domingo, 21 de julio de 2013

Pentecostés 9


NOVENO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


I Corintios, 10: 1-13: Pues no debéis de ignorar, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos a la sombra de aquella nube, que todos pasaron el mar; y que todos, al mando de Moisés, fueron en cierta manera bautizados en la nube, y en el mar; que todos comieron el mismo manjar espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual (porque ellos bebían del agua que salía de la misteriosa piedra, y los iba siguiendo; mas la piedra era Cristo); pero, a pesar de eso, la mayoría de ellos desagradaron a Dios; y así quedaron muertos en el desierto. Cuyos sucesos eran figura de lo que atañe a nosotros, a fin de que no nos dejemos arrastrar de los malos deseos, como ellos se dejaron.
No seáis adoradores de los ídolos, como algunos de ellos, según esta escrito: se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantaron para danzar.
Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y murieron en un día como veintitrés mil.
Ni tentemos a Cristo, como hicieron algunos de ellos, los cuales perecieron mordidos de las serpientes.
Ni tampoco murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y fueron muertos por el Ángel exterminador.
Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos.
Mire, pues, no caiga el que piensa estar en pie.
Hasta ahora no habéis tenido sino tentaciones humanas u ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros.


San Lucas, 19: 41-47: Y cuando llegó Jesús cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.


La Epístola de este Domingo hace desfilar ante los ojos de nuestro espíritu una extraordinaria e impresionante procesión: la del pueblo israelita, peregrinando a través del desierto.

Ha pasado bastante tiempo después de los grandes y prodigiosos sucesos de la salida de Egipto y del tránsito por el Mar Rojo. Los israelitas se encuentran ya en medio de la inmensa vastedad del desierto, el cual oprime sus corazones y fatiga su vista con su aridez y su eterna monotonía.

Por eso se vuelven nostálgicos hacia los pasados placeres de Egipto. Pero llegan incluso a cosas peores: algunos fabrican un becerro de oro y comienzan a danzar en torno de él, mientras tanto, otros se entregan frenéticamente a la lujuria y a la idolatría más abominables; en fin, no faltan lo que se insubordinan y comienzan a murmurar de Dios y de Moisés.

Estas infidelidades atraen sobre ellos el castigo de Dios. En un solo día perecen veintitrés mil de los que se entregaron a la lujuria; otros mueren mordidos por misteriosas serpientes; y los murmuradores son exterminados por un Ángel vengador.

El Evangelio, por su parte, nos ofrece un cuadro paralelo: nos presenta al Salvador en el Monte de los Olivos, llorando sobre la ciudad de Jerusalén. Al contemplar la bella y soberbia ciudad, orgullosa de su grandioso Templo, Jesús no puede reprimir las lágrimas y un postrer llamamiento misericordioso: ¡Ah, Jerusalén! ¡Ojalá conocieras, al menos en este último día que se te da, de dónde puede venir tu paz!

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¡Atención! Lo que leemos en la Epístola, acerca del pueblo de Israel en el desierto, y en el Evangelio, acerca de la Jerusalén infiel, puede suceder también con nosotros.

Por eso San Pablo dice: Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos. Mire, pues, no caiga el que piensa estar en pie.

Hemos sido sacados del Egipto del mundo extraño a Dios, hemos sido arrancados a la esclavitud del Faraón Satanás, hemos cruzado el Mar Rojo, salvándonos así del poder del enemigo...

Pero también es cierto que hemos sido internados en el árido desierto de la vida, por el cual tendremos que peregrinar durante largos años. También es cierto que hemos contraído muchas y graves obligaciones, a las que tenemos que permanecer constantemente fieles...

No menos cierto es que nuestro nombre y estado de cristianos nos exige una vida dedicada por completo a Dios, alejada de todo falso ídolo; y nos prohíbe entregarnos a la lujuria, nos obliga a no tentar al Señor, a no murmurar de Dios...

¿No fue Israel escogido entre todos los demás pueblos de la tierra? ¿No poseyó las promesas de Dios, los Patriarcas, la Revelación, el culto del verdadero Dios y el sacrificio? ¿No poseyó Jerusalén su magnífico Templo, el altar de los sacrificios, sobre el cual ardía constantemente el fuego sagrado de los holocaustos? ¿No habitó el mismo Dios en el Sancta Sanctorum de su Templo?

Por todo esto, precisamente, se creía Jerusalén segura... Y, sin embargo, cayó.

¿No fue el mismo Dios quien, por medio de la nube y de la columna de fuego, condujo a Israel a través del desierto? ¿No poseyó este pueblo el Arca de la Alianza y el sacrificio? ¿No fue su conductor y guía un santo varón, Moisés, escogido por el mismo Dios?

Y, a pesar de todo esto, Israel claudicó en el desierto...

¿Bastarán el Bautismo, el pertenecer a la Santa Iglesia, formar parte de la Tradición, para preservarnos de la caída y de la ruina?

El que crea estar firme, tenga cuidado no caiga...

Lo que se nos dio en el Santo Bautismo, en la Confirmación y todo lo que hemos recibido hay que conservarlo, protegerlo, robustecerlo y desarrollarlo mediante una constante y encarnizada lucha.

El pueblo peregrinando a través del desierto, que nos presenta la Epístola, y la Jerusalén, de que nos habla el Evangelio, somos nosotros mismos. Reconozcamos humildemente que también nosotros hemos dado más de un motivo a Nuestro Salvador para llorar sobre nuestra alma y para decir de ella: ¡Ojalá conocieras tú, al menos en este supremo día que se te da, de dónde puede venir tu paz!

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Con el Bautismo y la Confirmación se realizó con nosotros una misteriosa y divina selección. Hoy se nos estimula a ser fieles a nuestra gracia bautismal, a que respondamos realmente a nuestro nombre de cristianos. También nosotros podemos menospreciar la gracia y hacernos infieles a nuestra vocación.

La Epístola y el Evangelio de hoy se esfuerzan en que pongamos toda nuestra atención en el pueblo de Israel, en el pueblo otrora escogido por Dios y enriquecido por Él con un sinnúmero de gracias.

Israel se sabe elegido; se abandona confiado a su elección: somos hijos de Abrahán, poseemos el Templo del Señor. Se cree seguro...

Pero, prevaricación tras prevaricación, cuando llega el Mesías anunciado por los Profetas lo desprecia y rechaza... El pueblo escogido no correspondió a su elección...

¡Israel cayó! Fue abandonado y desheredado por Dios. ¡Cuánto se preocupó el Señor por él! ¡Con qué amor solicita a Jerusalén! Llora sobre la ciudad y hace un último y patético llamado...

Lo profetizado, exactamente, fue lo que sucedió cuarenta años más tarde. Jerusalén, la ciudad elegida y colmada de beneficios por Dios, cayó por no haber conocido el tiempo de su visitación, por haber menospreciado las gracias de Dios.

¡Terrible lección para nosotros! ¡Escarmentemos en cabeza ajena! No basta la elección.

Se requiere, además, que correspondamos a todas las gracias que nos han sido dadas en la incorporación a la Santa Iglesia.

Se requiere que guardemos una constante y cada vez más perfecta fidelidad a nuestra elección, a nuestra vocación, a nuestros deberes de cristianos.

Se requiere que muramos completamente al propio espíritu, a los sentimientos individuales y egoístas, para que el reino de Dios pueda alcanzar en nuestra alma su pleno desarrollo.

Todas estas cosas les sucedieron a ellos de un modo figurado, y han sido escritas para escarmiento de los que vivimos ahora, en estos últimos tiempos... Ojalá no tenga que decirnos el Señor, como a Jerusalén: Desconociste el tiempo de tu visitación y no correspondiste a la gracia...

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Sentóse el pueblo a comer y a beber, y levantóse a danzar. Y eso que se trata del pueblo escogido por Dios, salvado por Él en medio de innumerables portentos, conducido milagrosamente a través del desierto, alimentado con maná y colmado de gracias sin cuento.

A pesar de todo esto, menosprecia la gracia, se olvida de la Tierra Prometida, hacia la cual se dirige, y vuelve su vista hacia los pasados placeres de Egipto, de cuya esclavitud acaba de ser arrancado milagrosamente.

Más aún; no contento con esto, fabrica un becerro de oro y se pone a comer, a beber y a bailar en torno de él...

Todas estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento... Jerusalén, Jerusalén...

¿Qué no hizo Dios por su pueblo escogido? ¡Con qué frecuencia le envió Profetas, para instruirlo, para corregirlo, para apartarlo de la idolatría y para conducirlo por el buen camino! ¡Qué gracias tan copiosas y extraordinarias!

Y Jerusalén responde a ellas apedreando y matando a los Profetas, a los enviados de Dios.

He aquí una admirable pintura de la constancia con que Dios nos ha colmado de gracias a todos nosotros. Grande, extraordinaria, inapreciable es la gracia santificante... Vivimos sumergidos constantemente en una atmósfera sobrenatural, rodeados de la gracia por todas partes...

Pero desatendemos, menospreciamos la gracia y la invitación de Dios. Preferimos seguir nuestros propios deseos e inclinaciones y respondemos a las llamadas, a los dones de Dios con un desdeñoso o, cuando menos, con un frío ¡no!

Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación...

Jerusalén, el alma, quedará abandonada a sí misma; le serán retirados todos los auxilios, todas las gracias y bendiciones de Dios. Quedará expedito el camino para todos sus enemigos; para los enemigos internos —orgullo, amor propio, pasiones— y para los enemigos externos —Satanás, espíritu mundano, etc.

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Todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura, para escarmiento nuestro. Esta es la gran verdad que la Sagrada Liturgia quiere grabar hoy profundamente en nuestros corazones.

El que crea estar seguro, tenga cuidado no caiga. Olvido, menosprecio de la gracia: he aquí nuestro gran mal.

¡Insondable misterio! Necesitamos constantemente de la gracia actual para poder obrar rectamente, como conviene a un hijo de Dios, y, sin embargo, respondemos casi habitualmente con un seco ¡no! a las excitaciones de dicha gracia.

¿Es que Jerusalén no tuvo medios más que suficientes para poder conocer claramente el tiempo de su visitación? Si la ciudad no conoce el tiempo de su visitación, es únicamente por su propia culpa. Lo desprecia consciente, voluntariamente.

Tiene fijas sus esperanzas en un Mesías temporal, en un Mesías que la liberte del yugo romano y le devuelva su esplendor y grandeza políticas, su poderlo terreno.

Por eso no quiere reconocer al Mesías verdadero, menosprecia el tiempo de su misericordiosa visita. Por eso también le sobrevendrá más tarde el justo castigo.

Todas estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento. La visita del Señor, ignorada por nuestra propia culpa, y las gracias, olvidadas o menospreciadas por nosotros con tanta frecuencia, claman venganza, castigo y expiación.

No tentemos a Cristo, como lo tentaron algunos de ellos en el desierto. Conocían bien las órdenes, la voluntad de Dios. Sin embargo, la menospreciaron, no le dieron importancia.

No tentemos a Cristo; no menospreciemos su gracia, sus exhortaciones, sus mociones, sus mandamientos, su Voluntad.

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Por la gracia santificante el alma se hace toda luz, toda belleza, toda claridad. Adquiere un modo de ser traslucido, puro, espiritual, semejante al mismo ser de Dios. ¡Ojalá conocieses tú el don de Dios! ¡Ojalá conocieses el valor de la gracia santificante y el de las demás virtudes infusas que crecen con ella, es a saber: la fe, la esperanza y la caridad!

Preferimos a éstas otras muchas cosas terrenas, mundanas, temporales y, a veces, hasta ilícitas o abiertamente pecaminosas, sin preocuparnos del peligro a que nos exponemos al obrar así.

Desdeñamos el pensar y el juzgar de las cosas y de la vida inspirados por la fe. Al contrario, preferimos pensar y juzgar de un modo puramente natural y humano. Valoramos las cosas y los sucesos como lo hace el vulgo gregal e inculto de un modo groseramente materialista, rastrero, interesado.

Es que nos olvidamos de santificar, por medio de una intención sobrenatural, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras. Sólo así podrá ser provechosa nuestra existencia. Sólo así podremos ser verdaderamente útiles a nosotros mismos, a la Iglesia y a las almas de los otros.

Sí; nosotros menospreciamos la gracia, desdeñamos lo sobrenatural, no damos importancia a los Sacramentos, a las enseñanzas y preceptos de la Iglesia.

¡Esta es la verdadera causa de nuestra esterilidad, de nuestro estancamiento, cuando no de nuestro retroceso en la vida espiritual!

¡Cómo debe llorar sobre nosotros el Señor, al ver que despreciamos así su gracia y su amor, al ver que posponemos todo esto a las vanidades y ridiculeces de esta vida!

Clamemos al Señor y pidámosle nos libre de menospreciar la filiación divina y su gracia.

domingo, 14 de julio de 2013

Octavo de Pentecostés


OCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Romanos 8: 12-17: Hermanos, somos deudores no a la carne, para vivir según la carne. Porque si viviereis según la carne, moriréis. Mas si por el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos cuantos obran por el Espíritu de Dios éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para obrar de nuevo por temor, sino que recibisteis el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba! Padre. Porque el mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo. Con tal, no obstante, que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados.


San Lucas 16: 1-9: Y decía también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado delante de él como disipador de sus bienes. Y le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo decir de ti? Da cuenta de tu mayordomía porque ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré porque mi señor me quita la mayordomía? Cavar no puedo, de mendigar tengo vergüenza. Yo sé lo que he de hacer, para que cuando fuere removido de la mayordomía me reciban en sus casas. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su señor, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu escritura, y siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes? Y él respondió: Cien coros de trigo. Él le dijo: Toma tu vale y escribe ochenta". "Y alabó el señor al mayordomo infiel, porque lo hizo prudentemente; porque los hijos de este siglo, más sabios son en su generación, que los hijos de la luz. Y yo os digo: Que os ganéis amigos de las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis, os reciban en las eternas moradas.



La vocación cristiana impone al hombre gravísimos deberes y le sitúa ante una gran tarea a realizar. Y ello, no sólo por unos días o por unos años, sino por toda la vida y por todos los instantes de ella.

En la Epístola de hoy, San Pablo nos explica las obligaciones contraídas: no somos deudores de la carne, para vivir según la carne; al contrario, somos hijos de Dios, herederos suyos y coherederos de Cristo.

Por lo tanto, hemos sido llamados a mortificar con el espíritu las obras de la carne y estamos obligados a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios, a vivir enteramente para lo divino, para lo sobrenatural, para lo eterno.

Esto nos costará lucha y sacrificios sin cuento, hasta que logremos dominar y poner al servicio del espíritu el poder de la carne.

Por el contrario, ¡cómo lucha el hombre terreno, mundano, en defensa de sus intereses! ¡Cómo lo pone todo en juego para poder conseguir sus propósitos, sus aspiraciones terrenas, temporales!

Buena prueba de ello la tenemos en el mayordomo de la parábola del Evangelio de hoy.

Sin embargo, en su género y dada su mentalidad, es un hombre realmente activo, diligente, celoso, previsor: es un verdadero modelo de prudencia y de sabia actividad, que bien podrían imitar los hijos de la luz en sus afanes y luchas por la perfección espiritual, por su salvación eterna.

Pero, desgraciadamente, los hijos de este mundo son más prudentes en sus cosas que los hijos de la luz en las suyas.

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Somos hijos de Dios y, por lo tanto, herederos suyos y coherederos de Cristo. ¿Qué más queremos? ¿Nos falta algo todavía?

Para convencernos plenamente de nuestra inconcebible grandeza en Cristo la Sagrada Liturgia presenta hoy ante nuestros ojos este doble modelo, diametralmente opuestos: el del hombre carnal y el fiel hombre espiritual, el del hijo del mundo y el del hijo de Dios, el del hombre que vive en Cristo y el del hombre separado de Cristo.

El hombre carnal es el hombre de lo presente, de lo perecedero. Sus sentimientos, sus aspiraciones y toda su mentalidad se ciñen exclusivamente a lo que existe aquí en la tierra. Está magistralmente retratado en el administrador del Evangelio de hoy.

Es un hombre que sólo se preocupa de sacar provecho de las cosas temporales y de los medios que para ello habrá de utilizar.

En cambio, le tiene sin cuidado el que estos medios sean justos o injustos, lícitos o ilícitos.

Es un hombre que pertenece por completo a los hijos de este mundo. Para él no significan absolutamente nada la vida futura, los mandamientos de Dios y una vida conforme al ejemplo de Cristo, a las máximas y principios del Evangelio.

Los que son carnales no encuentran gusto más que en lo que es de la carne. La prudencia de la carne es muerte. Es enemiga de Dios, pues no se somete a su Ley. Los que son carnales no pueden agradar a Dios.


En los hombres espirituales, en aquellos que están en Cristo, que no caminan según la carne, no se encuentra nada digno de condenación, nada pecaminoso y digno de castigo. Porque la ley del espíritu les ha dado la vida en Cristo y los ha libertado de la ley del pecado y de la muerte.

El Espíritu de Dios, que animó a Jesús, vive en los bautizados. Este Espíritu es el mismo aliento de Dios, es su llama vivificante, es el mismo Dios. Él es quien obra en nosotros, quien nos inunda de su vida divina, quien nos inflama con el fuego del amor divino, quien inspira en nuestro corazón los sentimientos de filial amor al Padre.

Él es quien nos hace contemplar la vida con ojos sobrenaturales, desde el punto de vista de la eternidad. Él es quien nos hace valorar todas las cosas a la luz de los designios de Dios, quien hace que encontremos nuestro contento en todo aquello, y sólo en aquello, que aprecia Dios.

Él nos incita a renunciar, a despreciar todos los intereses terrenos, todo lo que aprecian y aman los hombres carnales y el mundo.

Grande, sublime es la vida del espíritu. Aunque exteriormente parezca pobre, sin embargo, en su íntima esencia, es algo enorme y extraordinariamente rico.

Obscura, insignificante, inadvertida al exterior, interiormente es, sin embargo, muy poderosa y elevada. Ella nos inocula la misma vida de Dios; nos da una santa libertad, una paz y un definitivo sosiego en Dios.

¿Quién más dichoso, más libre, más imperturbable y más fuerte que el hombre vivificado por el Espíritu de Dios? Este tal comparte realmente la misma vida de Dios.

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Vosotros habéis recibido el Espíritu de filiación. El Espíritu Santo creó en nosotros la vida de la gracia, como también fue Él quien, en el instante de la Anunciación, descendió sobre la Virgen de Nazaret y obró en Ella el prodigio de la Encarnación del Hijo de Dios.

Esto fue lo que pasó en el gozoso y bienaventurado instante de nuestro Bautismo. Desde entonces el Espíritu Santo habita en nuestra alma, y expande en nosotros su efusión amorosa, el torrente de su amor, que es Él mismo.

En virtud de este amor, hemos sido hechos miembros vivos de Cristo, hemos sido incorporados a Cristo, a la Cabeza, se nos ha comunicado la nueva vida en Cristo.

Impulsados por este amor, nos dirigimos, en Cristo, con Cristo y por Cristo hacia el Padre, como verdaderos hijos suyos. El Espíritu que nos ha sido dado nos encamina, nos conduce a Dios.

Mas, los hijos de este mundo son más prudentes en sus negocios que los hijos de la luz en los suyos.

Los hijos de este mundo viven la vida del hombre natural. Piensan de un modo humano. Impulsados por esta mentalidad puramente terrena, no aspiran más que a poseer bienes, a conseguir su bienestar y su honra, a vivir de lleno y exclusivamente para los negocios e intereses puramente temporales. Viven según el espíritu del mundo.

En cambio, los que han recibido el Espíritu de filiación, se dejan animar y conducir, lo mismo en sus pensamientos que en sus deseos y en sus obras, por el Espíritu de Dios.

Impulsados por la fuerza del Espíritu Santo, que habita y obra en ellos, mortifican en sí mismos las obras de la carne, es decir, el pecado, el espíritu humano y sus obras.

Cuando este amor se apodera del alma, la obliga a despojarse de todos sus pensamientos, de todos sus deseos y de todas; sus aspiraciones puramente humanas y naturales. La llena de luz divina. Le hace apreciar y valorar las cosas y los sucesos según el criterio y los principios de la fe, conforme a las enseñanzas y al ejemplo de Cristo.

Si alguien, en otro tiempo, creyó que podía confiar en la carne, en su origen y nacimiento, en su educación y cultura, en sus talentos y habilidades, en su carácter, en su poder y en sus grandes obras, ahora el Espíritu le transforma de tal manera, que no puede menos que repetir con Pablo: Lo que tuve en otro tiempo por ganancia, lo desprecié más tarde por amor de Cristo.

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Si viviereis según la carne, moriréis. Y, al contrario, viviréis, si mortificáis las obras de la carne por medio del Espíritu.

El Señor envía a nuestra alma, mientras nosotros no lo impedimos con el pecado mortal, el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación y de amor. Este Espíritu de filiación nos empuja constantemente hacia el Padre, nos impulsa a vivir, en Cristo y con Cristo, en una filial, gozosa y confiada entrega al Padre y a sus intereses.

Existe en nosotros mucho de bajo, de innoble, de carnal, de pecaminoso, que lucha encarnizadamente contra el espíritu. El alma pugna constantemente por elevarse a la espiritualidad. Tantas veces como no logra triunfar y no puede revestirse de sentimientos puros, nobles y santos, otras tantas vuelven a levantar de nuevo su cabeza las pasiones del hombre bestial, carnal, animal.

Por eso se encuentra siempre entre esta doble alternativa: o luchar incansablemente contra el bajo hombre, o sucumbir ante el poder de las pasiones bestiales y convertirse en prisionera, en esclava de lo innoble, de lo abyecto, de la carne y de sus concupiscencias.

Si quisiera renunciar a la lucha, se convertiría en traidora de su propia espiritualidad, se haría enemiga de su propia vida, atentaría contra su misma existencia...

En ese caso, renunciaríamos a convertirnos en hombres verdaderos, nobles, completos; despreciaríamos el ser hijos de Dios; renunciaríamos a la nobleza, a la libertad, a la dicha de los hijos de Dios.

La filiación divina sólo puede obtenerse mediante una encarnizada y constante lucha contra la ley del pecado, contra la concupiscencia de la carne, contra la concupiscencia de los ojos y contra la soberbia de la vida.

El Espíritu Santo nos enseña que el verdadero y único camino para la nobleza natural y para la espiritualidad sobrenatural se encuentra en la lucha, en la austera y continua ascesis, en el constante vencimiento de uno mismo.

En la santa Confirmación se nos dio el Espíritu Santo como Espíritu de fortaleza; Él no quiere otra cosa que conducirnos, por el triunfo sobre la ley de la carne, a la perfecta filiación divina.

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La ley del Espíritu Santo es la ley de la santa libertad. Es la ley de los hombres, a los cuales hace vivir según la medida y las normas establecidas por Dios. Él abraza, domina, desarrolla y fecundiza todo cuanto de grande, de noble y de santo ha puesto Dios en el corazón humano.

Esta ley del espíritu es la que nos libera del pecado y de las faltas. Es la que engendra en nosotros un alma clarividente y perspicaz, capaz de ver y descubrir lo divino en todas las cosas, inclinada siempre a lo recto, a lo noble, a lo divino.

Es la que nos libera de las cadenas del egoísmo y de las malas pasiones, y la que nos eleva hasta la santa libertad de los hijos de Dios.

La ley del espíritu es la ley de la santa libertad, es la ley real que nos eleva por encima de los limitados horizontes del mundo presente, nos llena de fuerza, de superioridad y de triunfal convencimiento y nos reviste de sentimientos regios e imperiales.

La ley del espíritu quebranta las cadenas de nuestra natural indolencia, de nuestra tibieza para el bien, de nuestra desgana para todo lo religioso, para el cultivo del hombre interior. Nos hace libres, ágiles, expeditos, fuertes.

Respetemos, pues, la ley del espíritu. No nos sometamos a ella a la fuerza. Al contrario, abracémosla con entera libertad, fervorosamente, con plena y gozosa generosidad.

La ley del espíritu constituye toda nuestra vida. Convenzámonos bien de esta verdad. Es una ley que responde a las más hondas exigencias de nuestra naturaleza, sedienta de Dios, de verdad, de bondad, de belleza y de perfección.

Es una ley que sólo aspira a hacernos libres, a redimirnos, a elevarnos, a saturarnos de fuerza y de vida divinas.

En la ley del espíritu residen nuestra vida, nuestra libertad y la plenitud de nuestra filiación divina.


No olvidemos que somos hijos de Dios y coherederos de Cristo... pero que los hijos de este siglo son más sabios su generación, que los hijos de la luz...

domingo, 7 de julio de 2013

Pentecostés 7


SÉPTIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Romanos 6: 19-23: Hablo en términos humanos, en atención a vuestra flaqueza natural. Pues si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad. Pues cuando erais esclavos del pecado, erais libres respecto de la justicia. ¿Qué frutos cosechasteis entonces de aquellas cosas que al presente os avergüenzan? Pues su fin es la muerte. Pero al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna. Pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.


San Mateo, 7: 15-21: Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, y por dentro son lobos rapaces: por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así todo árbol bueno lleva buenos frutos; y el mal árbol lleva malos frutos. No puede el árbol bueno llevar malos frutos, ni el árbol malo llevar buenos frutos. Todo árbol que no lleva buen fruto, será cortado y arrojado en el fuego. Así, pues, por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése entrará en el reino de los cielos.


La liturgia de hoy dibuja con fuertes trazos, frente a frente, los dos tipos esencialmente antagónicos que nos presentara el domingo pasado: el hombre viejo, el hombre sin Dios y sin Jesucristo, el hombre de la pura humanidad, y el hombre nuevo, nacido de Dios en el Santo Bautismo, lleno del Espíritu Santo por el Sacramento de la Confirmación, espiritualizado, cristificado, divinizado y que marcha hacia a Dios como hacia su meta definitiva.

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El hombre viejo es descrito por San Pablo en la Epístola del día: En otro tiempo pusisteis vuestros miembros al servicio de la inmundicia y de la iniquidad, para vivir desenfrenadamente, es decir, según los deseos de un corazón inclinado profundamente al mal; para vivir libertinamente, sin freno alguno, sin sujeción a los mandamientos de Dios ni a la ley moral natural, impresa y grabada por el mismo Dios en lo más hondo de todos los corazones.

Erais esclavos del pecado y vivíais alejados de la justicia... Con estos negros colores nos pinta el Apóstol al hombre irredento.

En la misma Epístola a los Romanos, San Pablo se expresa de modo claro y firme:

Por cuanto conocieron a Dios y no lo glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se desvanecieron en sus razonamientos, y su insensato corazón fue oscurecido. Diciendo ser sabios se tornaron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible en imágenes que representan al hombre corruptible, aves, cuadrúpedos y reptiles. Por lo cual los entregó Dios a la inmundicia en las concupiscencias de su corazón, de modo que entre ellos afrentasen sus propios cuerpos. Ellos trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y dieron culto a la creatura antes que al Creador (...) Por esto los entregó Dios a pasiones vergonzosas, pues hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza. E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en mutua concupiscencia, cometiendo cosas ignominiosas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida de sus extravíos. Y como no estimaron el reconocimiento de Dios, los entregó Dios a un sentido depravado para hacer lo indebido, henchidos de toda iniquidad, malicia, fornicación, avaricia, injusticia, llenos de envidia, homicidios, riña, dolos, malignidad; murmuradores, calumniadores, aborrecidos por Dios, insolentes, soberbios, altivos, inventores de maldades, desobedientes a sus padres, insensatos, desordenados, hombres sin amor ni pacto y sin misericordia. Y si bien conocieron la justicia de Dios, no entendieron que los que practican tales cosas son dignos de muerte; y no sólo las hacen, sino que también se complacen en los qué las practican.


Así lo vivió y lo vio San Pablo. Y el hombre moderno corrobora el juicio del Apóstol. Su máxima fundamental reza:

Fuera Dios, fuera la fe en un Dios, en un Cristo, en una sobrenaturaleza, en un orden sobrenatural, en un mundo del más allá. No existe más que un solo dios: el espíritu humano, la humanidad. El hombre es su propio legislador, su ley y su juez. Cualquier otro precepto que no proceda de él mismo, es un precepto inmoral y no debe cumplirse.

Por eso, huelga toda doctrina acerca de un pecado, de una caída original. La naturaleza humana es esencialmente buena, hermosa, casta, pura, santa. El hombre no tiene más que obedecer a su naturaleza, vivir conforme a ella, satisfacer todos sus instintos y exigencias.

¿Qué necesidad hay, pues, de un Redentor, de una Encarnación del Hijo de Dios, de una Iglesia, de una ayuda divina, de una gracia sobrenatural?

Tal es el espíritu del hombre moderno, del hombre autónomo, libertado de Dios, incrédulo.

¡Él mismo es su dios y su ley!

¿Qué extraño es, pues, que contemplemos por todas partes tanta injusticia, tanta insinceridad, tanto egoísmo, tanta inmoralidad, tanta corrupción y tanta miseria moral?

Por haber despreciado a Dios, Dios los abandonó a ellos y los entregó al réprobo sentido. ¡Los hizo esclavos del pecado, de la incredulidad, de la negación de Dios, del odio a Dios, de la autodivinización, etc.!

Por el delito de impiedad, por el cual pecaron contra la naturaleza divina, han sido llevados a pecar contra su propia naturaleza.

Por haber trocado la verdad de Dios en mentira, los entregó Dios, no ciertamente empujándolos al mal, sino abandonándolos a pasiones ignominiosas, o sea, a pecados contra natura.

Pues hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra natura; trocaron el derecho, rompieron la alianza eterna, o sea, el derecho natural.

En lo relativo a los maridos, explica que, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron, esto es, fuera de los límites naturales, se inflamaron; y esto en mutua concupiscencia carnal, cometiendo cosas ignominiosas varones con varones.

Algo es contra la naturaleza del hombre por razón del género, que es animal. Ahora bien, manifiesto es que conforme a la intención de la naturaleza la unión de los sexos en los animales se ordena al acto de la generación. De aquí que todo género de unión del que no se pueda seguir la generación es contra la naturaleza del hombre en cuanto es animal.

Y conforme a esto se dice: el uso natural es que el varón y la mujer se unan para ser una sola carne en concúbito; y contra la naturaleza es que el varón profane a varón, y la mujer a mujer.

La perversión sexual tan extendida en los centros de cultura moderna, es consecuencia de la apostasía de nuestra época, que la asemeja a aquellos tiempos paganos señalados por San Pablo.

La santa crudeza con que habla el Apóstol nos sirva de ejemplo de sinceridad y de amor a la verdad.

El mundo y los fariseos suelen escandalizarse de las palabras claras más que de las acciones oscuras…

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El hombre nuevo, por el contrario, pone sus miembros al servicio de la justicia, para vivir santamente.

Vosotros fuisteis libertados del pecado (en el Santo Bautismo) y hechos siervos de Dios. Ahora vuestro fruto es la santidad y, al fin, la vida eterna. En virtud de nuestro Bautismo y de nuestra incorporación a Cristo, hemos sido convertidos en árbol bueno, en ramas frescas y lozanas del buen árbol, Cristo.

Todo árbol bueno produce buenos frutos. No basta con bellas hojas estériles. El Señor exige frutos. No entrará en el reino de los cielos el que me diga: Señor, Señor, sino el que haga la voluntad de mi Padre.

Esto es el hombre nuevo, el cristiano muerto totalmente a los propios gustos, a las seducciones de la concupiscencia de la carne, al atractivo y a la esclavitud de los bienes y de los placeres terrenos, al deseo de brillar y de ser honrado por los hombres, vive solamente para la voluntad del Padre.

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La Sagrada Liturgia nos presenta hoy una prueba decisiva, que debemos aplicar también a nosotros mismos. Esa prueba es la siguiente: Por sus frutos los conoceréis —al hombre viejo y al nuevo.

Las obras de la carne del hombre viejo son bien manifiestas. Se llaman: fornicación, lujuria, impureza, idolatría, enemistades, disputas, emulaciones, ira, riñas, disensiones, divisiones, sectas, envidias, homicidios, embriagueces y otras cosas parecidas. Los que practiquen esto no podrán penetrar en el reino de Dios.

Los frutos del espíritu del hombre nuevo, sobrenatural son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.

Del mismo modo que en otro tiempo pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad, para vivir desenfrenadamente, así debéis ponerlos ahora al servicio de la justicia, para vivir santamente.

Nada de lo nuestro debe pertenecer ya más al mundo, a la tierra, al pecado, a la propia voluntad. Debemos entregarlo todo a Dios y a su santa voluntad. Dejémonos invadir y saturar, cada día más y más, del espíritu de Cristo, para que nuestros miembros se entreguen totalmente al servicio de la justicia y podamos después repetir con el Señor: Mi único alimento consiste en hacer la voluntad del Padre que está en los cielos.

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En virtud del Santo Bautismo hemos sido convertidos en sarmientos de Cristo, de la verdadera y fecunda vid.

Todo sarmiento mío, que no produzca fruto, será arrancado por el Padre, por el viñador. El que produzca fruto, será limpiado y podado, para que produzca más fruto todavía.

Nosotros hemos sido llamados a producir fruto, a producir fruto copioso. No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos. Nosotros nos contamos, con mucha frecuencia, entre aquellos que se contentan con exclamar Señor, Señor, para tornar a caer en seguida en las faltas habituales, para continuar después satisfaciendo los propios gustos y aficiones.

¿Serán estos los frutos de la verdadera oración cristiana? Evidentemente que no. Una oración como esa no puede ser verdadera, no puede agradar a Dios. Y no agrada tampoco a los hombres. Lo único que consigue es desacreditar y hacer odiosa la piedad.

El que en sus oraciones se contente solamente con repetir de labios a fuera Señor, Señor, no alcanzará ninguna bendición celeste. Al contrario, caerá sobre él este fallo tajante de Cristo: No entrará en el reino de los cielos.

Todo árbol que no dé fruto, será arrancado y lanzado al fuego.

El que haga la voluntad de mi Padre, ese es el que entrará en el reino de los cielos. No basta con meras palabras, con un inútil Señor, Señor. Dios exige de los que hemos sido incorporados a Cristo verdaderos frutos.

Ahora bien, el verdadero fruto es hacer la voluntad del Padre que está en los Cielos.

La vida práctica es la mejor prueba de la oración verdadera. Si, a pesar de tanto rezar, no nos hacemos mejores, más desinteresados, más caritativos, más dispuestos al sacrificio, más fieles para con Dios y más observantes de sus mandamientos, entonces es que nuestra oración no es sincera.

Si no nos tornamos cada vez más fuertes, más animosos, más decididos a luchar contra nuestras inclinaciones desordenadas, contra nuestros defectos ordinarios; si no somos cada día más pacientes, más benignos, más dulces con nuestros hermanos, más indulgentes con las debilidades y faltas de los demás; si no progresamos constantemente en la humildad, en el aprecio al propio estado, en el fiel cumplimiento de nuestras obligaciones, entonces es que nuestra oración no es verdadera, convencida.

Si, a pesar de todas nuestras meditaciones, rezos y demás prácticas de piedad, no nos hacemos cada vez más perfectos, no estamos cada día más dispuestos a someternos gustosamente en todo a las disposiciones de la divina Providencia, a recibir alegremente, como venidas de la mano de Dios, todas las tribulaciones, enfermedades, desgracias, dolores, sufrimientos, contrariedades, fracasos, tentaciones y demás pruebas de la vida, entonces es que nuestras meditaciones, nuestros rezos y toda nuestra piedad son una cosa ficticia, superficial, puramente externa, sin ningún contenido interno.

La verdadera oración, la verdadera piedad impulsa forzosamente, y cada vez con mayor urgencia, a someterse siempre y en todo a Dios, a no ver en todas las cosas y sucesos de la vida más que la voluntad y el agrado divinos, a secundar constantemente y por encima de todo los deseos y las órdenes de Dios, aunque para ello haya que vencer antes la más obstinada resistencia de la naturaleza.

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Por sus frutos conoceréis a los auténticos cristianos, a los hombres verdaderamente piadosos, a las personas entregadas de veras a Dios. No basta con estar bautizado, se necesitan frutos. Deben hablar las obras antes que nada.

La Santa Iglesia se preocupa seriamente del crecimiento y de la madurez de nuestra vida divina; y por medio de la Liturgia nos amonesta y exhorta: El mal árbol produce malos frutos. También él produce frutos, pero son frutos malos, silvestres, inaprovechables.

Son árboles malos todos los que no han recibido aún el santo Bautismo, todos los que no poseen aún la gracia santificante, los que están privados de la vida de Dios y de Cristo, los que viven según las inclinaciones, las pasiones y la mentalidad de la naturaleza corrompida.

Todos estos podrán trabajar afanosamente, podrán realizar grandes esfuerzos y sacrificios de orden natural, podrán contribuir poderosamente, con su talento y con su febril actividad, al progreso y al bienestar del mundo... Podrán producir abundantes frutos; pero serán frutos inútiles, corrompidos, nacidos de la muerte, sin valor para la vida eterna a la que todos estamos llamados.

Son árboles malos todos aquellos que, después de haberse unido a Cristo por el Santo Bautismo, quebrantan sus votos bautismales y se vuelven a separar de Dios y de Cristo por el pecado mortal. Conservan todavía su carácter bautismal y la fe en Dios y en Cristo; pero están muertos, son ramas secas, sarmientos desgajados de la vid Cristo. Son completamente estériles para el bien, no pueden producir frutos de santidad.

Son árboles malos todos aquellos que, aunque continúen en posesión de la gracia santificante y en vivo contacto con Dios y con Cristo, no dedican, sin embargo, a su vida divina todo el cuidado que debieran y que ella exige. Estos tales no cometen, ciertamente, pecados mortales; pero, por lo demás, tampoco se preocupan gran cosa del desarrollo de su vida interior.

Son árboles malos todos los que no trabajan sincera y afanosamente en el desarrollo de su vida sobrenatural, los que no se esfuerzan con energía por adquirir las virtudes y la perfección cristiana. Todos estos son árboles que reverdecen y echan hojas; pero no pasan de ahí.

Finalmente son árboles malos todos aquellos que trabajan por adquirir la perfección, pero que lo hacen, no por motivos sobrenaturales, sino por cálculos puramente humanos. Su aparente virtud, su cristianismo, obedece únicamente al deseo de granjearse crédito y estima entre los hombres.

Todos estos producirán ciertamente frutos, pero serán frutos dañados, inútiles.

El buen árbol no produce malos frutos. Estos árboles reciben su fuerza vital y su fecundidad del mismo Cristo, fuente y plenitud de toda santidad, de toda bondad y de toda fortaleza.

Todo consiste en que permanezcamos siempre íntimamente unidos con Cristo y en que cada día tratemos de acrecentar y ahondar todavía más esta unión.

Todo depende de que nos entreguemos a Él sin reserva alguna y de que seamos cada vez más fieles a lo que le prometimos el día de nuestro Santo Bautismo.

Sólo se requiere que renunciemos, generosa y alegremente, a todo lo que pueda destruir o debilitar nuestra unión con Cristo, a todo lo que pueda impedir o retardar nuestro crecimiento en la vida divina.

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Reconoce, oh cristiano, tu dignidad, decía San León Magno. Sé un árbol bueno, un árbol que siempre dé buenos frutos.

Hemos sido plantados en el jardín de la Iglesia para ser árboles buenos. En la santa Iglesia se nos dan todos los medios, y en gran abundancia, para poder conservar y acrecentar nuestra vida y para poder hacerla fecunda.

¿Dónde están, pues, los frutos? Frutos es lo que tenemos que presentar; todo lo demás es quimera.

¡Buenos frutos! Frutos de verdadera penitencia, de sincera conversión.

Todo árbol que no dé fruto, será arrancado y lanzado al fuego. No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos.

Estamos bautizados, somos hijos de la Iglesia. No nos contentemos con decir: Somos católicos, poseemos la verdad.

Nuestro cristianismo, nuestra incorporación a la Iglesia, nuestra posesión de la verdad deben demostrarse con frutos.

Dios no quiere árboles estériles, quiere árboles cargados de fruto…