sábado, 29 de mayo de 2010

Santísima Trinidad


FIESTA DE LA SANTA TRINIDAD


Celebramos, festejamos y honramos hay el misterio más grande e importante de nuestra santa religión: el misterio de la Santísima Trinidad.

Antes de desarrollar el punto central de nuestra fiesta, cabe preguntar, en primer lugar, ¿qué es un misterio?

Un misterio, en general, es una verdad que es imposible comprender y demostrar naturalmente.

Sabemos que la naturaleza creada tiene secretos impenetrables; somos testigos de que toda cosa presenta un lado misterioso.

El hombre, por muy sabio que sea, no conoce nada en su total profundidad: la esencia de las cosas se le escapa.

¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Qué es la luz, el calor, la electricidad? Tantas cuestiones que se ocultan a la penetración humana, incluso de los científicos.

¿Qué debemos concluir, entonces?

Que si el mundo, que es finito, contiene tantas oscuridades para nuestra escasa inteligencia, no debemos asombrarnos de encontrar el misterio cuado se trata de Dios, que es Ser Infinito.


Avancemos un paso más, ¿Qué es un misterio de la religión?

Es una verdad revelada por Dios, que debemos creer, aunque no podamos ni comprenderla ni demostrarla.

Es una verdad que no podríamos conocer, si Dios no la hubiese manifestado y enseñado.

Es una verdad que nunca podremos abarcar ni penetrar en su totalidad.


Los principales arcanos de la religión son los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación y de la Redención.

El primero y más grande de estos tres misterios es el misterio de la Santísima Trinidad, porque constituye la vida divina en sí misma, que los dos otros presuponen.


El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio de un único Dios en Tres Personas distintas.

Desde los Apóstoles hasta nosotros, la Iglesia siempre ha profesado la creencia en este sublime misterio, como se lo ve en sus símbolos, en su liturgia y en las declaraciones de sus concilios.
Creemos firmemente y reconocemos que no hay más que un único Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo; Tres Personas, pero una única sustancia, una única naturaleza.

La Santa Iglesia expone el misterio de la Santísima Trinidad en estos términos:
La fe católica es que adoremos un único Dios en Tres Personas y Tres Personas en un único Dios, sin confundir las Personas ni dividir la sustancia.

¿Qué quiere decir la palabra Trinidad? Este término significa tres en la unidad.


Ahora bien, en este misterio, ¿a qué se aplica la Unidad? La unidad se aplica a la sustancia, llamada también naturaleza, esencia.

Así pues, en la Trinidad sólo hay una única sustancia, naturaleza, esencia divina, una única divinidad.


En este misterio, ¿a qué se aplica la distinción? La distinción se aplica a las Personas, a las procesiones, a las relaciones, a los nombres, a las misiones divinas.


En Dios hay Tres Personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Una es la Persona del Padre, otra es la del Hijo, otra la del Espíritu Santo.

Cada una de estas tres Personas, ¿es Dios? Sí, el Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.

Pero, las tres Personas divinas, ¿son tres dioses? No, no son tres dioses, sino un sólo y mismo Dios.


¿Por qué son un sólo y mismo Dios? Porque tienen una sola y misma naturaleza, una sola y misma divinidad.

Dice el Prefacio de la Santísima Trinidad:
Te damos gracias a Ti, Señor Santo, Padre omnipotente, eterno Dios, que con tu Unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, eres un solo Dios, un solo Señor; no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia. Por lo cual, cuanto nos has revelado de tu gloria, lo creemos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción. Confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las Personas, la unidad en la Esencia, y la igualdad en la Majestad.

Alguna de estas Tres Personas, ¿es más antigua, más poderosa, más perfecta, que las otras dos? No, las tres Personas divinas son iguales en todas las cosas.
Cual es el Padre, tal es el Hijo: y tal el Espíritu Santo.
El Padre no criado, el Hijo no criado: y el Espíritu Santo no criado.
El Padre inmenso, el Hijo inmenso: y el Espíritu Santo inmenso.
El Padre Eterno, El Hijo Eterno: y el Espíritu Santo Eterno.
Con todo eso no son tres eternos: mas un eterno.
Como no hay tres inmensos, ni tres increados: mas un inmenso, y un increado.

La distinción de las Personas divinas, ¿destruye la unidad de Naturaleza? No, ya que al mismo tiempo que son distintas por sus relaciones incomunicables y por sus propiedades personales, las Personas divinas son iguales por su naturaleza y sus perfecciones absolutas.

El Padre comunica a su Hijo toda su naturaleza y todas sus perfecciones; y el Padre y el Hijo comunican al Espíritu Santo, que procede de Ellos dos, esta misma naturaleza y estas mismas perfecciones.


¿Qué se entiende por procesión divina? Por esta expresión debe entenderse la producción de una Persona divina por otra.

En Dios hay dos procesiones: la del Hijo y la del Espíritu Santo.

El Padre no procede de nadie: es no nacido, es decir, Principio sin principio.
El Padre de nadie es hecho, ni criado, ni engendrado.

¿Cómo procede el Hijo del Padre? El Hijo procede del Padre por vía de generación. Dios Padre, contemplándose, reproduce en sí mismo su propia imagen, perfectamente igual, consubstancial. Esta imagen viva y subsistente es su Hijo:
El Hijo es de solo el Padre: no hecho, ni criado mas engendrado.

¿Cómo procede el Espíritu Santo del Padre y del Hijo? El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por vía de amor. El Padre y el Hijo se aman infinitamente, y aspiran el uno hacia el otro, con el fin de ser un solo y mismo espíritu.

Este amor del Padre y del Hijo, viviente y subsistente, es el Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es del Padre, y del Hijo: no hecho, ni engendrado, sino procedente.

¿Por qué en Dios no hay sino dos procesiones? Porque no hay en Él otras operaciones internas que conocer y amar.

La actividad interna de Dios no tiene ya más que operar cuando, por el entendimiento, produce la Persona infinita del Hijo, y, por el amor, la Persona infinita de Espíritu Santo.


Ahora bien, el misterio de la Santísima Trinidad, ¿es contrario a la razón? No. Está por sobre la razón, pero no es contrario a la razón; no es absurdo.

Se objeta que hay contradicción en decir que tres son uno.

Sin embargo, la contradicción existiría, si afirmásemos que tres personas hacen una persona; o que una naturaleza hace tres naturalezas.

Creemos, lo que es bien diferente, que Dios es Uno en Tres Personas; que hay Tres Personas en Dios; que la Unidad se refiere a la Naturaleza, y la Trinidad a las Personas.


El misterio de la Santísima Trinidad es incomprensible, pero no es ininteligible; podemos tener, por analogía, alguna idea imperfecta.


¿Cuál es la imagen más significativa de la divina Trinidad? Es el alma humana.

Recordemos que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y entonces, al igual que Dios, el alma se conoce y se ama.

Hay en ella un principio que piensa, un pensamiento engendrado por ese principio y el amor que procede de ese principio y este pensamiento; pero no son tres almas, sino una sola alma, una única esencia.


Y nos preguntamos ¿si hay vestigios de la Santísima Trinidad en el resto de la creación? Y respondemos que sí, ya que hay numerosos ejemplos de la unidad en la triplicidad:

el ser, con sus tres trascendentales: la unidad, la verdad y la bondad;

la naturaleza con sus tres reinos: el mineral, el vegetal, el animal;

la materia con sus tres estados: el sólido, el líquido, el gaseoso;

el espacio con sus tres dimensiones: la longitud, la anchura, la profundidad;

el tiempo con sus tres períodos: el presente, el pasado, el futuro.


Toda la creación, pues, con el hombre resumiéndola y representándola, canta la gloria de la Santísima Trinidad:

¡Bendecida sea la Santísima Trinidad y su indivisible Unidad! Glorifiquémosla, porque hizo resplandecer sobre nosotros su misericordia.


Concluyamos con la oración de la Iglesia en la santa Liturgia:
Dios todopoderoso y eterno, que por la confesión de la verdadera fe, diste a tus siervos conocer la gloria de la Eterna Trinidad, y de adorar la Unidad en el poder de tu majestad soberana; haz, te suplicamos, que, consolidados por la firmeza de esta misma fe, seamos siempre defendidos contra todas las adversidades.

domingo, 23 de mayo de 2010

La Pascua Roja


PENTECOSTÉS


El gran misterio de santificación realizado en los Apóstoles el día de Pentecostés, debe operarse también en nosotros, si aportamos buenas disposiciones…

Nuestro Señor nos lo mereció por su muerte y resurrección, y la virtud del divino Espíritu no es menos poderosa y eficaz hoy que entonces.

Aunque no descienda ya con el mismo resplandor ni con las mismas maravillosas operaciones exteriores, no deja de venir realmente en nosotros, y producir invisiblemente los mismos efectos de conversión y de salvación en las almas bien preparadas.

Renovemos nuestra profesión de fe en el Espíritu Santo, consideremos lo que es en relación a nosotros, y tengamos en cuenta los efectos que quiere producir en nosotros, si nos encuentra bien dispuestos.

Entonces será para nosotros lo que fue para los Apóstoles: un Espíritu de verdad, un Espíritu de santidad, y un Espíritu de fortaleza.


I. - Espíritu de verdad

Cuando venga el Espíritu Santo, dijo el Salvador a sus Apóstoles, les enseñará toda verdad… Pero hay verdades que humillan e incomodan, aunque sean saludables, que el hombre carnal no puede recibir ni gustar…

Además, hay hombres tan ignorantes y tan endurecidos que son rebeldes a todas las instrucciones…

Los Apóstoles eran, por testimonio de dos de ellos, ignorantes, incrédulas, llenos de errores y con prejuicios sobre el Mesías, sobre la pobreza, la humildad, el sufrimiento… Cada vez que Nuestro Señor les hablaba, no les causaba ningún efecto; sus palabras eran para ellos enigmas.

Pero, apenas recibieron al Espíritu Santo, ¡se transformaron repentinamente!


No vayamos a creer que el Espíritu Santo ha dejado de operar tales maravillas en la Iglesia.

A pesar de los esfuerzos del demonio, del espíritu del mundo, de las reclamaciones de la carne,… ¡cuántas almas se ven iluminadas y sostenidas por el divino Espíritu, renuncian al pecado y al mundo, y con un valor heroico practican las virtudes!

Tenemos miles de ejemplos en la vida de los Santos.

Pero, desgraciadamente, ¡cuántas almas hay a las que San Esteban podría decir: Resisten siempre al Espíritu Santo!

A su luz tan sublime y tan pura, a su conducta tan santa, preferimos las insinuaciones y las sugerencias de Satanás, las engañosas máximas del mundo, los deseos culpables de la carne…

¡Desgracia para los ingratos, para los espíritus indóciles!



II. - Espíritu de santidad

Nuestro Señor decía a los Apóstoles: Aún algunos días, y seréis bautizados en el Santo Espíritu, es decir, purificados y santificados como por un nuevo bautismo; ya que el divino Espíritu es la fuente y el principio de toda santidad.

A partir de que recibieron al Espíritu Santo, se convirtieron en hombres muy espirituales, desprendidos del mundo, llenos de Dios, perfectos e irreprochables…

El Espíritu Santo consumió en ellos, por el fuego de su amor, todo lo que había de impuro y de terrestre.

¡Cuántos Santos, en el curso de los siglos, fueron también transformados por la gracia del Espíritu santificador!

¡Cuánta necesidad tenemos también nosotros ser purificados por el Espíritu Santo!…, pecados, defectos, pasiones desordenadas, lazos sensuales peligrosos y a menudo culpables…

Roguemos al divino Espíritu nos purifique de todas estas escorias; nos ayude a mortificar las obras de la carne; nos colme de santos deseos de la virtud y de la perfección; produzca en nuestras almas los frutos que le son propios: la caridad, el gozo espiritual, la paz, la paciencia, la bondad, la mansedumbre, etc.



III. - Espíritu de fortaleza

El Espíritu Santo es un espíritu de fortaleza, que robustece el alma debilitada y la vuelve capaz de todo para rendir gloria a Dios.

Contemplemos a los Apóstoles, hasta ese momento débiles, tímidos y flojos… ¡Cómo cambiaron después de recibir el divino Espíritu!

Revestidos de la virtud de lo alto, virtud sobrenatural y divina, son abrasados de amor por Jesucristo, y se lanzan sin miedo al combate contra Satanás y sus secuaces…

Predican a Jesús crucificado, acusan a los judíos de su deicidio, confiesan audazmente a su divino Maestro ante los tribunales, y hablan según les sugiera el Espíritu Santo.

Finalmente, se consideran felices de sufrir por el Nombre de Jesús azotes, la prisión y la muerte…

Estos hombres, sin otras armas que esta fortaleza del Espíritu Santo, emprenden la conquista pacífica y la conversión del mundo…

Estas maravillas se perpetúan de siglo en siglo… ¡Ahí tenemos a los Mártires, a los Padres del desierto, esa multitud de Confesores y de Vírgenes, que por la gracia y la fuerza del divino Espíritu, vencieron al mundo y la carne, y conquistaron la corona eterna!


Y nosotros, ¿tenemos esta caridad, este fuego, este celo, esta fortaleza del Espíritu Santo?

Deberíamos mostrarlo por nuestras obras. Desgraciadamente, ¡sólo somos debilidad, tibieza y cobardía!…

No obstante, si nos disponemos bien a recibir el Espíritu Santo, como los Apóstoles, seremos corregidos de nuestras miserias, revestidos de la fuerza de lo alto, capaces de triunfar de nuestros enemigos y de sacrificarnos, hasta la muerte, por los intereses de Jesús y de su Iglesia…

¿Por qué se ve a tantos cristianos negligentes, tibios, perezosos, impotentes para superar la menor dificultad, de realizar el menor acto de virtud?…

¡Ah!, es porque no piden esta fortaleza del Espíritu de Dios; es porque en lugar de conservarlo en su corazón, lo expulsan por el pecado…



Preparemos bien nuestro corazón para que el Espíritu Santo se digne descender para purificarnos, para fortalecernos y operar en nuestra alma, dócil a su influencia, los efectos de santificación que produjo en los Apóstoles…

Roguemos quiera transformarnos.

Resucitemos la gracia que nos ha sido dada por la imposición de las manos del Obispo y la unción del Santo Crisma el día de nuestra Confirmación.

Vivamos santamente, combatamos valerosamente…

Y Jesús recompensará nuestra santidad de vida y nuestro celo dándonos la corona de gloria prometida a los que lo aman y que le son fieles.

Que la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, nos obtenga todas estas gracias…

sábado, 15 de mayo de 2010

Domingo posterior a la Ascensión


DOMINGO EN LA OCTAVA
DE LA ASCENSIÓN



En el momento de subir al Cielo, Nuestro Señor renueva a sus Apóstoles la promesa hecha, después de la Última Cena, de enviarles el Espíritu Santo, y les recomienda prepararse para su llegada.

Tomemos para nosotros mismos esta recomendación, y durante esta semana, a imitación de los Apóstoles, preparémonos para esta fiesta de Pentecostés, tan solemne y tan fructuosa para las almas bien dispuestas.

Pero, ¿qué debemos hacer para merecer recibir bien al Espíritu Santo?

Es necesario alejar todo lo que le desagrada y todo lo que puede constituir un obstáculo a sus gracias; atraerlo, además, a nosotros por nuestras santas disposiciones; y estar atentos para aprovecharnos bien de su venida y de sus inspiraciones y dones.


I. - Alejar todo lo que desagrada al Espíritu Santo
y todo lo puede constituir un obstáculo a sus gracias


El Espíritu Santo es Dios de amor y de santidad; por eso debemos poner el mayor cuidado posible para evitar todo lo que le desagrada, le contriste y le impidiese venir a permanecer en nosotros…

En primer lugar, hemos de evitar el pecado; ya que éste hace a nuestra alma desagradable y odiosa a los ojos de Dios.

Si esta ofensa es grave, apaga en nosotros la caridad; si sólo es venial, la enfría…

Nuestra alma debe ser el templo o tabernáculo del Espíritu Santo; debemos, pues, velar para que sea absolutamente pura y no tenga la menor mancha…

Examinemos si tuvimos la desdicha de caer en pecado mortal; hagamos penitencia, purifiquemos nuestro corazón por una verdadera contrición y una buena confesión…

Si por una gracia especial de Dios nuestra alma se encuentra libre de toda mancha, agradezcamos a Dios y permanezcamos en la humildad y en la más exacta vigilancia…

Huyamos del espíritu del mundo, que es mentira, maldad y fealdad, mientras que el espíritu de Jesús es verdad, bondad y belleza…

Huyamos también de los lazos demasiado humanos y demasiado sensuales…

Que todo en nuestro interior permanezca en el orden, o vuelva a él. Del mismo modo, mortifiquemos la búsqueda de las comodidades y caprichos del cuerpo, ya que todas estas cosas son otros tantos peligros y obstáculos a la acción bienhechora del Espíritu Santo en nosotros…

Velemos, examinemos nuestro corazón, y no guardemos en él nada que pueda alejar o contristar en nosotros al divino Huésped que esperamos.



II. - Atraer al Espíritu Santo
por nuestras buenas disposiciones


La primera disposición es poner nuestra alma en un santo recogimiento, como hicieron los Apóstoles, separándose del mundo exterior y encerrándose en el Cenáculo durante diez días…

“Si quieres preparar bien el oído de tu alma, dice San Bernardo, expulsa las preocupaciones de las cosas exteriores”.

El Espíritu Santo es un espíritu de paz, que odia el ruido, el desorden y la disipación, y que sólo quiere hablar al alma en la calma y el retiro…

Es Dios celoso, que no se comunica plenamente sino a las almas delicadas, que evitan de verterse, derramarse fuera, y que gozan con sus secretos y sus tranquilas conversaciones…

Velemos más atentamente durante esta semana… Ciertamente, es necesario consagrarse a los trabajos de su estado o su empleo, pero evitemos toda diversión frívola, toda conversación inútil; que nuestro corazón vele, es decir, se prepare, incluso en medio del trabajo, elevándolo más a menudo a Dios…

Acerquémonos a Dios, y Dios se acercará a nosotros.

La segunda disposición es rezar aún más y con mayor entusiasmo.

El Espíritu Santo quiere venir a nosotros para enriquecernos con sus dones; pero quiere ser deseado, pedido, solicitado con insistencia.

Excitemos, pues, en nuestro corazón santos deseos, tanto más ardientes cuanto que el divino Espíritu quiere colmarnos de sus gracias en proporción a nuestro entusiasmo y nuestros deseos…

Intentemos durante esta semana hacer mejor nuestros ejercicios espirituales, reservarnos algunos momentos en el día para rogar y enviar al Cielo suspiros más ardientes.

Roguemos, en unión con María Santísima, Reina del Cenáculo y de los Apóstoles; apoyándonos en Ella, rogándole nos participe sus disposiciones interiores, sus virtudes, su pureza, su amor, su entusiasmo, su humildad…

Esta buena Madre nos ama, y en unión con Dios quiere nuestra santificación… Demostrémosle una confianza muy filial, y nos ayudará a prepararnos bien y a merecer, por su intercesión, las gracias del Espíritu Santo.

El divino Espíritu, siendo un espíritu de caridad y de amor, se complace en la paz y unión de los corazones…

Contemplemos a los Apóstoles en el Cenáculo, no tenían sino un corazón y un alma.

Es necesario, por lo tanto, como tercera disposición tener cuidado de vivir con todos nuestros hermanos en la paz, la caridad y una perfecta armonía.

No dejemos entrar en nuestro corazón ningún sentimiento de celos, resentimiento, acritud u odio contra quienquiera que sea.



III. - Estar atentos para aprovecharse bien
de las gracias del Espíritu Santo


En primer lugar, estemos vigilantes y bien atentos a la llegada del Espíritu Santo y a sus divinas mociones; ya que se presenta a veces muy de improviso; ¡y qué desdicha sería para nosotros, si nuestro corazón durmiese o permaneciese cerrado!

Perderíamos gracias preciosas que nos hubiesen santificado…

Seamos bien fieles en corresponder a las gracias del Espíritu Santo y en hacerlas fructificar en nosotros.

Cada gracia es un talento de gran precio, que nos es confiado por Dios, y el cual debemos negociar.

¡Desdicha para nosotros si, por nuestra tibieza o nuestra negligencia, estos talentos siguen ocultos e improductivos!

¡Cuántas almas condenadas por la pérdida y el derroche de las gracias del Espíritu Santo!

Finalmente, recibamos siempre las mercedes del Espíritu Santo con humildad; sabiendo que somos indignos; con confianza, reconocimiento y amor; agradeciendo como la Santísima Virgen, y demostrando nuestro amor por nuestra vida santa, nuestra dedicación por los intereses de Jesús, y por nuestro celo en obtener su gloria en nosotros mismos y en torno a nosotros.



Intentemos durante esta semana preparar bien nuestros corazones, a fin de que en el hermoso y santo día de Pentecostés, el Espíritu divino venga a colmarnos con sus gracias, encendernos, fortalecernos, santificarnos, transformarnos, como a los Apóstoles.

Que la Reina del Cenáculo y de los Apóstoles, María Santísima, nos obtenga todas estas gracias.

jueves, 13 de mayo de 2010

Jueves de la Ascensión


FIESTA DE LA ASCENSIÓN


La Ascensión de Nuestro Señor es la digna y gloriosa coronación de su vida sobre la tierra.

El sexto artículo del Credo nos enseña que Jesucristo, cuarenta días después de su resurrección, subió por sí mismo al Cielo en presencia de sus discípulos, y que, siendo como Dios igual al Padre en la gloria, fue como hombre ensalzado sobre todos los Ángeles y Santos y constituido Señor de todas las cosas.

El Credo dice que Jesucristo está sentado a la diestra de Dios Padre, y esto significa la eterna y pacífica posesión que Jesucristo tiene de su gloria y que ocupa el puesto de honor sobre todas las criaturas.


Hoy quiero referirme a otro aspecto de esta Fiesta. En efecto, la Ascensión de Nuestro Señor es también la prenda de nuestra bienaventuranza futura.

Esta fiesta nos debe llenar de alegría y de esperanza… Pero también debe ser un poderoso aguijón para excitarnos a vivir santamente y merecer, por gracia y misericordia de Dios, ir al Cielo.

Jesús asciende al Cielo también para nuestra glorificación final, yendo a abrirnos la puerta, prepararnos un lugar, llevarnos consigo para ser por la eternidad nuestra recompensa y nuestra gloria.

Quiere que sus discípulos estén cerca Él, dónde Él mismo está, y que lleguen allí por su cooperación con la gracia que Él les ofrece.

Pero, ¿cuándo y cómo Jesús nos hará compartir su gloria?

Escuchemos las enseñanzas de la fe:

A partir del momento de nuestra muerte, si morimos en estado de gracia y sin nada que purgar, o después de que seamos purificados completamente por el fuego del Purgatorio, nuestra alma, liberada de su cuerpo y de las miserias de esta vida, será llevada al Cielo por los Ángeles e introducida en triunfo en el seno de la Divinidad, para gozar de una felicidad inefable y sin fin.

Además, cuando tenga lugar la resurrección, nuestro cuerpo, que participó de los trabajos del alma, participará justamente también de su recompensa.

¡Qué consuelo y qué consolación para nosotros, en medio de los dolores y las pruebas de esta vida mortal, en las enfermedades, en la pobreza y las persecuciones!

¡Qué estímulo pensar que todas estas miserias terminarán pronto, y que en recompensa de estos males, soportados con espíritu de fe, iremos al Cielo!


¡El Cielo!, he aquí, pues, la recompensa prometida, premio inefable y eterno. Pero no lo obtendremos sin condiciones…

¿Y cuáles son ellas?

Es absolutamente cierto, en primer lugar, que para obtener esta gloria es necesario merecerla, nadie tendrá esta gloria sin haberla merecido… y serán nuestras buenas obras las que nos darán derecho.

En el Cielo se recompensará según el mérito real; la gloria y la felicidad de los bienaventurados estarán en proporción de sus méritos.

Es decir, se premiará la fidelidad en hacer valer las gracias y los talentos recibidos de Dios, y el fervor y entusiasmo en la práctica de la virtud y buenas obras; en una palabra, será remunerada la verdadera santidad…

No perdamos este tiempo que Dios nos da para ganar el Cielo… Trabajemos con el fin de merecerlo, acumulando tesoros en el Cielo… Hagamos de modo tal que podamos decir a Dios: Señor, me habías dado cinco talentos, he aquí otros cinco que gané…


En concreto, ¿cómo hacer para merecer la gloria del Cielo?

* En primer lugar, observemos, como los Apóstoles, a Nuestro Señor ascendiendo al Cielo; sigamos en espíritu su glorioso triunfo; subamos de corazón al Cielo con Él, a la espera del día de su Segunda Venida, así como nos lo ha prometido, para que entonces lo podamos seguir también de alma y cuerpo.

¿No es justo que nuestro corazón esté allí donde está nuestro tesoro y que aspiremos sin cesar a estar en el mismo lugar que nuestro Rey, nuestro Salvador?

Pero si queremos que nuestros pensamientos y nuestros deseos, en vez de ser terrestres, estén en el Cielo, trasladémoslos y elevémoslos hacia Dios: Sursum corda!


* Evitemos con cuidado todo pecado.

“Nuestra humanidad, dice San Agustín, subió al Cielo con Nuestro Señor, pero nuestros defectos no subirán allí.”

Si queremos ir al Cielo, adquiramos, en primer lugar, la santidad negativa, es decir, combatamos todos nuestros defectos y huyamos de todas las ocasiones de pecado… no nos dejemos vencer por la sensualidad, la pereza, la ociosidad, la pérdida del tiempo…

Recordemos que el Reino de los Cielos sufre violencia, y que es necesario renunciarse y vencerse para entrar en él…

No pactemos con nuestros enemigos, sea del exterior, sea del interior…


* Adquiramos, a continuación, la santidad positiva, que debe unirse a la otra…
Esforcémonos por imitar a Nuestro Señor, de ajustarnos a su vida y a sus virtudes, de imitar su humildad, su obediencia, su mansedumbre, su caridad, su paciencia.


* Seamos generosos para aceptar y sufrir de buen corazón todos los dolores, los sufrimientos y las cruces que Dios nos envíe; ellas contribuyen para trenzar más hermosa nuestra corona…

Es necesario sufrir. Es una norma general, incluso aquí bajo, que no se llega a la gloria sino por el sufrimiento; nada se obtiene sin hacer esfuerzos, sin trabajo y fatigas…

Dios, en su infinita misericordia, se encarga de enviarnos cruces, dolores, pruebas; es decir, ocasiones, o más bien medios de merecer el Cielo… Desgraciadamente, ¡cuán poco sabemos aprovecharnos de ello!


* Para ganar el Cielo, no basta con sufrir, es necesario además santificar los sufrimientos

Ahora bien numerosos cristianos sufren, obviamente; pero a imitación del mal ladrón, maldicen sus dolores y sus miserias, cuando no a Dios que se los envía o los permite…, y se dejan llevar por toda clase de sentimientos de impaciencia, cólera y venganza…

Actuar así, es perder todo el fruto de sus males, esto es sufrir como condenado y hacerse merecedor del infierno…

Es necesario, pues, sufrir cristianamente, es decir, como Nuestro Señor, por su amor y en unión con Él.

Trabajos, cansancios, pruebas de todas clases aceptadas con paciencia y sumisión… Son otros tantos tesoros, y no tenemos que ir a buscarlos a las extremidades de la tierra…, pero debemos saber reconocerlos y explotarlos…

Consideremos a cuántos trabajos y dolores, a cuántas servidumbres se someten los pobres mundanos para obtener una inútil recompensa, un honor transitorio o la estima y el afecto de las criaturas…


* Finalmente, tengamos un celo ardiente por los intereses de Nuestro Señor, tomando todos los medios posibles para hacerlo conocer y amar en torno nuestro y de impedir que sea ofendido; arranquemos la mayor cantidad posible de almas a Satanás y al infierno…

¡Qué corona brillante y espléndida se reserva a los que hayan consumido su vida trabajando para extender el Reino de Dios y obtener la salvación a las almas!


Honremos y glorifiquemos a Jesús en su triunfante Ascensión.

Agradezcámosle el que se digne invitarnos a compartir su gloria y su bienaventuranza.

Pero intentemos, ayudados por la gracia, merecer el Cielo, acumulando allá los más ricos tesoros que podamos, llevando una vida santa, verdaderamente cristiana y ya celestial.

También, alcemos nuestros ojos al Cielo… Jesús nos tiende los brazos, nos invita a seguirlo…

Valor, pues, y perseverencia en soportar generosamente los dolores de esta vida… Sólo duran un momento, pero la recompensa es sin medida y sin término…

Nuestra gloria y nuestra felicidad serán en proporción de nuestros sufrimientos y del amor con el cual las habremos sobrellevado.

Puedan estos pensamientos confortarnos y consolidarnos, en la espera de que algún día estemos reunidos con Jesús y con Nuestra Buena Madre en el Cielo. ¡Amén!

sábado, 8 de mayo de 2010

Vº post Pascha


QUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PASCUA



Sobre la eficacia de la oración

El divino Salvador, viendo a sus Apóstoles afligidos por el anuncio de su partida, los reconforta y consuela prometiéndoles que no los olvidará y que todo lo que pidieren al Padre celestial en su nombre se los concederá.

¡Promesa espléndida y totalmente digna de Dios! Pone en sus manos la llave de los tesoros del cielo.


En este Quinto Domingo de Pascua, que antecede los tres días de Rogativas, debemos preguntarnos: ¿en qué se funda la eficacia de la oración?

Está basada en la bondad de Dios, en su omnipotencia de Dios y en sus promesas.


Dios es un Padre infinitamente bueno, que nos ama, que conoce nuestras necesidades y que quiere ayudarnos y colmarnos con toda clase de bienes.


Dios, infinitamente bueno, no solamente quiere ayudarnos, sino que también lo puede, puesto que es omnipotente.

Por nuestras oraciones, Dios quiere y puede siempre concedernos lo solicitado, ya que sus tesoros son inagotables y sus disposiciones respecto a nosotros no varían, con tal que roguemos bien.


Tenemos, además, su palabra y sus promesas. Se comprometió formalmente a concedernos lo que le pidamos.

Como Dios no puede faltar a su palabra, estamos seguros de obtener de Él todo lo que pidamos.

¡Que espléndidos motivos de fe y de firme esperanza para excitarnos a recurrir a Dios y para rezar sin cesar!

Comprendamos la eficacia de la oración… Seamos más asiduos y más entusiastas para rogar y recurrir a Dios en todas nuestras necesidades, en todo tiempo…

Con la oración, tenemos el remedio a todos nuestros males.


Llegados a este punto, ya vislumbro las objeciones que se plantean contra la eficacia de la oración: “Yo he pedido tal cosa, y no la he obtenido”; “Hace muchos años que pido tal otra, y todavía no alcanzo lo solicitado”; “Pedí por la salud de mi madre (o de mi hijo), y murió sin mejoría alguna”…


Ante todo, debemos reflexionar sobre los defectos de nuestros rezos.

Santiago Apóstol dice: No tenéis porque no pedís. Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de saciar vuestras pasiones

Y San Agustín resumió y expresó en tres palabras los defectos de nuestros rezos: “Petimus, Mala, Male, Mali es decir:

- o pedimos a Dios cosas malas: Mala;

- o bien rogamos mal: Male;

- o bien rogamos con malas disposiciones: Mali.


a) Petimus Mala: nuestras oraciones tienen por objeto cosas malas.

Nuestro Señor nos promete que todo lo que pidiésemos en su Nombre, se nos concederá. Se compromete apoyar nuestros rezos, en cuanto tengan por finalidad cosas buenas, en relación a nuestra salvación.

“La oración, dice Santo Tomás, es el pedido de cosas convenientes; y lo que conviene, es el bien.”

Si nuestros rezos, similares a los de los paganos, tienen por objeto cosas indignas de Dios, ¿cómo nos las concedería?

¿Qué piden los paganos a sus ídolos?: bienes temporales, el éxito de sus empresas, la suerte en el juego… No piensan ni en su alma, ni en su perfección, ni en la eternidad…

¡Cuántos cristianos ruegan de este modo, y no piden sino cosas malas o indignas de su calidad de cristianos!

No obstante, Dios no nos prohíbe pedir por algunos bienes o por utilidades temporales, como la salud, una larga vida, la ciencia, el trabajo, el dinero necesario, amigos, hijos, etc.

Es lícito pedir todo esto, pero con una doble condición:

Es necesario, en primer lugar, que los pidamos por un buen fin, es decir, con un objetivo sobrenatural, para gloria de Dios y nuestra salvación.

Además, debemos supeditar nuestra voluntad y nuestros deseos a la muy sabia y muy santa voluntad divina.

Si cumplimos con estas dos condiciones, el amor inefable de Dios dirige entonces su misericordia, o para concedernos lo pedido, o para rechazarlo, según que juzgue la ventaja o el daño o el peligro de esos bienes para nosotros.

Pero, si lo rechaza, en su lugar nos dará lo que realmente sea nuestro bien; como la madre que niega al niño enfermo el chocolate que lo pide, y en su lugar le da un remedio amargo que obtiene su mejoría.

Por lo tanto, una vez que hemos solicitado estas gracias, debemos abandonarnos al beneplácito divino, sobre todo en lo que se refiere al modo y al tiempo.


b) Petimus Male: pedimos mal, de mala manera.

Si nuestros rezos no se conceden, es que muy a menudo se hacen mal, es decir, sin espíritu de fe, sin entusiasmo, sin respeto por la majestad divina, sin atención, apresuradamente…

¡Cuántos ruegan sin humildad, sin confianza, sin perseverancia, murmurando, a disgusto por la oración! ¡Y finalmente la abandonan! ¿Qué puede haber de sorprendente, si tales rezos siguen siendo ineficaces?


c) Petimus Mali: pedimos siendo malos; nuestras malas disposiciones vician nuestros rezos.

El pecador se alejó de Dios. Ahora bien, mientras el corazón permanezca adherido al pecado, ¿cómo se elevará hacia Dios?

¿Qué puede asombrar que Dios no nos escuche, cuándo nosotros mismos nos negamos a escucharlo?

¿Y por qué encontrar malo que no tenga en cuenta nuestros rezos, mientras nosotros mismos no hacemos ningún caso de sus órdenes?

Dios no concede lo pedido a los pecadores endurecidos,… o a los que sin preocuparse del triste estado de su alma sólo recurren Él para pedir cosas temporales…

Pero; si el pecador comienza a detestar su pecado y a volverse hacia Dios para implorar su ayuda…, inmediatamente Dios, infinitamente bueno y compasivo, lo observa con compasión y amor, y le concede gracias de conversión, de penitencia y de perdón…

Debemos, pues, aplicarnos a rogar bien ¡Todo está allí!


Por lo tanto, hemos de considerar las cualidades de una buena oración.

Si, iluminados por el Espíritu Santo, comprendemos la eficacia de la oración, debemos, para obtener todas las ventajas posibles, esforzarnos por rezar de una manera digna de la divina majestad a la cual nos dirigimos…

Ahora bien, nuestra oración sólo será buena y agradable a Dios si reviste las siguientes calidades o condiciones: la atención, la humildad, el fervor, la confianza y la perseverancia…


a) La atención

Por poca fe que tengamos, no podemos no comprender que la atención es necesaria y esencial al rezo.

Para ello, en las oraciones vocales, hagámosla sin precipitación, saboreando las santas palabras, pronunciándolas pausadamente y con devoción, pensando en su contenido y finalidad. No olvidemos que la Santa Misa es también una oración vocal


b) La humildad

“Dios sólo da fuerzas al que siente su propia debilidad”, dice San Agustín.

Esta humildad debe estar, en primer lugar, en el corazón. Ella nos hace esperar solamente en la misericordia infinita de Dios y en los méritos de Nuestro Señor.

Esta humildad debe manifestarse en las palabras y en la actitud exterior.


c) El fervor

El entusiasmo y piedad consiste en un ardiente deseo de ser escuchado.

Pidamos, pues, a Nuestro Señor excitar en nosotros deseos más sinceros y más entusiastas, un mayor celo por su gloria y por nuestra salvación: nuestro rezo lo reflejará, sea que tratemos con Dios de nuestros propios intereses, sea que le encomendemos alguno de nuestros seres queridos o su Iglesia.

Recurramos también a la Santísima Virgen María, nuestra buena Madre, quien se digna prestarnos su Corazón y su fervor para que nos sean concedidos por ella nuestros pedidos.


d) La confianza

Nuestra confianza se basa, en primer lugar, en la bondad y en la omnipotencia infinita de Dios, que está allí, cerca de nosotros, velando por nosotros con una ternura inefable, atento a todas nuestras necesidades, las manos siempre prontas para ayudarnos.

Además, para que recurramos a Él con confianza, llega hasta promulgar un precepto: Si alguien, dice Santiago, quiere elevar una oración a Dios, que lo haga con confianza, es decir, con la firme convicción de que se le concederá, ya que, si vacila, no recibirá nada…

El rezo sin confianza es una oración estéril, dice San Agustín.


e) La perseverancia

Rezar un momento, una vez, y pretender obtener inmediatamente, es carecer del respeto debido a Dios, es no hacer caso del valor de sus gracias, es olvidar que siendo Señor absoluto de sus dones, tiene todo el derecho de concedernos lo que le pedimos como y cuando le agrada…

Si tarda a veces en concedernos, es incluso por una digna razón de su sabiduría…, es que quiere hacernos apreciar mejor sus beneficios, o probar nuestra fe, o excitarnos a rogar aún más…

No tengamos la pretensión de asignar un tiempo a la bondad y a la gracia de Dios.

Dios sabe muy bien si es urgente lo que le pedimos, y conoce cuándo convendrá concedérnoslo…

Debemos perseverar en nuestra súplica hasta que se digne concedernos lo que le pedimos, o hasta comprender que Él considera mejor darnos otra cosa o nada en su lugar…

Muchas almas se enfadan porque no obtienen inmediatamente lo que piden, y abandonan el rezo.

Pedid, y recibiréis; buscad, y encontraréis; golpead, y se os abrirá

Dios, dice San Agustín, quiere ser rogado, forzado, vencido por nuestras importunidades…



Roguemos, pues, mucho y siempre, puesto que el rezo es la comida de nuestra alma, nuestra arma defensiva y ofensiva contra el demonio y las tentaciones, la llave de los tesoros de Dios, nuestro gran medio de santificación y de salvación.

Pero tengamos cuidado de que nuestros rezos sean buenos, es decir tengan las cualidades necesarias, para ser escuchados por Dios.

sábado, 1 de mayo de 2010

IVº post Pascha


CUARTO DOMINGO
DESPUÉS DE PASCUA



Me voy a Aquél que me envió… Aun tengo otras muchas cosas que deciros

En los cuarenta días que separan la Resurrección de la Ascensión contemplamos a Nuestro Señor entreteniéndose con sus Apóstoles.

Podemos resumir el tema de aquellas conversaciones y decir que fueron especialmente dos los puntos de las mismas:
  • por un lado, Nuestro Señor completó la formación de sus discípulos, confiándoles su gran secreto y el fondo mismo de su espíritu;
  • por otra parte, los consolidó sobre las verdades eternas.

La principal ocupación de Jesús en estos cuarenta días fue la de perfeccionar la formación de sus apóstoles, transmitiéndoles su doctrina y, especialmente, su mismo espíritu… su gran secreto…

¿En qué consiste el espíritu de Jesús?... ¿Cuál es su espíritu?...

Son las verdades y enseñanzas en que muestra mayor interés o que de las más diversas maneras enseñaba e inculcaba… puntos de vista preferidos, orientaciones o única orientación a que tendía, devoción que más infundía, ocupaciones que frecuentemente imponía, aspiraciones que fomentaba… y sobre todo sus modos… los modos como hacía, decía, recibía, sentía y reaccionaba ante todo esto…

Por esto, conocer estas cosas y procurar asimilarlas y vivirlas como Jesús lo hizo es tener el espíritu de Cristo.

¡Qué tema tan interesante para un cristiano! ¡Qué ocupación tan útil!... Buscar en el Evangelio y en la meditación y contemplación el espíritu de Nuestro Señor.

Eso es conocer a Jesús, conocer todo entero a Cristo.

¡Cuánto conocimiento fraccionado de Nuestro Señor anda por allí!...

En ese hálito que vivifica, que día tras día y palabra tras palabra y obra tras obra se ve a Jesús transmitir y formar a sus Apóstoles durante tres años y en esos cuarenta días especialmente, en ese espíritu hay algo que ocupa el primer lugar: la obra de la Redención… y el amor y veneración por el Padre, y el amor y celo por las almas.

La devoción de Jesús a su Padre, mezcla de amor y veneración… Esa voluntad de entregarse al servicio de Dios, acto principal de la virtud de religión; renuncia propia, acatamiento, rendimiento, piedad.

Y todo esto sin titubeos ni cavilaciones, sino con prontitud, con urgencia; sin frialdad, sino con fervor y delicadeza.

Aquel mirar antes que a nadie a su Padre; aquel hablar de su Padre y de su voluntad, de su gloria y vida; aquel ponerse a sí mismo, su voluntad y su gloria debajo de su Padre; aquel confesar que en la tierra no tenía más ocupación ni más alimento que hacer la voluntad de su Padre; aquel no tener más punto de partida que la misión de su Padre, ni más término de llegada que volverse al Padre; aquel no tener más fin que darle gloria…

Todo esto no es más que el ecce venio repetido y hecho vida hasta el Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

¡Cómo palpita el Corazón de Jesús y cómo paladean sus labios la inminente reunión con su Padre!: voy a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios.


Después de esta devoción y veneración por su Padre no hay nada que ocupe tanta importancia en el pensamiento de Jesús y que quiera inculcar con mayor fuerza que el amor y el celo por la salvación de las almas.

Jesús ama las almas con amor inefable y ofrece por ellas su Sangre y su vida en expiación.

Durante esos cuarenta días cómo habrá Nuestro Señor repetido y explicado a los Apóstoles el sentido profundo de la alegoría de la vid… cómo retomaría las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo y del buen pastor, para hacerles ver el valor de las almas, cuánto las ama y la importancia de la misión que les encomienda… cómo adelantaría la doctrina que años más tarde enseñaría San Pablo sobre el Cuerpo Místico, iluminando así la alegoría de la vid y los sarmientos, y sentando las bases del dogma de la comunión de los santos…

Fue sin duda en esos días que les hizo comprender en profundidad la gracia del sacerdocio, de la confesión, de la Misa… comprender el misterio de la gracia en sí misma y, por lo mismo, del bautismo y de los sacramentos, especialmente de la Sagrada Eucaristía.

Días de intimidad, de misterio, de alegría, de gloria...

Días llenos del pensamiento del Padre y de las almas.

¡Sí! Nuestro Señor transmitió a sus amigos su gran secreto…, su espíritu mismo…, su única razón de ser y ocupación en su doble pendiente: el amor al Padre y el celo por las almas.

Pero también ocupó esos días en afirmar y consolidar la fe de los Apóstoles en las verdades eternas.

La oración colecta de esta Misa nos hace pedir: para que allí estén fijos los corazones donde están los verdaderos goces.

Por eso mismo, los habrá hecho avanzar en el conocimiento de los objetos de la fe, esto es, del mundo que no se ve, como si fuera visible, y de las cosas futuras, como si estuvieran presentes; es decir, les habrá dado una percepción clara y estable de las cosas que no se ven, de modo tal que se hicieran como sensibles y palpables; y de las cosas futuras, como si ya hubieran sucedido o estuvieran ante sus ojos.

San Pablo dice que andamos por la fe y no por visión. Pues bien, los objetos de la fe son eternos y los objetos de la vista pasan.

Ese conocimiento, esa afirmación, confirmación y consolidación habrá dado Nuestro Señor a sus discípulos durante aquellos cuarenta días.

Les habrá hecho comprender que el mundo invisible es la sustancia, la realidad; y que el mundo invisible es la sombra, la figura que pasa.

Para las almas que no son sobrenaturales, este mundo de agitación y de cambio, que exige siempre estar informado; mundo deslumbrador, brillante, palpable, es algo fácilmente accesible y por consiguiente creen que tiene algo de verdaderamente permanente.

Para ellas, el mundo que no se ve, es impalpable y, aunque no se pueda negar su real existencia, sin embargo, no ejerce una influencia o una acción imperante.

Gran número de personas vive como si no fuese verdad ese mundo invisible y como si ese mundo futuro no hubiese de llegar jamás para ellas.

No comprenden a Santiago Apóstol cuando en la epístola que se lee hoy dice: Toda dádiva óptima y todo don perfecto procede de arriba, desciende del Padre de las luces, en el cual no hay cambio ni sombra de mudanza.

Esas almas no descansan en la realidad y, por lo mismo, no meditan, no reflexionan, no tienen aspiraciones eternas y no reposan en Dios.

Si conociesen todas estas cosas, entonces sí vivirían en este mundo, sin ser de este mundo. Su conversación estaría en los Cielos y su vida escondida con Cristo en Dios.

Pues bien, Nuestro Señor fortaleció en los discípulos su vocación sobrenatural e hizo de ellos hombres de oración, contemplativos, acostumbrados a tratar con los Santos y con las cosas del Cielo.

Hizo de ellos ciudadanos del Cielo, desterrados en este mundo, pero en continua elevación hacia las cosas eternas y permanentes.

Cuarenta días de orden sobrenatural y sobrenaturalizante. ¡Qué dicha para esos Apóstoles! ¡Qué paz! El segundo Aleluya dice: Cristo resucitado de entre los muertos, ya no morirá: la muerte no lo dominará más.


San Lucas lo dice con toda simplicidad: se mostró vivo a sus apóstoles después de su pasión, dándoles muchas pruebas, siendo visto de ellos por espacio de cuarenta días y hablando de las cosas del reino de Dios.

El efecto producido por esos coloquios es resumido por los discípulos de Emaús: ¿Acaso nuestro corazón no ardía mientras nos hablaba en él camino y nos abría las Escrituras?

Por último, antes de su gloriosa Ascensión, les dijo: id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación… id, pues, y haced discípulos, bautizándolos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado. Y mirad que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del siglo.

Pues bien, nosotros también debemos, al igual que loa Apóstoles, cultivar esa devoción por el Padre, tener esa sed de su gloria; fomentar ese celo por la salvación de las almas.

Vivamos animados por el espíritu de Jesús, descubramos su secreto y participemos de el. Nuestro Señor nos lo confía y nos lo revela en la oración.

También debemos crecer en el conocimiento de las verdades eternas, de ese mundo invisible pero tan real.

Debemos hacer presentes y actuales por la contemplación esas realidades eternas. Tenemos que andar por la fe, ser almas sobrenaturales.

Repitamos con la oración colecta de hoy: Oh Dios, da a tus pueblos el amar lo que mandas, el desear lo que prometes, para que, entre las mundanas variedades, nuestros corazones estén fijos allí donde están los verdaderos goces.

Entonces, y sólo entonces, nuestro corazón arderá y esa presencia prometida por Nuestro Señor será efectiva y afectiva.

Pidamos esta gracia a Nuestra Señora del Cenáculo; fue en su compañía que los Apóstoles permanecían unánimes en la oración para recibir el Don del Espíritu Santo.