domingo, 27 de enero de 2013

Septuagésima

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

Semejante es el reino de los cielos a un hombre, padre de familias, que salió muy de mañana a ajustar trabajadores para su viña. Y habiendo concertado con los trabajadores darles un denario por día, los envió a su viña. Y saliendo cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ellos fueron. Volvió a salir cerca de la hora de sexta y de nona, e hizo lo mismo. Y salió cerca de la hora de vísperas, y halló otros que se estaban allí, y les dijo: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? Y ellos le respondieron: Porque ninguno nos ha llamado a jornal. Díceles: Id también vosotros a mi viña. Y al venir la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los trabajadores, y págales su jornal, comenzando desde los postreros hasta los primeros. Cuando vinieron los que habían ido cerca de la hora de vísperas, recibió cada uno su denario. Y cuando llegaron los primeros, creyeron que les daría más, pero no recibió sino un denario cada uno. Y tomándole, murmuraban contra el padre de familias, diciendo: Estos postreros sólo una hora han trabajado, y los has hecho iguales a nosotros que hemos llevado el peso del día y del calor. Mas él respondió a uno de ellos, y le dijo: Amigo, no te hago agravio. ¿No te concertaste conmigo por un denario? Toma lo que es tuyo, y vete: pues yo quiero dar a este postrero tanto como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero? ¿Acaso tu ojo es malo porque yo soy bueno?
Así serán los postreros primeros, y los primeros postreros. Porque muchos son los llamados, mas pocos los escogidos.

El Evangelio de este Domingo de Septuagésima trae estas palabras: Id a trabajar en mi viña.
Dios nos impone a todos el precepto de servirle: Id a mi viña. Recibamos este precepto con sumisión y amor, y ofrezcámonos a Dios como sus decididos siervos.

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Dios nos obliga a servirle. Servir a Dios es emplear nuestra existencia en hacer todo lo que fuere de su agrado, y esta obligación viene de que le pertenecemos como verdadera propiedad.
Él nos ha creado; ha animado nuestro cuerpo uniéndolo a un alma dotada de las facultades capaces de conocer, querer y amar. Él solo, por consiguiente, es nuestro dueño; nosotros somos un bien, una cosa suya y obra de sus manos y no nos pertenecemos a nosotros mismos.
Pues bien, si el fondo de nuestro ser es de Dios, todos nuestros actos deben ser igualmente de Él, por esta doble razón: porque las rentas de un fondo pertenecen a su propietario, y porque Dios, al crearnos, no ha podido hacerlo con otro fin que el de ser servido, pues, fuera de éste, no hay otro fin posible y digno de Él.
Así, pues, el proponernos a nosotros mismos o a las demás criaturas como fin de nuestros actos es cometer un robo en el dominio esencial de Dios. Por tanto, no debemos vivir, obrar, hablar ni pensar, sino para Dios.
Él puede hacer de lo que es suyo como mejor le agrade, y siempre deberemos encontrarlo todo justo y santo.
Pensamos en nosotros más que en Dios, trabajamos para nosotros más que para Dios, nos amamos más que a Dios.
Olvidamos que Él es nuestro fin y que no debemos vivir sino para Él; y, como si fuéramos nuestro propio fin, todo lo dirigimos hacia nosotros, a nuestras comodidades, gustos, voluntad.
Desviándonos así de nuestro fin, exponemos nuestra salvación, nuestra eternidad. Es preciso y urgente que mudemos de vida.

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Dios quiere que nos demos a Él completamente, a Él sólo, siempre, por aprecio y por amor.
A Él completamente; pues, si todo lo tenemos de Él, el alma y el cuerpo, y nuestras facultades con sus actos, y nuestra existencia con todos los momentos de que se compone, todo debemos dárselo a Él.
Y dándoselo todo, no hacemos más que devolverle su bien: darle algo menos sería una usurpación de sus derechos.
A Él sólo; pues, no habiendo contribuido ningún otro ser a nuestro ser, sino como instrumento de sus voluntades, debemos servirle a Él sólo, es decir, tener una intención constante e invariable, recta y pura, de agradarle únicamente a Él, sin mirar a nadie más.
A Él siempre; pues todos nuestros momentos le pertenecen esencialmente: si Él dejara un solo instante de sostenernos, caeríamos en la nada; si Él cesara de concurrir a la acción, la palabra o el pensamiento, no podríamos movernos, ni hablar, ni obrar.
Así, todos los días y en todos los instantes de cada día y de la noche, debemos ser de Dios y estar siempre ansiosos de agradarle. Tomar un solo momento para nosotros o para las criaturas, sería dañar sus derechos y usurpar lo que le pertenece.
Debemos ser de Dios por aprecio y por amor, es decir, que, aun cuando no esperásemos nada de Dios, deberíamos ser todo suyos, porque nos ha creado y nos conserva por un amor gratuito, no solamente sin interés, sino muchas veces aun contra los intereses de su gloria, que ofendemos.
Es esta la primera lección del catecismo, contenida en estas palabras: Dios nos ha creado para conocerle, amarle y servirle.
Tomemos, pues, la resolución de emplear nuestros momentos en hacer todo lo que la conciencia nos diga que hemos de practicar para agradar a Dios; de preguntarnos si hacemos por Dios y por su amor tal o cual cosa, como decía el Apóstol San Pablo: Sea que comáis, sea que bebáis, o cualquiera otra cosa que hagáis, hacedlo todo por amor a Dios.

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Además, Dios, que nos llama para servirle, tiene derecho para exigirlo todo de nosotros, sin prometernos nada; y, sin embargo, recompensa magníficamente a los que se lo dan todo.
En efecto, Dios tiene derecho de exigirlo todo de nosotros, aun cuando nada nos hubiera prometido.
Puesto que todo lo tenemos de Dios, dándoselo todo, no hacemos más que devolverle lo que le pertenece.
Si entre los hombres, un padre tiene derecho de ser amado y servido por sus hijos, aun cuando no tenga herencia alguna que dejarles, y si éstos no pueden faltar a su deber sin atraerse la reprobación general y ser deshonrados como monstruos de ingratitud, ¿con cuánta más razón no debemos ser completamente de Dios, sin atender a la recompensa?
Dios tiene derecho a decirnos: Si me servís, no habéis hecho más que cumplir vuestro deber; no os debo ninguna recompensa, lo mismo que un padre no se cree obligado a remunerar a su hijo por las manifestaciones de amor y de respeto que le hace.
Los legisladores no dicen: Quien guarde la ley será premiado; dicen solamente: Quien no cumpla esta ley, será castigado.
El amo no dice a su siervo: Obedece, yo te recompensaré; sencillamente le dice: Obedece y no tendrás ningún mal. Si no obedeces, te castigaré.
Aun admitiendo que todo trabajo merece salario, Dios hubiera podido prometernos sólo una recompensa temporal e insignificante, como los son nuestros servicios; por ningún título nos debía una recompensa eterna.
Y si Él nos la promete, es pura e infinita bondad de su parte.
Por lo tanto, no tendríamos disculpa, si no fuéramos totalmente suyos, en todas las cosas, hasta en los menores detalles de nuestra conducta y sólo por estima y amor.

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Y, sin embargo, Dios premia magníficamente a los que se lo dan todo…
Dios se dará a nosotros en la misma medida que nosotros nos demos a Él.
Si quiere que seamos suyos enteramente, con un completo desprendimiento de las criaturas, nos promete ser todo nuestro.
Si quiere que seamos siempre suyos, Él también quiere ser siempre nuestro, tan perfectamente nuestro, como si fuéramos solos en el mundo.
Servidme, nos dice, no penséis sino en servirme, y yo pensaré en vosotros, tendré cuidado de vosotros, me daré a vosotros como vuestro bien y vuestro tesoro.
Esto, sin duda, mira principalmente a la eternidad; pero, desde la vida presente, ¿qué no hace por los que se dan entera y constantemente a Él? Establece su morada en nuestro corazón y derrama en él sus gracias y sus consuelos.
¡Cuán feliz es el que ama y sirve a Dios de todo corazón! ¡Cuán desgraciado, al contrario, el que resiste a los llamamientos de Dios y pone límites en su servicio!
Se padece mucho, y se padece sin mérito; y este infierno anticipado no es sino el preludio del otro que durará eternamente.
¡Cuán bueno es servir a Dios! Alentémonos con estas consideraciones a hacerlo todo por Dios y a hacerlo lo mejor posible. Propongámonos hacerlo todo por Dios y con toda la perfección que podamos.

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Dios todo lo ha hecho para el hombre, y al hombre para Dios. Bendigámosle por este plan admirable, que liga en un solo haz todo el conjunto de la creación con el Creador.
Repitamos en el fondo de nuestros corazones, con un profundo sentimiento de gratitud y de amor: Todo lo que existe, no existe sino para mí, y yo no existo sino para Dios.
Todas las criaturas nos invitan a servir a Dios.
El cielo, que está sobre nuestra cabeza, nos está diciendo con sus miles de voces: ¡Qué poca cosa es la tierra para quien mira más alto!
De los cielos, que nos cuentan la gloria de Dios, bajemos las miradas hacia la tierra, y todas las criaturas nos dicen igualmente a su manera: No os detengáis en nosotros, elevad vuestros corazones y vuestro espíritu hacia el Altísimo que nos ha creado para vosotros.
Los acontecimientos de este mundo nos hablan el mismo lenguaje; si son conformes a nuestros deseos, nos invitan a decir: Gracias a Dios, que así lo ha dispuesto. Si son contrarios, nos invitan a aprovecharnos de ellos para crecer en la conformidad con la voluntad de Dios, en la paciencia, en la humildad, en el desprendimiento, en los santos deseos del Cielo, en la oración, supremo consuelo de las almas afligidas y en adquirir así un tesoro de méritos por cada acto de paciencia.
Así, todo redunda en bien de los que aman a Dios, dice San Pablo; aun los pecados, añade San Agustín; y nosotros podemos añadir también: aun los pecados ajenos; pues ellos deben ser para nosotros ocasión de alabar y de imitar la paciencia de Dios, su bondad y su misericordia y de rogarle por la conversión de los pobres pecadores.
¿Escuchamos la voz que sale de toda la creación para invitarnos a amar y servir a Dios?
¡Cuán bien sabían escucharla los Santos y cuánto provecho sacaban de ella, para andar siempre recogidos en Dios y para animarse a la perfección!

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Todas las criaturas nos ofrecen los medios de servir a Dios.
Preguntémoslo a los Santos. Todas las criaturas eran para ellos como otros tantos escalones por los cuales se elevaban a Dios; como otros tantos espejos en que se reflejan, a los ojos de la fe, las perfecciones divinas. Sin detenerse jamás en las cosas criadas, pasaban de ellas a Dios, como al primer principio y al fin esencial de todo lo que existe, y por ellas se elevaban todos los días de virtud en virtud.
Imitemos su ejemplo. Al mirar al cielo, exclamen nuestros corazones: ¡Alabado sea el Señor, cuya eterna misericordia ha hecho para mí todas estas maravillas! Al contemplar la tierra, sus mieses, sus prados, sus frutos y sus flores, repitamos el mismo grito de amor: ¡Alabado sea el Dios de amor, cuya eterna misericordia ha hecho todo esto para nosotros!
Testigos de todos los acontecimientos del mundo, elevémonos al amor de la Providencia, que lo dirige todo a fines llenos de sabiduría y de beneficios para sus escogidos.
A la vista, aun de los pecados de la tierra, elevémonos al amor de la paciencia divina, que soporta en silencio tanto ultraje.
¡Feliz el alma que se sirve de todo, para elevarse a Dios!; pero ¡desgraciada la que, deteniéndose en las criaturas, coloca en ellas su fin, su consuelo y su dicha y no mira a Dios sino como de paso, como a una cosa accesoria en la vida! Desconoce el destino de las criaturas y, en lugar de elevarse por ellas a Dios, hace de ellas instrumento de pecado y de condenación.

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Resumamos en tres frases nuestras reflexiones: ser todo de Dios es un deber, una gloria y una felicidad.
Ser todo de Dios es un deber.
Es un deber de justicia, pues todo nuestro ser es de Él y para Él; es un deber de gratitud, puesto que no existimos sino por sus beneficios; es un deber de conciencia, puesto que no podemos negarle nada, sin que la conciencia nos diga que hacernos muy mal.
Ser todo de Dios es una gloria
Ceder una parte del corazón y del tiempo para servir a las criaturas, al mundo, a las pasiones o a las malas inclinaciones del corazón, es una vil degradación de la dignidad del hombre y del carácter cristiano.
La verdadera gloria consiste en elevar todas las intenciones hacia Dios, nuestro sublime fin, sin descender jamás hasta hacer algo simplemente por la criatura.
Entre los hombres, casi todos se honran en trabajar por una noble causa; nosotros debemos honrarnos en trabajar únicamente para Dios y su gloria.
Somos demasiado grandes para trabajar para el mundo: el mundo pasará y nosotros no pasaremos jamás, porque somos creados para la eternidad; somos los hijos de Dios; los amigos, los confidentes, los favoritos de Dios y, colocados en posición tan alta, no debemos rebajarnos hasta obrar por un fin inferior a Dios.
Nuestra gloria es permanecer a esa altura y no descender hasta las miras tan ruines de la criatura. ¡Qué vergüenza para nosotros el que nos degrademos, separándonos de nuestro sublime destino!
Ser todo de Dios es una felicidad.
Por poco que nos separemos de nuestro fin, haciendo algo que no sea para Dios sólo, ya nos hacemos desgraciados; experimentamos temores, vanos deseos, y una negativa que recibamos envenenará nuestras horas. Aun cuando nada nos faltará, se encontraría que todo es desengaño y vanidad, turbación y amargura, peligro y precipicio.
Si, por el contrario, el corazón es todo de Dios, se tiene la paz, la confianza y la dicha. Con Dios el hombre está bien.
Además, estamos bien con el prójimo, porque a medida que vamos siendo más de Dios, somos más mansos, humildes, caritativos, desinteresados y complacientes; es decir, tenemos lo que gana el corazón, la estima y el afecto de nuestros prójimos.
Estaremos bien con nosotros mismos, porque el corazón que descansa enteramente en Dios está en su elemento; encuentra en Él la vida, la felicidad, el cielo anticipado.
Reflexionemos cuántas penas se ahorran los que están unidos con Dios, y cuántos motivos de aflicción se causan a sí mismos los que sirven a las criaturas por ellas mismas.

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Finalmente, para ayudarnos a tomar buenas resoluciones pensemos en las últimas palabras del Evangelio es este Domingo: Muchos son los llamados y pocos los escogidos.
Consideremos: ¿por qué son tan pocos los escogidos? y ¿qué tenemos que hacer para ser de este pequeño número?
Y ante todo, ¿por qué son tan pocos los escogidos?
Si hay tan pocos escogidos es porque la mayor parte de los hombres no se ocupan seriamente en su salvación y no quieren ni aun pensar en ella.
Semejantes a los obreros del Evangelio, en lugar de trabajar en la viña preciosa, cuyo cultivo les fue confiado, es decir, en su alma, pierden el tiempo en ir y venir de aquí para allá, hablar de bagatelas y de cosas transitorias; no se preocupan más que de la tierra y no saben levantar los ojos al Cielo.
Para que se salvaran, se necesitaría que Dios los salvase sin que ellos lo deseasen.
Pero San Agustín ha dicho: “Dios, que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros”.
También hay pocos escogidos porque muchos, aun cuando piensan en salvarse, no se resuelven a tomar la buena resolución de llevar la vida que salva.
La cobardía los detiene; les da miedo la santidad. Se limitan a decir: bien quisiera yo ser santo, uno de los escogidos por Dios, pero a condición de que no me costase sacrificios.
No hay en ellos más que una voluntad débil, cobarde, sin energía, una de esas determinaciones impotentes y estériles, de las cuales el infierno está lleno; es el querer a medias del perezoso, que cualquier viento se lleva.
Mas no es así como se pueden salvar. Para conseguirlo, es necesario pensar noche y día en este proyecto; tomarlo de todo corazón, proseguirlo a todo trance.
Examinemos acerca de esto nuestra conciencia y veamos, según esto, si somos nosotros del número de los escogidos.
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¿Qué tenemos que hacer para ser del número de los escogidos?
Ante todo, no andar por el camino ancho y espacioso, por el cual anda el mayor número, y seguir la estrecha senda por la cual va el pequeño número.
Es preciso tener siempre presentes en el espíritu los signos por los cuales se conoce el camino ancho y la senda estrecha, para no confundir el uno con la otra.
En la práctica, el camino ancho se conoce por este signo: que los que van por él no quieren molestarse, sino vivir a sus anchas y sin contrariedad. Por consiguiente, creen que es bastante no tener vicios groseros y no hacer mal a nadie. No aspiran a ser santos y dejan a otros este piadoso cuidado. Hacen lo menos posible por la salvación, tomando de la religión lo fácil y lo que no contraría los sentidos, y dejando lo demás.
El camino estrecho, por el contrario, se conoce por estos signos: que los que lo siguen combaten sus malas inclinaciones, sobre todo, su pasión dominante; se someten al deber, cueste lo que cueste; se mortifican, llevan su cruz y velan sobre su corazón y sobre sus sentidos.
¿Por qué no hemos de poder nosotros lo que han podido tantos? El hombre todo lo puede con una voluntad firme y ayudado de la gracia, que no falta nunca a quien la pide.

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Examinemos, según estos principios, en qué camino andamos.
No nos contentemos con vivir como el mayor número, con seguir nuestros gustos sin incomodarnos, con tomar de la religión lo que nos agrada, dejando a un lado lo que nos desagrada.
Aspiremos a imitar a los Santos y al pequeño número de los escogidos.
No nos dejemos jamás dominar por el ejemplo del mayor número, sino, al contrario, pensemos qué harían los Santos en tal o cual circunstancia, qué dirían, qué pensarían: y ajustemos conforme a esto nuestra conducta.
Tomemos bien a pecho el negocio de nuestra santificación y trabajemos en él con ardoroso empeño, diciendo a cada momento: Quiero ser un santo, porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.

domingo, 20 de enero de 2013

SEGUNDO DOMINGO
DE EPIFANÍA


Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía. Dice su madre a los sirvientes: Haced todo lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Sacad ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el buen vino hasta este momento. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus milagros. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.


Hemos llegado al umbral de la vida pública de Jesús. Después de ser bautizado por San Juan, los primeros discípulos comienzan a seguirlo. Sin embargo, mantiene contacto con su Madre Santísima.

Y es María quien va a determinar su divina manifestación y abrirle la carrera: Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.

Este pasaje evangélico es el fundamento de la oposición al culto de la Madre de Dios, el escándalo de los débiles y la prueba de los fieles.

No vacilemos en sostener, con los más sabios Doctores de la Iglesia, que este es uno de los fundamentos más explícitos del culto de la Virgen Santísima.

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En cuanto a la presencia de la Madre de Jesús en estas bodas, sin duda fue llamada por derecho de proximidad, y para hacer el oficio de compañera y matrona de la casada. Y fue la presencia de María la que trajo la de Jesús; lo cual nos le presenta todavía en aquella dependencia filial en que había vivido hasta entonces.

En cuanto a sus discípulos convidados también, esto nos los muestra ya en vida común con Jesús, como sus hijos espirituales e hijos segundos de María.

Faltando el vino, la Madre de Jesús se interesa caritativamente en el apuro de los esposos; porque es mujer, es madre, y sabe por experiencia compadecerse de estos casos improvisos de la vida doméstica; y Ella, su Hijo y sus discípulos componían una parte bastante notable de los convidados que eran la causa y objeto de aquel apuro.

Según observa San Bernardo, ¿cómo la Madre de Jesús no se hubiera movido a simpatía y compasión? De la fuente de misericordia, ¿qué otra cosa hubiera podido salir sino misericordia? ¿Por ventura la mano que ha tenido un fruto por espacio de medio día no conserva su buen olor todo lo restante de él? ¿Pues cuánto no debió la Misericordia impregnar de su virtud las entrañas de María en que reposó por tiempo de nueve meses? Tanto más cuanto colmó su alma antes de henchir su seno, y al salir de su entrañas no se retiró de su alma.

Nada hay por tanto que no sea legítimamente natural, loable y santo para María en semejante situación como para llamar sobre ella el interés y poder de su divino Hijo.

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Volviéndose hacia Él, le dice por toda súplica: No tienen vino.

En esta expresión brilla, en su brevedad sublime, la caridad, la discreción, la confianza, la fe, el abandono, la dignidad modesta y sufrida.., en una palabra, ¡toda el alma de María!

Ella no manda, no pide siquiera: se limita exponer a la Bondad divina que falta el vino, porque a los que se inclinan naturalmente a la beneficencia, no es necesario instarles, basta con presentarles la ocasión de ejercerla.

Y como la beneficencia de Jesús no puede mostrarse aquí sino por un milagro, y un milagro que no ha tenido precedente, la expresión de María arguye una fe admirable en el poder divino de su Hijo.

Simplemente le dice: No tienen vino, como quien habla al principio creador de todas las cosas, a quien le basta seguir su inclinación, tanto como de poder como de bondad, para derramarlas.

Hay, al mismo tiempo, en esta expresión una maravillosa confianza de María en su valimiento ante Jesús; pero una confianza toda de sumisión; porque su ascendiente consiste, sobre todo, en el sentimiento de su dependencia.

Finalmente, se percibe en la locución de María una especie de inteligencia íntima entre Ella y Jesús, que la dispensa de largos discursos, y que ella emplea en provecho de su humildad, que le hace amar el silencio.

Solo tiene tres palabras; pero esta misma brevedad forma su extensión…

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Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía.

Mi hora no es aún llegada… Este motivo no es absoluto, sino relativo; y por lo tanto quita a la primera parte de su respuesta el carácter absoluto de esas palabras: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer?

Se comprende muy bien que no haya llegado aún para Jesús la hora de emplear su poder en servicio de su misericordia, y que, por lo tanto, no era oportuno invocarle bajo ese aspecto.

Sin embargo, la conducta inmediata de Jesucristo fija su sentido…

Incluso el uso de la palabra Mujer, que parece le quita el título de Madre, que es el fundamento de su confianza y de la nuestra, hace resaltar la intención de Jesús, tanto más cuanto el Evangelista designa a María, antes y después de la respuesta del Señor, con el título de Madre de Jesús.

Esta expresión Mujer ofrece, pues, un misterio, cuyo espíritu es diverso de la letra… y preciso es que lo comprendamos bien.

No es el honor de María sino el de Jesús el que nos obliga a ver en su respuesta una intención de enaltecer a su Madre.

Desde la Cruz, a cuyo pie esta Madre incomparable le da el testimonio de la fidelidad más heroica, dejará caer sobre Ella esa misma palabra: Mujer que, en la narración que estudiamos, caracteriza su misterio, cargado de espíritu.

Es la misma palabra del Génesis y del Apocalipsis…

Consagrémosle toda nuestra atención.

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La intención de las palabras del Salvador, que vamos a ver manifestada en su conducta, es realzar la gracia que iba a conceder a María, mostrando que esta gracia no guardaba proporción con lo que podía pedírsele.

La expresión de Jesús eleva al más alto grado el objeto de la demanda que le hace su Madre, poniéndolo fuera de todo alcance.

De manera que tanto como crece la dificultad que le opone, mayor será la gloria que le prepara en su vencimiento; mostrándonos así, por medio de su gran ejemplo, que no hay cosa que no pueda alcanzarse de su misericordia.

Ciertamente, el milagro que le pedía su Madre no se recomendaba en sí mismo, precisamente por falta de un gran interés. Incluso se debe observar que se distinguía de todos los demás milagros que obrará el Salvador, que versarán sobre asuntos mucho más graves.

Además, hay que destacar que este milagro que le pide María ha de abrir la carrera de sus prodigios.

Y es por esto que parece le responde Jesús de esa manera, como si dijera: ¿cómo apeláis a mi poder por un interés tan ligero, y le exigís, al mismo tiempo, su primera manifestación?

Sin embargo, cuanto menos se recomendaba este milagro por sí mismo, tanto más parecía como hecho para la consideración y el favor de María. Este era su objeto capital, cuya importancia toma, por consiguiente, todo el lugar que le deja cualquier otro interés.

Pero esto no bastaba para tan grande objeto; Jesús le hace resaltar más con una dificultad de más elevada índole, de modo tal que lo involucra a Él mismo: Mi hora, dice, no ha venido todavía.

¿Qué hora es esa que Jesús llama su hora? De su frecuente repetición en el Evangelio resulta claramente que la hora de Jesús era la de su muerte, es decir, de su gloria, que debía brillar por esta muerte.

Esto es lo que Él mismo expresó cuando, al ir a su Pasión, dijo: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique.

Así, por estas palabras No ha llegado aún mi hora, debe entenderse la hora de mi manifestación divina, de mi gloria, que el milagro que me pides haría brillar antes de tiempo.

Cierto, que Jesús debía hacer otros milagros antes del gran milagro de su resurrección; pero estos otros milagros sólo eran como los eslabones de una cadena, de los cuales el primero rompería la oscuridad con que la humanidad de Jesucristo ocultaba su divinidad.

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Consideremos, pues, desde este punto de vista, ¡cuánta es la importancia del milagro que María pide a Jesús con estas sencillas palabras!

En efecto, hay que afirmar que en él están representados y contenidos, como en su principio, todos los demás milagros de su vida, ¡y van así a depender de la intercesión y mediación de María!

De aquí resalta que la respuesta de Jesús a su Madre Santísima presenta a nuestra meditación como los primeros considerandos de la gran decisión que va a tomar, y cuya parte dispositiva vamos a ver.

Sería absurdo detenerse en estos considerandos sin tomar en cuenta la parte dispositiva. Lo dispositivo determina la importancia de los considerandos; tanto como estos aclaran la de lo dispositivo. Es contra toda justicia y razón el separarlos; y si tal pudiera hacerse, ¿quién no ve que la parte dispositiva es la que debiera prevalecer, puesto que no es ella la que está hecha para los considerandos sino que lo están estos para ella?

De ella pues va a depender, pues, su verdadera significación: de la conducta de Jesús el verdadero sentido de sus palabras.

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Pero veamos antes qué es lo que dice y hace María.

¿Qué va a decir María ante semejante prueba, oprimida con el irresistible peso de esa majestad divina que parece debe anonadarla?

Haced todo lo que Él os diga… ¡Oh fe! ¡Oh sublime confianza de María! ¡Oh inteligencia profética del poder de su divino Hijo!

La expresión de este Hijo, dice San Bernardo, puede parecer dura y severa, pero es porque conocía a aquella a quien hablaba, y Ella sabía bien quién era el que le hablaba. En resolución, para que sepáis cómo tomó su respuesta y lo que presumió de la condescendencia de su Hijo para con ella, dice a los sirvientes: Haced todo cuanto Él os diga.

¡Qué humilde y sublime majestad en estas dos expresiones de María: No tienen vino, para pedir el primero de los milagros, y Haced lo que os diga, después de la tan fulminante respuesta de Jesús! ¡Cuántas cosas hubiera tenido que decir María, para excusarse o insistir; de las cuales no dice ninguna! ¡Qué santa y sublime economía de palabras!

Se ha observado que María, habló muy pocas veces en el curso de su vida; Ella, que había dado a luz al Verbo, la Palabra…

Mas por lo mismo, no tenía que hablar. No hablaba exteriormente, porque no cesaba de hablar en su interior con esta Palabra, este Verbo, este Hijo a quien había engendrado, y que, al salir de su seno, habíase quedado en su alma. En este santuario íntimo estaba con Él en perpetuo coloquio.

Y Él, mientras parecía que la olvidaba y desconocía exteriormente como Salvador, no cesaba de conversar con Ella, y festejarla interiormente como Dios. De fuera le decía: Mujer, ¿qué importa eso a ti y a mí? mi hora no es aun llegada; pero dentro la decía: Pide, Madre, que no puedo negarte nada.

Evidentemente, de esta última expresión de Jesús es continuación la de María: Haced lo que os diga... Se oye aquella en esta…

Porque, de otro modo, ¿cómo fuera posible explicarla? ¿Cómo, de la exterior respuesta de Jesús, hubiera María comprendido que iba Él a obrar inmediatamente un milagro que parecía le negaba?

¿Cómo hubiera advertido a los sirvientes que estuvieran prontos para ejecutar todo lo que les dijese, si el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, no se lo hubiera revelado interiormente; si en este Espíritu de fe, de amor y de verdad, no hubiera estado de acuerdo con Jesús?

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Pero lo admirable, entre tantas cosas admirables, es la relación que existe entre la palabra exterior y la palabra interior de Jesús a María. Estas dos palabras, que al parecer se contradicen, guardan entre sí el acuerdo más armonioso.

¿Cómo es esto? Porque siendo las palabras exteriores de Jesús una expresión de prueba para la fe de María, la admirable disposición con que la recibe la hace al punto digna de la palabra interior, digna del milagro que pedía.

Ya había hecho, por decirlo así, aquel milagro, trocando en anticipación la dilación de Jesús…

Esto es lo que rebosa la expresión de María: Haced todo lo que os diga, en que se halla nuevamente el poder y la sumisión, la majestad y la humildad de María: Haced todo, palabra de mando y de majestuosa confianza; lo que os diga, palabras de sumisión y de humildad.

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Estas dos expresiones: No tienen vino  y  Haced lo todo que os diga expresan perfectamente el carácter de la intercesión de María y del culto que le tributamos: carácter de Mediadora ante el Mediador, ad mediatorem mediatrix.

Por medio de la primera, No tienen vino, expone nuestras necesidades con un interés y un dominio maternales, siendo juntamente nuestra Madre y la de Jesús; y por la segunda, Haced todo lo que os diga, nos somete a Jesús para la complacencia que de Él consigue: no manda sino para inducirnos a obedecerle, y Ella misma nos da el primer ejemplo de esta obediencia.

He aquí el Evangelio en espíritu y en verdad.

La conducta de Jesús en la operación del milagro, obtenido por la fe y la humildad de María, es tan complaciente para escucharla como áspera había parecido para probarla; y nos nuestra la verdad de este bello dicho de la Sagrada Escritura: Voluntatem timentium se faciet, que significa que Dios hará la voluntad de los que le temen.

María acaba de decir a los sirvientes: Haced todo lo que os diga, y Jesús, aprobando y ejecutando estas palabras, les dice: Llenad de agua las tinajas.

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Epifania 2


SEGUNDO DOMINGO
DE EPIFANÍA


Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos. Y llegando a faltar vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía. Dice su madre a los sirvientes: Haced todo lo que él os diga.
Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de dos o tres medidas cada una. Les dice Jesús: Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Sacad ahora, les dice, y llevadlo al maestresala. Ellos lo llevaron.
Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, como ignoraba de dónde era (los sirvientes, los que habían sacado el agua, sí que lo sabían), llama el maestresala al novio y le dice: Todos sirven primero el vino bueno y cuando ya están bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el buen vino hasta este momento. Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus milagros. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.


Hemos llegado al umbral de la vida pública de Jesús. Después de ser bautizado por San Juan, los primeros discípulos comienzan a seguirlo. Sin embargo, mantiene contacto con su Madre Santísima.

Y es María quien va a determinar su divina manifestación y abrirle la carrera: Tres días después se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos.

Este pasaje evangélico es el fundamento de la oposición al culto de la Madre de Dios, el escándalo de los débiles y la prueba de los fieles.

No vacilemos en sostener, con los más sabios Doctores de la Iglesia, que este es uno de los fundamentos más explícitos del culto de la Virgen Santísima.

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En cuanto a la presencia de la Madre de Jesús en estas bodas, sin duda fue llamada por derecho de proximidad, y para hacer el oficio de compañera y matrona de la casada. Y fue la presencia de María la que trajo la de Jesús; lo cual nos le presenta todavía en aquella dependencia filial en que había vivido hasta entonces.

En cuanto a sus discípulos convidados también, esto nos los muestra ya en vida común con Jesús, como sus hijos espirituales e hijos segundos de María.

Faltando el vino, la Madre de Jesús se interesa caritativamente en el apuro de los esposos; porque es mujer, es madre, y sabe por experiencia compadecerse de estos casos improvisos de la vida doméstica; y Ella, su Hijo y sus discípulos componían una parte bastante notable de los convidados que eran la causa y objeto de aquel apuro.

Según observa San Bernardo, ¿cómo la Madre de Jesús no se hubiera movido a simpatía y compasión? De la fuente de misericordia, ¿qué otra cosa hubiera podido salir sino misericordia? ¿Por ventura la mano que ha tenido un fruto por espacio de medio día no conserva su buen olor todo lo restante de él? ¿Pues cuánto no debió la Misericordia impregnar de su virtud las entrañas de María en que reposó por tiempo de nueve meses? Tanto más cuanto colmó su alma antes de henchir su seno, y al salir de su entrañas no se retiró de su alma.

Nada hay por tanto que no sea legítimamente natural, loable y santo para María en semejante situación como para llamar sobre ella el interés y poder de su divino Hijo.

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Volviéndose hacia Él, le dice por toda súplica: No tienen vino.

En esta expresión brilla, en su brevedad sublime, la caridad, la discreción, la confianza, la fe, el abandono, la dignidad modesta y sufrida.., en una palabra, ¡toda el alma de María!

Ella no manda, no pide siquiera: se limita exponer a la Bondad divina que falta el vino, porque a los que se inclinan naturalmente a la beneficencia, no es necesario instarles, basta con presentarles la ocasión de ejercerla.

Y como la beneficencia de Jesús no puede mostrarse aquí sino por un milagro, y un milagro que no ha tenido precedente, la expresión de María arguye una fe admirable en el poder divino de su Hijo.

Simplemente le dice: No tienen vino, como quien habla al principio creador de todas las cosas, a quien le basta seguir su inclinación, tanto como de poder como de bondad, para derramarlas.

Hay, al mismo tiempo, en esta expresión una maravillosa confianza de María en su valimiento ante Jesús; pero una confianza toda de sumisión; porque su ascendiente consiste, sobre todo, en el sentimiento de su dependencia.

Finalmente, se percibe en la locución de María una especie de inteligencia íntima entre Ella y Jesús, que la dispensa de largos discursos, y que ella emplea en provecho de su humildad, que le hace amar el silencio.

Solo tiene tres palabras; pero esta misma brevedad forma su extensión…

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Jesús le dijo: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer? Mi hora no ha venido todavía.

Mi hora no es aún llegada… Este motivo no es absoluto, sino relativo; y por lo tanto quita a la primera parte de su respuesta el carácter absoluto de esas palabras: ¿Qué nos va en esto a Mí y a ti, mujer?

Se comprende muy bien que no haya llegado aún para Jesús la hora de emplear su poder en servicio de su misericordia, y que, por lo tanto, no era oportuno invocarle bajo ese aspecto.

Sin embargo, la conducta inmediata de Jesucristo fija su sentido…

Incluso el uso de la palabra Mujer, que parece le quita el título de Madre, que es el fundamento de su confianza y de la nuestra, hace resaltar la intención de Jesús, tanto más cuanto el Evangelista designa a María, antes y después de la respuesta del Señor, con el título de Madre de Jesús.

Esta expresión Mujer ofrece, pues, un misterio, cuyo espíritu es diverso de la letra… y preciso es que lo comprendamos bien.

No es el honor de María sino el de Jesús el que nos obliga a ver en su respuesta una intención de enaltecer a su Madre.

Desde la Cruz, a cuyo pie esta Madre incomparable le da el testimonio de la fidelidad más heroica, dejará caer sobre Ella esa misma palabra: Mujer que, en la narración que estudiamos, caracteriza su misterio, cargado de espíritu.

Es la misma palabra del Génesis y del Apocalipsis…

Consagrémosle toda nuestra atención.

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La intención de las palabras del Salvador, que vamos a ver manifestada en su conducta, es realzar la gracia que iba a conceder a María, mostrando que esta gracia no guardaba proporción con lo que podía pedírsele.

La expresión de Jesús eleva al más alto grado el objeto de la demanda que le hace su Madre, poniéndolo fuera de todo alcance.

De manera que tanto como crece la dificultad que le opone, mayor será la gloria que le prepara en su vencimiento; mostrándonos así, por medio de su gran ejemplo, que no hay cosa que no pueda alcanzarse de su misericordia.

Ciertamente, el milagro que le pedía su Madre no se recomendaba en sí mismo, precisamente por falta de un gran interés. Incluso se debe observar que se distinguía de todos los demás milagros que obrará el Salvador, que versarán sobre asuntos mucho más graves.

Además, hay que destacar que este milagro que le pide María ha de abrir la carrera de sus prodigios.

Y es por esto que parece le responde Jesús de esa manera, como si dijera: ¿cómo apeláis a mi poder por un interés tan ligero, y le exigís, al mismo tiempo, su primera manifestación?

Sin embargo, cuanto menos se recomendaba este milagro por sí mismo, tanto más parecía como hecho para la consideración y el favor de María. Este era su objeto capital, cuya importancia toma, por consiguiente, todo el lugar que le deja cualquier otro interés.

Pero esto no bastaba para tan grande objeto; Jesús le hace resaltar más con una dificultad de más elevada índole, de modo tal que lo involucra a Él mismo: Mi hora, dice, no ha venido todavía.

¿Qué hora es esa que Jesús llama su hora? De su frecuente repetición en el Evangelio resulta claramente que la hora de Jesús era la de su muerte, es decir, de su gloria, que debía brillar por esta muerte.

Esto es lo que Él mismo expresó cuando, al ir a su Pasión, dijo: Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique.

Así, por estas palabras No ha llegado aún mi hora, debe entenderse la hora de mi manifestación divina, de mi gloria, que el milagro que me pides haría brillar antes de tiempo.

Cierto, que Jesús debía hacer otros milagros antes del gran milagro de su resurrección; pero estos otros milagros sólo eran como los eslabones de una cadena, de los cuales el primero rompería la oscuridad con que la humanidad de Jesucristo ocultaba su divinidad.

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Consideremos, pues, desde este punto de vista, ¡cuánta es la importancia del milagro que María pide a Jesús con estas sencillas palabras!

En efecto, hay que afirmar que en él están representados y contenidos, como en su principio, todos los demás milagros de su vida, ¡y van así a depender de la intercesión y mediación de María!

De aquí resalta que la respuesta de Jesús a su Madre Santísima presenta a nuestra meditación como los primeros considerandos de la gran decisión que va a tomar, y cuya parte dispositiva vamos a ver.

Sería absurdo detenerse en estos considerandos sin tomar en cuenta la parte dispositiva. Lo dispositivo determina la importancia de los considerandos; tanto como estos aclaran la de lo dispositivo. Es contra toda justicia y razón el separarlos; y si tal pudiera hacerse, ¿quién no ve que la parte dispositiva es la que debiera prevalecer, puesto que no es ella la que está hecha para los considerandos sino que lo están estos para ella?

De ella pues va a depender, pues, su verdadera significación: de la conducta de Jesús el verdadero sentido de sus palabras.

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Pero veamos antes qué es lo que dice y hace María.

¿Qué va a decir María ante semejante prueba, oprimida con el irresistible peso de esa majestad divina que parece debe anonadarla?

Haced todo lo que Él os diga… ¡Oh fe! ¡Oh sublime confianza de María! ¡Oh inteligencia profética del poder de su divino Hijo!

La expresión de este Hijo, dice San Bernardo, puede parecer dura y severa, pero es porque conocía a aquella a quien hablaba, y Ella sabía bien quién era el que le hablaba. En resolución, para que sepáis cómo tomó su respuesta y lo que presumió de la condescendencia de su Hijo para con ella, dice a los sirvientes: Haced todo cuanto Él os diga.

¡Qué humilde y sublime majestad en estas dos expresiones de María: No tienen vino, para pedir el primero de los milagros, y Haced lo que os diga, después de la tan fulminante respuesta de Jesús! ¡Cuántas cosas hubiera tenido que decir María, para excusarse o insistir; de las cuales no dice ninguna! ¡Qué santa y sublime economía de palabras!

Se ha observado que María, habló muy pocas veces en el curso de su vida; Ella, que había dado a luz al Verbo, la Palabra…

Mas por lo mismo, no tenía que hablar. No hablaba exteriormente, porque no cesaba de hablar en su interior con esta Palabra, este Verbo, este Hijo a quien había engendrado, y que, al salir de su seno, habíase quedado en su alma. En este santuario íntimo estaba con Él en perpetuo coloquio.

Y Él, mientras parecía que la olvidaba y desconocía exteriormente como Salvador, no cesaba de conversar con Ella, y festejarla interiormente como Dios. De fuera le decía: Mujer, ¿qué importa eso a ti y a mí? mi hora no es aun llegada; pero dentro la decía: Pide, Madre, que no puedo negarte nada.

Evidentemente, de esta última expresión de Jesús es continuación la de María: Haced lo que os diga... Se oye aquella en esta…

Porque, de otro modo, ¿cómo fuera posible explicarla? ¿Cómo, de la exterior respuesta de Jesús, hubiera María comprendido que iba Él a obrar inmediatamente un milagro que parecía le negaba?

¿Cómo hubiera advertido a los sirvientes que estuvieran prontos para ejecutar todo lo que les dijese, si el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, no se lo hubiera revelado interiormente; si en este Espíritu de fe, de amor y de verdad, no hubiera estado de acuerdo con Jesús?

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Pero lo admirable, entre tantas cosas admirables, es la relación que existe entre la palabra exterior y la palabra interior de Jesús a María. Estas dos palabras, que al parecer se contradicen, guardan entre sí el acuerdo más armonioso.

¿Cómo es esto? Porque siendo las palabras exteriores de Jesús una expresión de prueba para la fe de María, la admirable disposición con que la recibe la hace al punto digna de la palabra interior, digna del milagro que pedía.

Ya había hecho, por decirlo así, aquel milagro, trocando en anticipación la dilación de Jesús…

Esto es lo que rebosa la expresión de María: Haced todo lo que os diga, en que se halla nuevamente el poder y la sumisión, la majestad y la humildad de María: Haced todo, palabra de mando y de majestuosa confianza; lo que os diga, palabras de sumisión y de humildad.

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Estas dos expresiones: No tienen vino  y  Haced lo todo que os diga expresan perfectamente el carácter de la intercesión de María y del culto que le tributamos: carácter de Mediadora ante el Mediador, ad mediatorem mediatrix.

Por medio de la primera, No tienen vino, expone nuestras necesidades con un interés y un dominio maternales, siendo juntamente nuestra Madre y la de Jesús; y por la segunda, Haced todo lo que os diga, nos somete a Jesús para la complacencia que de Él consigue: no manda sino para inducirnos a obedecerle, y Ella misma nos da el primer ejemplo de esta obediencia.

He aquí el Evangelio en espíritu y en verdad.

La conducta de Jesús en la operación del milagro, obtenido por la fe y la humildad de María, es tan complaciente para escucharla como áspera había parecido para probarla; y nos nuestra la verdad de este bello dicho de la Sagrada Escritura: Voluntatem timentium se faciet, que significa que Dios hará la voluntad de los que le temen.

María acaba de decir a los sirvientes: Haced todo lo que os diga, y Jesús, aprobando y ejecutando estas palabras, les dice: Llenad de agua las tinajas.

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He aquí el desenlace de todo este misterio, por el cual deben juzgarse sus implicaciones.

En conclusión, ¿qué vemos en él? María pide y María obtiene el milagro de Jesús.

Verdad es que entre la demanda y la satisfacción, hay una respuesta en apariencias negativa de Jesús.

Pero, ¿quién no ve que la verdadera respuesta de Jesús es el hecho y no el dicho? En efecto, como dice San Justino, no pudo haber querido ofender con la palabra a una madre a quien de tal modo honraba con el hecho.

¿Quién no ve que la palabra era para nosotros y la obra para María?

Más aún, ¿quién no ve que el dicho agranda el hecho, y el milagro a María?, puesto que toda la negativa que aquél le opone al principio, sólo es para hacerla merecer y para glorificarla más, para igualar el milagro a su santidad y mostrarnos su santidad igual al milagro.

Suprimamos la respuesta de Jesús; no dejemos subsistir sino la demanda de María y su inmediato cumplimiento…, y habremos disminuido el testimonio de este milagro en favor de María, y sólo nos aparecerá como un milagro ordinario, al que Jesús propendía por su bondad hacia sus huéspedes, y del que María sólo habrá propuesto la ocasión.

Pero restablezcamos la respuesta de Jesús, y elevemos este milagro sobre la circunstancia, sobre María e, incluso, sobre Jesús, porque al realizarlo adelanta su hora…

Por consecuencia, en esta expresión sublime, Haced todo lo que os diga, hacemos brillar la fe, la constancia, la humildad y la caridad de María; y hacemos de este milagro el prodigio de su valimiento.

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Esto es lo que acaba de demostrar el final de la narración evangélica: Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus milagros. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos.

El Evangelista no nos permite deducir que este fue el primero de los milagros de Jesús, sino que nos lo hace notar él mismo; y esto nos autoriza, y aun nos obliga a ver en ello una intención, que no puede ser otra sino la relación de este milagro con todos los demás, y con la hora de Jesús.

El Evangelio no dice el primer milagro, considerando este milagro en sí, sino el comienzo de los milagros. Es decir que, considerando el Evangelio todos los milagros de Jesús en un solo curso de milagros, los refiere al milagro de Caná como a su primera emanación: al modo que el curso de gracias espirituales que Jesucristo debía derramar en las almas tuvo su emanación primera en la que llevó a Juan Bautista en el misterio de la Visitación.

Ahora bien, en este misterio, Jesús comunicó a su Precursor esta primera de las gracias de santificación, por la mediación, a la voz de María. Igualmente, en el misterio de Caná, por la mediación, a la voz de María, emprende Jesús el curso de sus milagros.

De donde se sigue que la intención del Evangelio es recomendarnos a María como el instrumento, el canal por donde Jesús dispensa todas las gracias, así temporales como espirituales.

Esta doctrina resultaba ya del misterio de la Encarnación, en que vemos a Dios dar al mundo todas sus gracias por medio de María, en Jesús, su Autor. De donde San Agustín saca justamente esta consecuencia: habiendo Dios querido una vez darnos a Jesucristo por medio de la Santísima Virgen, este orden ya no se muda, y que así como María contribuyó a nuestra salud en la Encarnación, que es el principio universal de la gracia, contribuirá a ella eternamente en todas las otras operaciones, que no son más que sus dependencias.

El Evangelio nos muestra a Jesús, no sólo dándose al mundo una primera vez por María, sino, después del don de su Persona, dando también por María sus gracias, así espirituales como temporales, en su primera emanación, y por consiguiente en su decurso.

Estos son hechos evangélicos: la primera de las santificaciones y el primero de los milagros de Jesús obrados por la mediación de María, como testimonio de su influencia en todas las gracias particulares y subsiguientes de que son aquellos significación.

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El Evangelio añade Y manifestó su gloria. Este dicho confirma la explicación de la expresión de Jesús: Aún no ha llegado mi hora, refiriéndola a aquella otra: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique.

Esto demuestra que por estas palabras Mi hora, quería Jesús hablar de su manifestación gloriosa, la cual, no debiendo llegar sino a su muerte, parece anticipada por el milagro de Caná y, por consiguiente en consideración a María.

¿Qué idea más extraordinaria, qué testimonio más considerable podía darnos Jesús del poder que ha concedido al ruego de su divina Madre, que el adelantar por Ella la hora de su gloria, y manifestarla antes de tiempo?

No quiere decir es esto que Dios mudase de designio y rehiciese su plan; sino que en ese designio y en ese plan hizo entrar la súplica de María como medio determinante de su economía, la cual, sin este medio no hubiera sido lo que es.

Según esta economía, la hora de la manifestación de Jesucristo no hubiera venido sin la mediación de María; como sin su Visitación no hubiera venido a San Juan Bautista la gracia de Jesucristo; como el mismo Jesucristo no hubiera venido sin su consentimiento virginal.

Así, ¡cosa admirable y que nos vuelve también al Plan divino!, María influye en toda la economía de este Plan: en el orden de la Naturaleza, en el de la Gracia, en el de la Gloria.

En el orden de la Naturaleza, da a Jesucristo al mundo, y da de este modo al mundo la causa final de su creación.

En el orden de la Gracia, lleva a Jesucristo a nuestras almas, y nos da a comer este Fruto del Árbol de la Vida que ella probó la primera.

En el orden de la Gloria, manifiesta a Jesucristo, determina, hace brillar su glorificación, prenda de la nuestra.

Siempre Jesucristo viene al mundo por María; siempre María le lleva a nuestras almas; siempre manifiesta su gloria por los prodigios que alcanza de su misericordia.

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Y sus discípulos creyeron en Él. Creían, sin duda, pero con una fe vacilante. Se cree de nuevo cuando se cree firmemente. No hay creyente que no pueda creer más y decir a Jesucristo, como sus discípulos: Señor, aumenta nuestra fe.

Pero sobre todo, y sea esta la última consecuencia de este pasaje evangélico, no hay fe que no sea nula comparada con la que se alcanza por la mediación de María, por las manifestaciones divinas de que es Ella augusta promotora. La experiencia de ello es infalible y cotidiana.

Discípulos de Jesús que creéis en Él como si no creyeseis; que carecéis de fe como aquellos esposos carecían de vino, ¿queréis realmente creer en Él? Hacedlo por María, por su culto, por su intercesión, por su graciosa y maternal influencia.

Esos milagros de fe y de conversión de los hombres a su divino Hijo, de mudanzas de agua en vino, son propiamente los milagros de María Inmaculada, sus victorias.

Y Ella os dirá: Haced todo lo que Él os diga