domingo, 31 de octubre de 2010

Fiesta de Cristo Rey


FIESTA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO REY


Entonces Pilatos le dijo: “¿Luego tú eres Rey?” Respondió Jesús: “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.”
Le dice Pilatos: “¿Qué es la verdad?” Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: “Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?”.
Ellos volvieron a gritar diciendo: “¡A ése, no; a Barrabás!” Barrabás era un salteador.
Pilatos entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y en su mano derecha una caña, y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a él, le decían: “Salve, Rey de los judíos.” Y le daban bofetadas.
Volvió a salir Pilatos y les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él.”
Salió entonces Jesús fuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura.
Díceles Pilatos: “¡Aquí tenéis al hombre!”


Último domingo de octubre de 2010, festividad de Cristo Rey…

Dadas las circunstancias, cada día más aciagas, quiero detenerme a contemplar y meditar estas palabras de Pilatos durante el proceso de condena de Cristo Rey: Ecce Homo!

Salió, pues, Jesús, Hijo de Dios, Rey de reyes y Señor de los señores, llevando una corona de espinas, una caña como cetro y un vestido de púrpura; no deslumbrando con las insignias reales, sino saturado de oprobios… como rey de burlas


Hoy, cuando más que nunca Nuestro Señor aparece como un rey de burlas, el Ecce Homo debe revelarnos la verdad capital que encierra…, verdad que cada día se va perfilando mejor…, a medida que crece la impiedad del mundo pos-moderno y en proporción a la consecuente apostasía de las masas…


Pilatos no supo quién era Jesús... El mundo, y quien tiene espíritu mundano, nunca lo ha conocido…

Pilatos se equivocó. No había medido el alcance del problema que había planteado Jesús al proclamarse Mesías, Hijo de Dios, Rey...

El mundo siempre se ha equivocado respecto de Cristo Rey; y el mundo pos-moderno se engaña aún más al considerarlo y tratarlo como rey de burlas


Desollado por los terribles azotes; hundida en su cabeza una corona formada por tallos entretejidos de un arbusto espinoso; demudada la faz por el dolor y la vergüenza; encubiertas las facciones por los cuajarones de sangre y los salivazos de la soldadesca; el cuerpo mal cubierto con una vieja clámide de color de púrpura, y en sus manos una caña a modo de cetro, Jesucristo se ofrece a los ojos atónitos de Pilatos, que va a intentar un último esfuerzo para salvarlo.

Pilatos, conmovido sin duda, y contando con este fondo de compasión que queda siempre en el alma del hombre, aun de los más desalmados, sale acompañado de Jesús y lo presenta a las multitudes congregadas ante el Pretorio, al tiempo que dice, señalando al reo: Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en él. ¡Aquí tenéis al hombre!Ecce Homo!




¿Qué intentó Pilatos al pronunciar su Ecce Homo?

Sin duda, no midió el alcance de su palabra y de su gesto. No quiso más que sorprender a aquel pueblo, enloquecido con la visión de aquélla figura del hombre; producir un movimiento de compasión en la multitud y aprovecharlo para soltar a Jesús.

Como se equivocó, al proyectar el castigo, se equivoca ahora sobre la actitud del pueblo.

Ecce Homo! He aquí el hombre… como si dijera a las muchedumbres: ¡Ya veis qué hombre!; si no lo queréis por rey, ahí está, azotado, coronado de espinas, cubierto con púrpura y cetro de burlas…

Ecce Homo! No puede ser Hijo de Dios quien se muestra con todas las características de un hombre débil, vencido, humillado…

Ecce Homo! No debéis temer a un rey que se ofrece maniatado, que ha sufrido castigo de esclavos, que ya no tiene figura de hombre…


Pilatos lo dijo inconscientemente, sin saber lo que decía…

Lo han repetido, y lo repiten en la actualidad, de mil modos diversos, los enemigos de Cristo Rey, sin poderlo interpretar, locos de rabia como estaban y como perduran todavía hoy…

Lo que Pilatos y las turbas rebeldes no alcanzan a comprender, meditémoslo nosotros; consideremos el sentido profundo de estas palabras de Pilatos. Dios ha querido que quedaran consignadas en el Evangelio, escrito bajo la inspiración divina.

Si en su sentido literal pudieron no tener más alcance que el de un recurso para amansar a las fieras que, a semejanza de las de las selvas, se enfurecieron más cuando gustaron algo de la sangre de su víctima…; nosotros debemos buscar piadosamente en ellas un sentido más profundo, para adentrar en el conocimiento y el amor de Jesucristo, Rey de reyes y Señor de los señores.

En esto consiste la vida eterna... en conocer a Jesucristo…

¿Quién es Jesucristo?

Lo que los soldados hicieron por irrisión, y lo que Pilatos pronunció inconsideradamente, es para nosotros un misterio; pero debemos penetrarlo con la gracia de los dones de entendimiento y sabiduría del Espíritu Santo.

Alcemos, primero, los ojos al Cielo.

Jesucristo es Dios Admirable. Dogma primero y verdad fundamental de nuestra Religión sacrosanta, es el dogma de la Trinidad Beatísima. El Padre es el principio del Hijo, a quien entre resplandores de pureza y santidad engendró en los siglos eternos: el Hijo es, por lo tanto, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero...

Es la Idea, el Verbo del Padre, por quien fueron hechas todas las cosas.

Ese es Jesucristo por su Naturaleza Divina; es Dios, el Dios admirable. Antes de todos los siglos, antes que fueran los mundos, al principio..., es decir, siempre, era el Verbo, y el Verbo vivía en Dios, el Verbo era Dios...; y Jesús es el Verbo, igual en todo al Padre; increado como el Padre; inmenso como Él; como Él eterno, omnipotente y sapientísimo.

Contemplemos a Jesús en su Naturaleza Divina envuelto en los esplendores de la Divinidad; sobre una luz inaccesible, vestido del regio manto de los magníficos atributos de Dios.

Toda criatura hinca ante Él la rodilla. Los Ángeles, rostro por tierra, lo veneran. Las estrellas, oyendo su voz, lo obedecen. Las columnas del firmamento tiemblan reverentes ante Él.

Aunque todas las inteligencias se aunaran para estudiarlo, jamás barruntarían su grandeza; porque Jesús, por ser Dios, es Sabiduría infinita, Poder inmenso, Amor incomprensible, Perfección suma, Hermosura increada, siempre antigua y siempre nueva.

Caigamos de rodillas, y digamos con reverencia: Creo, Jesús mío, que Tú eres Dios, Tú el Señor, Tú el Altísimo. A Ti, oh Jesús, te alabo, a Ti bendigo, a Ti te adoro y glorifico, como a mi Dios.

Sólo Jesús es el centro de los corazones, el único y supremo fin de la creación y el principio de todas las cosas, pues es verdad revelada que Todas las cosas fueron creadas por Él y en Él.

Jesucristo es el Alfa y Omega, el principio y el fin de todas las cosas.

Sólo en Él habita toda la plenitud de la Divinidad y de la gracia, de la perfección y de las virtudes...


Descendamos ahora a la tierra, contemplemos a Jesucristo en su vida mortal.

Veremos refulgir en Él los rayos de la Divinidad, desde su Encarnación y Nacimiento virginal hasta su gloriosísima Ascensión.

De este modo lo contemplaron los tres afortunados Apóstoles sobre la cima del Tabor.




Si estudiamos su Humanidad sacratísima, lo hallaremos Varón perfectísimo, honra primera del linaje humano, y gala de los hombres.

¡Qué majestad la de aquella Cabeza divina! ¡Qué serenidad la de su frente! ¡Qué fulgor el de sus ojos! ¡Qué gracia la de su rostro! ¡Qué suavidad en sus labios benditos! ¡Qué transparencia, qué fragancia en su carne virginal!

Su vista enternece, sus palabras arrebatan, sus acciones subyugan y aficionan.

Mas, si penetramos en el interior de Jesús, si estudiamos sus facultades, su Corazón, su Alma…, quedaremos cautivos de tanta hermosura.

Es tan bueno, tan benévolo, tan misericordioso, que su carácter propio parece ser la bondad.

Así es Jesús de magnánimo, de manso, de generoso, de suave, de compasivo.

Clamaba San Pablo: Si alguno hay que no ama a Jesucristo, sea anatema, sea condenado.


Ecce Homo! He aquí el Hombre tipo; el Hombre por antonomasia; el Hombre que deberán mirar todas las generaciones que quieran ser grandes con la verdadera grandeza, que es la de hijos de Dios.

Jesús es el hombre tipo por su perfección personal y porque es modelo de todo hombre.


Jesucristo perfectísimo en sí mismo


Ecce Homo! He aquí el hombre tipo, excelso, insuperable. Y lo es Jesucristo, ante todo, porque es la perfectísima realización histórica del tipo humano que concibiera Dios desde toda eternidad.

El poder de Dios es infinito como su querer; y este poder y este querer se ajustaron a la suma conveniencia de que la naturaleza humana de Jesús fuese, no sólo la de perfección más excelsa, sino la de perfección insuperable.

Es decir, Dios, al crear la naturaleza humana de Jesús, agotó todos los recursos de su sabiduría y de su poder, reproduciendo en su perfección máxima el tipo humano que existe en su mente divina.

Nunca el hombre hubiese podido concebir para un semejante suyo tal dignidad que lo hiciera hijo natural de Dios. Misterio tan incomprensible, que exige toda la humildad de la inteligencia, que debe plegarse y creer a la revelación divina.

Luego, y la consecuencia es obvia, so pena de admitir el absurdo de que el Padre no escogió lo mejor para su Hijo, la naturaleza humana de Jesús está por sobre todo hombre, siendo el tipo supremo de humana perfección.

Cierto que Adán fue una obra maestra de las manos de Dios; pero toda la perfección del primer hombre era una reproducción secundaria del modelo humano, que es el segundo Adán, Jesucristo.


Ecce Homo! He aquí el hombre sumo, el hombre situado en lo más alto en la escala de la creación, porque nada más alto que aquello que toca al Altísimo, Dios, que quiso unirlo a Sí en tal forma que se hizo una cosa con él.

Por esto la Iglesia le canta entusiasmada a este Hijo de Dios en el Gloria in excelsis: Porque Tú solo eres Santo, Tú solo Señor, Tú solo Altísimo, Jesucristo: … Tu solus Altíssimus, Jesu Christe…


Analicemos un momento las grandezas que se encierran en la suma preeminencia de un hombre que ha sido elevado a la dignidad de Hijo de Dios.

En cuanto al alma de Nuestro Señor Jesucristo, a ella debe adjudicarse toda perfección que pueda atribuirse a un alma humana, dice Santo Tomás.

En la cumbre del alma está la inteligencia creada. No hay genio comparable a Jesucristo, porque su acuidad mental penetra en los senos insondables de la sabiduría de Dios.

La ciencia de Jesús es la más amplia, la más definida, la más clara que puede darse en un hombre, porque su inteligencia se abrevaba directamente en la visión de la verdad, que es Dios.

La inteligencia divina, el Verbo del Padre, es la única Persona que hay en Cristo, y su inteligencia humana está sumergida en ese resplandor de verdad infinita y substancial.


La perfección de la voluntad consiste en su rectitud inflexible y en la fuerza y decisión con que tiende al logro de sus fines.

Jesucristo es el hombre rectísimo, santísimo. La visión clara de lo que Dios exigía de Él hacía que fuese el hombre de la obediencia espontánea, rápida, que se plegaba incondicionalmente a la regla del santo obrar que tenía dentro de sí.

Su fuerza de voluntad era tanta como su rectitud. Dentro del ámbito de las acciones que dependían de su voluntad humana, pudo lo que quiso, dice Santo Tomás.


¿Qué diremos de la armonía de sus facultades sensitivas? Tuvo Jesús imaginación, amor sensible, se indignó, odió el mal, fue audaz en arremeter contra sus adversarios, sintió1a tristeza y el tedio; su cuerpo delicado fue como el resonador de sus pasiones santísimas.

Pero toda esta parte inferior de la vida de Jesús era tributaria de su espíritu, puesta en acorde perfecto con su razón y su voluntad.


Añadamos a todo esto las manifestaciones de la vida divina en la naturaleza humana de Cristo. Todo Él estaba como sumergido en la divinidad que lo llenaba substancialmente; y por lo mismo, toda la vida de Jesús estaba como impregnada de la virtud y fuerza de la divinidad.

En Jesús había la plenitud absoluta de gracia. Y esta plenitud total y omnímoda de la gracia de Jesús, que colmaba la esencia de su alma, santificaba cada uno de los principios de su vida humana, elevándola inconmensurablemente sobre toda otra vida humana.

Todas las virtudes, que brotan de la gracia y la especifican para ordenar toda la actividad, las tuvo Jesús llenísimas y en grado sumo, sin que un solo acto escapara a su predominio y dejara de ser el acto más perfecto posible en humana criatura.


Ecce homo!Este es el hombre que el día mismo de su muerte, hecho el oprobio de los hombres, señalara Pilatos a la conmiseración de las multitudes enfurecidas que se habían congregado ante el Pretorio…

Ecce homo!En el orden natural es el hombre cumbre, dice Santo Tomás; la naturaleza humana es más noble y digna en Jesucristo que en nosotros.

En el orden sobrenatural, Jesucristo sobrepuja a toda criatura, porque a ninguna ha tomado Dios para levantarla hasta Sí mismo y unirla con Él en una de las Personas divinas.

Ecce homo!He aquí el hombre; hombre sin par en toda la serie de los siglos; hombre en que la sabiduría, el poder, el amor, la belleza, la gracia divina han tenido su expresión máxima.

Hombre en quien ningún hombre pudo soñar, a quien ningún hombre podrá igualar y que por los siglos será la gloria más alta y más legítima de la raza humana.

Éste es nuestro Rey. Nuestro adorado Monarca, de infinita Majestad… hoy como ayer menoscabado y afrentado como rey de burlas




Modelo de todo hombre


Jesucristo es el hombre tipo. Dios lo hizo tal, que agotó en esta, su obra más espléndida, los recursos de su sabiduría y de su poder.

Los siglos no verán otro hombre semejante a Jesús de Nazaret; porque Dios no tomará segunda vez una naturaleza humana para unirla personalmente a Sí y producir este pasmo de cielos y tierra, Jesucristo, el Santo, el Hijo de Dios.

Pero Dios no ha obrado esta maravilla por simple exhibición de su poder, o para que nosotros adorásemos a este Hijo de Dios, sin ninguna otra relación con Él que la de naturaleza.

Dios se propuso crear un tipo de perfección humana que no pudiera sobrepujarse jamás; pero que fuese reproducido en cada uno de los hombres por la imitación de este soberano tipo de perfección.

Es decir, que Jesucristo es el tipo perfectísimo del hombre; pero es, al mismo tiempo, el ejemplar según el cual debe conformarse, por la gracia, todo hombre; y Dios lo ha querido así como condición necesaria de nuestra perfección.


Escuchemos la palabra elocuentísima del Apóstol en que se encierra esta gran verdad: A los que Dios tiene previstos, también los predestinó para que se hiciesen conformes a la imagen de su Hijo, de manera que sea el mismo Hijo el primogénito entre muchos hermanos.

Pero a este Rey de Reyes y Señor de los señores no hubiésemos podido imitarlo. Su misericordia halló camino para hacérsenos accesible: se hizo hombre; Dios se hizo nuestro ejemplar a través de la envoltura humana de Jesucristo.

Como Él es la imagen de Dios invisible, y por ello es Hijo natural de Dios; así nosotros debemos reproducir en nosotros su imagen, para ser hechos por la gracia hijos adoptivos de Dios.


Ecce homo!Aquí está el hombre ejemplar de todo hombre que quiera ajustar su a vida en orden a sus supremos destinos. No hay más imagen legítima de Dios que Él.

Y los que a Él se asemejan, por haberse adaptado a este divino ejemplar, son los Santos.
Ellos imitaron a Jesucristo.

Pero el modelo de todos, el ejemplar único de perfección absoluta es Jesucristo; y no puede ser más que Él, porque es el único predestinado para ser la forma de todos los predestinados.

No hay más que un solo hombre, si no es el Hombre-Dios, que puede hacer a los hombres a imagen de Dios; porque sólo Él, que tiene temple de Dios, es capaz de troquelar el espíritu y la vida de millones de hombres de toda raza y cultura, e imprimir en ellos su propia imagen, que es la imagen de Dios.


Dios es el autor del hombre; y Dios ha querido que la glorificación del hombre, en esta vida y en la futura, arranque de la conformidad con la imagen de su Hijo Jesucristo, el más perfecto de los hombres.


Ecce homo!He aquí el hombre.




Mientras Cristo Rey presida la vida de los hombres y de las naciones, no habrá retroceso en el camino de la verdadera grandeza.

En cambio, y de ello es testigo la historia, particularmente la historia pos-moderna, tened la seguridad de la ruina de aquellos desgraciados, individuos o naciones, que, después de haber conocido a Jesucristo, reniegan de Él, o se avergüenzan de Él, y lo sustituyen por algún simulacro de ideal en que fue siempre pródiga la humana filosofía.


Él es el único Maestro que debe enseñarnos, el único Señor y Rey de quien debemos depender, el único Modelo a que debemos conformarnos, el único Médico que debe curarnos, el único Pastor que nos debe alimentar, el único Camino que debe conducirnos, la única Verdad que debemos creer, la única Vida que nos debe vivificar, y nuestro único Todo, que en todas las cosas nos debe bastar.

Porque no hay bajo el cielo otro nombre sino el de Jesús, por el cual nos podemos salvar. Dios no nos ha dado otro fundamento para nuestra salvación, perfeccionamiento y gloria, que a Jesucristo.

Así, todo edificio que no descanse sobre esta piedra firme, fundado está sobre tierra movediza, y caerá seguramente.

Todo fiel que no esté unido a Él, como el sarmiento a la vid, caerá, se secará, y sólo servirá para ser echado al fuego...

Si estamos en Jesucristo y Jesucristo está con nosotros, no hay condenación que temer, porque ni los Ángeles del Cielo, ni los hombres de la tierra, ni los demonios del infierno, ni criatura alguna nos podrán dañar jamás, porque ninguna nos puede separar de la caridad de Dios, que está en Cristo Jesús.

Por Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo lo podemos todo.


Consagremos, hoy, nuestras personas y nuestras familias a Cristo Rey.

Y que María Santísima, Reina y Señora de todo lo creado, nos alcance la gracia de ser fieles súbditos de tan magnífico Rey.

domingo, 24 de octubre de 2010

Domingo 22º post Pentecostés


VIGESIMOSEGUNDO DOMINGO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Aconteció el Martes Santo. Por una serie de parábolas, el Divino Salvador había reprochado a los Fariseos su endurecimiento y predicho su condena y el castigo que caería sobre ellos.

Estos orgullosos sectarios, humillados ante el pueblo, furiosos por las palabras de Nuestro Señor y celosos de su triunfo ante el pueblo, sin embargo, no se atreven a ejercer abiertamente la violencia contra Él, y tienden trampas para atraparlo y exterminarlo.

Por medio de alguna pregunta capciosa, pretenden comprometerlo y, de este modo, tener la oportunidad para acusarlo y condenarlo a muerte.

¿Cómo intentan, pues, tomar por sorpresa a Jesús? No se presentan ellos mismos, sino que envían algunos de sus seguidores. Pensaban que Jesús, al ver tan sólo discípulos, no desconfiaría, y así sería más fácil sorprenderlo.

Para asegurar el éxito de la empresa, adjuntan algunos Herodianos: Entonces los fariseos se fueron y celebraron consejo sobre la forma de sorprenderlo en alguna palabra. Y le envían sus discípulos, junto con los herodianos.

Estos eran los judíos liberales, secuaces de Herodes y partidarios como él de los romanos y de la dominación extranjera. Por esa razón eran especialmente odiados por los Fariseos, que representaban el elemento nacional.

Pero, en este caso, todos hacen causa común contra lo que consideran como el enemigo común.

Veremos enseguida la causa principal por la cual los Fariseos solicitan la asistencia de los Herodianos.

Los enviados se presentan, pues, con un corazón hipócrita, con apariencias de honestidad, de respeto y de plena confianza en la ciencia y la franqueza de Jesús.

Comienzan por la alabanza, ya que es por allí que siempre se empieza cuando se desea engañar a alguien: Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas el camino de Dios con franqueza y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas.

Pero, si bien es de un modo capcioso y calculado, hacen una verdadera alabanza del Redentor y un homenaje a su santidad y su doctrina.

En este halago dado al Salvador encontramos diseñado el retrato del verdadero apóstol del Evangelio, del genuino pastor de almas:

a) tener un celo fervoroso por la verdad, y no enseñar sino la verdad;
b) estar lleno de sinceridad y de honestidad, en todas sus palabras y en su conducta;
c) hablar con valentía, por encima de las consideraciones personales y los respetos humanos, y reprender los defectos con una santa libertad.


Después de este exordio insinuante, proponen, con candor y con apariencia de un verdadero deseo de aprender, una cuestión inteligente, insidiosa, muy delicada y candente; como si dijesen: tenemos plena confianza en Ti, así que por favor esclarécenos sobre un punto importante, en el que está en juego el honor de Yahvé y de su pueblo privilegiado, y sobre el cual estamos muy divididos: Dinos, pues, qué te parece, ¿es lícito pagar tributo al César o no?


Es necesario tener en cuenta que este tributo era el homenaje o impuesto que los romanos imponían en Judea desde su reducción como provincia romana por Pompeyo.

Este impuesto era humillante para los judíos, que se consideraban como el pueblo elegido por Dios, destinado a la dominación del mundo con el Mesías que ellos esperaban.

Ahora bien, entre ellos había dos bandos:
los partidarios de Herodes, políticos avanzados; que sostenían la obligación de pagar el tributo a los romanos, porque eran la autoridad legítima, y establecían la paz, el orden y la seguridad en el país, y de hecho permitían libremente el culto nacional.
los patriotas, con los Fariseos en cabeza, que pretendían ser los privilegiados siervos de Dios, y que no debían ningún tipo de homenaje a ningún hombre después de haber presentado sus ofrendas y pagado sus diezmos al Altísimo.
Pero César Augusto había colocado a Herodes, extranjero y prosélito, como rey de los judíos; el cual debía ordenar los tributos y obedecer al Imperio Romano.

Por lo tanto, la cuestión planteada a Jesús era singularmente grave y delicada, tanto en el dominio religioso, como en el político; y de hecho abarcaba toda la vida de los ciudadanos en ambas sociedades, la temporal y la espiritual.

En resumen, se pregunta: un judío, ¿puede en conciencia pagar el tributo al Emperador; o es que debe negarse a ello?

Los Fariseos creían que Jesús no podría salir indemne del dilema, sin comprometerse, sea con una facción, sea con la otra:
si declaraba que los judíos estaban obligados al tributo, quedaría desacreditado ante el pueblo como un traidor, enemigo de la nación y de Dios.
si, en lugar de eso, respondía que no debían pagarlo, iban a denunciarlo y entregarlo al gobernador romano como un rebelde y un agitador, como de hecho lo harán tres días más tarde, el Viernes Santo.
Es por eso que utilizaron el concurso de sus oponentes políticos, los Herodianos.

La trampa fue hábilmente tendida.

Pero, Quien es la fuente de la sabiduría y escruta los pensamientos íntimos de los hombres, sabrá frustrar este ardid de sus enemigos.


¿Cuál fue la respuesta de Jesús?

Queriendo hacer ver que Él conocía perfectamente todos los pensamientos y que había descubierto su malignidad y astucia, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis?

No les responde utilizando la misma manera suave y pacífica de ellos, sino que les contesta según sus malas intenciones; porque Dios responde a los pensamientos y no a las palabras.

La primera virtud del que responde consiste en conocer las intenciones de los que preguntan; por eso los llama tentadores e hipócritas.

Los fariseos lo halagaban para perderlo. Pero Jesús los confunde para salvarlos; puesto que para un hombre no es de ningún provecho ser adulado, mientras que sí lo es el ser corregido por Dios.


Nuestro Señor quiere aclarar estas mentes llenas de maldad, y al mismo tiempo desea enseñar a sus discípulos de todos los siglos sobre una cuestión importante que se refiere tanto a la religión como al orden político y social; dijo, pues: Mostradme la moneda del tributo.


La sabiduría siempre obra de una manera sabia y confunde a sus tentadores por medio de sus propias palabras. Por esto les dice: Mostradme la moneda del tributo.

Y ellos estuvieron obligados a presentarle el denario de plata, que se consideraba del valor de diez monedas y llevaba el retrato del César.


Ellos, no sabiendo lo que iba a hacer o decir, pero sorprendidos por su duro reproche y, al mismo tiempo, por su calma majestuosa, le presentan el denario estampado con la efigie del Emperador.


Cambiando los roles, como le gustaba hacer en tales circunstancias, Jesús pasa de interrogado a indagador, y les pregunta a su vez: ¿De quién es esta imagen y la inscripción?

Su respuesta fue: Del César.

A partir de esta declaración, el Redentor fundamentará su doctrina:
- que establece la distinción de los dos poderes;
- que sostiene el principio de la armonía entre la autoridad civil y la autoridad religiosa;
- las cuales no deben confundirse ni separarse,
- antes bien, deben estar íntimamente unidas,
- para concurrir juntas al bienestar de los pueblos.
Expliquemos brevemente esta sublime doctrina de Jesús: por tanto, dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es Dios.

Es decir, si esta imagen y esta inscripción son del César, el denario que las porta pertenece al César.

Aquellos que se benefician de él, que lo utilizan en sus relaciones cotidianas y en las transacciones, demuestran que actúan bajo la autoridad y la protección de César, y reconocen su soberanía.

Y, si el César lo reclama en forma de impuesto, deben dárselo.

Por lo tanto, sí, hay que rendir al poder temporal humano lo que pertenece a él.


Sin embargo, la infinita sabiduría del Redentor agrega: dad a Dios lo que es Dios.

¡Lección grande y divina!, fuente de paz, de seguridad y de mil bendiciones, tanto para los individuos como para los estados.

Dad al César, es decir, al Príncipe temporal, el tributo, el servicio, la obediencia, siempre que no exija nada en contra de lo que Dios exige.

Y dad a Dios el culto que le es debido, es decir, un homenaje de adoración, de alabanza, de sumisión perfecta a todos sus mandamientos, de reconocimiento y de amor.

A Dios rendid intacta y santa esta alma, que Él ha hecho a su imagen y semejanza, y que ha adquirido al precio de su Sangre; dadle vuestro corazón porque lo pide y le pertenece.


Los Príncipes tienen derechos, que Dios les ha asignado. Dios tiene derechos, que se ha reservado y son inalienables.

Los buenos cristianos comprenden una y otra obligación, y se conforman a ellas en conciencia; y por esto los príncipes no tienen más devotos servidores que los verdaderos fieles de Dios.


Pero también, cuando los Príncipes abusan de su poder pidiendo a los siervos de Dios cosas contrarias a su conciencia y a los derechos de Dios y de su Iglesia, estos deben responder con valentía: Non licet! Obedire oportet Deo magis quam hominibus; y sin rebelarse, como sin doblegarse, aceptar sufrir la persecución y la muerte, si es necesario.

Y esto constituye gran parte de la noble historia de la Iglesia, desde el comienzo, y así será hasta el final.


Por lo que toca más particularmente a nosotros, este denario representa, alegóricamente, nuestra alma.

Somos la moneda de Dios; somos una moneda de plata extraviada del tesoro divino.

El error y el pecado han borrado la impronta que había sido estampada en nosotros.

Aquel que la había acuñado vino para restituirle su prístina forma: busca la moneda que le pertenece…

Dios, en su amor y su bondad, nos creó a su imagen y semejanza y nos ha marcado con su sello divino.

Llevamos esta imagen en nuestra alma, espiritual como Dios, inmortal; tiene una semejanza perfecta a Dios cuando participa de su santidad y de su gracia.

La inscripción es ese bello nombre de hijo de Dios y de cristiano.

¡Con qué noble orgullo los mártires sabían responder a los tiranos: ¡soy un cristiano!


Oh Jesús, enséñanos a caminar siempre en la verdad, sencillez y honestidad ante Dios y ante los hombres.

Ayúdanos a ser fieles a todas nuestras obligaciones de cristianos y súbditos vuestros.

Haz que guardemos pura y libre de toda inmundicia la imagen impresa en nuestra alma con Tu nombre bendito, para que merezcamos ser reconocidos por Ti en el día del juicio y ser introducidos al Cielo. Amén.

domingo, 17 de octubre de 2010

Domingo XXIº post Pentecostés


DOMINGO VIGÉSIMOPRIMERO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris


Tal como nos lo relata San Mateo, inmediatamente antes de la parábola que debemos comentar, Nuestro Señor acababa de hablar sobre la corrección fraterna y el perdón de las ofensas: Si tu hermano llega a pecar, vete y repréndelo, a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano.


San Lucas explicita con estas palabras: Cuidaos de vosotros mismos. Si tu hermano peca, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo. Y si peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, lo perdonarás.

Pedro se acercó entonces y le planteó una cuestión práctica: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?

Con esto, San Pedro se creía muy generoso: ¿Será hasta siete veces?… Nosotros decimos: la tercera, es la vencida…

Mas Jesús le respondió: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Es decir, siempre, sin medida; siendo la única condición si te escucha… si se arrepiente…

Y para confirmar esta nueva doctrina, enseñó el Salvador esta parábola admirable, simple demostración de la quinta petición del Padrenuestro: Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris.


Por eso el Reino de los Cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos.
Al empezar a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, ordenó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y que se le pagase. Entonces el siervo se echó a sus pies, y postrado le decía: “Ten paciencia conmigo, que todo te lo pagaré”. Movido a compasión el señor de aquel siervo, lo dejó en libertad y le perdonó la deuda.
Al salir de allí aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios; le agarró y, ahogándolo, le decía: “Paga lo que debes”. Su compañero, cayendo a sus pies, le suplicaba: “Ten paciencia conmigo, que ya te pagaré”. Pero él no quiso, sino que fue y lo echó en la cárcel, hasta que pagase lo que debía.
Al ver sus compañeros lo ocurrido, se entristecieron mucho, y fueron a contar a su señor todo lo sucedido.
Su señor entonces lo mandó llamar y le dijo: “Siervo malvado, yo te perdoné a ti toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?”
Y encolerizado su señor, lo entregó a los verdugos hasta que pagase todo lo que le debía.
Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.


Como en toda parábola, hay en ésta una desproporción enorme: diez mil talentos contra cien denarios...

Si Nuestro Señor ha puesto esta diferencia enorme entre la deuda de este siervo malo y la de su compañero es, en primer lugar, para hacer comprender mejor el objetivo de la parábola por el contraste entre la bondad del maestro y la dureza del siervo.

Consideremos un poco:

Son 10.000 talentos, contra 100 denarios.
Es decir, 60.000.000 de denarios, contra 100 denarios.
Como si dijésemos, 600.000 euros, contra 1 euro.

Ahora bien, un denario era el salario diario de un asalariado.

Por lo tanto, las deudas equivalían a 60.000.000 de jornadas de trabajo contra solamente cien…

Si calculamos a siete horas de trabajo por día, esto resulta:

420.000.000 horas, contra 700.

Es decir, 1.750.000 días, contra 30.

Más o menos como 4.800 años contra sólo un mes…


El lector se pierde, pero San Pedro comienza a comprender... Y San Andrés, su hermano, se restriega las manos con una sonrisa complaciente, mientras susurra… setenta veces siete… setenta veces siete…


La parábola nos presenta tres cuadros:

I.- El acreedor misericordioso.

II.- El deudor injusto y cruel.

III.- El castigo.


I.- El acreedor misericordioso

¿Qué hace entonces, ese siervo deudor? Incapaz de pagar, desprovisto de toda propiedad y abatido por el peso de su débito, tiene sólo un recurso: confiando en la conocida bondad de su rey, se postra humildemente a sus pies e implora su misericordia con lágrimas.

Sin embargo, no se atreve a solicitar la remisión de su deuda; simplemente pide una prórroga para pagar todo… ¿Acaso hubiese podido saldar su deuda con las solas fuerzas humanas? Recordemos que consistía en 4.800 años de trabajo…

Su conducta nos enseña lo que debemos hacer nosotros mismos para obtener la remisión de nuestros pecados y evitar el terrible castigo que tenemos bien merecido:

1) Humillémonos profundamente ante Dios, reconociendo nuestra malicia, nuestra indigencia y nuestra miseria.

Un solo pecado mortal merece el castigo eterno del infierno, ¡y no 4.800 años de trabajo!…

He aquí el por qué de la desproporción en la parábola.

2) Lejos de negar nuestra deuda, confesémosla con gran pesar y dolor. Arranquemos a nuestro corazón un verdadero acto de perfecta contrición.

3) Imploremos misericordia, con el propósito sincero y firme de satisfacer, según nuestras posibilidades, a la justicia divina por medio de una penitencia verdadera y seria.

Haced dignos frutos de penitencia, decía San Juan Bautista en el desierto.

4) Y ya que somos incapaces de satisfacer dignamente por un solo pecado, incluso venial, ofrezcamos al Padre eterno los méritos infinitos de la Preciosísima Sangre de su Hijo Jesús, inmolado por nosotros sobre la Cruz.


Ahora bien, ¿cuál fue la clemencia del rey?

La humildad y la súplica del culpable llegan al corazón del monarca, que revocando la severa orden ya impartida, le acuerda su venia y lo despide en paz y libertad.

En lugar del plazo solicitado, remite la deuda completa y absolutamente.


Lo que se dice aquí, en la parábola, de este rey misericordioso y generoso, Dios lo hace cada día realmente respecto de nosotros. Cuando Él ve a sus pies un pobre pecador contrito, humillado, pidiendo su gracia y perdón, se deja conmover y perdona todos sus pecados, por numerosos y graves que sean.

¡Cuánto agradan a Dios una verdadera contrición y una confesión humilde!

¡Qué grande es su misericordia!


Pero Dios no perdona a medias: perdona las deudas pequeñas, como así también las más grandes; a condición de que uno no se arrepienta a medias y de que el cambio del corazón sea completo y perfecto.

Además, Dios exige rigurosamente que seamos agradecidos, buenos y misericordiosos como Él; dispuestos y prontos a perdonar a los otros, como nos ha perdonado Él mismo: Sicut et nos dimittimus debitoribus nostris...


II.- El deudor injusto y cruel

¿Qué sucedió cuando este siervo salió de la casa de su príncipe?

Este siervo miserable, parte de la corte libre de deuda, pero esclavo de la injusticia.

Acaba de recibir un beneficio extraordinario, una gracia sin par, y sin tardar comete una acción detestable, una crueldad monstruosa.

Apenas se halla fuera del palacio, donde el rey le ha perdonado sin condiciones su deuda inconmensurable, se encuentra con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios, cien días de trabajo; suma insignificante, comparada con la deuda contraída por él y de la cual acaba de ser perdonado…

En lugar de abrazarlo y de invitarlo a alegrarse con él por el perdón obtenido, remitiéndole a su vez esta deuda minúscula, he aquí que se arroja brutalmente sobre él, lo aferra por la garganta y lo sofoca, diciéndole con ira: ¡Paga lo que debes!

¡Qué extraña inhumanidad! ¡Qué crueldad! ¡Qué contraste con la conmovedora escena recién acaecida!


Ahora bien, este pobre deudor cae de rodillas, como él mismo había hecho ante el rey, y, con los mismos términos empleados por él (circunstancia que hubiese debido estremecerlo), le pide tenga paciencia, prometiendo pagarle todo.

Él podría, en efecto, con cierto retraso, pagar todo la suma y saldar la deuda, que era baja.

Pero, no sólo no le concede ni una hora de dilación, sino que lo trata con un rigor extremo y lo hace echar inmediatamente en la cárcel, para que permanezca allí hasta el cese de la deuda.


¿Quién no se indignaría contra la conducta de este siervo perverso?

Si el rey y el señor ha perdonado tan fácilmente la enorme deuda de su sirviente, ¿cuánto más debía perdonar él a su compañero?

Y, sin embargo...


¿No es acaso el retrato de muchos cristianos que se atreven pedir a Dios la remisión de sus innumerables deudas, y después, incluso a veces saliendo del Santo Tribunal de la Confesión, no tienen vergüenza de guardar contra sus hermanos odios o rencores inveterados por un delito pequeño, una palabra más o menos ofensiva, una leve falta de respeto; o se niegan a perdonar y buscan oportunidades de venganza?

San Juan Crisóstomo observa que este miserable llegó a esta barbarie excesiva porque, apenas fuera del Palacio, olvidó la enormidad de su deuda y, de resultas de ello, la grandeza del beneficio recibido.

Por eso tuvo para con su compañero maldad y desprecio, y perdió por esta conducta despreciable los beneficios que acababa de obtener.

No hay ningún medio más indicado para mantener al alma en sentimientos de sabiduría, de bondad y de mansedumbre, como el recuerdo constante de sus propios pecados.


III.- El castigo

¿Qué hizo, entonces, el rey? Teniendo conocimiento de la conducta de su sirvo, se indignó contra este miserable, a quien había tratado tan generosamente, y con la gravedad de un juez, ahora inexorable, le reprochó su inhumanidad: Siervo malvado, le dijo…; teniendo horror por la ingratitud y la dureza de corazón…

¡Siervo inicuo!, ¿cómo has obrado de tal manera? Habiendo sido tratado con misericordia, ¿cómo has demostrado tanta crueldad con tu consiervo?

Yo te perdoné a ti toda aquella deuda, porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?

Y a continuación, el rey, dejándose llevar de una justa indignación, retiró la condonación y entregó el miserable a los albaceas de la justicia para el pago de toda la deuda, es decir, para siempre…

Imagen terrible del juicio ineludible y de la sentencia sin apelación, en el cual Dios, habiendo reprochado a los pecadores su falta de caridad, les dirá: ¡Id al fuego eterno!


¡Oh infelices pecadores!, si tuviésemos día y noche delante de los ojos esta amenaza de la terrible sentencia, ¡con qué suavidad, caridad y misericordia trataríamos a nuestros hermanos que nos han ofendido y reclaman nuestro perdón!


¿Qué conclusión saca Nuestro Señor de la presente parábola?

Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano.

Si perdonáis de buen corazón, Dios, que es infinitamente justo y bueno, perdonará del mismo modo.

Pero, si en lugar de perdonar, preferís dejaros llevar por el odio, el rencor, la venganza, Dios tampoco os perdonará.

La medida que utilizará con vosotros será la misma que utilizasteis con vuestros hermanos.


Por otra parte, es exactamente lo mismo que pedimos cada día en el Padrenuestro: Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris… Y perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores


Tengamos en cuenta estas palabras del Redentor: si no perdonáis de corazón, ex cordibus vestris, desde el fondo del corazón, con sinceridad, sin doblez…

Nuestro Señor quiere evitar toda hipocresía y caricatura de concordia…

Perdonar sinceramente, de todo corazón, es sobreponerse y superar las repugnancias de la naturaleza; es desterrar todo odio, todo rencor, todo deseo de venganza; estar dispuestos a demostrar a quien nos ha ofendido una caridad real y darle muestras de ello por toda clase de buenas acciones.


Oración:

Oh, Padre infinitamente bueno y misericordioso, humildemente prostrado a tus pies, solicito perdón de mis innumerables pecados.

No puedo decir: ten paciencia conmigo y todo te lo pagaré, puesto que mi deuda para contigo no es sólo de diez mil o cien mil talentos, sino infinita.

¿Y cómo podré saldarla o, al menos, disminuirla? No tengo ningún mérito, ninguna virtud; todo lo he disipado, como este siervo, como el hijo pródigo.

¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!

Os ofrezco mi corazón contrito y humillado…

Os ofrezco la disposición que tengo de perdonar sinceramente a todos los que me hayan ofendido, como quiero y pido que Tú me perdones.


Dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris…

domingo, 10 de octubre de 2010

Domingo 20º post Pentecostés


VIGÉSIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



Había un funcionario real, cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Por este regulus debemos entender, conforme a la expresión griega, un oficial o funcionario real, cumpliendo en Cafarnaúm un alto cargo en nombre del rey Herodes Antipas.

¿Qué es lo que llevó a este funcionario hacia Jesús? Sin duda, como todo el mundo, había escuchado hablar de los testimonios y de la predicación de San Juan Bautista, así como sobre los milagros de Jesús, el profeta de Nazaret.

Pero, como casi todas las personas de su condición, era, sino escéptico, al menos sumamente indiferente.

Sin embargo, los designios de la Providencia son admirables. Dios se sirve aquí, para atraer a este oficial a la salvación, de un gran dolor familiar.

Una fiebre maligna, rebelde al esfuerzo de la medicina, ataca a su amado hijo. Al borde de los recursos, se entera precisamente que Jesús de Nazaret, de quien le han contado tantas maravillas, ha regresado a Galilea y está en Caná, no muy lejos de Cafarnaúm.

Sin ninguna vacilación, el amor por su hijo le hace superar todo sentimiento de orgullo y de respeto humano, y va al encuentro de Jesús, pidiéndole que descienda y venga a curar a su hijo, que comienza a morir.

Admiremos, por una parte, el afecto y la preocupación de este padre por su hijo, que le hace superar todos sus prejuicios y tomar esa resolución; y, por otra parte, la utilidad maravillosa y providencial de las pruebas y de las enfermedades; puesto que, sin la enfermedad de su hijo, este oficial probablemente nunca hubiese ido hacia Jesús e incluso hubiese permanecido a lo largo de su vida en la indiferencia, lejos de la salvación.

Dios, infinitamente bueno e infinitamente sabio, se sirve de mil medios para llamar a los pecadores y a los indiferentes para que despierten de su letargo; les envía todo tipo de males y calamidades, en su persona o en la de sus hijos, o en sus bienes, para convertirlos.

Algunos se aprovechan de estos beneficios, se humillan y retornan a Dios.

Pero, ¡cuántos, en lugar de hacer penitencia y arrepentirse, se dejan vencer por la impaciencia, la murmuración, la blasfemia!…

Incluso, no pocos recurren a prácticas condenables, supersticiosas, para escapar de sus males o para curar de sus enfermedades.

¡Insensatos! Se entregan al demonio y atraen sobre ellos la ira de Dios.

En cambio, admiremos a esos santos personajes, tales como Job y Tobías, que han aceptado las adversidades y las enfermedades enviadas por Dios…

Dios es Señor soberano, y nada sucede sin su mandato o permiso. Él solo regula todo con una infinita sabiduría, con un poder que nada resiste y con una bondad más que paternal.

Por lo tanto, cuando nos pone a prueba por las enfermedades o las aflicciones, siempre tiene objetivos llenos de prudencia y de benevolencia.

La enfermedad del hijo de este oficial fue una dura prueba; pero ella constituyó una fuente de gracias para él y para su casa, una ocasión para la salvación de toda la familia.


Podemos preguntarnos: ¿por qué Dios nos envía enfermedades y aflicciones?

1. Para ejercer su soberano dominio y hacernos sentir que es el dueño de nuestra salud y de nuestra vida.

2. Para ejercer su justicia y castigar nuestros pecados.

3. Por bondad y misericordia; como remedio, para quitarnos la oportunidad y los medios de pecar: nos desprende de los engañosos placeres del mundo y nos hace adquirir méritos para el cielo.

4. Por amor por nosotros; nos hace más conformes con su Divino Hijo crucificado, y nos hace merecer y ganar una corona hermosa en el Cielo.


¡Si comprendiésemos esto!... ¡Con qué agradecimiento recibiríamos y aceptaríamos la Cruz y las enfermedades!


¿Cómo debemos recibir las aflicciones y los padecimientos?

Es necesario recibirlos cristianamente, es decir, conformándonos a las intenciones de Dios, para su mayor gloria y para la salvación de nuestra alma.

1. Honremos su soberano dominio, sometiéndonos generosamente a lo que Él quiera.

2. Honremos su justicia, que castiga en esta vida nuestros pecados; debemos aplacarla por un corazón contrito y humilde, por una sincera conversión, por la aceptación humilde y piadosa de la prueba.

3. Honremos su providencia y sometámonos a su conducta, aunque nos parezca a veces inexplicable y rigurosa.

A veces pensamos que si tuviésemos salud y bienes materiales, serviríamos mejor al Señor. Pero Dios ve mejor y más lejos que nosotros; dejémoslo hacer: la salud podría llevarnos al pecado, al infierno; mientras que de la enfermedad nos santifica y nos lleva al Cielo.


¿Cómo respondió Nuestro Señor al pedido de este oficial? Entonces Jesús le dijo: “Si no veis señales y prodigios, no creéis.”

Tal vez esta respuesta nos sorprenda por su dureza y aparente falta de razón, puesto que, al pedir la curación de su hijo, el oficial manifestaba tener fe en el poder taumatúrgico de Jesús.

Sin embargo, la fe de este hombre era débil y, sobre todo, muy imperfecta.

En efecto, sólo por haber escuchado que Jesús realizaba cosas maravillosas y sorprendentes había recurrido a Él para pedirle que viniese a su casa para curar a su hijo.

Pero no había reconocido aún la razón y el origen de esa facultad milagrosa de Nuestro Señor.

Además, pensaba que Jesús no podría operar una curación si no era presentándose delante del propio paciente para imponerle las manos. No creía que su poder se extiende a todo lugar y que, por lo tanto, es Dios, omnipresente y omnipotente.

Esa es la razón por la cual el Salvador lanza un reproche que parece duro, pero que suaviza al dirigirlo no directamente a este padre afligido, sino a todos los presentes: “Si no veis señales y prodigios, no creéis”…

Esta reprimenda cayó justa, porque los galileos no creían si no eran derrotados por milagros claramente realizados ante sus ojos.

Los milagros son necesarios, sin duda. Es por medio de los milagros que el Mesías, de acuerdo a los Profetas, debía manifestar su misión divina. Sería por medio de los milagros que su Iglesia habría de difundirse por todo el mundo. Es a través de los milagros que, incluso hoy en día, muchas personas llegan a la Fe.

Sin embargo, la palabra de Nuestro Señor permanece cierta y en todo su vigor: “Bienaventurados los que, sin haber visto, creyeren”.

Por otra parte, los milagros, de hecho, no convierten sino a los hombres de buena voluntad. Los fariseos y los judíos han presenciado con sus propios ojos muchísimos de los milagros realizados por Jesús, pero no quisieron creer en Él y le crucificaron.


Ahora bien, este oficial, ¿se dejó desalentar? ¡No! Absorto por su dolor, parece no haber entendido las palabras de Jesús, y repitió su solicitud con nueva instancia: “Señor, baja antes que se muera mi hijo”.

Él cree en el poder de Jesús; pero su fe es aún imperfecta, ya que considera necesaria la presencia del divino Taumaturgo; y no concibe aún que Jesús pueda curar a su hijo a la distancia, e incluso resucitarlo, si hubiese muerto.

¡Qué lejos de está de aquel centurión romano, quien unos meses más tarde también recurrirá a Jesús en una circunstancia similar, pero le dirá, con admirable fe y humildad: “Señor, no soy digno que le entres en mi casa; pero di tan sólo una palabra, y mi siervo será curado”!

¡Cómo nos recuerda aquella otra escena del padre del niño poseído por el demonio!
Este hombre dijo a Jesús: “He dicho a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido”.
Y Jesús respondió: “¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo!”
El padre le dijo: “Si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros.”
Jesús le dijo: “¿Qué es eso de si puedes? ¡Todo es posible para quien cree!”
Al instante gritó el padre del muchacho: “¡Creo, pero ayuda a mi poca fe!”


Nos parece escuchar ahora las mismas palabras: “Señor, creo, pero ayuda a mi poca fe… baja antes que se muera mi hijo”.

¿Cuál fue la respuesta de Nuestro Señor? ¡Oh bondad infinita e inefable condescendencia la del Salvador! Conmovido por la aflicción y la perseverancia de su oración, le dijo: “Vete, que tu hijo vive.”

Por lo cual le hace ver:

  • que Él es el dueño soberano de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte.
  • que su poder es ilimitado,
  • que con una sola palabra, con un solo acto de su voluntad puede operar, a la distancia, maravillas, curar a los enfermos y resucitar a los muertos.

Observemos que, por esta simple palabra, Jesús opera repentinamente un doble milagro:

  • fortalece la fe de este hombre, que creyó enseguida en su poder y se fue sin forzar más al Salvador;
  • sana inmediatamente a su hijo.

Creyó el hombre en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.


El Evangelista nos relata cómo tuvo conocimiento este oficial de la curación de su hijo. A mitad de camino encontró a sus siervos que venían con presteza, felices, para anunciarle la dichosa noticia de que su hijo estaba vivo y que, por lo tanto, era innecesario perturbar al profeta de Nazaret: Cuando bajaba, le salieron al encuentro sus siervos, y le dijeron que su hijo vivía.


La curación del niño había sido repentina y había llenado de sorpresa a toda su casa, sin que nadie pudiese adjudicarla a causa alguna.

Por esta razón, este oficial les pidió cuenta de cuándo había tenido lugar la curación repentina de su hijo: Él les preguntó entonces la hora en que se había sentido mejor.

Esto no puede ser porque dudase, puesto que comprobaba perfectamente el cumplimiento de la palabra de Jesús.

Si quiso de esta manera probar el hecho, haciendo precisar el momento, fue:

  • en primer lugar, para confirmar su propia fe y poder adjudicar a Jesús, y sólo a Jesús, la curación de su hijo,
  • para excitar un reconocimiento pleno hacia el Benefactor,
  • para hacer compartir a sus siervos su admiración y su fe de que Jesús era, de hecho, el único autor de tan gran milagro
  • para conducirlos, así, a la felicidad de creer también en Jesús.

Lo que sigue es una prueba de todo esto: Ellos le dijeron: “Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre.” El padre comprobó que era la misma hora en que le había dicho Jesús: “Tu hijo vive”, y creyó él y toda su familia.


Como enseña San Beda, el Venerable, esto nos hace ver que hay grados en la fe, como en todas las otras virtudes; todas tienen su comienzo, su desarrollo y su perfección. Existe una graduación.

La fe de este oficial estaba en sus comienzos cuando llegó a encontrar a Jesús y le pidió que fuese a curar a su hijo.

Ella se hallaba en su desarrollo cuando creyó en la palabra del Señor diciéndole: “Vete, que tu hijo vive.”

Llegó a su perfección cuando le llegó la noticia por medio de los sirvientes. En ese momento, creyó que Jesús era el Mesías prometido, el Cristo, el hijo de Dios.

Y no contento con creer él en Jesús, comunica por sus exhortaciones y sus ejemplos a toda su casa su fe, junto con su amor, su agradecimiento y su felicidad.

Y desde ese día, la casa pasó a ser como un templo, donde el Salvador recibía los homenajes que le son debidos.


Admiremos la fe, el celo y la caridad de este funcionario que, iluminado por la gracia, demuestra su reconocimiento a Jesús de la mejor manera: haciéndolo conocer, amar y servir por toda su casa; es un verdadero apostolado.


Hermoso ejemplo que todos los padres de familia y todos los jefes verdaderamente cristianos harían bien en imitar… las oportunidades para hacerlo no son escasas.

¡Cuántos jefes de familias y de sociedades deberían confundirse y avergonzarse pensando en cómo difiere su comportamiento del de este oficial!

Él, infiel casi al principio, es vencido por el primer beneficio recibido de Jesús; se convierte, y quiere que todos los de su casa sigan su ejemplo.

El número de cristianos, santificados desde su nacimiento por el Bautismo, educados en la verdadera religión, llenos por Dios de todo tipo de gracias…, si no lo niegan en la teoría, de hecho viven de tal manera que, en lugar de edificar a sus familias, las escandalizan de un modo bien triste!

En lugar de aprovechar los Sacramentos, recitar piadosamente las oraciones en común, practicar las virtudes cristianas, se los ve constantemente alejados de la práctica religiosa.


Más perfecta aún que la fe del oficial de Cafarnaúm fue la de Sara, hija de Raquel, esposa del joven Tobías, con cuya oración concluyo:

“Bendito sea tu Nombre, oh Dios de nuestros padres que, después de haberte enojado, usas de misericordia, y en tiempo de tribulación perdonas los pecados a los que te invocan. Tus designios sobrepujan la capacidad de los hombres. Es seguro que todo aquel que Te adora y cuya vida ha sido aprobada, será coronado: que en caso de haber sido atribulado será librado, y si el castigo se descargase sobre él, podrá acogerse a tu misericordia. Porque Tú no te deleitas en nuestra perdición; puesto que, después de las lágrimas y el llanto, infundes la alegría.”