jueves, 30 de mayo de 2013

Corpus


FIESTA DEL
CORPUS CHRISTI


Hoy debe ser un día de acción de gracias por la Institución de la Sagrada Eucaristía como Sacrificio y como Sacramento.

¡Cristo en medio de nosotros! Con su divinidad y su humanidad, con su Cuerpo, con su Sangre  y con su Alma.

Él, el Hijo de Dios, se ha hecho nuestra oblación al Padre, nuestro Supremo Pontífice, nuestro alimento, nuestro asiduo huésped en el silencioso retiro del Sagrario.

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Nos relata el Evangelio que, acabado Jesús de alimentar milagrosamente a la enorme muchedumbre de gente que le seguía a través del desierto hasta la otra orilla del lago de Genesareth, durante la noche retorna a los suyos, caminando a pie enjuto sobre las aguas. De este modo, se muestra Señor de la naturaleza y de los elementos.

Al día siguiente la turba vuelve a apretujarse en torno suyo. Esperan que vuelva a alimentarlos con un nuevo pan milagroso. Él les habla en la Sinagoga de Cafarnaúm: Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Del mismo modo que me envió el Padre que vive, y yo vivo por mi Padre, así, el que me coma a mí, vivirá por mí. Este es el Pan que descendió del cielo. No es como el maná que comieron vuestros padres, los cuales murieron después; el que coma este Pan, vivirá eternamente.

Muchos de sus discípulos murmuraron, diciendo: Duras son estas palabras: ¿quién podrá escucharlas? Y abandonaron a Jesús.

Nosotros, en cambio, digamos con San Pedro: Señor, tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos en ti y sabemos que eres el Santo de Dios.

Y San Pablo nos instruye sobre la Institución de la Santísima Eucaristía, prometida aquel día en Cafarnaúm: Hermanos: yo recibí del mismo Señor lo que os he enseñado, o sea, que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y dijo: Tomad y comed; éste es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Después de cenar, tomó igualmente el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Haced esto en memoria mía cuantas veces lo bebáis. Según esto, siempre que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor, hasta que Él venga. Por consiguiente, todo el que comiere este pan y bebiere este cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, a sí mismo el hombre y, sólo así, coma de este pan y beba de este cáliz. Porque, el que coma del pan y beba del cáliz indignamente, comerá y beberá su propia condenación, por no distinguir el cuerpo del Señor.

El Señor nos prometió y nos dio la Santa Eucaristía. Lo que poseemos y adoramos sobre el altar, no son pan y vino; son el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor. Es el mismo Señor, glorioso, total, indivisible, con toda la plenitud de su divinidad y de su humanidad. Es el Señor lleno de gracia y de verdad.

Él mismo es quien está y vive con nosotros en el Santísimo Sacramento. No está sólo en imagen. No está tampoco como una fuerza que, procediendo de Aquel que está sentado a la diestra del Padre, nos salve. Está y vive en medio de nosotros Él mismo en persona, el mismo Cristo que concibió y dio a luz la Virgen María, el mismo que murió por nosotros en la Cruz y que resucitó glorioso de entre los muertos.

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¡Dios con nosotros! No se aparece solamente en la palabra que se dirige al espíritu del hombre, ni sólo en la gracia que se infunde en el corazón. Aparece, además, de un modo visible, palpable, acomodado al hombre sumergido en la realidad.

De un modo visible se apareció al primer hombre en el Paraíso.

De un modo visible se apareció también a Moisés en la zarza, ardiente. Y al pueblo escogido se le apareció en la nube y en la columna de fuego, a través del desierto; y sobre el Arca de la Alianza, bajo el símbolo de una nube.

El Hijo de Dios vuelve a presentarse de un nuevo modo visible en su Encarnación, hecho Dios y hombre en una sola persona, nacido de la Virgen María.

El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, no sólo durante los breves años de su vida terrena, sino también de un modo continuo y estable, permaneciendo presente en el Santísimo Sacramento. Permanece con nosotros en el milagro de su Amor… El amor del Infinito inventa el infinito.

Dios con nosotros, el Emmanuel de la Santa Eucaristía. Creamos en este estado de amor de nuestro Dios. Démosle gracias por ello. Considerémonos felices de poder poseer la Sagrada Eucaristía. Renovemos hoy nuestra fe en la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento. Renovemos nuestra confianza, nuestro amor y nuestra sumisión a Él.

¡Cuán amables son tus Tabernáculos, oh Dios de los ejércitos! Mi alma desfallece y ansía morar en tu santo templo. ¿Cuándo podré penetrar en él? ¿Cuándo podré presentarme ante Ti?

En ti, Señor, ponen sus ojos todos; y Tú les das el sustento a su debido tiempo. Abres tu mano, y llenas a todo viviente de bendición, de gracia, en el Sacramento de la Santa Eucaristía.

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Oh Dios, que, bajo el velo de este admirable Sacramento, nos has dejado la memoria de tu Pasión, dice la Colecta. El Santo Sacrificio y el Sacramento del Altar son el memorial de la Pasión del Señor.

La Santísima Eucaristía presupone la Pasión y Muerte de Jesús: Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros…

La Santa Eucaristía es el fruto de la Pasión y Muerte de Cristo. La Santa Misa es la renovación incruenta del cruento Sacrificio de la cruz, con todos los dolores y humillaciones que le acompañaron: la agonía del Huerto, la flagelación, la coronación de espinas, la condenación injusta y la vía dolorosa hasta el Calvario.

Es, sobre todo, un admirable resumen de las excelsas virtudes con que Cristo realizó su Sacrificio en la Cruz: de su obediencia y absoluta sumisión al Padre, de su amor a las humillaciones, de su generosa entrega a todos los dolores y a la muerte, de su amor al Padre y a nosotros, pecadores, a los cuales quiso salvar y reconciliar con el Padre, haciéndonos además hijos de Dios.

Todo esto tomó sobre sí para poder darse a nosotros en el Santísimo Sacramento, para poder permanecer entre nosotros en el Sagrario, para poder entregarse a nosotros sobre el altar como oblación nuestra al Padre, a la Santísima Trinidad.

Todo esto es lo que debemos ver, con los ojos de la fe, en la Sagrada Hostia.

El Sacrificio de la Santa Misa es una viva copia, una reproducción sacramental de la Muerte de Cristo en la Cruz. La separación de su Cuerpo y de su Alma se halla representada de un modo visible en la separación de su Cuerpo y de su Sangre, en las especies de pan y vino, bajo las cuales se ofrece a sí mismo sobre el altar.

Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no puede volver a padecer y a morir. Sobre el Altar aparece como Señor glorioso. Esto no obstante, en la Misa, en la Santa Consagración, se reproduce, incruentamente, ante nuestros ojos su muerte cruenta.

Sobre el altar aparece personalmente entre nosotros el mismo Cristo que se inmoló por nosotros en la Cruz. Aparece con los mismos sentimientos, con el mismo acto interior de inmolación que constituyó el alma del Sacrificio cruento de la Cruz y que constituye igualmente la verdadera alma del Sacrificio incruento del Altar.

Del mismo modo que entonces con su muerte cruenta en la Cruz, o sea, con la violenta separación de su Cuerpo y de su Sangre, manifestó, en forma a todos visible, su profunda y total inmolación, su absoluta y amorosa entrega al Padre y su infinito amor hacia nosotros; así ahora, en el Sacrificio de la Misa, vuelve a renovar cada día, en forma visible, el mismo sentimiento profundo, la misma convicción, el mismo e ininterrumpido acto de sacrificio, de inmolación, por medio de la sacramental separación de su Cuerpo y de su Sangre, bajo las especies del pan y del vino.

La Santa Misa es, pues, una reproducción visible, sacramental, de la Pasión y Muerte de Jesús. Todos los días debemos contemplar en esta acción sagrada lo que le costó a Cristo redimirnos.

La Santa Misa no es, pues, una imagen vacía, una reproducción mecánica e inerte de la Pasión del Señor. Aquí, como allí, dominan unos mismos elementos substanciales: Cristo, su Cuerpo, su Sangre, su Alma, la misma amorosa aceptación del sacrificio de sí mismo, el mismo acto, permanente, ininterrumpido, de autoinmolación.

La Santa Misa es el modelo en el cual debemos contemplar constantemente la Pasión y Muerte del Señor, para aprender a convertirnos, cada día más perfectamente, en un mismo sacrificio al Padre con nuestra Cabeza, con Cristo, que se inmola a sí mismo voluntariamente; para tratar de imitar y reproducir en nosotros sus mismos sentimientos de inmolación, su acto de sacrificio, íntimo, total y perpetuo.

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La Santa Misa constituye el centro de la piedad cristiana. Pero la Santa Misa nos remite al cruento Sacrificio de la Cruz. Por lo tanto, la participación en el Sacrificio del Altar debe crear en nosotros, forzosa y naturalmente, una más profunda inteligencia de la vida de sacrificio de Jesús; debe hacernos ver que la vocación del cristiano consiste en hacerse un mismo sacrificio con Cristo, en llevar una vida de sacrificio.

La participación en el Sacrificio de la Misa debe engendrar en nosotros la convicción de que el sacrificio constituye la raíz, el corazón y el coronamiento de toda vida grande, noble, verdaderamente cristiana.

Aquí es donde debemos venir a proveernos de luz, de entusiasmo, de fuerza y de coraje para el sacrificio.

Nuestra participación en la Santa Misa será siempre infructuosa e incompleta, mientras no produzca en nosotros un alegre y generoso olvido de nosotros mismos, un perfecto espíritu de renuncia y de abnegación; mientras no nos fortalezca y no nos impulse a una vida de viril y continuo sacrificio por amor de Dios y de su Hijo Jesucristo.

La Sagrada Eucaristía es, por parte del Señor, el Sacramento de la donación y de la entrega absolutas. ¿Será por parte nuestra otra cosa distinta? ¿No debe ser el alma de nuestra vida? ¿Qué hemos de ser, sino una hostia pequeña, insignificante, pero entregada totalmente a Cristo, saturada de su mismo espíritu de sacrificio, convertida con Él en una sola e idéntica oblación al Padre?

Un alma eucarística es, forzosamente, un alma que se consume en holocausto de Dios y de Jesucristo.

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Santificado sea el tu Nombre. He aquí el acto fundamental de la religión, de la piedad cristiana, lo único verdaderamente importante en nuestra vida.

Santificar el nombre de Dios, glorificar a Dios, reconocerlo por Señor y servirle como Él se merece…, he aquí lo esencial.

Pero, ¿quién podrá glorificarle como Él se merece? Solamente un ser: el Hijo de Dios humanado, Nuestro Señor Jesucristo.

Él es consubstancial al Padre; al mismo tiempo, es uno de nosotros. Dios y hombre en una sola Persona, Cristo puede rendir al Padre el verdadero acatamiento que Él se merece: un acatamiento, una adoración y una alabanza infinitas.

Según esto, la mayor glorificación que nosotros podremos y deberemos ofrecer al Padre consistirá en presentarle a Jesús, en sacrificarle al que es por esencia su mejor pregón de gloria. Jesús es, en efecto, el resplandor de la gloria del Padre y la figura o la reproducción exacta de su misma naturaleza. Es el himno triunfal, el canto de alabanza, infinitamente perfecto y santo, con que el Padre se glorifica a sí mismo eternamente en el seno de su gloriosa inmensidad.

Sólo en Jesús, con Jesús y por Jesús podremos santificar nosotros el Nombre de Dios. Sólo en Él, con Él y por Él podremos glorificar al Padre de una manera digna.

Por eso, el acto más grande y más fundamental de nuestra religión, de nuestra piedad, consiste en ofrecer, en presentar al Padre la Persona y los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.

Consiste en ofrecerle nuestro sacrificio, en sacrificarle a Jesús. Pero, al ofrecerle a Cristo, debemos ofrecernos y sacrificarnos también nosotros mismos, unidos a Él con la más íntima y estrecha comunidad de sentimientos y de sacrificio.

En la Santa Misa ofrecemos a Jesús. Todo lo que nosotros hagamos de nosotros mismos, todo cuanto queramos ofrecer a Dios por nosotros solos, será ante Él tan poquita cosa, tan nada como nosotros mismos.

Y, sin embargo, estamos obligados a dar a Dios una gloria infinita, una gloria digna de Él. ¿Cómo, pues, podremos cumplir este deber? Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso

Por Él, y con Él, y en Él es a Ti, Padre omnipotente, en unión con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.

En la Santa Misa podemos ofrecer al Padre la Persona de Jesús. Dios no nos dio a su Hijo para que lo retuviéramos egoístamente entre nosotros, sino para que se lo devolviéramos en la santa Misa como oblación nuestra.

En el Sacrificio del Altar tomamos a Jesús, inmolado, hecho nuestra santa ofrenda; tomamos el Corazón de Cristo, su Cuerpo, su Alma santísima, su preciosísima Sangre, sus méritos infinitos, su adoración y acatamiento al Padre, su amor y todo lo que Él encierra en sí mismo de santo y de agradable a Dios, y se lo presentamos, se lo ofrecemos al Padre, para cumplir con el deber que por nosotros solos no hubiéramos podido cumplir jamás:

- el deber de glorificar a Dios de un modo plenamente digno de Él;
- el deber de alabar, de dar gracias y de rendir a Dios el acatamiento y la adoración que Él se merece;
- el deber de ofrecerle una completa satisfacción por todos nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad.

Suscipe, Sancte Pater... Recibe, Padre Santo, esta oblación pura, santa, inmaculada….

Por Él y con Él y en Él (es decir, en virtud de la viva incorporación con Cristo, con la Cabeza) es a ti, Padre omnipotente (aun por parte nuestra), un honor y una gloria infinitas

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Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Este es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre; con estas palabras instituyó el Señor el Santo sacrificio de la Misa.

La Sangre que será derramada por la remisión de los pecados, significa, en el lenguaje de la Sagrada Escritura, una sangre sacrificial. Va siempre unida a un verdadero y real sacrificio. La Santa Misa es el mismo Sacrificio de Cristo en la Cruz.

La Víctima del Sacrificio de la Santa Misa es Cristo, Nuestro Señor. De igual modo que, en otro tiempo, empujado por su infinito amor, se ofreció en sacrificio al Padre, muriendo cruentamente en la Cruz y en medio cíe los más atroces tormentos; así ahora, en el Sacrificio de la Santa Misa, vuelve a ofrecerse al Padre, aunque de un modo incruento, como Señor glorioso e inmortal.

Y, con su Persona, presenta al Padre su Santísimo Cuerpo y su Preciosa Sangre. Le ofrece la santa vida que llevó aquí en la tierra, los méritos que adquirió y todas las virtudes que practicó. Le ofrece, en fin, su Pasión y Muerte… Una hostia pura, santa, inmaculada, plenamente agradable al Padre…

Desde los mismos días de Abel y Caín, la humanidad erige un altar y ofrece en él sus sacrificios. Se reconoce culpable y alejada de Dios. Quiere reconciliarse con Él. Desea alcanzar su perdón y su gracia. De aquí sus sacrificios, la sangre expiatoria de millares de animales y, a veces, de los mismos hombres…

Pero Dios no puede complacerse en estos sacrificios, por numerosos que ellos sean. No quisiste los sacrificios y las ofrendas. No te agradaban los holocaustos expiatorios. Entonces dije yo: Aquí me tienes a mí… Hijo Unigénito tuyo. Jesús se ofreció Él mismo en la Cruz impulsado por su amor y su obediencia al Padre.

Ahora continúa inmolándose sobre nuestros Altares, vuelve a renovar cada día, en el Sacrificio incruento de la Santa Misa, su Sacrificio cruento de la Cruz.

La visión del Profeta se realiza en el Sacrificio de la Santa Misa: Del Oriente al Occidente es grande mi Nombre entre todas las naciones, y en todo lugar se sacrificará y ofrecerá a mi Nombre una oblación inmaculada...

El Pontífice que ofrece a Dios la Víctima en el Sacrificio de la Santa Misa es uno solo y el mismo que se ofreció a sí mismo en la cruz.

El verdadero Pontífice, en el Sacrificio de la Misa, es el mismo Cristo, Nuestro Señor. Por eso, la Santa Misa es siempre un Sacrificio puro, santo y digno de Dios; un Sacrificio eficaz y de un valor infinito.

Bajo las especies del pan y del vino reconozcamos y veamos al mismo Señor, vivo y personalmente presente, ofreciéndose a sí mismo al Padre y ofreciéndole, al mismo tiempo, en un íntimo, santo y total acto de sacrificio, su Cuerpo, su Sangre y su Alma, su Vida, su Pasión y su Muerte. Y todo ello, con el mismo amor con que realizó un día su cruento Sacrificio de la Cruz.

Siendo, pues, el mismo Señor el verdadero Pontífice, se sigue que el Sacrificio de la Santa Misa rinde al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo un honor y una gloria infinitamente perfectas y dignas de la Divinidad.

En el Sacrificio de la Santa Misa Jesús es, a la vez, la Víctima y el Pontífice, la Hostia y el Sacerdote.

Jesús es nuestro Supremo Pontífice. En el Sacrificio de la Santa Misa desempeña esta función de un modo invisible, pero con el mismo ardoroso amor, con la misma abnegada obediencia, con el mismo hondo deseo de glorificar al Padre y de ofrecerle una completa satisfacción por nuestros pecados, con los mismos sentimientos, en suma, con que realizó un día su cruento Sacrificio de la Cruz.

Su Corazón se dirige al Padre para glorificarle, para darle gracias y para amarle como Él se merece. Y se dirige también a nosotros para adorar al Padre en lugar nuestro, para alabarle por nosotros, para realizar y completar lo que nosotros no podemos realizar ni llevar a cabo por nosotros mismos.

Nosotros poseemos un Pontífice Supremo: Jesucristo, el Hijo de Dios. He aquí la verdadera, la incomparable riqueza del cristiano. Este Pontífice es santo, inocente, puro, y ha sido elevado por encima de todos los cielos.

Él es nuestra esperanza y nuestro consuelo. En Él podemos depositar toda nuestra confianza.

Él es también nuestra Víctima. En Él poseemos una Hostia, una oblación santa y completamente digna de Dios. Esta Hostia, esta oblación es el Sacratísimo Corazón de Nuestro Salvador.

Dios mediante, el Viernes después de la Octava del Corpus Christi contemplaremos este Sagrado Horno de Caridad divina.

domingo, 26 de mayo de 2013

Ssma. Trinidad


FIESTA DE LA
SANTÍSIMA TRINIDAD


Con la Fiesta de Pentecostés se concluye la celebración litúrgica del misterio histórico de la Redención.

Ya hemos alcanzado la nueva vida en Cristo.

El Espíritu Santo ha sido derramado en nuestras almas para conservar, para desarrollar, para llevar hasta su madurez y plenitud la vida que alcanzamos en la Resurrección, en Pascua.

Esta labor del Espíritu Santo en nuestras almas se prosigue a lo largo de los Domingos después de Pentecostés.

Nuestra tarea durante este tiempo debe ser una eficaz y asidua colaboración con el Espíritu Santo que actúa en nosotros y nos santifica, dejándonos conducir y madurar por Él sincera y gustosamente.

Los Domingos del Tiempo Después de Pentecostés, de manera distinta de lo que acontece en Adviento, Epifanía, Cuaresma y Pascua, se presentan en una completa independencia los unos de los otros.

Durante el curso de la semana, vivimos absortos en nuestros trabajos y obligaciones, permanecemos en contacto con el mundo y con su espíritu, cuyas salpicaduras siguen manchándonos de vez en cuando; pero, al llegar el Domingo, queremos renovar en él, junto con el Bautismo, con la Confirmación y con la Eucaristía, la felicidad del día de Pascua; queremos volver a resucitar de nuevo en Cristo y con Cristo; queremos identificarnos con Él más hondamente; queremos robustecer y profundizar la vida de Pascua y la vida en el Espíritu.

Renunciamos de nuevo al espíritu del mundo, al pecado. Vamos a buscar en el Sacrificio de la Santa Misa nueva fuerza vital, nueva alegría y nuevo coraje para proseguir durante la semana siguiente la lucha por Cristo y por la vida en Cristo.

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Estos veinticuatro Domingos de Pentecostés se ensamblan perfectamente dentro de la gran trayectoria que va desde la Pascua hasta la segunda venida de Cristo, pasando por su Ascensión a los Cielos.

El Tiempo Pascual nos trajo la gracia de la Redención, la plenitud de la vida del Señor, la incorporación a Él y a su Iglesia.

El Señor subió al Cielo para prepararnos allí una morada: Después que me haya ido y os haya preparado un lugar, volveré de nuevo a vosotros y os llevaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.

Nosotros hemos sido dejados en este mundo armados con el Espíritu de Pentecostés, dispuestos a cumplir nuestra misión como soldados de Cristo, con la fuerza del Espíritu, con los sentimientos y el espíritu de Cristo.

Sin embargo, no olvidemos la promesa que nos hizo el Señor: Volveré a vosotros y os llevaré conmigo.

Esperamos, ansiosos y anhelantes, el retorno del Señor, y tenemos preparadas nuestras lámparas. Pronto llegará la hora en que se nos diga: ¡Ya viene el Esposo: salidle al encuentro!

Según esto, el tiempo Después de Pentecostés es para la Iglesia el tiempo del crecimiento y de la culminación del Reino de Dios sobre la tierra, y se enlaza armónicamente con Pentecostés, con el día de la fundación de la Iglesia.

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Tres pensamientos dominan en las Misas del tiempo Después de Pentecostés y, por lo mismo, deben dominar también en nuestra conducta religiosa, espiritual: el recuerdo de la Pascua, la espera del retorno del Señor y la actitud ante las luchas y dolores de la vida presente.

Refresquemos el recuerdo de la Pascua, de nuestra salvación y resurrección, de nuestra salida del sepulcro del pecado…

Esperemos anhelantes la liberación final que nos ha sido prometida. La redención perfecta que esperamos llegará con el día de Cristo, cuando Él vuelva, con poder y majestad, para juzgar a los vivos y a los muertos…

Mientras tanto, prosigamos aquí con todo coraje la lucha entre el espíritu y la carne, entre el hombre nuevo y el hombre viejo, entre el Reino de Dios y el reino del pecado.

En el Sacrificio de la Santa Misa alcanzaremos todos los días nueva fuerza y nuevo valor para luchar y vencer: Yo vivo, y vosotros también viviréis.

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El Primer Domingo después de Pentecostés está impedido por la Fiesta de la Santísima Trinidad: se celebrará durante el curso de la semana.

La Sagrada Liturgia ha ido descubriéndonos, a lo largo del Año Eclesiástico, los grandes misterios de la Redención, es decir, del amor y de la condescendencia divinas.

Impulsada por el agradecimiento, la Santa Iglesia se remonta hoy a la misma fuente de todas las gracias y misterios que ha vivido y contemplado durante todo el transcurso del Año Eclesiástico, al origen, al primer principio y último fin de todo: a la Santísima Trinidad.

Quiere desahogar hoy su corazón, inundado de agradecimiento y de amor, en un perenne Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto.

Por eso, en el Introito, recordando los misterios y las gracias de Navidad, de Pascua y de Pentecostés, eleva su cántico, jubiloso y agradecido, hasta el trono del Dios Uno y Trino: Bendita sea la Santa Trinidad y la Individua Unidad. Glorifiquémosla, porque ha tenido misericordia de nosotros.

Los Kyries de hoy significan, más que nunca, Padre, Hijo y Espíritu Santo, aceptad nuestro pedido de misericordia y nuestro cordial agradecimiento.

El mismo sentimiento vuelve a repercutir con nueva intensidad en el Gloria y en las palabras finales de la Epístola: De Él (Padre) y por Él (Hijo) y en Él (Espíritu Santo) existe todo: a Él sea la gloria por todos los siglos.

A Él sea la gloria… A estas palabras de la Epístola responde el canto del Gradual y del Aleluya.

El misterio de la Santísima Trinidad nos es revelado en el Evangelio. Nosotros no podemos comprenderlo. Sin embargo, creámoslo ciegamente y cantemos alegres nuestro Credo.

El Ofertorio va acompañado de este canto: Benditos sean Dios Padre, y el Unigénito Hijo de Dios, y también el Espíritu Santo, porque han tenido misericordia de nosotros.

Cantemos, pues, con la bella antífona de la Comunión: Bendecimos al Dios del cielo, y le alabaremos ante todos los vivientes, porque ha manifestado con nosotros su misericordia.

Terminemos la Misa con esta honda convicción. Nuestro Deo gratias de hoy debe ser un alto y sonoro: Dios ha manifestado con nosotros su misericordia. ¡Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo!

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Hoy debe ser la gran fiesta de nuestro agradecimiento al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo por haber realizado, y por continuar realizando en nosotros, una misericordia sin límites, la obra de la creación, de la redención y de la santificación.

¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! Llena de asombro y de respeto, la Santa Iglesia, y nosotros con ella, contempla hoy, con el Apóstol San Pablo, el abismo de la misericordia, de la sabiduría y de la ciencia divinas.

Este insondable abismo de la sabiduría y del amor de Dios se manifiesta en el misterio de la predestinación de los hombres y, sobre todo, en la vocación de los gentiles, con preferencia al pueblo escogido de Israel.

Todos los pueblos conocieron en un principio la Revelación divina.

Sin embargo, los gentiles la abandonaron pronto y se alejaron del verdadero Dios.

Éste escogió entonces a Israel.

Pero Israel, a su vez, rechazó a Cristo y huyó, por tanto, de la salud. La Incredulidad de Israel hizo que el Evangelio pasase a los pueblos de los gentiles.

Pues Dios los entregó a todos (a judíos y a gentiles) a la incredulidad, para poder compadecerse de todos (Rom. 11, 32).

¡Oh profundidad de las riquezas de la misericordia, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, sus decretos y su conducta; y cuán impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién ha conocido jamás los designios de Dios? ¿Quién ha sido nunca su consejero? ¿Quién le ha dado nada, para que Él tenga que devolver a nadie alguna cosa? Todo cuanto existe, existe de Él, y por Él, y en Él, y para Él. De Él proceden todos los seres, por Él conservan su existencia y para Él ha sido creado todo: la naturaleza y la gracia, el tiempo y la eternidad. Todo proclama, todo debe proclamar el poder, la hermosura, el amor y la sabiduría de Dios. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos!

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Bendita sea la Santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su misericordia.

A este Dios estamos nosotros consagrados. Él, por su infinita misericordia, nos ha hecho participantes de su vida divina. Hemos sido bautizados en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, o, lo que es igual, hemos sido sumergidos en la misma vida, infinitamente fértil, de la Santísima Trinidad; hemos sido hechos consortes de la naturaleza divina.

En virtud del Santo Bautismo ya no nos pertenecemos a nosotros mismos. No pertenecemos a ninguna cosa creada, ni a un hombre, ni al mundo, ni a Satanás.

En el Santo Bautismo pronunciamos nuestro Renuncio a todo esto…

Desde entonces creemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Estamos consagrados a Dios, somos su propiedad.

¡Sólo Dios! Todo lo demás es indigno de nosotros. Sólo Dios basta. Ahora, en la tierra; más tarde, en el Cielo, en donde poseeremos y gozaremos de la vida, infinitamente fecunda, santa, beatífica y embriagadora, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Pura misericordia de Dios para con nosotros! Bendita sea la santa Trinidad y la indivisible Unidad. Glorifiquémosla, porque ha manifestado en nosotros su misericordia…

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Hoy debe ser un día de acción de gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Durante todo el curso del Año Eclesiástico hemos experimentado a cada paso lo mucho que la misericordia y el amor de Dios han hecho por los hombres, por la santa Iglesia y por cada uno de nosotros en particular.

Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su mismo Hijo Unigénito, para que, todo el que crea en Él, no perezca, sino que alcance la vida eterna.

Debe ser un día de nueva y más honda consagración a Dios. Renovemos con toda el alma nuestro Renuncio bautismal. Rompamos con todo lo que desagrade a Dios. Repitamos de nuevo, como en el día de nuestro Santo Bautismo: Creo en el Padre, creo en el Hijo, creo en el Espíritu Santo.

Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Estas palabras quieren expresar algo más que la simple confesión de la real existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de un solo Dios en tres Personas.

Significan, sobre todo, lo siguiente: Yo vivo para el Padre, para el Hijo y para el Espíritu Santo, a los cuales me consagré y entregué por mi santo Bautismo.

Renovemos y ratifiquemos hoy esta consagración a Dios. Hemos sido consagrados con Cristo; nos hemos entregado, con Él, al Padre en propiedad. No vivamos, pues, ya más para nosotros mismos. Vivamos totalmente para Dios solo.

En la Sagrada Comunión, el Señor sellará y corroborará esta nuestra consagración a Dios. La consagración a Dios en esta vida terrena se ensancha, gracias a la Sagrada Comunión, hasta una perpetua y eterna comunidad de vida con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo.

Un día veremos a Dios tal cual es, cara a cara. Entonces poseeremos y gozaremos eternamente su vida, su gloria, su esencia divina, las delicias de su amor divinamente sublime.

He aquí lo que nos ha granjeado el Hijo de Dios con su Encarnación, con su Vida, con su Pasión, Muerte y Resurrección.

Bendigamos al Dios del Cielo y glorifiquémosle ante todos los vivientes, porque ha manifestado en nosotros su misericordia.

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La vida cristiana es inconcebible sin la Trinidad; y cuanto más sobrenaturalmente vivamos, tanto más comprenderemos lo que significa que Dios es Padre, es Hijo, es Espíritu Santo.

Cuando el cristiano piensa en Dios Padre, no puede olvidar que el Padre es aquél del cual depende toda paternidad en el cielo y en la tierra, como dice San Pablo. Dios Padre ha comunicado su vida divina al Hijo, a su Hijo natural, desde toda la eternidad, y, en el tiempo, nos la comunica también a nosotros, hijos suyos adoptivos, mientras nos eleva al estado sobrenatural.

Cuando el cristiano piensa en Dios Hijo, no puede menos que conmoverse. La vida divina que deriva del Padre al Hijo, pasa del Hijo a la humanidad —que Él une personalmente en la Encarnación—, y del Hombre-Dios se vuelca en todas las almas.

No había nada más conveniente que esto: que para otorgarnos el don de convertirnos en hijos adoptivos del Padre, no se encarnase la primera o la tercera Persona, sino el Hijo Natural de Dios, el cual, de este modo, como lo observa San Pablo, se convertía en el primogénito entre muchos hermanos.

Finalmente, el verdadero cristiano no puede menos que pensar en el Espíritu Santo, en el Amor substancial entre el Padre y el Hijo.

Si somos hijos de Dios por los méritos de Jesucristo, también nosotros estamos unidos al Padre y lo amamos. Pero el nuestro es y no puede ser sino un amor natural. Nos une a Dios el amor sobrenatural, que nos es infundido por el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia, como Cristo es su Cabeza. Él une a la Esposa de Cristo con el Padre. Es Él el que obra en nuestras almas por medio de la gracia, con la caridad, con sus virtudes y con sus dones.

Con mucha razón, pues, exclamaba San Agustín: El misterio de la Trinidad es un gran misterio y un arcano saludable.

Nada más fecundo para la vida cristiana.

domingo, 19 de mayo de 2013

Pascua Roja


PENTECOSTÉS


Nos relata la Epístola de la Vigilia de Pentecostés que el Apóstol San Pablo llegó a Éfeso y allí encontró unos discípulos que ya habían sido bautizados. Los interrogó para saber si, después de bautizados, habían recibido también el Espíritu Santo; pero ellos no sabían qué es el Espíritu Santo; no habían oído hablar nada de Él.

Si no conocen ni poseen el Espíritu Santo, no han recibido el Bautismo de Cristo, concluye San Pablo. En efecto, ellos sólo habían recibido el Bautismo de San Juan Bautista, pero no el Bautismo instituido por Jesucristo.

Ellos se dejaron bautizar en Nombre del Señor Jesús, y cuando Pablo, después del Bautismo, les impuso las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Con su infusión les dio también, en forma visible y palpable, sus dones especiales, y comenzaron a hablar en varias lenguas y a profetizar.

En este episodio, la Sagrada Liturgia nos involucra a todos los que hemos recibido el Bautismo de Cristo y la Santa Confirmación. Somos, por lo tanto, portadores del Espíritu Santo, estamos llenos del Espíritu de Cristo. A nosotros se refiere el Introito de la Vigilia: Cuando yo fuere santificado en vosotros, os reuniré de todos los pueblos (en la comunidad de la Iglesia) y derramaré sobre vosotros un agua pura (Bautismo). Y os daré un Espíritu nuevo (Confirmación, Pentecostés).

No hay duda: nos ha sido dado el Espíritu Santo. El Espíritu Santo, unido al Padre y al Hijo con unión divina, es el dulce Huésped de nuestra alma, mora en nosotros; permanece en la más íntima y viva unión con nuestra alma... ¡Ah, si conociésemos el don de Dios!

Dice el Evangelio de la Vigilia: El Espíritu Santo permanecerá con vosotros y estará en vosotros. El mundo no puede recibirlo; no lo ve, ni lo conoce. Pero morará, vivirá y obrará en vosotros, que habéis sido incorporados a Cristo.

El Espíritu Santo es quien sella y completa la eterna y substancial unión del Padre con el Hijo. El Espíritu Santo es quien une también a Cristo con nosotros, a la Cabeza con los miembros, para que ambos vivan, obren, oren, sufran, amen y adoren al Padre juntamente, inseparablemente.

Mediante su maravillosa venida a nosotros y su unión con nosotros, el Espíritu Santo realiza nuestra incorporación a Cristo y, por ello, nos une con la fuente misma de la gracia.


¡Qué elevación la de nuestra naturaleza!

¡Qué amor tan grande el de Dios, pues el Padre y el Hijo nos han enviado el Espíritu Santo, el mismo amor que une mutuamente a ambos en una eterna y substancial beatitud y felicidad! Y este mismo Espíritu Santo, el amor personificado del Padre y del Hijo, nos une a los pobres hombres con el Hijo y, por el Hijo, con el Padre.

¡El Don de Dios! ¡Ay!, pero nosotros no pasamos nunca más allá de la superficie de nuestra alma; no penetramos hasta el fondo de ella, hasta donde el Espíritu Santo ha establecido su tranquilo y recóndito santuario...

Vivimos muy disipados, demasiado absortos en las obligaciones y trabajos del momento. No ambicionamos unos minutos de silencio y de quietud, para dedicárselos al divino Huésped que mora en nosotros, al Espíritu Santo. Lo tratamos como a un extranjero. Lo olvidamos. Y Él continúa siempre silencioso, allá en el fondo de nuestra alma, esperando de nosotros, resignadamente, una mirada, una palabra...

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Consideremos cómo resume el Santo Catecismo el motivo de nuestros festejos:

En la solemnidad de Pentecostés honra la Iglesia el misterio de la venida del Espíritu Santo.

La fiesta de la venida del Espíritu Santo se llama Pentecostés, que quiere decir quincuagésimo día, porque la venida del Espíritu Santo acaeció a los cincuenta días de la Resurrección del Señor.

Pentecostés era también una fiesta solemnísima entre los hebreos y era figura de la que celebran los cristianos. El Pentecostés de los hebreos se instituyó en memoria de la ley dada por Dios en el monte Sinaí entre truenos y relámpagos, escrita en dos tablas de piedra, cincuenta días después de la primera Pascua, a saber: después de ser librados del cautiverio del Faraón.

Lo que se figuraba en el Pentecostés de los hebreos se ha cumplido en el de los cristianos, por cuanto el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y los otros discípulos de Jesucristo que estaban reunidos en un mismo lugar con la Santísima Virgen, e imprimió en sus corazones la nueva ley por medio de su divino amor.

En la venida del Espíritu Santo oyóse de repente un sonido del cielo, como de viento impetuoso, y aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, que se asentaron sobre cada uno de los allí congregados.

El Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, los llenó de sabiduría, fortaleza, caridad y de la abundancia de todos sus dones.

Los Apóstoles, después que fueron llenos del Espíritu Santo, de ignorantes se trocaron en conocedores de los más profundos misterios y de las Sagradas Escrituras, de tímidos se hicieron esforzados para predicar la fe de Jesucristo, hablaron diversas lenguas y obraron grandes milagros.

El primer fruto de la predicación de los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo, fue la conversión de tres mil personas en el sermón que hizo San Pedro el día mismo de Pentecostés, la cual fue seguida de muchísimas otras.

El Espíritu Santo no fue enviado a solos los Apóstoles, sino también a la Iglesia y a todos los fieles.

El Espíritu Santo vivifica la Iglesia y con perpetua asistencia la gobierna, y de aquí le nace la fuerza incontrastable que tiene en las persecuciones, el vencimiento de sus enemigos, la pureza de la doctrina y el espíritu de santidad que mora en Ella, en medio de la corrupción del siglo.

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Jesucristo regresó al Padre en su Ascensión; y en Pentecostés cumple su promesa y envía a los Apóstoles y a la Iglesia el Espíritu Santo prometido.

Con su Encarnación y su muerte de cruz el Señor nos mereció esta venida del Espíritu Santo. Ahora en el Cielo, suplica y nos alcanza la asistencia del Espíritu Santo para que crezcamos en gracia y en santidad, para que seamos fuertes e invencibles y para que alcancemos la perfecta santidad por medio de la perfecta incorporación a Él, la Cabeza.

El Espíritu Santo es quien establece la comunidad de vida entre Cristo y nosotros, y quien hace que la Cabeza y los miembros vivan y obren en la más íntima compenetración y solidaridad. La vida y la acción de Cristo, de la Cabeza, y las del Espíritu Santo, del Santificador, son mutuamente inseparables en nosotros.

Por eso, para el Apóstol San Pablo es la misma cosa vivir en Cristo y vivir en el Espíritu. Es exactamente lo mismo que escribe San Juan: En esto conocemos que permanecemos en Cristo, y Él en nosotros; en que Él nos hizo participantes de su Espíritu.

Somos elevados a la vida divina por medio de Cristo, pero también por medio del Espíritu Santo. Donde no actúa el Espíritu Santo no es posible la vida en Cristo.

La vida divina está continuamente viva y es dada constantemente a Cristo, al Dios humanado. Cuando le dejamos a Él obrar en nosotros, nos envía, en unión con el Padre, el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación y de amor. Este Espíritu, a su vez, nos impulsa de nuevo hacia el Padre, nos hace anhelar y aspirar con toda el alma a ser hijos del Padre.

Por eso, la vida en Cristo que recibimos en el Santo Bautismo quedaría incompleta y no podría llegar a su pleno desarrollo, si no nos fuera enviado el Espíritu Santo.

Pentecostés es el complemento, la culminación de Pascua. Pascua nos da, por la incorporación a Cristo, una vida nueva. Pero esta vida necesita desarrollarse y fortalecerse. Es necesario que la vida divina, que recibimos en el Santo Bautismo, se convierta en un fuego devorador, en un poder y en una fuerza capaces de aniquilar todo obstáculo.

El Sacramento del Santo Bautismo exige, como su normal complemento, el Sacramento de la Santa Confirmación. La nueva vida que se da en el sacramento del nuevo nacimiento precisa ser afirmada, robustecida y completada por el sacramento del Espíritu, de la Santa Confirmación.

Es preciso que alcance aquella indomable y suave robustez y fortaleza, la tranquila, armoniosa y omnipotente fuerza de una convicción, de una mentalidad formada divinamente.

El alma llamada y equipada en el Sacramento de la santa Confirmación para el heroísmo cristiano camina en una constante, serena e irrefrenable ascensión hacia la perfección cristiana, hacia el heroísmo de las virtudes cristianas.

El Bautismo sólo basta para darnos la vida divina, para alcanzarnos la salud eterna. Por él poseemos la vida. Pero, en la mente del Señor, esta vida necesita ser robustecida y llevada hasta su plenitud por el Sacramento de la Santa Confirmación. El Señor nos quiere cristianos totales, perfectos; no se contenta con que poseamos una vida raquítica, anémica, una vida que nos cueste grandes trabajos y esfuerzos poder preservarla de la muerte del pecado.

Todo esto lo obra la Santa Confirmación. El espíritu de Pentecostés es espíritu de fortaleza invencible, de confesor, de mártir.

Tan es así, que los Apóstoles salían jubilosos del Sanhedrín, porque fueron hallados dignos de padecer ignominia por el Nombre de Jesús.

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Viene el Espíritu Santo, prometido por el Señor. Es la tercera Persona de la Santísima Trinidad. Llega entre el fragor de una fuerte tempestad y desciende en forma de lenguas de fuego sobre cada uno de los Apóstoles. Impulsados por la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles se lanzan al mundo, predicando y confesando por todas partes, con palabras y con obras, y hasta con la propia sangre, a Cristo, al Crucificado y Resucitado.

Pentecostés es el día del nacimiento de la Iglesia, del Cristianismo, de la nueva raza.

El episodio de Pentecostés nos lo narra la Epístola. Los Discípulos se hallan todos reunidos en el Cenáculo, junto con María. Hacia la hora de Tercia, es decir, a eso de las nueve de la mañana, se oye en el cielo un gran estrépito, como el de una poderosa tempestad. Entonces aparecen unas como lenguas de fuego, que van a posarse sobre la cabeza de cada uno de los Apóstoles. Todos quedan llenos del Espíritu Santo y comienzan a hablar en varias lenguas lo que el Espíritu les sugiere. Mientras tanto, en torno al Cenáculo se ha reunido una gran muchedumbre cosmopolita. No se explican, lo que ocurre. Oyen contar a los Apóstoles, cada cual en su lengua nativa, las maravillas de Dios.

El hombre tocado del Espíritu ya no camina en la carne, es decir, según las máximas e ideales del hombre puramente natural, totalmente entregado a lo terreno. Camina en el Espíritu. Está lleno de la luz de la verdad, es educado interiormente por el Espíritu Santo, por el Espirita de Verdad.

En el Espíritu de Verdad la nueva raza contempla las cosas y los acontecimientos de la vida en su relación con Dios, a la luz de la Providencia divina, a la luz de la eternidad.

En el Espíritu de verdad y de amor esta raza se rige, en toda su mentalidad y actuación, por un solo motivo y bien: por lo que Dios quiere.

Son hombres espiritualizados: viven en el Espíritu; y, por lo mismo, caminan en el Espíritu.

En Pentecostés, la Iglesia aparece radiante; ya está madura para la dura vida que le espera sobre la tierra; ya está fuerte para compartir la vida de su Esposo; para permanecerle fiel, a pesar de todo lo que pueda sobrevenirle; para defenderlo en todo, dichosa de poder engendrar y conducir continuamente a su Esposo nuevas generaciones.

En ella vive y actúa el Espíritu de Dios, el Espíritu de Verdad y de Amor. Él es el alma del Cuerpo de la Iglesia; Él la conduce y guía a su eterno desposorio con Cristo, su Esposo.

Este es el significado de la venida del Espíritu Santo, de la fiesta de Pentecostés.

El Espíritu Santo desciende envuelto en el fragor de la tempestad. Invade y penetra los corazones de los Apóstoles y Discípulos. Se tornan anchos, libres, desprendidos, sin la debilidad e imperfección que tenían hasta ese momento. El Espíritu Santo los modela. Consume el viejo mundo de sus pensamientos, deseos, afectos, sentimientos y motivos y levanta en ellos el reino del espíritu. Les inocula nueva vida. Les da coraje, fortaleza, firmeza de carácter, paciencia inquebrantable y una gran presteza para todo sacrificio, incluso el del martirio, por la causa de Cristo.

Para la Iglesia, en su Sagrada Liturgia, Pentecostés no es solamente un hecho histórico, pasado. El episodio relatado en la Epístola continúa siendo una perenne actualidad. También lo vivimos nosotros. El primer Pentecostés va a reproducirse y realizarse en nosotros. Por eso suplicamos al fin de la Epístola: Envía tu Espíritu, y se obrará una nueva creación. La faz del mundo quedará renovada. Ven, Espíritu Santo; llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

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Pentecostés es un día de acción de gracias por la fundación de la Santa Iglesia, en la cual están depositadas todas nuestras riquezas sobrenaturales y por la cual se nos transmiten la gracia y la Redención.

Pentecostés es un día de acción de gracias por la venida del Espíritu Santo a nosotros en el Santo Sacramento de la Confirmación. Es un día de alegre y gozosa confianza en la acción del Espíritu de Dios en nosotros, en su dirección y conducta.

Pentecostés es la confirmación, el sello y la consumación del misterio de Pascua. Pascua es Bautismo, Pentecostés es Confirmación. Pascua es nuevo nacimiento, Pentecostés es madurez, plenitud de fuerza en el Espíritu Santo.

Renovemos en este día nuestra entrega al Espíritu Santo que vive en nosotros. Él debe ser el alma de nuestra alma. Él debe dominar sobre las ruinas del espíritu propio y de la propia mentalidad.

Pentecostés es un día de Rogativas para implorar la plenitud del Espíritu Santo, de sus gracias y dones.

Supliquemos, pues, con la Santa Iglesia:

Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
Ven, Padre de los pobres;
ven, Dador de los dones;
ven, Luz de los corazones.

Ven, Consolador óptimo;
ven, Huésped dulce del alma;
ven, calmante refrigerio,
descanso en el trabajo,
frescura en el estío,
en el dolor solaz.

¡Oh Luz beatísima!
Llena los senos del corazón de tus fieles.
Sin tu auxilio, nada hay en el hombre
nada hay bueno, nada sin mancha y puro.

Lava lo que está sucio,
riega lo que está seco,
sana lo que está herido,
ablanda lo que está áspero,
templa lo que está frío
y haz recto lo torcido.

Concede a los fieles
que en Ti solo esperamos,
Tu sacro Septenario.
Da de la virtud el mérito,
da un término dichoso
y da el perenne gozo. Amén.