domingo, 30 de octubre de 2011

Cristo Rey

FIESTA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY

Extractado en su mayor parte

del Cardenal Primado de España,

Don Isidro Gomá y Tomás

De la Carta del Apóstol San Pablo a los Colosenses: Hermanos: gracias damos al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su dilección, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. Él es la imagen del Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él. Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia. Él es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia. Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos, en Cristo Jesús Nuestro Señor.

Por el hecho de la unión hipostática, Jesucristo quedó ungido Rey, Sacerdote y Maestro, sobre todos los reyes, sacerdotes y maestros de la humanidad.

Al tratar el tema de Jesucristo Rey, por ser hoy su Solemnidad, sean nuestras primeras palabras para proclamar su realeza a la faz del mundo: ¡Viva Jesucristo Rey!

Sí; Jesucristo es Rey, reconocido tal por todos los siglos cristianos desde su Encarnación. Desde el momento en que se le reconoció como Mesías, Jesucristo ha sido confesado Rey sobre todos los reyes.

Rey magnífico y poderoso, descrito por los antiguos Profetas, que debía someterlo todo al imperio de su cetro.

Sobre las sagradas rodillas de su Madre le adoraron como Rey los Magos de Oriente, y como tal le ofrecieron oro.

A los tres siglos de su nacimiento reyes y emperadores le rendían vasallaje, y su trono, la Cruz, era el símbolo de la realeza de Cristo que coronaba las mismas coronas reales.

Clavado en Cruz, en las primeras representaciones plásticas de su afrentoso suplicio, nos le ofrece el arte cristiano en la forma clásica de las antiguas majestades, cubierto de púrpura y ceñida la frente con real corona.

El Renacimiento lo reproduce ora sentado en rico trono con todos los atributos de la dignidad real, ora sosteniendo sobre sus rodillas el globo terráqueo, símbolo de su dominación universal.

El siglo XVI ve levantarse en Roma, en el centro de la plaza de San Pedro, un famoso monolito con la inscripción: Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera.

Sobre las colinas, montes y montañas, las generaciones le levantaron a Cristo Rey cruces monumentales, reproducción de su trono; y en los dinteles de los templos le pusieron lápidas conmemorativas de su reinado con la inscripción: Christus regnat.

Invitadas por el Sumo Pontífice Pío XI, las multitudes cristianas aclaman y adorar al gran Rey Jesús.

Y al grito de ¡Viva Cristo Rey! derramaron su sangre los mártires del siglo XX, sea en México, sea en España, sea en los gulags soviéticos o en las mazmorras castristas...

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Pero este Rey, si bien no vacila en su trono, que tiene la firmeza de las cosas eternas, es discutido por los hombres que quieren sustraerse al poder de su cetro.

La falsa teología, la filosofía quimérica, la imaginaria ciencia, la política corrupta, el desviado derecho y las horribles artes de los tiempos modernos enfrentan la Realeza de Cristo y desean sacudir su autoridad e imperio.

Mientras Cristo Rey es discutido y falseado por hombres de voluntad perversa, es preciso que digamos a los hombres del laicismo político, filosófico o teológico, que quieren substraer las cosas humanas de la influencia del cetro dulcísimo y santísimo de nuestro Rey, que Jesucristo es el Rey universal y absoluto que tiene sobre todas las cosas creadas supremo y absolutísimo imperio, y que el ejercicio de su realeza es absolutamente necesario para el buen régimen del mundo, en todos los órdenes.

Y esto debe proclamarse, no sólo a la faz de los pueblos y de los que los gobiernan, sino que también debe confesarse paladinamente ante aquellos que ocupan indignamente los más altos cargos en la Iglesia, comenzando por Benedicto XVI.

En esta Fiesta de Cristo Rey debemos hacer nuestras las palabras que Monseñor Lefebvre dirigiera al Cardenal Ratzinger en julio de 1987: No podemos colaborar con ustedes, es imposible, porque trabajamos en dirección diametralmente opuesta: ustedes trabajan en favor de la descristianización de la sociedad, de la persona humana y de la Iglesia, mientras que nuestros esfuerzos están dirigidos hacia la cristianización; no podemos, por tanto, entendernos.

Para nosotros N.S.J.C. lo representa todo. Es nuestra vida; la Iglesia es N.S.J.C., es su Esposa Mística; el sacerdote es otro Cristo; su Misa es el sacrificio de Jesucristo y el triunfo de Jesucristo por la Cruz.

En nuestros seminarios se enseña a amar a Cristo y todo se haya dirigido hacia el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo. Esto es lo que somos, y ustedes se dedican a hacer lo contrario.

Usted acaba de decirme que la sociedad no debe ni puede ser cristiana, que eso sería ir contra su naturaleza.

Usted acaba de intentar demostrarme que Nuestro Señor Jesucristo no puede reinar en las sociedades.

Usted ha intentado demostrar que la conciencia humana se halla libre de responsabilidad con respecto a N.S.J.C., que hay que dejarle en libertad y concederle, usando sus mismas palabras, un espacio autónomo: eso es la descristianización.

Pues bien, nosotros somos partidarios de la cristianización, no podemos, por tanto, entendernos.

Y a los descreídos y a los ilusos hay que decirles que las vicisitudes de las cosas humanas, que los cálculos de la política humana, no son capaces de cambiar la naturaleza de las cosas; y que Jesucristo es Rey, y lo será eternamente, por su misma naturaleza, pese a todas las democracias, de cualquier matiz que sean; pese a toda tendencia igualitaria; pese a toda fuerza ideológica que se empeñara en disminuir su realeza o aniquilarla.

Y está escrito que toda raza y nación que no sirva a este Rey perecerá, y tales pueblos serán destruidos y asolados.

Ningún pueblo podrá invocar jamás título alguno, ni en nombre de la democracia, ni de la moda política, ni de la religión o de la irreligión, que pueda ser atentatorio a los derechos sustantivos e imprescriptibles del Rey Jesús, cuyas divinas credenciales, cuyos títulos hereditarios, cuya posesión histórica y cuyos derechos personales están a una distancia infinita de las pequeñeces humanas.

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Cuanto más reinan el laicismo, la apostasía y el ateísmo, tanto más hemos de proclamar la Soberana Realeza de Jesucristo.

Contemplemos, pues, a Cristo Rey, para nuestra edificación espiritual; para aumentar nuestra fe en esta verdad tan consoladora como magnífica; para que sepamos dar la razón de nuestra creencia a nuestros enemigos; para intensificar en nosotros y en nuestros prójimos el Reino de Jesucristo.

La Misa de Cristo Rey es rica en enseñanzas y matices: la Epístola nos presenta los Títulos que Jesucristo tiene a la Realeza; el Evangelio nos instruye sobre la Naturaleza del Reino de Jesucristo; y el Prefacio proporciona las principales Características del dicho Reino.

Hoy nos detendremos solamente en la Epístola de la Fiesta, es decir en los Títulos de la Realeza de Jesucristo

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Es rey el que tiene derecho a regir; y este derecho se funda en títulos legítimos: la herencia, la conquista, la elección, que dan al sujeto que los posee el carácter y las atribuciones de rey.

Jesucristo ostenta diversos títulos para ejercer la realeza universal y absoluta sobre todo el mundo visible e invisible.

La divina Escritura está llena de pasajes en que se afirma paladinamente la realeza del Mesías.

Pero sobre todos los pasajes que nos representan al futuro Mesías como Rey, Dominador, con amplia potestad legislativa y judicial sobre todo el mundo, está el magnífico texto de la epístola de San Pablo a los fieles de Colosa que se lee en la Misa de esta Fiesta de Jesucristo Rey.

El fragmento no es ya profético, sino histórico. Es una apología de la Persona histórica de Jesucristo Rey, contra el que se han levantado ya las primeras herejías.

Y San Pablo, enamorado como está de la Persona de Jesús, resume en este bellísimo trozo los principales títulos de la Realeza de Jesucristo. Es un tratado de Cristología lleno, breve, pero sintético, en que cada una de las palabras parece gravitar sobre la cabeza del Redentor para formarle una magnífica corona de Rey de cielos y tierra.

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La argumentación de San Pablo contra los enemigos de la fe, que han sembrado la cizaña del error en la ciudad de Colosa, se reduce a vindicar la soberanía universal y absoluta de Jesucristo sobre todo.

Los falsos doctores habían enseñado a aquellos cristianos que sobre Jesús están algunos ángeles; y contra esta afirmación vindica la supremacía de Jesucristo sobre todos ellos por su igualdad de naturaleza con Dios: es el primer argumento del Apóstol.

Los ángeles, decían aquellos predicadores de la mentira, son intermediarios de los hombres con Dios, con ventaja sobre Jesucristo: San Pablo demuestra la unidad de la mediación soberana de Cristo, y ello le da lugar a desarrollar el argumento de la unión hipostática, que constituye a Jesucristo sobre toda criatura, y el de la redención de la humanidad, que le da el título de Rey por conquista del Reino de Dios en el mundo por su victoria sobre Satanás: son dos razones más, poderosísimas, de la Realeza de Jesucristo.

De aquí deriva un cuarto argumento: la capitalidad de Jesucristo sobre toda la Iglesia, lo que le constituye Rey sobre toda Humana criatura.

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Jesucristo, dice el Apóstol, es la imagen de Dios invisible, y con ello inicia el argumento profundo que da de la divinidad de Jesucristo.

Dios es el Rey soberano e invisible del mundo. El título de Creador de todas las cosas le da el derecho inalienable de propiedad, de señorío, de dominio, de autoridad y régimen sobra toda la creación, visible e invisible.

Luego tiene sobre ellos potestad absoluta.

Los reyes en tanto tienen autoridad sobre sus reinos en cuanto participan de la suprema autoridad de Dios sobre todo.

Pues bien, dice San Pablo, Jesucristo es Dios, porque es la Imagen de Dios invisible, imagen sustancial, viva, real de la divina esencia, que constituye a Jesucristo en Persona divina, con todos los derechos anejos a la divinidad.

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Señalada la cumbre de la argumentación, San Pablo indica las características de la Persona divina de Jesucristo. Es el primogénito de toda criatura... Ninguna criatura es, por lo mismo, anterior ni superior a Jesucristo. Al engendrarle, el Padre ha vaciado en Él la plenitud de su naturaleza y le ha hecho partícipe con Él del derecho de primada sobre todo el mundo.

Y sigue el Apóstol dando una razón, bella y profunda, de estos derechos primaciales de Jesucristo sobre todo.

Porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él... Es decir, todo es inferior a Él; porque es la causa ejemplar, según la cual se han hecho las cosas visibles e invisibles.

No sólo es tipo y ejemplar, sino que es Creador con el Padre.

El tipo o ejemplar, sigue el Apóstol, es no sólo superior, sino anterior a lo que según él se hace. Por lo mismo, Jesucristo es anterior a todas las cosas, porque preexiste antes que todas ellas en cuanto es eterno como el Padre, del cual es imagen eterna.

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Más aún, como el rey es el vigor y sostén de la sociedad que gobierna, porque la autoridad es la forma y el aglutinante de la comunidad, así Dios, Rey inmortal e invisible de todas las cosas, es el vigor tenaz que las sostiene en esta maravillosa cohesión, que hace del mundo un todo armónico.

Este atributo de Dios, sigue el Apóstol, es también propio de Jesucristo: Todas las cosas persisten o subsisten en Él. Por lo mismo, Jesucristo no sólo es el Creador de todo, superior y anterior a todo, sino que sigue siendo el principio de cohesión del universo y la razón de su existencia y armonía.

Un acto de la voluntad divina de Jesucristo reduciría el mundo de la materia y del espíritu a la nada de donde todo salió.

Jesucristo es Dios; es el Unigénito, la Idea única del Padre, Creador con el Padre, que todo lo sostiene y gobierna con el Padre. Por esto es Rey universal y absoluto como el Padre.

Nosotros, pobres seres de la creación, somos vasallos de Jesucristo, siervos de Jesucristo, por título de creación: Venid, adoremos a Jesucristo, Rey de reyes.

Y ponderad la profunda aberración de los hombres al negarse a servir a Jesucristo, o avergonzarse de ello, o al intentar, insensatos, echarle de la sociedad...

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Hay otros, títulos en que se funda la Realeza de Cristo, no en cuanto, es Dios sino en cuanto hombre; porque también como hombre tiene, absoluta soberanía sobre todo.

El Verbo de Dios, eterna Imagen del Altísimo, se hizo carne en las entrañas purísimas de una Virgen Inmaculada, es decir, tomó una naturaleza humana y la unió a su Persona divina, resultando un Hombre-Dios. Dios, porque en Jesucristo hay una Persona y una Naturaleza divina como en el Padre y el Espíritu Santo; Hombre, porque tiene alma y cuerpo como todo hombre; Hombre-Dios, porque la naturaleza humana está substancialmente unida a la Persona divina del Verbo, no formando más que un solo sujeto.

Pues bien, Jesucristo tiene la absoluta preeminencia sobra todas las cosas, es decir, tiene absoluta realeza sobre todo, porque Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud de la divinidad, no en una forma accidental y pasajera, sino substancialmente, según toda su plenitud personal.

Más abajo, en la misma Carta, dice el Apóstol, concretando más su pensamiento, que en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, esto es, substancialmente, o mejor, por contraposición al estado del Verbo antes de la Encarnación, conviviendo en un cuerpo humano, con una naturaleza humana.

Pero esta unión substancial con Dios, dice Pío XI siguiendo a San Cirilo de Alejandría, implica en Jesucristo, hasta en cuanto es hombre, el principado sobre todas las cosas.

Ángeles y hombres deben adorar a Cristo como Dios, pero deben estar sujetos a su imperio en cuanto hombre. La unión hipostática importa en Jesucristo-hombre una triple unción de la divinidad: unción de Rey, de Sacerdote y de Maestro.

La jerarquía divina del poder, de la santidad y de la doctrina elevan la naturaleza humana de Jesús sobre todo poder, sobre toda santidad, sobre toda inteligencia creada, porque Dios es el Sumo Poder, la Suma Santidad, la Suma Sabiduría.

¡Qué grande aparece Jesucristo a la luz de estas palabras de San Pablo: En Él habita toda la plenitud de la divinidad!

No nos extraña, pues, que David lo viera en el Salmo sacerdotal y real y dijera de Él: Dijo el Señor a mi Señor, es decir, dijo el Padre al Hijo hecho hombre: Siéntate a mi derecha, mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies.

Porque el hombre Jesucristo, que es una misma cosa con Dios, tiene que estar investido de la suprema magistratura, del supremo poder legislativo, judicial y ejecutivo, sobre toda la creación.

No debe extrañarnos que el mismo Apóstol dijera que ante el Nombre de Jesús doblan la rodilla el cielo, la tierra y los abismos.

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Jesucristo es Dios; Jesucristo es el Hombre-Dios; por estos dos títulos ciñe la corona de Rey, sobre todos los reyes.

Pero dejando estas alturas de la divinidad y de la unión hipostática, se detiene San Pablo en una de las funciones de Jesucristo que le hacen acreedor por otro título a la corona real: es el título de Redentor de los hombres: ...reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos...

¡Reconciliar con Dios los cielos y la tierra! Esta es la obra capital de Jesucristo; para esto vino al mundo; por esto está clavado en la cruz, para reconciliarnos por la muerte en el cuerpo de su carne, dice gráficamente el texto, y hacernos santos, inmaculados, irreprensibles ante Dios...

Todo está ya reconciliado con Dios por la Sangre del Hombre-Dios. La Sangre de Jesucristo ha hecho la paz entre los cielos y la tierra.

Este Hombre-Dios, por este hecho, ha comprado el mundo de la humanidad pecadora; lo ha recomprado, que este es el sentido de la palabra redención. Y hemos sido comprados con un gran precio, dice San Pablo: la Sangre del Hombre-Dios.

Ya no nos extrañe que en la misma Carta el Apóstol presente a Jesucristo como un conquistador que, arrebatando a los poderes infernales todo el botín, y haciéndolos prisioneros, levanta sobre el derrotado ejército que nos tenía esclavizados la bandera del triunfo...

No nos extrañe que la Iglesia, en los días de la Pasión de Jesucristo, que son los días de su victoria, entone, con voces agudas de clarín guerrero, el himno regio de Cristo vencedor en la Cruz: Vexila Regis prodeunt...

¡Viva el Rey!, clamemos ante este incomprensible trono de su Realeza que es la Cruz.

Aquí tenéis a Jesucristo, que en la cumbre del Calvario se levanta sobre todos los hombres, porque es Dios, y es ungido Rey de todos ellos con el óleo divino de su Sangre: ¡Viva el Rey!

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Pero Jesús muere, y de su costado abierto nace la Iglesia; y en este misterio de la formación de la sociedad sobrenatural de los redimidos ve el Apóstol otro título de la realeza de Jesucristo.

Oíd sus palabras, que también son de la Epístola de esta fiesta: Él es también la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia.

La Iglesia, a la que por gracia de Dios y dicha nuestra pertenecemos, es un Cuerpo Místico, y es un Reino: es el Reino de los Cielos en la tierra, dice san Gregorio. Y Jesucristo es el Rey de este Reino.

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Por todos estos títulos, concluye el Apóstol, tiene Jesucristo la suprema Realeza, el supremo dominio sobre todas las cosas.

Después de todo ello, y dejando ya el magnífico texto de la Epístola de la Misa de hoy, repitamos con la santa Iglesia: Venid, adoremos a Jesucristo, Rey de reyes... Dios, infinito como el Padre; Hombre-Dios, en quien mora la plenitud de la divinidad que le encumbra sobre los espíritus celestiales, cuanto más sobre la creación visible; Redentor de los hombres, a quienes rescató triunfando de su antiguo dominador; Autor de la Iglesia, que es el reino de Dios en la tierra...

Jesucristo debe tener, por derecho propio fundado sobre todos estos títulos, un trono en el pensamiento y en el corazón de todos los hombres, como lo tiene sobre toda la creación visible, que no es más que el escabel de sus pies.

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Venid, adoremos a Jesucristo, Rey de reyes...

Toda la creación doblega sus rodillas ante el gran Rey; sólo el hombre, insensato, por debilidad, por cobardía o por perversidad, es capaz de negarle pleitesía a Jesucristo Rey.

Que no sea así jamás; y para ello, digámosle a Jesucristo Rey aquellas palabras de la Liturgia, que parecen un grito contra la libertad del hombre, pero que de hecho son la salvación del hombre si las hace eficaces: Señor Rey, ¡Subyuga a tu imperio hasta nuestras voluntades rebeldes!

¡Rey nuestro, Jesús, Salvador nuestro! Al celebrar tu realeza, no queremos contentarnos con rendirte los efímeros tributos de nuestra devoción, sino que queremos que tomes posesión de nuestra libertad.

Usa de ella, Rey nuestro, como te plazca, que mejor que en nuestras manos pecadoras, está en las tuyas santísimas, que pueden hacer de ella la obradora de nuestra salvación, temporal y eterna.

¡Rey nuestro, Jesús! Somos rebeldes a tu cetro, lo hemos sido mil veces: recibe nuestra libertad, véncela, subyúgala, para que jamás pueda levantarse contra Ti.

Venga a nos el tu Reino, Jesús Rey...

Venga tu Reino en los individuos, en las familias, en la sociedad, para que después de haber sido dignos súbditos de tu cetro, podamos formar parte del Reino eterno de la gloria, donde con el Padre y el Espíritu Santo vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén

sábado, 22 de octubre de 2011

Domingo XIXº post Pentecostés

DECIMONOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

Y respondiendo Jesús, les volvió a hablar otra vez en parábolas, diciendo: Semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas, mas no quisieron ir. Envió de nuevo otros siervos diciendo: Decid a los convidados: He aquí, he preparado mi banquete, mis toros y los animales cebados están ya muertos, todo está pronto: venid a las bodas. Mas ellos lo despreciaron y se fueron, el uno a su granja y el otro a su negocio: y los otros echaron mano de los siervos, y después de haberlos ultrajado, los mataron. Y el rey cuando lo oyó, se irritó; y enviando sus ejércitos, acabó con aquellos homicidas, y puso fuego a la ciudad. Entonces dijo a sus siervos: Las bodas ciertamente están aparejadas; mas los que habían sido convidados no fueron dignos. Pues id a las salidas de los caminos, y a cuantos hallareis llamadlos a las bodas. Y habiendo salido sus siervos a los caminos, congregaron cuantos hallaron, malos y buenos; y se llenaron las bodas de convidados. Y entró el rey para ver a los que estaban a la mesa, y vio allí un hombre que no estaba vestido con vestidura de boda. Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí no teniendo vestido de boda? Mas él enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadlo de pies y de manos, arrojadle en las tinieblas exteriores: allí será el llorar y crujir de dientes. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos.

El Evangelio de hoy nos habla de los Desposorios del Verbo divino con la naturaleza humana, con la Iglesia y con el alma justa: ¡Venid a las Bodas!

Lo que pasa en el Reino de los Cielos es semejante a lo que hizo un rey que celebró las bodas de su hijo y llamó para ellas a muchos…

Lo primero que se ha de considerar es cómo el Padre Eterno, Rey de Cielos y tierra, por sola su bondad y misericordia quiso que su Hijo unigénito se desposase con la naturaleza humana, uniéndola consigo en unidad de Persona, dotándola con tantas joyas de gracia y virtudes cuantas convenían a esposa de un Hijo que es en todo igual a su Padre.

Pero más lejos llegó la bondad de este Padre celestial, porque también quiso que su Hijo, Dios y hombre verdadero, se desposase y celebrase las bodas con la Iglesia, que es la Congregación de los fieles, juntando consigo las almas justas con unión de caridad, y adornándolas con virtudes, cuales convienen a esposa de tan soberano Rey.

Reconoce, ¡oh alma cristiana!, la dignidad a que Dios te quiere elevar: ¡Venid a las Bodas!

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Para solemnizar estas Bodas, así el Rey del Cielo como su Hijo Jesucristo, hicieron un convite solemne y una cena grande, y después de aparejada, enviaron a sus criados para que llamasen a los convidados que vengan a ella.

Si envió a sus siervos, fue porque ya estaban invitados primeramente. San Gregorio Magno dice que debe advertirse que en la primera invitación nada se habló de toros ni de animales cebados; pero que en la segunda, se dice que todo está pronto. Porque el Dios omnipotente, cuando no queremos oír su divina palabra, cita ejemplos para que veamos que hay facilidad para poder vencer todo lo que consideramos como imposible.

San Jerónimo, por su parte, enseña que el banquete preparado, los toros y los animales cebados ya muertos, representan, en sentido metafórico, las riquezas del rey, para que, por medio de las cosas materiales, se venga en conocimiento de las espirituales.

Consideremos, pues, la grandeza de este convite y de esta cena que apareja Dios para los hombres, en la cual se sirven tres platos o tres suertes de manjares preciosísimos.

El primero es la doctrina, celestial y divina, para sustento del entendimiento, ilustrado con la fe, el cual come este manjar cuando oye la palabra de Dios o lee los libros sagrados y devotos, o cuando a solas la medita, comunicándole Dios luz y gusto grande en ella.

El segundo es de preceptos y consejos admirables y de grande perfección para sustento de la voluntad, la cual come este manjar cuando cumple la voluntad de Dios en todas las cosas que manda y en las que aconseja, infundiéndole gran alegría en esta amorosa obediencia.

El tercero es de Sacramentos, llenos de gran virtud para comunicar la gracia y las virtudes y dones celestiales, que vivifican, sustentan y perfeccionan las almas.

Para comer de estos tres platos están convidados todos los hombres del mundo, y son llamados para que vengan al convite por medio de los predicadores, que son los criados del Rey y del Esposo, así como por secretas inspiraciones: ¡Venid a las Bodas!

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Muchos de los convidados no quisieron venir al convite, yéndose unos a su granja y otros a sus negocios.

En la parábola que trae San Lucas, paralela a esta aunque distinta, los invitados se excusaron diciendo que habían comprado un campo, o cinco yuntas de bueyes, o que habían contraído matrimonio, y por eso no podían ir al convite.

San Juan Crisóstomo señala que, incluso cuando parece que los motivos son razonables, debemos tener en cuenta que, aun cuando sean necesarios los asuntos que nos detienen, conviene siempre dar la preferencia a las cosas espirituales.

¡Oh mundo miserable!, y ¡desgraciados los que le siguen! Muchas veces los trabajos del mundo alejan a los hombres de la vida verdadera…

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De esto se sigue que los que se excusaron de ir a la cena pueden resumirse en tres clases, dando cada uno por excusa los obstáculos que les detenían (y nos detienen a nosotros), que son los que San Juan, en su Primera Carta, llama soberbia de la vida, codicia de ojos y concupiscencia de la carne.

El primero dijo: He comprado una heredad, una granja; tengo necesidad de salir a verla, ruégote me tengas por excusado…

De donde se nota que la soberbia de la vida, la curiosidad de la vista y de los sentidos y la solicitud de mirar y atender a las cosas propias nos impiden responder al divino llamamiento.

El segundo dijo: Compré cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas, tengo que ocuparme de mis negocios; ruégate me tengas por excusado…

Por lo cual se entiende que la codicia de los bienes temporales, de granjerías demasiadas, y la muchedumbre de ocupaciones poco necesarias obstaculizan seguir a Dios.

El tercero dijo: Me he casado, y por eso no puedo ir…

Ni siquiera dice: tenme por excusado, para significar que el deleite del matrimonio le tenía emborrachado y enajenado de sí. Y si el deleite de la carne, de suyo lícito, pero tomado con demasía solicitud obstruye y traba, ¿¡cuánto más impedirá el ilícito y prohibido por la ley de Dios!?

Nosotros debemos reflexionar y preguntarnos cuál de estos obstáculos nos detiene y frena de acudir a este convite y de gustar de oír la doctrina, leerla, meditarla; o recibir los Sacramentos…

Y habiéndolo entendido, procuremos quitar este impedimento respondiendo al divino llamamiento.

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Este convite de bienes eternos rechazado para ocuparse de las bagatelas creadas nos recuerda una cita, famosa y profunda, de San Isidoro de Sevilla.

En el libro primero de las Sentencias, después de considerar la belleza finita de las criaturas y la belleza infinita del Creador, en la cual todo lo hermoso tiene la razón y el principio de su hermosura, el sabio Doctor dice lo siguiente:

Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina.

En el libro ya citado el Cuarto Domingo después de Pentecostés, Descenso y Ascenso del Alma por la Belleza, Leopoldo Marechal glosa este texto. Sus consideraciones nos pueden ayudar mucho para poner en práctica la lección de la parábola de este Domingo. Dice Marechal:

El texto de San Isidoro tiene para mí la virtud de una síntesis. En sus dos movimientos, comparables a los del corazón, nos enseña un descenso y un ascenso del alma por la hermosura: es un perderse y un encontrarse luego, por obra de un mismo impulso y de un amor igual.

Con su tremenda vocación, el alma desciende a las cosas terrenas.

¿Por qué desciende? Porque las cosas la llaman con el llamado de la hermosura.

¿A qué la llaman las cosas? La llaman a cierta verdad y a cierto bien.

Y el alma, respondiendo a ese llamado del bien, desciende a las criaturas, en descenso de amor, porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno.

Y aunque su sed es legítima, comete un error, y es un error de proporciones el suyo; pues entre el bien que le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción inconmensurable.

Es un error de proporciones el suyo, y anda ciego su amor. Y su amor anda ciego porque no abre los ojos de la inteligencia amorosa, capaces de medir las proporciones del bien al Bien y del amor al Amor.

Los antiguos enseñaban que amar no es poseer tan sólo, sino ser poseído: el amante trata de asemejarse al amado y tiende a substituir su forma con la forma de lo que ama, en un abandono de sí mismo por el cual el amante se convierte al amado.

El alma posee por la inteligencia, y es poseída por el amor; de ahí que le sea dado descender a lo inferior por inteligencia, sin comprometer su forma en el descenso; pero la comprometerá si por amor desciende a las formas inferiores, porque amar es convertirse a lo amado.

Por eso dice San Agustín: Si amas tierra, tierra eres; si cielo, cielo eres; si a Dios, Dios eres

La criatura le ofrece un bien, y el alma se reposa un instante, nada más que un instante; porque no hay proporción entre su sed y el agua que se le rinde, y porque bien sabe la sed cuándo el agua no alcanza.

Y lo que no le da un amor lo busca en los otros; y el alma está como dividida en la multiplicidad de sus amores, con lo cual malogra su vocación de unidad; y corre y se desasosiega tras ellos, con lo cual malogra su vocación de reposo.

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Muchos de los convidados no quisieron venir al convite, yéndose unos a su granja o campo, otros a sus negocios o bueyes, otros con sus esposas, y por eso no concurrieron al convite.

Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada…

Para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él…

Al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse otra vez a la hermosura divina…

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¡Cuántas infidelidades hay en el mundo! ¡Cuán indignamente se piensa en él acerca de Dios!, puesto que sin cesar se encuentra algo que criticar en la acción divina, cosa que no se atreverían a hacer con el más pequeño artesano, en cosas de su arte.

Se la pretende reducir, a esta acción divina, a no obrar sino dentro de los límites y según las reglas que nuestra pobre razón imagina. Se pretende encerrarla. No hay sino quejas y murmuraciones.

La voluntad divina ¿puede acaso equivocarse, o venir o llamar a destiempo?

¡Pero si tengo entre manos tal asunto! ¡Y me falta tal cosa! ¡Me quitan los medios necesarios! ¡Tal persona se me atraviesa en una obra tan santa! ¡Esta enfermedad me ataca en el preciso momento en que en modo alguno puedo prescindir de mi salud! ¿No es absolutamente irracional que Dios llame y convide en estas circunstancias?

Debemos afirmar que la voluntad de Dios es la única cosa necesaria, y así nada de lo que ella nos da o pide puede ser inútil o nocivo…: ¡Venid a las Bodas!

Si supiésemos lo que son esos acontecimientos que llamamos reveses, contratiempos, contrariedades, en los cuales no vemos nada que no sea inoportuno y sin razón, nos cubriríamos de vergüenza; nos reprocharíamos nuestras murmuraciones como verdaderas blasfemias.

Pero no lo pensamos.

Todo eso no es otra cosa que la voluntad de Dios, y esa voluntad adorable es blasfemada por sus hijos queridos que no la reconocen.

¿Acaso aquello que se llama voluntad de Dios podría hacernos mal? ¿Habríamos de temer y de huir el nombre de Dios? ¿Y dónde iríamos entonces para encontrar algo mejor, si tememos la acción divina sobre nosotros y si rechazamos el efecto de su divina voluntad?

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¿Cómo debemos escuchar la palabra que se nos dice en el fondo del corazón en cada momento, y nos llama y convida?

Si nuestros sentidos, si nuestra razón, no oyen y no penetran la verdad y la belleza de esa palabra, ¿no es ello a causa de su incapacidad para las verdades divinas?

¿Debemos acaso sorprenderme de que un misterio desconcierte a la razón?

Dios nos habla, nos llama, nos convida…, es un misterio; es pues una muerte para nuestros sentidos y para nuestra razón; pues es propio de los misterios el inmolarlos.

El misterio es la vida del alma por la fe; fuera de allí no hay sino contradicción.

La acción divina mortifica y vivifica al mismo tiempo; cuanto más de muerte se siente, más vida da; cuanto más oscuro es el misterio, más luz contiene.

Esto es lo que hace que el alma sencilla no encuentre nada más divino que aquello que menos lo es en apariencia.

La vida de fe se cifra toda entera en esta lucha continua contra los sentidos.

¡Atención!...

Porque semejante es el reino de los cielos a cierto hombre rey que hizo bodas a su hijo. Y envió sus siervos a llamar a los convidados a las bodas…

¡Venid a las Bodas!

Pero muchos son los llamados y pocos los escogidos…

Para ello, recemos como la Santa Liturgia nos enseña:

¡Oh Dios!, omnipotente y misericordioso, aleja propicio de nosotros todo lo adverso; para que desembarazados de alma y cuerpo, Te sirvamos con libertad de espíritu.