domingo, 29 de abril de 2012

Tercero después de Pascua


TERCER DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver, porque voy al Padre». Entonces algunos de sus discípulos comentaron entre sí: «¿Qué es eso que nos dice: "Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver" y "Me voy al Padre"?» Y decían: «¿Qué es ese "poco"? No sabemos lo que quiere decir.» Se dio cuenta Jesús de que querían preguntarle y les dijo: «¿Andáis preguntándoos acerca de lo que he dicho: "Dentro de poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver?" En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar.»


Desde el día de hoy la Iglesia dirige nuestra mirada a los misterios de la Ascensión de Cristo y de Pentecostés.

Con el dramatismo que le es tan propio, nos considera en este tiempo pascual disfrutando con los Apóstoles de la compañía de Jesús; pero previendo la separación impuesta por la Providencia, procura prepararnos poco a poco a ese penoso trance, a fin de que, al quedar solos y faltos de la asistencia del adorado Maestro, no echemos de menos su consejo y aliento.

Con mucho acierto nos da a rumiar la Iglesia, en las semanas que preceden a la Ascensión, el sentidísimo discurso de despedida del Salvador.

Este discurso fue pronunciado, es verdad, con miras a la separación de Jesús y sus discípulos por la tragedia del Calvario; pero, puesto en boca del Divino Maestro en estos Domingos, mira a la despedida que realizará místicamente el día de su subida a los cielos.

Oigámosle atentos.

Jesús mira el futuro envuelto en negros nubarrones para los suyos. No quisiera amargarnos la dulzura del momento presente; pero cree necesario prevenirnos, y lo hace, aunque a su pesar.

Sin embargo, al entreabrirnos el cuadro de tristezas que nos esperan, deja también caer una gota de bálsamo en nuestro pecho asustadizo, gota que suavizará las asperezas de nuestra triste situación.

En verdad, en verdad os digo, que vosotros lloraréis y plañiréis; os contristaréis, pero... no temáis, vuestra tristeza se convertirá en alegría. Padeceréis tristeza; pero... Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo. Modicum; Un poquito nada más...; luego me volveréis a ver...

¡Gloria sea dada a Cristo, que así cuida de los suyos!


Modicum. Un poquito. He aquí el consuelo que nos brinda el Señor este Domingo.

Fuertes serán las luchas de la vida del cristiano; duras las pruebas; amargo el vivir... Pero no importa; no se trata más que de un corto intervalo de separación. Modicum... Luego vendrá a visitarnos Jesús, para triunfar, instalar su Reino y llevarnos a gozar eternamente consigo.

+ + +

Pero..., seamos sinceros...; ¿no nos avergonzamos al escuchar la palabra de consuelo que hoy nos dirige el Señor? ¿No es verdad que preferiríamos que Jesús hubiese substituido ese modicum por un larguísimo plazo...? ¿Que en vez del poquito de tiempo en el destierro nos hubiese prometido un largo período en este mundo, aunque fuese de llanto, y tanto mejor si fuese de gozo?

Sabemos y confesamos que este mundo es un valle de lágrimas; y, no obstante, cometemos la locura de aclimatarnos a él; y tanto, que nos resultan dulces y agradables esas lágrimas.

No se nos oculta que la vida mortal es un destierro, que nuestra Patria está más arriba de este velo inmenso que cubre la tierra; y sin embargo, amamos tanto el destierro, que nos asustamos de pensar en el momento de trasladarnos a la Patria.

Estamos convencidos de que el alma se halla aquí como encerrada en una cárcel; y, a pesar de ello, pretendemos que se retarde la hora en que se rompan las prisiones y las ligaduras que la esclavizan, y pueda volar libre a las alturas...

¡Pobres de nosotros! ¡Qué inconsecuentes somos!

+ + +

Cuán de otra manera pensaban los primitivos cristianos. La vida de persecución continua les obligaba a mirar con ansias al Cielo, les hacía repetir continuamente el Maranatha, Veni, Domine Jesu, ¡Ven, Señor Jesús!

Lo peor es que ni siquiera basta la crisis más espantosa de toda la historia de la sociedad y de la Iglesia...; no son suficientes las persecuciones morales más crueles...; no alcanza el estado servil al que nos ha reducido la revolución para desapegarnos del amor de la tierra e inspirarnos ansias del Cielo.

Por ventura, ¿no vivimos el preludio de lo que será el dominio de las dos bestias del Apocalipsis? ¿Era acaso más tranquila la vida de los primitivos cristianos de lo que es la nuestra? ¿Y qué? ¿Produce la tribulación en nosotros lo que obraba en los fieles de las catacumbas? ¿Nos hallamos ahora más desasidos de las cosas de este mundo, de esta inconstante vida, que los mártires que iban cantando al circo romano para ser destrozados por las fieras?

Lo que sucedía es que aquellos católicos practicaban la virtud de Esperanza.

+ + +

La Esperanza es la virtud que encuadra al cristiano en su verdadero marco, que le da el sentido propio de su profesión de Fe.

Esa virtud es la que nos presenta hoy la Liturgia. La Iglesia quiere que nos sintamos en la tierra como extranjeros y peregrinos, fijando nuestras ansias en la otra vida, y no en deseos mundanos y carnales.


Recordemos aquellas frases tan consoladoras como apremiantes del Apocalipsis y que se refieren a las grandes promesas hechas a los que guardan la Palabra de Dios en medio del olvido general de ella:

El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Ángeles...

Pronto vengo; guarda firmemente lo que tienes para que nadie te arrebate la corona...

Vengo pronto, la palabra que abre y cierra el Apocalipsis.

Guarda firmemente lo que tienes, otra vez la consigna del Tradicionalismo. No es tiempo ya de progreso, cambio o evolución.

Y cuando el mundo pretenda oprimir nuestro corazón, el Ángel del consuelo, enviado del Cielo, nos recordará la palabra del Señor: Modicum... ¡Sólo un poquito de tiempo!

Así vive el verdadero cristiano. Por eso los santos podían decir: ¡Oh, qué larga es esta vida! ¡Qué duro este destierro! (Santa Teresa).

Trabajemos para que sean tales nuestros sentimientos, y conformes a ellos nuestras obras.

+ + +

La Santa Liturgia nos recuerda en el Aleluya que Convenía que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos, y así entrase en su gloria.

La Iglesia nos presenta el ejemplo de Jesucristo. También Él lloró y gimió, mientras el mundo gozaba; sufrió hambre y sed, mientras el mundo se hartaba; murió pobre y desnudo, mientras los grandes de este mundo se mofaban de Él.

Pero a las lágrimas siguió el gozo inefable. Al levantarse victorioso del sepulcro, hiriendo de terror a los guardias, los días de luto se convirtieron en una eternidad de dicha.

A sus enemigos, en cambio, quedaba el eco de aquellos anatemas: Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo en el mundo. Ay de vosotros, los que andáis hartos, porque sufriréis hambre. Ay de vosotros los que reís, día vendrá en que os lamentaréis y plañiréis.

Líbrenos Dios de pertenecer al número de estos desgraciados. Queremos correr la suerte de Cristo..., que su ejemplo sea luz que nos guíe por las sendas de esta vida.

+ + +

Contemplemos de nuevo a Jesús pronunciando su discurso de despedida. Con una frase gráfica descubre el porvenir amargo que se reserva para el que le sigue, al mismo tiempo que no oculta el camino de rosas que espera a los mundanos: Vosotros lloraréis y plañiréis, mientras el mundo se regocijará.

Pero añade: Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se llenará de gozo.

Quedan bien descriptas dos concepciones muy distintas de la vida: la del cristiano, para quien la existencia terrena es lucha severa; y la del mundano, que concibe los cortos años de su paso por este mundo como una orgía continua.

Así se han formado esas dos entidades morales que llamamos: Cristianismo y mundo.

El mundo goza; el hijo de Dios lucha con valor y gime.

Esa lucha se aumenta, además, por la guerra que el mundo, animado por el averno, ha declarado a los portavoces del nombre de Cristo, como queriendo contribuir por su parte a dar realidad al anuncio del Salvador: Vosotros lloraréis y plañiréis.

Sin embargo, las lágrimas de los cristianos encubren el gozo verdadero, y las destempladas risas de los mundanos abrigan la tristeza más profunda.

Acerquémonos, si no, al interior de los mundanos, y examinemos lo que les queda de positivo de todas sus festicholas, y no hallaremos otra cosa que tristeza y aflicción de espíritu.

Es condición del apetito el no saciarse, el desear siempre más. Por eso sucede al mundano que aunque se zambulla en un mar de goces, sale cada vez más sediento.

El avaro, no llega nunca a adquirir su última moneda. El que busca honores, ansía siempre subir más alto. El lujurioso, ni siquiera en lo más abyecto de su postración dice basta. La mujer que alimenta pensamientos de vanidad, no descansa en su afán de pasar por ídolo y dejarse adorar.

Todos se mueven en el torbellino del desasosiego, al propio tiempo que oyen allá en lo íntimo de su corazón la voz fatídica que les avisa de cuan efímero es aquello que ambicionan; voz que les sumerge en la desazón más inquietante.

+ + +

Eso son los goces del mundo. Cambiemos la hoja; dirijamos nuestra mirada a los que viven en medio de cruces, y la estampa se transformará por completo.

Los encontramos rebosando de paz y tranquilidad; participando ya del gozo indecible del Espíritu Santo.

Preguntémosles, no si quieren cambiar su vida por la del mundano que prospera, ya que tal pensamiento les horrorizará, sino simplemente si desean mitigar sus penas, y oiremos cómo contestan a coro: ¡Lejos de mí gloriarme en otra cosa que en la Cruz de Cristo!

Y es que en la Cruz del cristiano hay infinitamente más goce que en el febril regocijo del mundano, aunque parezca paradoja.

El justo posee la paz que engendra la virtud; el malvado se deshace en la inquietud que traen consigo su agitada vida, sus locas pretensiones, sus ansias nunca cumplidas.

Por último, conviene que reflexionemos en una verdad contenida en las palabras de Nuestro Señor.

Las alegrías de los mundanos incuban una tristeza mortal, que saldrá a luz el día de su muerte, para durar por toda una eternidad.

Las lágrimas de los justos, en cambio, encierran en germen un goce sempiterno, que amanecerá, asimismo, el día en que termine la farsa de este mundo.

Muy plásticamente nos lo ha enseñado el Salvador al comparar a los suyos con la mujer que da a luz en medio de dolores de parto; dolores que olvida con la vista del infante recién nacido.

Si pensáramos de este modo, no se escaparía de nuestros labios aquella queja que repiten con tanta frecuencia los cristianos tibios, cuando envidian la prosperidad de los mundanos, parangonándola con los sucesos adversos que suelen ser el pan cotidiano de los justos.

Desengañémonos. Hasta el fin de los tiempos ha de ser una realidad aquel anuncio del Salvador: Vosotros lloraréis... el mundo reirá.

Tratemos de robustecer nuestra fe y nuestra esperanza; de convencernos de que en este mundo no nos esperan dichas, sino penas; pero que en esas cruces se halla la verdadera alegría; y que ellas engendrarán un goce sempiterno.

+ + +

Mientras nos acercamos hoy a comulgar, volvamos a recrear nuestros oídos con el armonioso son del Modicum. Un poquito y me veréis.

La visita que nos hace hoy el Señor es como un anticipo de la que nos hará después del poquito de tiempo de nuestra vida; y el gozo que con la presente visita percibimos, es como un preludio del gozo eterno que recibiremos en la gloria.

Pidamos a Jesús Sacramentado que nos aficione a aquellos goces y nos infunda la dulce nostalgia de la Patria.

Haz, Señor, que estos misterios mitiguen en nosotros los deseos terrenos, y nos enseñen a amar los celestiales (Secreta).

miércoles, 25 de abril de 2012

El Glorioso San José


SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
PATRONO DE LA IGLESIA CATÓLICA


Este miércoles después del Segundo Domingo de Pascua solemnizamos al Glorioso Patriarca San José como Patrono de la Iglesia Católica.

Esta Solemnidad, Doble de Primera Clase con Octava Común, fue suprimida en 1955 para dar lugar a la Fiesta de San José Obrero.

Dada la importancia de las causas de su institución, que no sólo subsisten, sino que se han hecho aún más apremiantes, la retomamos y ofrecemos a los fieles un resumen, que esperamos les sea de provecho y edificación.


En los años 1869 y 1870 se reunieron en Roma todos los obispos del mundo, para celebrar un Concilio general, que fue el primero del Vaticano. En este Concilio se habló también de San José, y se hizo más solemnemente de lo que ya se había hecho en el Concilio de Constanza, el año 1414.

En dicho Concilio, Gersón había propuesto se invocara a San José como Patrono de toda la Iglesia. La propuesta fue bien acogida, si bien no pudo realizarse, por varias circunstancias.

En el Primer Concilio Vaticano fue presentada la misma petición por muchísimos Obispos, no sólo en nombre propio, sino también en nombre de los feligreses confiados a su cuidado. El Concilio aplaudió la proposición, y el papa Pío IX, con un Decreto que expidió el 8 de diciembre de 1870, Quemadmodum Deus, declaró solemnemente a San José, Patrono de la Iglesia Católica:


Así como Dios había constituido gobernador de toda la tierra a José, hijo del patriarca Jacob, al fin de guardar el trigo para el pueblo, de la misma manera, llegada ya la plenitud de los tiempos en que debía enviar a la tierra a su Unigénito Hijo para la salvación del mundo, escogió otro José, de quien el primero había sido figura, y le hizo príncipe y señor de su casa y posesión y custodio de sus principales tesoros, puesto que Él estuvo desposado con la Inmaculada Virgen María, que por virtud del Espíritu Santo dio a luz a Nuestro Señor Jesucristo, quien se dignó pasar entre los hombres por hijo de José y estarle sujeto.
Así es que este afortunado José, no solamente vio, sino que habló familiarmente, abrazó y besó con afecto de padre, a quien muchos reyes y profetas habían deseado ver; y con amorosa solicitud alimentó al mismo que el pueblo fiel había de recibir para alcanzar la vida eterna, como pan bajado del cielo.
Por razón de esta sublime dignidad que Dios confiere a este su fidelísimo siervo, la Iglesia ha tributado siempre a José los primeros honores y alabanzas después de los que se deben a la Madre de Dios, la Virgen, su Esposa, así como ha ocurrido a su valimiento en los trabajos y angustias.
Mas como en nuestros tristísimos días esta misma Iglesia perseguida de todas partes por sus enemigos, se halla agobiada bajo tan grandes calamidades que a juicio de los impíos las puertas del infierno van por momentos a prevalecer contra ella, por esto los venerables Obispos de todo el Orbe católico presentaron al Soberano Pontífice sus ruegos, y los de los fieles confiados a su solicitud pastoral, con los que le suplicaban se dignase declarar a San José Patrón de la Iglesia católica.
Posteriormente, habiendo sido renovadas estas mismas súplicas y votos con la ocasión del sacrosanto ecuménico Concilio Vaticano, conmovido nuestro santísimo Padre el Papa Pío IX por los recientes y lamentables acontecimientos, ha determinado secundar las aspiraciones y los deseos de los Prelados, para confiarse de este modo a sí mismo y a todos los fieles al poderosísimo de San José, y en su consecuencia le ha solemnemente declarado PATRÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA, mandando que se celebrara en adelante su fiesta, que cae el 19 de marzo, con rito doble de primera clase, aunque sin octava, por razón de la Cuaresma.


Este glorioso título dado a San José es antiguo, si se considera el culto privado, porque desde muchos siglos venía siendo invocado como Patrono de la Iglesia por algunos cristianos; y es nuevo, si se atiende a la declaración pública y oficial, porque la Iglesia no lo saludó como a tal sino después de 1870.

Muy a propósito fue este Decreto del Sumo Pontífice, y muy propio de San José es el título con que se lo honra, pues Él desde el Cielo hace por todos los cristianos lo que los Santos Patronos locales o particulares hacen para con los cristianos de determinado país, de una provincia, de un reino; esto es, los asiste, los protege, los defiende, y se constituye en su abogado defensor y padre ante el trono de Dios.

Cuan oportuna fuese dicha Declaración lo demuestran claramente las circunstancias, ya que en la tierra se combate encarnizadamente a la Iglesia Católica.

Oprimida por tantas angustias, amenazada por tantos enemigos, la Iglesia se dirigió a Dios implorando su ayuda, y Dios le ofreció un sostén y un defensor en la persona de San José. A Él, cuando estaba sobre la tierra, el Padre Celestial le había confiado la Sagrada Familia, y por su medio la había salvado de las persecuciones. Ahora bien, ¿quién más a propósito para custodiar y proteger la Iglesia de Cristo, que el que tuviera la sublime misión de custodiar y amparar la Familia de Nazaret?

Por esto podemos afirmar que Dios confió a San José en el Cielo, el mismo oficio que tenía cuando estaba en la Tierra. Aquí abajo fue el custodio del Cuerpo real de Jesucristo, y desde el Cielo es el custodio de su Cuerpo Místico, la Iglesia Católica.

Aquí salvó a la Sagrada Familia de las persecuciones, y desde el Cielo salvará a la Iglesia, que es la continuación de aquélla.


El orden de la Divina Providencia nos lleva necesariamente a asignar este oficio a San José; no faltaba más que la voz de la Autoridad Suprema que lo promulgase en el cristianismo, y esta voz se hizo oír por boca de Pío IX el 8 de diciembre de 1870.

En la Carta apostólica Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío IX declaró:


Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el 8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos.


León XIII, por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había sido designado Protector de la Iglesia:


Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar nuevamente el mismo deber.

Durante periodos de tensión y de prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los Santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy eficaz.

El fruto de esas piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha patente.

Ahora, Venerables Hermanos, ustedes conocen los tiempos en los que vivimos; son poco menos deplorables para la religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia.

Vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la joven generación diariamente con costumbres y puntos de vista más depravados; la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad.

Estas cosas son, en efecto, tan notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las profundidades en las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que hoy agitan las mentes de los hombres.

Ante circunstancias tan infaustas y problemáticas, los remedios humanos son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.

Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso.

Sabemos que tenemos una ayuda segura en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, Ella ha mostrado su poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes plegarias? Nos, por el contrario creemos en que su intervención será de lo más extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras plegarias, por tan largo tiempo, con súplicas tan especiales.

Pero Nos tenemos en mente otro objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables Hermanos, avanzarán con fervor. Para que Dios sea más favorable a nuestras oraciones, y para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente con gran piedad y confianza, junto con la Virgen Madre de Dios, su casta Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor agrado de la Virgen misma.

Con respecto a esta devoción, de la cual Nos hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo.

Hemos visto la devoción a San José, que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los Romanos Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo, particularmente después que Pío IX, de feliz memoria, nuestro predecesor, proclamase, dando su consentimiento a la solicitud de un gran número de obispos, a este Santo Patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica.

Y puesto que, más aún, es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas diarias de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.

Las razones por las que el Bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que Él es el Esposo de María y Padre Putativo de Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria.

Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la Santísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, Él se acercó más que ningún otro.

Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como Esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella.

Él se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, Padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres.

De esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia.

Y durante el curso entero de su vida Él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su Esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.

Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, Ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención son sus hermanos.

Y por estas razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad.

Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del Bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.

Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia.

Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre —un punto cuya relevancia no ha sido jamás negada— , ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que —todavía más importante— presidió sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de "Salvador del mundo".

Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su amo y a la vez brindó grandes servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra.

Estas son las razones por las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del bienaventurado José.

(...)

El patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret.

Habiendo sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se encontraba presente en estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará ejerciendo en el Cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento?

Le corresponde, en efecto, velar por este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.



Como decíamos al comienzo, las causas de la institución de esta Solemnidad subsisten y se han hecho aún más apremiantes.

Esto exige de nosotros recurrir con mayor fervor al Santo Patrono de la Iglesia para obtener su valimiento.

domingo, 22 de abril de 2012

Buen Pastor


SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

Domingo del Buen Pastor

El Evangelio de este Segundo Domingo después de Pascua está tomado del capítulo décimo de San Juan, versículos 11 al 16, pero es muy provechoso leer el contexto:

En verdad, en verdad os digo, que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, mas sube por otra parte, aquél es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas. A éste abre el portero. Y las ovejas oyen su voz, y a las ovejas propias llama por su nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera sus ovejas, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no le siguen, huyen de él; porque no conocen la voz de los extraños.
Esta parábola les dijo Jesús. Mas ellos no entendieron lo que les decía.
Y Jesús les dijo otra vez: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos vinieron, ladrones son y salteadores, y no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta. Quien por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.
El ladrón no viene sino para hurtar, y para matar, y para destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan con más abundancia.
Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, del que no son propias las ovejas, ve venir al lobo, y abandona las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas. Y el asalariado huye, porque es asalariado, y porque no tiene parte en las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor: y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre, y doy mi vida por mis ovejas.
Tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco; es necesario que yo las traiga, y oirán mi voz, y será hecho un solo rebaño y un solo pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; mas yo la doy de mi propia voluntad; poder tengo para darla; y poder tengo para volverla a tomar.


Durante las dos semanas que nos separan de la Vigilia Pascual, la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, nos introdujo en la alegría que nos aporta la Resurrección de Nuestro Señor.

Hoy nos presenta una imagen que reúne en sí todos los hermosos rasgos del Redentor victorioso: la parábola del Buen Pastor.

Contemplémosla y atendamos a la lección del Buen Pastor.

+ + +

Yo soy el Buen Pastor. La Liturgia se complace en presentarnos la Iglesia como un prado fecundo, donde Jesús, cual Buen Pastor, apacienta a los fieles con un pasto delicioso, la gracia divina, que el alma recibe en los Sacramentos.

¿Es posible hallar Pastor más cuidadoso y solícito? Jesús nos alimenta; y nos alimenta con su propia substancia.

Cual ovejitas del rebaño de Cristo nos ha cabido tal dicha. Nos movemos entre cortesanos celestes y nos nutrimos de manjares divinos. No rebajemos nuestra condición, ansiando gustar de otros goces.

Con el gusto espiritual sucede lo que con el paladar. Si se acostumbra a bocados delicados, le dan náuseas luego los vulgares; y si prueba manjares vulgares, no será capaz de saborear la exquisitez de los finos y delicados.

Por eso los Santos sienten hastío de las cosas mundanas; y por esa razón los mundanos no pueden soportar una hora de silencio ante el Sagrario; como los israelitas que preferían al rico maná los ajos y cebollas de Egipto....

No quieras pertenecer tú, fiel cristiano, a este último grupo. Y para ello procura que tus lecturas sean de cosas santas, que tus conversaciones no se muevan en un ambiente pagano, que tus recreaciones no sean distracciones que te aparten del espíritu de Jesús.

De esta forma, acostumbrada al manjar delicado de lo espiritual y divino, no habrá peligro de que te atraiga lo bajo y rastrero, degradándote así de tu dignidad excelsa.

+ + +

Conozco mis ovejas. No tenemos un Dios como los dioses paganos; que se desentienden de los mortales.

Nuestro Dios nos conoce a cada uno por su nombre, vela con Providencia amorosa sobre todos y nos atiende con un Corazón tierno como el que se dignó tomar en las purísimas entrañas de la Virgen María.

Tenemos un Emmanuel, un Jesús, cuyos ojos están puestos en cada uno de nosotros con un amor indecible, todo comprensión con nuestras flaquezas, condescendiente con nuestras miserias, y compasivo en extremo cuando la desgracia se ceba en nosotros.

Esto y mucho mas es Jesús... ¡Qué dicha la nuestra!

Pero el Evangelio nos dice, no sólo que conoce Jesús a sus ovejas, sino que éstas Le conocen a Él... y las mías me conocen... He aquí la señal que nos dará a entender si pertenecemos o no a la grey de Cristo.

¿Nos preocupamos de Jesús? ¿Sobreponemos sus intereses a los nuestros propios? ¿Pensamos a menudo en este Pastor divino? ¿Le rodeamos como lo hacen las ovejitas cariñosas? ¿Nos sacrificamos por Él? ¿Nos consumimos en su amor?

Eso es conocer a su Pastor. Si queremos, pues, que el Señor nos reconozca, que no pasemos inadvertidos a sus ojos, ser de sus elegidos, démonos a conocer de Él.

De este modo se cumplirá la palabra evangélica: Conozco a mis ovejas y las mías me conocen.

+ + +

Y doy mi vida por mis ovejas. El Divino Pastor confirma con su Sangre el amor que profesó a su grey.

¿Qué más pudo hacer el Buen Pastor que no lo hiciera? Con su muerte en la Cruz ha dado el último toque a nuestro corazón. Nuestro amor ya no puede pertenecer a otro que a Él.

Todos cuantos fuera de Jesús exigen nuestro amor, mercenarios son, a quienes no interesa nuestro bien, sino su provecho y egoísmo; pobres mendigantes como nosotros que, en la hora del sacrificio, tal vez nos dejen en nuestra soledad, huyendo del lobo...

Y si no nos abandonan, si son fieles hasta en el día del dolor, estarán allí como los amigos de Job, sin poder dar lenitivo oportuno a nuestras penas...

¿Por qué, pues, buscamos amor fuera de Aquél que murió por nosotros? ¿Por qué no acabaremos de renunciar a toda amistad que no sea conforme con el querer de Jesús?

+ + +

Tengo también otras ovejas...; es necesario que yo las traiga. Dulce y consoladora promesa, que se ha realizado ya en nosotros, y continuará realizándose en tantísimos descarriados, ya que Jesús no deja nunca de ejercer su oficio de Buen Pastor. Roguemos por ellos.

Alegrémonos por nuestra suerte. Repletos de ese gozo en el Espíritu Santo, cantemos con la Iglesia: Toda la tierra está llena de la misericordia del Señor, ¡Aleluya! Regocijaos, pues, justos en el Señor.

Esa santa alegría debemos pedir como fruto particular de este Domingo: Oh Dios, que con la humillación de tu Hijo elevaste al mundo abatido; concede a tus fieles una perpetua alegría, para que hagas gozar de una felicidad sin fin a los que libraste de los peligros de la muerte eterna.

+ + +

Jesús es el Buen Pastor, no es mercenario; las ovejas le pertenecen. Por eso se interesa por ellas, y venciendo todos los obstáculos, las lleva al aprisco, es decir, a la Iglesia, arca divina, fuera de la cual no hay salvación posible.

Nosotros, que éramos de las ovejas errantes, nos volvimos un día a ese Pastor y Obispo de las almas, y Él nos condujo al lugar de salvación. Gloria sea dada al Señor; de su misericordia está llena la tierra.

Jesús es, además de guía, puerta del aprisco. Yo soy la puerta de las ovejas... Quien no entra por la puerta es un ladrón; el que por Mí entrase, se salvará...

Con razón increpa San Agustín a los paganos que se glorían de vivir bien: Si no entran por la puerta, ¿qué les aprovecha el vivir bien? ¿De qué se glorían?

Así es, en efecto. Para el hombre sin gracia, todas las obras son muertas. Si el hombre tuviera un fin meramente natural, bastarían sus fuerzas naturales para conseguirlo. Mas la Divina Benignidad nos destinó ya en el momento de la Creación a un fin sobrenatural.

Para llenar dicha finalidad se precisan fuerzas de correspondiente pujanza. Tal virtud no alcanzan las potencias de la naturaleza humana; pero la gracia eleva a la naturaleza y establece la proporción que debe existir entre su virtud y el fin último al que es destinada.

De ahí que, sin la gracia, seamos incapaces de alcanzar la salvación; nuestras obras naturalmente buenas son obras muertas, como hijas de un sujeto que carece de vida sobrenatural, de la gracia santificante.

Cristo es quien nos mereció, por su muerte en Cruz, la gracia. Luego, sin sus méritos no hay salvación posible. Él es la puerta por donde se entra al aprisco de la salvación.

Si por gracia especialísima de Cristo poseemos esa vida, si hemos entrado en el aprisco de los elegidos, vivimos en un mundo sobrenatural.

Pero tengamos presente que ese sobrenaturalismo en el que nos movemos tiene sus grados.

En efecto, la gracia no coacciona a la naturaleza. Ha de ser el hombre mismo el que ha de poner en comunicación sus acciones con el canal de vida divina, para que aquéllas se divinicen; es él el que ha de colocar sus obras bajo la influencia de la gracia, obrando en cada ocasión por motivos sobrenaturales, si es que quiere que su actividad tenga alcance sobrenatural.

Y aunque todas las obras buenas del que está en gracia son obras vivas, ya que se supone la intención no revocada de hacerlas por motivo sobrenatural, no es, sin embargo, menos cierto que con frecuencia se mezcla mucho la naturaleza en ellas y pierden de este modo gran parte de su fruto.

La consecuencia que hemos de sacar de aquí será: Sobrenaturalizar nuestra vida entera, o, lo que es lo mismo, hacer todas las cosas por Dios.

Esa intención primordial, expresada al principio del día por el ofrecimiento de las obras, y renovada, si es posible, en cada hora, dará a nuestra vida el rendimiento máximo.

+ + +

A las ovejas redimidas con la Sangre de Cristo se han acercado en todo momento falsos pastores, pretendiendo engañarles con una falsa salvación.

Son los pseudoprofetas. ¡Cuántos de ellos podríamos contar en los últimos 223 años, desde la Revolución Francesa!

Los apologistas de la cultura sin Dios; los liberales; los adalides del materialismo en todas sus formas; los cultivadores de la halagadora moral del placer; los modernistas; los que ponen en sus banderas a un Cristo redentor del proletariado; los que afectan profesar admiración a la Iglesia, pero no ven en Ella más que una organización humana, discípula del humanismo...

Todos ellos y muchos más dícense pastores, quieren seducir a las almas con la promesa de una justicia y un bien que ellos no pueden proporcionar. En realidad, son ladrones y salteadores, pues no se atreven ni quieren entrar por la puerta, que es el Hijo de Dios.

No vienen más que para hurtar, matar y destruir.

De esos tales las verdaderas ovejas huyen, porque no conocen la voz de los extraños.

+ + +

Debemos adherir de tal forma al verdadero Pastor y tan íntimamente que le sigamos, que lleguemos a penetrarnos de su voz, de manera que jamás la confundamos con otra extraña.

Porque hay ladrones que saben imitar de tal modo la voz del Pastor que engañan admirablemente a los incautos. El número de estos ingenuos cándidos no es pequeño.

Inconscientes, sin malicia, son atraídos por los silbidos agradables de una de las tantas manifestaciones de la Revolución, que no tiene nada de cristiana.

¡Cuántas almas sencillas, candorosas, son víctimas de estos salteadores! Lo peor es que no pueden convencerse de la maldad que encierran. Y ese salteador y ladrón les va infiltrando el pensamiento de que los fieles ministros del Buen Pastor son exagerados, que pecan de mal pensados, mirando peligrosos fantasmas en las cosas más inocentes.

Y esas almas caen en el lazo, confunden el silbo amoroso de Cristo con el encantador del demonio y del mundo, y, aunque buenas y religiosas, quedan dominadas de la idea mundana, convencidas del fanatismo de los que les anuncian el peligro que corren.

Medicina para ese mal no existe sino una. Que se acerque el cristiano a Jesús, a su Iglesia, a la Revelación, a la Tradición, al Magisterio infalible y perenne; que se alimente de sus pastos deliciosos, que son los Sacramentos; que acuda con frecuencia al abrevadero de la oración; y poco a poco el espíritu de Cristo ira expeliendo el espíritu revolucionario; caerán las escamas de sus ojos cegados; la intimidad con Jesús le hará conocer su voz, y, como por encanto, cambiará sus ideas deletéreas y reconocerá la falacia del demonio.

+ + +

Poco o mucho, todos nos engañamos con frecuencia y seguimos al príncipe de este mundo, en vez de seguir al Buen Pastor.

Lloremos nuestro descarrío, y volvamos de nuevo con una decisión fuerte a ese Pastor y Obispo de nuestras almas, reiterándole nuestra adhesión sin límites y nuestra fidelidad hasta la muerte.