbres es más limitado que el escándalo de los errores. Ellos se difunden más rápidamente y corrompen pueblos enteros.
Por eso el deber más urgente de sus pastores –que deben enseñarles la verdad– es diagnosticarles las enfermedades del espíritu, que son los errores.
La Iglesia no deja de enseñar la verdad y de señalar, por eso mismo, el error.
Pero, ¡desgraciadamente!, hay que reconocer que muchos espíritus, aun entre los fieles, o no se preocupan de instruirse de las verdades o cierran los oídos a las advertencias.
Y, ¿cómo no deplorar – como lo hacía ya San Pablo – que algunos de aquellos que han recibido la misión de predicar la verdad no tienen más el ánimo de proclamarla, o la presentan de manera tan equívoca que no se sabe más dónde se encuentra el límite entre la verdad y el error?

domingo, 19 de agosto de 2012

12º post Pentecostés


DUODÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Y volviéndose hacia sus discípulos, dijo: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo, que muchos Profetas y Reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron: y oír lo que oís, y no lo oyeron.
Y se levantó un doctor de la ley, y le dijo para tentarle: Maestro, ¿qué haré para poseer la vida eterna? Y Él le dijo: En la ley, ¿qué hay escrito? ¿Cómo lees? Él, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento, y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido: Haz eso, y vivirás. Mas él, queriéndose justificar a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Y Jesús, tomando la palabra, dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y dio en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de haberle herido, le dejaron medio muerto, y se fueron. Aconteció, pues, que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y, viéndole, pasó de largo. Y asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó también de largo. Mas un samaritano, que iba su camino, se llegó cerca de él: y cuando le vio, se movió a compasión, y acercándosele, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino; y poniéndole sobre su bestia, le llevó a una venta, y tuvo cuidado de él. Y otro día sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo, y cuanto gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva. ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquél, que dio en manos de los ladrones? Aquél, respondió el doctor, que usó con él de misericordia. Y Jesús le dijo: Ve y haz tú lo mismo.


Preguntando un letrado a Cristo Nuestro Señor quién era su prójimo, para amarle como a sí mismo, le respondió con la parábola del Buen Samaritano, que trae el Evangelio de hoy, descubriendo en ella la compasión que tuvo de los pecadores.

Consideremos las diversas circunstancias de esta parábola: aquel hombre que andaba de viaje, los ladrones, los bienes que le robaron, las llagas que le hicieron, y cómo quedó medio muerto.

Este hombre es todo hijo de Adán que, a imitación de su padre, estando en gracia y amistad de Dios, heredero del Cielo, va cayendo de este estado, inclinándose a los bienes de este mundo, figurado por Jericó, que quiere decir luna.

El principio de esta caída es, pues, aficionarse a las cosas de este mundo con algún desorden y ocuparse con demasía en los negocios de la tierra.

A este hombre le salen al camino los demonios, que son ladrones, salteadores y enemigos nuestros. Los cuales, con sus tentaciones y malas sugestiones, pretenden despojarnos de todas las riquezas divinas e, incluso, de las naturales, y destruirnos.

Para esto se aprovechan de los enemigos visibles, que son el mundo y la carne; esto es, de los malos que viven en el mundo y de las pasiones de nuestra carne.

Y cae en sus manos el que miserablemente consiente con sus persuasiones y admite el pecado, especialmente el que llamamos mortal.

Los bienes que roban a este miserable son la gracia de Dios, la caridad con las virtudes morales infusas que le acompañan siempre, los siete Dones del Espíritu Santo; y en especial, a unos roban la castidad, a otros la humildad, a otros la paciencia, a otros la templanza, la obediencia, etc.; y a veces llegan a robarle la misma fe, haciéndole caer en pecados de infidelidad, y también la esperanza, llevándolo a la desesperación; porque sus ansias son robar y destruir todo lo que tenemos de Dios.

Las llagas y heridas que le hacen son los daños que dejan en nuestras potencias: la ignorancia del entendimiento, oscurecido con nieblas y errores; la malicia en la voluntad, con la debilitación del libre albedrío, flaco para resistir al vicio; la furia desordenada de los apetitos y pasiones inclinadas a lo terreno; y tantas llagas recibe cada uno, cuantas ignorancias, pasiones y perversas inclinaciones tiene.

De esta manera queda el miserable hombre medio vivo, porque solamente le queda la lumbre de la fe o la lumbre de la razón natural; pero queda medio muerto, y a punto de morir eternamente.

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Considerando todo esto, tenemos que imaginar que somos nosotros este desdichado hombre de quien habla esta parábola, lamentando nuestra desventura.

Somos nosotros, que nos descuidamos en conservar la gracia que Dios nos dio en el Bautismo, inclinándonos a los bienes deleitables de esta vida. Nosotros, que caímos en manos de los demonios, nuestros enemigos; nuestra fue la culpa de caer en sus manos, porque si hubiésemos resistido, ellos habrían huido; y si hubiésemos llamado en nuestro favor a Dios y sus Ángeles, ellos habrían acudido a defendernos; porque el camino tan lleno está de demonios que nos tientan, como de Ángeles que nos guardan.

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Sucedió, entonces, que un sacerdote bajaba por el mismo camino, y aunque vio a este hombre, pasó de largo.

De la misma manera, un levita, llegando cerca de él y viéndole, pasó adelante.

Pero, caminando por allí un samaritano, llegó cerca de él, y en viéndole, se movió a misericordia y compasión del miserable.

¿Quiénes son este sacerdote y levita, que pasan de largo sin remediar a este hombre, y quién es el samaritano, que sí se compadece de él?

El sacerdote y levita representan a los hombres constituidos en cualquier dignidad y excelencia que sea; los cuales no son bastantes para remediar un pecador. Y así todos le dejan y pasan de largo. Aunque tienen ojos para ver su miseria, no tienen por sí mismos posibilidad para remediarla.

Además de esto, unos tienen poca compasión de los males ajenos, por estar muy metidos en sus propias comodidades; otros, por parecerles que tienen harto que ver consigo y defenderse de los ladrones que les acometen en el camino, y que, si se detienen a curar al caído, vendrán ellos a caer.

Finalmente, ninguna pura criatura puede socorrer a este miserable ni sanarle de sus llagas; por lo cual, si no le viene socorro del Cielo, es inevitable que venga a perecer.

El Samaritano que tuvo misericordia y compasión de este pobre hombre es el Verbo Eterno, Hijo de Dios vivo, guarda y amparo de los desamparados, porque esto significa samaritano.

Este Verbo Divino, viendo nuestro peligro y desamparo, quiso hacerse hombre y bajar de la celestial Jerusalén a este mundo y vivir como hombre, caminando por los caminos que andan los demás hombres, pero sin pecado; aunque se acercaba a los pecadores, despojados de su gracia y rendidos a los demonios, con peligro de su eterna condenación.

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Acercándose al llagado, le vendó las llagas, echando encima aceite y vino, y poniéndole sobre su jumento, lo llevó al mesón y tuvo cuidado de él; y al otro día dio dos denarios al mesonero, diciéndole: Ten cuidado de este herido, y lo que gastares de más, cuando vuelva te lo pagaré.

Consideremos el modo cómo este divino Samaritano tuvo misericordia de nosotros, y los innumerables bienes que nos hizo; porque su infinita misericordia no se detiene en sola compasión, ni se contenta con solas palabras, sino con obras de infinita caridad.

Lo primero que hizo fue acercarse y llegarse al mal herido, porque si Él no viniese a visitar al pecador, no podría el pecador ir a buscarle.

Luego le vendó las llagas y todas las heridas, sin dejar ninguna por atar y curar; pero ¿con qué lienzos y con qué vendas las cubrió?

Este Samaritano piadosísimo ata la furia de nuestras pasiones con la venda purísima de la gracia y caridad y con las demás virtudes que nos comunica para justificar nuestras almas… Por sus llagas cura las nuestras, y por sus crueles ataduras nos ata de manera que nunca más cobren libertad y se suelten en vicios.

Además echó encima de las llagas aceite y vino, porque nos aplica eficacísimos Sacramentos, llenos de misericordia y virtud celestial, con los cuales nos unge, nos cura y sana, nos conforta y sustenta, y nos alegra el corazón.

Los Sacramentos son vasos de óleo de gracia, y de vino de caridad, las cuales echa sobre nuestras llagas, y con ellas quedan sanas.

También nos aplica otras medicinas, como la Palabra de Dios, llena de óleo y de vino; esto es, de verdades blandas y amorosas, que mueven a penitencia por vía de amor, y de otras verdades ásperas y terribles, que amedrentan y mueven a dolor de pecados por vía de temor.

No contento con esto, viendo la flaqueza del enfermo, y que no podía andar por propia cuenta, le puso sobre su jumento, porque sobre su Cuerpo Santísimo cargó las cargas de nuestras culpas, y con los socorros de sus inspiraciones nos ayuda y nos lleva como en pies ajenos por el camino de las virtudes, haciéndonos suave el yugo de su ley y la observancia de sus preceptos.

Y prosiguiendo en su misericordia, saca al enfermo del camino donde estaba postrado, separándole de las ocasiones y peligros de pecar, y le pone en un mesón honrado, seguro y muy acomodado, que es la Santa Iglesia Católica, donde tiene todo lo necesario para convalecer y sanar perfectamente con gran seguridad; y Él mismo tiene cuidado de él, tiene providencia de él y le regala.

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La caridad infinita de Jesús curó nuestras llagas, alivia nuestras flaquezas, nos ha sacado de tantos peligros y nos puso en la posada gloriosísima de su Iglesia, de la Sagrada Religión...

Pero, no contento con esto, cuando este Señor se fue al Cielo y se ausentó según su humanidad, aunque no perdió el cuidado que tenía de nosotros, mandó a los mesoneros de esta hostería que tuviesen cuidado de este enfermo y de su cura y convalecencia, y para esto les dio dos denarios, que son el caudal necesario para remediarle.

Les ofrece potestad de orden y jurisdicción, y les encarga que de su parte añadan cuanto pudieren para el bien del enfermo, no contentándose con cumplir lo que es de precepto, sino que añadan mucho más de supererogación y de gracia, porque cuando vuelva a juzgar, les pagará todo cuanto hubieren hecho en bien del prójimo necesitado.

Debemos suplicar a la divina Majestad que inspire con eficacia a los prelados de su Iglesia para que cumplan con gran fidelidad todo cuanto les ha encargado, para que cuando Él venga a juzgar, halle con salud a los enfermos pecadores.

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En la conclusión de la parábola, preguntando Cristo Nuestro Señor al legisperito: ¿Cuál de estos tres se mostró prójimo al que cayó en manos de ladrones, y le amó como a tal?, respondió el leguleyo farisaico: El que usó, con él de misericordia.

Nuestro Señor Jesucristo le preceptuó: Pues ve, y hazlo tú de la misma manera.

En lo cual se descubre aún mucho más la infinita caridad de este Señor.

Primero, en querer que todos tengamos compasión unos de otros, usando de misericordia, remediando sus necesidades corporales y espirituales, como este samaritano lo hizo.

Luego, tácitamente se nos pone por ejemplo y modelo a Sí mismo, diciendo: Usad de misericordia unos con otros, como Yo, que soy figurado por este samaritano, la he usado con vosotros; mirad lo que Yo hice con este enfermo pecador, y haced vosotros otro tanto con cualquier necesitado, remediando lo mejor que pudiereis su miseria de cuerpo y de alma; y en esto no seáis cortos, sino largos, haciendo mucho más de lo que estáis obligados por precepto; y cuando Yo vuelva a juzgar, os pagaré muy copiosamente cuanto hubierais hecho, con una medida de gloria llena, colmada, apretada y muy sobrada.

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La parábola tiene, pues, un sentido místico. En el desgraciado que cayó en manos de los ladrones está figurado cada hombre. Allá en el Paraíso se entregó en manos de los ladrones infernales, quienes lo despojaron de los bienes sobrenaturales de la gracia y de la incolumidad que le prestaban los dones preternaturales, dejándolo, además, malherido en los bienes de naturaleza.

Enseña San Agustín: Este hombre representa a Adán y a todo el género humano. Jerusalén, ciudad de la paz, representa la Jerusalén celestial, de cuya felicidad había caído. Jericó quiere decir luna, y significa nuestra mortalidad, porque nace, crece, envejece y muere. Jerusalén, que se interpreta visión de la paz, representa el paraíso; porque antes que el hombre pecara, estaba en la visión de la paz, esto es, en el paraíso. Todo lo que veía era paz y alegría; pero bajó de allí, como humillado y abatido por el pecado, hacia Jericó, esto es, al mundo, en donde todo lo que nace, desaparece como la luna.

El Buen Samaritano, que pasó junto a ella, es Cristo, que por algo, al tratarle los fariseos de endemoniado y samaritano, se defendió de la primera calumnia, mas no mencionó la segunda.

Nuestro Divino Samaritano, se compadeció de la desgraciada humanidad; la tomó a su cargo; derramó sobre sus llagas el aceite de su suave doctrina y el vino milagroso de su Sangre; y habiendo de seguir su camino al Cielo, la llevó al mesón de su Iglesia, a la que entregó los tesoros de los Sacramentos, para que cuidase de la infortunada, hasta que Él volviese a recogerla y llevarla a la patria.

¡Oh benignidad y largueza de la Misericordia divina! ¿Cómo agradeceremos tamaño beneficio?

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No podemos dejar pasar otra interpretación de esta parábola. Los mayores y los más estudiosos recordarán y reconocerán las siguientes palabras:

No podemos omitir la observación capital en el examen del significado religioso de este Concilio, que ha tenido vivo interés por el estudio del mundo moderno.
Tal vez nunca como en esta ocasión ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea, y de seguirla, por decirlo así, de alcanzarla casi en su rápido y continuo cambio.
Esta actitud, determinada por las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos, en el siglo pasado y en este particularmente, entre la Iglesia y la civilización profana, actitud inspirada siempre por la esencial misión salvadora de la Iglesia, ha estado obrando fuerte y continuamente en el Concilio, hasta el punto de sugerir a algunos la sospecha que un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior, a la historia que pasa, a la moda actual, a las necesidades contingentes, al pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del sínodo ecuménico, a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación religiosa del mismo Concilio.
No creemos que este mal entendido se deba imputar ni a sus verdades y profundas intenciones ni a sus auténticas manifestaciones.
Queremos más bien notar cómo la religión de nuestro Concilio, ha sido principalmente la caridad y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad del Evangelio por esta principal orientación, cuando recordamos que el mismo Cristo es quien nos enseña que el amor a los hermanos es el carácter distintivo de sus discípulos, y cuando dejamos que resuenen en nuestras almas las palabras apostólicas: “la religión pura y sin mancha a los ojos de Dios y Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y precaverse de la corrupción de este mundo”; y todavía: “el que no ama a su hermano a quien ve, ¿ cómo podrá amar a Dios a quien no ve?”
La Iglesia del Concilio sí se ha ocupado mucho, además de sí misma y de la relación que le une con Dios, del hombre tal cual se presenta hoy en realidad: del hombre vivo, del hombre enteramente ocupado de sí, del hombre que no sólo se hace el centro de su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad. Todo el hombre fenoménico, es decir cubierto con las vestiduras de sus innumerables apariencias, se ha levantado ante la asamblea de los padres conciliares, también ellos hombres, todos pastores y hermanos, y, por tanto, atentos y amorosos: se ha levantado el hombre trágico en sus propios dramas, el hombre superhombre de ayer y de hoy, y, por lo mismo, frágil y falso, egoísta y feroz, luego, el hombre descontento de sí, que ríe y que llora, el hombre versátil, siempre dispuesto a declamar cualquier papel, y el hombre rígido que cultiva solamente la realidad científica; el hombre, tal cual es, que piensa, que ama, que trabaja, que está siempre a la expectativa de algo, él “filius accrescens”; el hombre sagrado por la inocencia de su infancia, por el misterio de su pobreza, por la piedad de su dolor; el hombre individualista y el hombre social; el hombre ”laudator temporis acti “ (que alaba los tiempos pasados) y el hombre que sueña en el porvenir; el hombre pecador y el hombre santo…
El humanismo laico y profano ha aparecido, finalmente, en toda su terrible estatura y, en un cierto sentido, ha desafiado al Concilio.
La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios.
¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podía haberse dado, pero no se produjo.
La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio.
Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo. El descubrimiento de las necesidades humanas —y son tanto mayores, cuanto más grande se hace el hijo de la tierra— ha absorbido la atención de nuestro sínodo.
Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— somos promotores del hombre.
¿Y qué ha visto este augusto Senado en la humanidad, que se ha puesto a estudiarlo a la luz de la divinidad? Ha considerado una vez más su eterna y doble fisonomía: la miseria y la grandeza del hombre, su mal profundo, innegable e incurable por sí mismo y su bien que sobrevive, siempre marcado de arcana belleza y de invicta soberanía.
Pero hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.

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Los mayores y los más estudiosos recordarán, pues, y reconocerán en este texto las escandalosas palabras de Pablo VI, en su Discurso de Clausura del Concilio Vaticano II…

¡Qué contraste entre aquella imagen y figura del Divino Samaritano, que nos presenta la parábola de hoy y la pauta de la espiritualidad del Concilio…!


El humanismo laico y profano apareció en toda su terrible estatura y desafió al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho Hombre, se ha encontrado con la religión del hombre que se hace Dios

Pero no hubo choque, ni lucha, ni condenación…

¡Nada de esto!… El Concilio Vaticano II tiene su pauta de espiritualidad y pretende sustentarla en la antigua historia del samaritano…

Pablo VI habla de una simpatía inmensa, que lo ha penetrado todo. Y se dirige a los hodiernos apóstatas:

Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, conferirle siquiera este mérito y reconoced nuestro nuevo humanismo: también nosotros —y más que nadie— somos promotores del hombre.
Hace falta reconocer que este Concilio se ha detenido más en el aspecto dichoso del hombre que en el desdichado. Su postura ha sido muy a conciencia optimista. Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno.
El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas.

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Cuando consideramos estas cosas, cuando comprobamos que los hospederos mismos han defeccionado de su misión… adulterando aceite y vino, y autodestruyendo la posada…

Cuando vemos que los que habían recibido la tarea de suplir esa defección (conservando y transmitiendo la Tradición, toda la herencia que habían recibido), también han asumido la actitud del sacerdote y del levita… Y por eso se expresan de esta manera:

Mucha gente tiene un entendimiento del Concilio que es un mal entendimiento. Nosotros hemos visto en las discusiones que muchas cosas que hemos condenado durante cuarenta años como pertenecientes al Concilio, no son de hecho del Concilio, sino del común entendimiento de éste…

En la Fraternidad se va en camino de convertir los errores del Concilio en superherejías; es una especie de mal absoluto, peor que todo, de la misma manera en que los liberales han dogmatizado este concilio pastoral…

El Papa dice que el Concilio debe ser puesto dentro de la gran Tradición de la Iglesia, debe ser entendido de acuerdo con ella. Estas son declaraciones con las que estamos plenamente de acuerdo, totalmente, absolutamente…


Ante esta situación, clamamos: ¡Ven, Divino Samaritano! ¡Ven, Señor Jesús!