domingo, 24 de febrero de 2013

Cuaresma II


SEGUNDO DOMINGO
DE CUARESMA


Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.
Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.
Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo.
Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.
Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.


Como les decía el domingo pasado, dedicaremos los cuatro Domingos del tiempo de Cuaresma para profundizar en el conocimiento de Nuestro Divino Redentor, para estudiar y meditar sobre las propiedades o distintivos de Nuestro Señor Jesucristo.

Hoy, aprovechando el misterio de la Transfiguración, vamos a considerar el atributo de Luz: Jesús dijo en una oportunidad: Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida.

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El Evangelio de hoy dice: Y mientras oraba, se transfiguró... Jesús, delante de sus discípulos, se metamorfoseó, dice el texto griego; no que su cuerpo se cambiara por otro cuerpo, sino que, conservando su figura y su indumentaria las mismas líneas, todo apareció en él brillante y luminoso.

Enseña San Jerónimo: El Señor apareció a los apóstoles como estará en el día del juicio. No se crea que el Señor dejó su aspecto y forma verdadera, o la realidad de su cuerpo, y que tomó un cuerpo espiritual. El mismo evangelista nos dice cómo se verificó esta transfiguración en estas palabras: "Resplandeció su rostro como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve"; estas palabras nos manifiestan que su rostro resplandecía y que sus vestiduras eran blancas. No hay cambio, pues, en la substancia, el brillo es lo que había cambiado. El Señor efectivamente se transformó en aquella gloria, con que vendrá después a su Reino.

Dos detalles nos dan los tres sinópticos de este fenómeno:

Uno relativo al rostro del Señor: Y resplandeció su rostro como el sol; es éste lo más brillante que hay para el hombre en esta creación: La figura de su rostro se hizo otra, por la gloria maravillosa que en él resplandecía.

Otro detalle se refiere a los vestidos de Jesús: Y sus vestiduras tornáronse resplandecientes y en extremo blancas como la nieve; tampoco hay blancura como la de la nieve. El segundo Evangelista tiene para expresarlo una frase altamente ponderativa: Cuales ningún batanero de la tierra podría blanquearlas.

Debemos comprender que Dios es, en las cosas espirituales, lo que el sol en las cosas sensibles. Así como el sol, que es la fuente de la luz, no puede ser visto fácilmente, mientras que la luz, derramada sobre la tierra, puede contemplarse, así el semblante de Cristo es deslumbrador como el sol, mientras que sus vestidos son blancos como la nieve. Por lo cual dice "Y sus vestidos se tornaron blancos"; esto es, por la participación de la luz eterna.

Todo ello es el símbolo de la majestad divina de Jesús: su alma santísima, hipostáticamente unida al Verbo, gozaba de la visión bienaventurada de la divinidad; el efecto connatural de esta visión es la gloria del cuerpo, que Jesús cohibió durante su vida mortal; pero ahora la deja como rezumar algo a través de su cuerpo, que por ello aparece unos momentos transfigurado.

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Nuestro Señor Jesucristo es, verdaderamente, el Sol de Justicia, que nos ha hecho contemplar el tiempo litúrgico de Navidad y nos anticipara el Adviento con una de sus Antífonas Mayores: Oh Oriente, esplendor de la luz eterna y Sol de justicia: ven, y alumbra a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte.

En efecto, la liturgia de Navidad es un anticipo de lo que será la liturgia de Pascua, mediando hoy el Evangelio de este Segundo Domingo de Cuaresma con el misterio de la Transfiguración.

Leíamos en Navidad estos textos cargados de sentido y de doctrina:

Dios, que en esta noche sacratísima hiciste brillar el resplandor de la luz verdadera...

En santos resplandores, de mis entrañas te engendré antes que brillase el lucero matutino...

Y se les presentó un ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz...

Hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor...

Te suplicamos, Dios omnipotente, concedas a los que estamos inundados de la nueva luz de tu Verbo, que en nuestras obras resplandezca lo que por la fe brilla en la mente...

Por el misterio del Verbo Encarnado ha brillado ante los ojos de nuestra alma la nueva luz de tu claridad; para que, conociendo visiblemente a Dios, por Él nos elevemos al amor de las cosas invisibles...


Y el Exultet o Pregón Pascual cantará:

Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla, que cubría el orbe entero.

Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante; resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó del abismo. Esta es la noche de que estaba escrito: “Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo”.

Te rogamos, Señor, que este cirio, consagrado a tu nombre, para destruir la oscuridad de esta noche, arda sin apagarse y, aceptado como perfume, se asocie a las lumbreras del cielo. Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo, ese lucero que no conoce ocaso Jesucristo, tu Hijo, que, volviendo del abismo, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina por los siglos de los siglos.

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Quien dice luz, no puede dejar de pensar en las tinieblas, ni evocar el combate entre ellas.

Las primeras páginas del Génesis nos hacen reflexionar:

En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión, y tinieblas cubrían la faz del abismo, mas el Espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: Haya luz, y hubo luz. Vio Dios que la luz era buena, y separó Dios la luz de las tinieblas; y llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas las llamó noche.

Dijo Dios: Haya luceros en el firmamento celeste, que separen el día de la noche, y valgan de señales para estaciones, días y años; y sirvan de lumbreras en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra. Y así fue. Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para presidir el día, y el lucero pequeño para presidir la noche, y las estrellas; y púsolos Dios en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra, y para dominar en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas; y vio Dios que estaba bien.

Y el Profeta Isaías exclamará: ¡Ay, de los que al mal llaman bien, y al bien mal; que ponen tinieblas por luz, y luz por tinieblas!

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No nos hemos alejado de nuestro propósito, porque San Juan dice que Dios es Luz, y que en Él no hay tiniebla alguna.

Y describiendo al Verbo de Dios señala: En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.

Comentando este pasaje, San Juan Crisóstomo expresa: La palabra vida en este caso, no se refiere a aquella que hemos recibido por la creación, sino a aquella perpetua e inmortal, que se nos prepara por la providencia de Dios. A la llegada de esta vida queda destruido el imperio de la muerte y, brillando para nosotros una luz esplendorosa, no volveremos a ver las tinieblas. Porque esta vida subsistirá siempre, no pudiendo vencerla la muerte ni obscurecerla las tinieblas. Por lo que sigue: "Y la luz brilla en las tinieblas". Llama tinieblas a la muerte y al error, porque la luz sensible no brilla en las tinieblas, sino sin ellas. Pero la predicación de Jesucristo brilló en medio del error reinante y le hizo desaparecer, y Jesucristo muerto cambió la muerte en vida, venciéndola de modo que redimió a los que eran sus cautivos. Y como ni la muerte ni el error vencieron a esta predicación que brilla por todas partes y con su propia fuerza, añade: "Mas las tinieblas no la comprendieron".

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Recordemos que, desde toda eternidad, en el Verbo estaba la vida; porque, en cuanto Dios, es vida esencial, santísima, igual a la del Padre: como el Padre la tiene de sí mismo, sin depender de nadie, así también el Hijo.

Debemos profunda adoración a la infinita grandeza del Verbo de Dios. Por Él se hizo todo lo del mundo visible e invisible.

Esta luz estupenda de la creación, de verdad, de belleza, de orden, de leyes, en el orden natural; y esta otra luz, más brillante aun, de la verdad revelada y de la vida divina en las criaturas, no es más que resplandor de la luz substancial del Verbo de Dios, que es el Hijo de Dios.

Y el Hijo de Dios es Jesús, Verbo de Dios hecho hombre. A través de su Humanidad santísima debemos remontarnos a las alturas de Dios, rindiéndole adoraciones por el poder, sabiduría y amor que ha manifestado en la creación de todas las cosas, y en nombre y como en representación de todas ellas, que por nosotros deben adorar al Dios que para nosotros las hizo.

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Y la vida del Verbo era la luz de los hombres, porque el Verbo de Dios, que es Luz esencial, porque es la Inteligencia de Dios, y la inteligencia es luz, comunicando a los hombres una participación de su vida, ilumina su inteligencia y les hace nacer a la vida de Dios, infundiéndoles un principio de vida sobrenatural.

¡Admirable esbozo del origen y esencia de la vida sobrenatural del hombre!

El Verbo, que es la Inteligencia de Dios, se comunica por la fe —que es una participación de su Luz— a la inteligencia del hombre, y por aquí empiezan las maravillas de la vida de gracia y de gloria, que es vida verdaderamente divina.

La vida era la luz de los hombres... La vida del Verbo es nuestra luz; no esta luz visible que ilumina los ojos de nuestro cuerpo, sino la luz de la inteligencia que ilumina nuestro espíritu.

Por ella somos hombres y nos distinguimos de toda la creación visible y somos superiores a toda ella.

El Verbo de Dios, dicen los teólogos, es el Rostro de Dios, porque es manifestación eterna de su naturaleza. ¡Cuántas gracias debemos dar a Dios de haber impreso en nosotros, según expresión del Salmista, la luz de su rostro, que es vida en el Verbo de Dios!

Pero sobre esta luz intelectual de orden natural nos ha dado Dios la luz sobrenatural de la fe, que es una participación de la luz del Verbo según su misma naturaleza, no una simple similitud de ella. La fe nos hace partícipes de la misma vida de Dios en el orden intelectual, y, si ajustamos a ella toda la vida, vivimos vida de Dios y viviremos de ella por toda la eternidad.

Pondérense, en función de esta vida divina, frases como éstas: Yo soy el pan de la vida...; Vivo yo, mas no yo, sino que vive Cristo en mí..., y otras muchas de que están llenos los escritos apostólicos.

Toda la vida cristiana, en su iniciación por la fe y en su consumación por la gloria, viene por el conocimiento sobrenatural de Dios, y éste viene por el Verbo de Dios: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, solo Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo...

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Y la luz, esta luz de los hombres, que es la vida del Verbo, brilla en las tinieblas... Es luz intensísima indeficiente, que ilumina la más cerrada obscuridad, disipándola, cuando se deja penetrar de ella.

Las tinieblas son los hombres que por su incredulidad y sus pecados no se dejan iluminar por la luz del Verbo. Pero las tinieblas no recibieron esta luz del Verbo; no quisieron embeberse de ella los hombres malos; cerraron los ojos de su espíritu, que no absorbió la luz que los envolvía.

El Verbo hecho hombre es desconocido de los hombres...

Las tinieblas no la recibieron... Tenemos obligación primordial, como hombres y como cristianos, de recibir, y no rechazar, la luz del Verbo. Es la luz de Dios que viene para iluminarnos a todos y para iluminarnos totalmente de claridad divina.

Sólo es iluminado el hombre por el lado de donde recibe la luz de Dios; porque de nosotros no tenemos más que tinieblas. Y luz del Verbo de Dios son los dictámenes de la recta razón, las prescripciones de las leyes justas, en todo orden, las verdades de la fe y especialmente las enseñanzas y direcciones de la Iglesia, depositaria de la luz que trajo al mundo el Verbo de Dios.

Explica San Agustín: Y cuando dice: "Ilumina a todo hombre", debemos entender que no es que alguno de entre los hombres no sea iluminado, sino que ninguno es iluminado sino por Él.

Y completa San Juan Crisóstomo: Pero si ilumina a todo hombre que viene a este mundo, ¿cómo es que tantos existen sin participar de esta luz? Porque no todos han conocido el modo de adorar a Jesucristo. Ilumina, pues, a todos en cuanto de Él depende. Pero si algunos, cerrando los ojos de su inteligencia, no quisieron recibir los rayos de su luz, no puede decirse que ellos viven en tinieblas por la naturaleza de la luz, sino por su propia malicia, queriendo privarse a sí mismos del don de la gracia. La gracia se difunde sobre todos y los que no quieren disfrutar de esta gracia deben imputarse a sí mismos su propia ceguera.

Debemos, pues, entrar en los caminos de esta luz, para entrar en las sendas de Dios y ser dignos de ser hechos hijos de Dios; y, si lo somos ya por la gracia, serlo más aún, porque la imagen de Dios se graba tanto más profundamente en nuestra alma cuanto más absorbemos la luz de Dios: luz de verdad, luz de ley, luz de imitación de Cristo-Luz, en Él y en los Santos que la han recibido de Él.

Y pidamos a Dios, con la Santa Iglesia, que en tal forma absorbamos y aprehendamos esta luz, que podamos ser llamados hijos de la luz y luz en el Señor, para que eternamente nos ilumine y nos haga dichosos la luz perpetua de Dios: Lux æterna luceat eis...

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Y el mundo no le conoció... Nada hay, dice el Crisóstomo, que más turbe y obscurezca la mente que entregarse al amor de las cosas presentes. Tanto la turba, que no nos deja conocer al mismo Dios que hizo este mundo y que tan lleno está de perfecciones que nos hablan de Él.

Quitamos a Dios el amor que le debemos, por imperio de su misma ley; y al amar a éstas en vez de Dios, recibimos el castigo de la terrible ceguera que no nos deja conocer a Dios.

Amemos todas las cosas en Dios, por Dios y según Dios, para que se aumente en nosotros el conocimiento de Dios, principio de la vida eterna.

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Meditemos en el silencio de la oración estas frases de Nuestro Señor:

Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo.

Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz.

El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas.

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Y el Apóstol San Pablo saca las conclusiones de toda esta doctrina y las expresa con palabras fuertes:

Vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. Nosotros no somos de la noche ni de las tinieblas.

Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz.

Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor.

Porque en otro tiempo fuisteis tinieblas; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas.

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Y el término de todo esto será lo que nos está prometido en el Apocalipsis, la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén:

La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Las naciones caminarán a su luz, y los reyes de la tierra irán a llevarle su esplendor... Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.

Sin duda la Ciudad misma será toda un santuario, y los comentadores exponen que en la Jerusalén celestial no habrá altar ni sacrificios, suponiendo que, al renovarse todo, habrán pasado los tiempos de la intercesión en el Santuario celestial.

Dios y el Cordero serán el divino templo de la continua alabanza, así como serán también la recompensa de la esperanza.

Es muy hermoso ver aquí a Jesús con igual gloria y honor que "su Dios y Padre", ante Quien se postraba con profunda adoración y a Quien ya habrá entregado el Reino para quedarle Él mismo sujeto por siempre "a fin de que el Padre sea todo en todo".

Al admirar, con el alma colmada de gratitud, esos esplendores, no olvidemos que todo viene de que el Cordero será el luminar, y que sin Él nada podría ser apetecible.

El misterio del Hijo como antorcha de la claridad del Padre —luz de luz dice el Credo— es el que nos anticipa el Salmo 35, al decir a Dios: "En tu luz veremos la luz."

Como si Jesús dijese: Soy quien pone fin a la noche del poder de las tinieblas y abro la nueva y definitiva era de luz y de gloria.

Que María Santísima, Estrella de la mañana, nos alcance participar de esta gracia y gloria... Amén

domingo, 17 de febrero de 2013

Primero de Cuaresma


PRIMER DOMINGO
DE CUARESMA


Hemos comenzado la Santa Cuaresma y tenemos cuatro Domingos de este tiempo litúrgico para profundizar en el conocimiento de Nuestro Divino Redentor.

Me ha parecido conveniente dedicar cada uno de estos domingos al estudio y meditación de alguna de las propiedades o distintivos de Nuestro Señor Jesucristo.

Comenzaremos hoy deteniendo nuestra atención en el atributo de Vida. Yo soy la Vida, ha dicho Nuestro Señor. Y no solamente eso, sino que ha manifestado claramente: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia.

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Uno de los datos primordiales de la Sagrada Escritura es que Dios es el Viviente por excelencia, la Vida misma; fuente de quien brota toda vida.

San Juan nos presenta la vida en el Verbo eterno, fuerza divina creadora. Jesucristo no sólo aporta la vida auténtica, sino que Él es la vida misma, una vida que es pura luz. Esta vida propia, Él la comunica en abundancia.

Dice San Juan en el proemio de su Evangelio: En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto existe. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.

Contemplemos esta vida eterna del Verbo en el seno del Padre, antes de la creación y del tiempo.

Para aprender a conocer al Salvador, debemos elevarnos en espíritu a su vida eterna y, dentro de lo posible, tratar de adquirir de ella un concepto muy preciso.

El Salvador mismo llamó, repetidas veces, nuestra atención sobre su vida eterna:

En verdad, en verdad os digo que antes que Abraham fuese, yo soy.

Padre, glorifícame tú en ti mismo con aquella gloria, que tuve en ti, antes que fuese el mundo.

Yo soy, el principio, el mismo que os hablo.

Como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, así también el Hijo da la vida a los que quiere.

En verdad, en verdad os digo: el que escucha mi Palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida.

Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo.

Frases son éstas muy breves, pero tan llenas de majestad y de profundidad insondable que, como poderosas chispas de luz, iluminan la misteriosa obscuridad de la vida eterna y abren horizontes de amplitud incalculable.

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El lugar de esta vida, no es patria alguna terrena, no tiene muros, no tiene límites, no está en el espacio, sino mucho más allá de los confines del mundo y del lugar donde nacen y se ponen las estrellas...

El Verbo era con Dios. Su patria está en el seno del Padre, el bello país de donde viene toda bondad, y adonde va todo lo bello.

La luz de la divinidad, el abismo de la belleza increada, el santuario de la paz inalterable, el océano del amor y el de la felicidad infinita, tal es su hogar nativo y su habitación.

Allí está con Dios, como Persona distinta, pero igual en naturaleza; coposeedor de la misma divinidad, del mismo poder, del mismo honor, de la misma felicidad.

En esta Vida en el seno del Padre es propiamente Verbo. El Verbo era Dios. Es la persona del Verbo, la segunda Persona de la Trinidad.

La primera es el Padre, quien no procede de nadie y tiene de por sí la naturaleza divina y la vida divina. Conócese a sí mismo desde la eternidad, y conociéndose engendra una imagen de sí mismo, viva, perfecta, substancial, imagen que Él expresa como Verbo substancial y eterno, la cual le refleja y reproduce perfectamente.

Este Verbo es la segunda Persona, el Hijo, la Sabiduría, la expresión y el concepto integral de su sabiduría. Por esto las Escrituras le llaman la Sabiduría, la imagen de su substancia, el esplendor de la eterna luz, el espejo sin mancha y la imagen de su bondad.

Del Hijo, junto con el Padre, procede el Espíritu Santo, el Amor personal, infinita aspiración del gozo divino y sello de la paz eterna.

El Hijo, pues, vive y reina, en unión de las otras dos Personas, en eterna beatitud.

El Hijo es la vida, la sabiduría y la belleza. Ahora bien: ¿hay algo que sea tan esplendoroso, tan apacible, tan regocijante y tan atractivo como la sabiduría? ¿Qué hay que sea tan dulce como la vida? ¿Hay nada tan encantador como la luz? ¿Hay algo, en fin, que enamore tanto el corazón como la belleza? Pues el Hijo es todo esto. Estas son las propiedades que distinguen su Persona por su manera de proceder, que es por verdadera generación.

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Falta ahora considerar la relación de esta vida eterna con las criaturas. Dios, no sólo conocía su propia bondad increada, su belleza, su poder y su sabiduría, sino que conocía también su bondad creadora, su natural tendencia a comunicarse fuera de sí por la creación. Conocía igualmente todos los medios y todas las maneras con que podía comunicarse, y todos los seres que podían brotar de su poder creador.

Ahora bien: ¿en dónde se encontraban esas imágenes y esas magnificencias de la bondad difusiva de Dios? En el Hijo. Este es efectivamente la imagen de su bondad, tanto de la increada como de la creadora.

Él es la sabiduría del Padre y en Él se encuentran las ideas arquetipos de todos los seres posibles; en Él tenían vida. En el conocimiento mismo que lo engendró estaban ya englobadas esas ideas arquetipos, y, de consiguiente, en Él mismo estaba la imagen de todas las cosas susceptibles de ser creadas.

Él era, pues, el arca del tesoro en que preexistían los magníficos y maravillosos modelos de la infinidad de cosas que podían ser creadas por Dios. Él era el espejo gigantesco en el cual reflejábase la perfección divina en innumerables categorías de creaciones; Él era el gran libro de la vida que permanecía abierto ante el Padre y en el cual leía Este con inefable complacencia.

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Como se ve, esta vida no carecía de íntimas relaciones con nosotros. En ella estuvimos y vivimos desde toda una eternidad. Allí fuimos ya objeto del pensamiento de Dios, allí fuimos ya amados como imágenes posibles de la divinidad, como centellas y reflejos de la magnificencia y de la bondad de Dios.

¡Cuán dulce es pensar que nosotros nos hallábamos ya en el pensamiento del cual procedió el Verbo y que formábamos parte, aunque mínima, de su eterna actividad y gozo!

¡Cuán admirable y gloriosa es esta vida y la actividad del Verbo en medio de las innumerables creaciones posibles!

Aun antes de salir de la nada, danzaban dando vueltas ante sus ojos, interminables series de mundos con maravillosa vegetación, con las más extrañas especies de animales y gigantescas cordilleras de montañas; mares inmensos murmuraban ya la eterna canción de sus olas; ejércitos de miríadas de estrellas, constelaciones y soles dilatábanse por el espacio hasta perderse de vista y le saludaban con sus deslumbradores y vibrantes rayos de luz y con el juvenil ardor de sus cadenciosas revoluciones; almas, almas humanas, innumerables y variadísimas, florecían ante su vista, como flores de primavera, y, con la misteriosa familiaridad con que la rodean las jerarquías angélicas, rodeábanle también ellas, y orlaban su trono como queriendo servirle.

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Tal fue la vida del Verbo antes de la creación; una vida maravillosa, llena de luz y de obscuridad, de majestuoso reposo y de movimiento, de unidad, soledad y sociabilidad, de silencio y de asombrosos diálogos, de sencillez y de inmensidad, de espontaneidad necesaria y de libertad e independencia absolutas, una vida en el esplendor de la santidad increada, y en el júbilo de las perfecciones divinas, una vida adorable, divina, el ejemplar y la fuente de toda vida.

Nosotros debemos a esa vida el tributo de nuestra admiración y adoración y debemos asociarnos cordialmente a ella por el gozo y la felicitación.

Ella es la verdadera vida de nuestro Dios, su vida propia y esencial, infinitamente grande, admirable y adorable por sí misma. Para honrar dignamente esa vida sería necesario el júbilo de la Santísima Trinidad misma y el gozo que en él encuentra el mismo Verbo Eterno.

Debemos adherirnos, tierna y fielmente, a esta Vida, porque ella es el primero, el más antiguo y el más hermoso hogar y patria de nuestra propia vida.

Además, debemos tener siempre ante nuestros ojos esa vida eterna al meditar los misterios del divino Salvador, y considerar su vida creada a la luz y resplandor de esa vida increada. Así debemos considerarlo, en Nazareth, en el desierto, en sus relaciones con los hombres y en su muerte en la Cruz. Tanto en el instante de nacer, como en el momento de morir en la Cruz, Él es eterno, el principio sin principio, nuestro Creador y nuestro Dios, por eternidades de siglos bendito y alabado.

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He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Fue en estos términos que Jesús anunció su misión.

Pero ¿qué es esta vida que Él nos da? Es la vida de la gracia, participación de la vida divina.

Jesús es el Verbo Encarnado y como Verbo, posee por naturaleza la vida divina de la misma manera y en la misma medida que el Padre.

Esta plenitud de vida divina, debido a la unión hipostática, irradia sobre la humanidad de Jesucristo. Puesta en contacto directo con la divinidad, a la que ella está unida personalmente, esta humanidad santísima está inundada de vida divina, es decir, que recibe la mayor participación de la gracia de modo que no puede concebirse una más grande.

Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud de la divinidad, dice San Pablo, y San Juan nos lo presenta lleno de gracia y de verdad.

Pero Jesús no quiere guardar para sí estas inmensas riquezas; quiere tener almas con quienes pueda compartirlas. Por eso abraza su Pasión muy dolorosa y, muriendo en la Cruz por nosotros, merece para sus miembros esta gracia que posee en plenitud.

Cristo se hace así para nosotros la fuente, la única fuente de gracia y vida sobrenatural. Está tan lleno de gracia y de verdad que todos los bautizados aprovechan de su inagotable plenitud.

He aquí cómo nos llega la vida divina: del Padre al Verbo, del Verbo a la Humanidad que ha asumido en la Encarnación; por último de la santa Humanidad de Cristo a nuestras almas.

Jesús, de hecho, tiene tal tesoro de gracia que pudo merecer también para nosotros. Ha merecido, no sólo una vez por todas, al morir por nosotros en la Cruz, sino que la aplica continuamente a nuestras almas y la produce en nosotros: la gracia es infundida y se desarrolla en nosotros por su acción vivificante y actual.

Es así que Jesús nos da la vida, la única fuente de nuestra vida sobrenatural. Es por ello que la gracia de Jesús se llama gracia capital, es decir gracia de la Cabeza, que merece y dispensa a sus miembros.

De esto se sigue una consecuencia práctica muy valiosa: aquel que quiera poseer la gracia, la vida sobrenatural, debe ir a Jesucristo, incorporarse y vivir en Él.

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Admiremos aquí cuan magnífica es nuestra Redención. Encontramos en Jesús Redentor más de lo que habíamos perdido en Adán culpable; la gracia nos trae más bienes que males causó el pecado; y la Iglesia exclama con razón, hablando del pecado de Adán: ¡Culpa feliz!, que nos ha valido un Redentor que obtiene gracia para todas nuestras faltas; pecado en cierto modo necesario, a consecuencia del cual nos ha sido dado el Redentor que necesitábamos para nuestras mil prevaricaciones personales.

Dice el Exultet o Pregón Pascual:

¿De qué nos serviría haber nacido, si no hubiéramos sido rescatados?

¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo.

Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

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Pero Nuestro Señor Jesucristo por su Redención, no sólo nos merece el perdón de nuestras faltas; nos merece, además, todas las gracias que dan la santidad: tantos Sacramentos, tantos medios de salvación que hay en la Iglesia, tantas instrucciones, buenos pensamientos, santos deseos.

Y entre tantos medios, la Santa Misa, renovación del Sacrificio de la Cruz.

En la segunda oración antes de la Comunión la Santa Iglesia expresa magníficamente cuanto llevamos dicho.

Señor mío Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que con vuestra muerte habéis dado la vida al mundo, en este momento veo aquí vuestra sagrada humanidad, y a ella quiero ahora incorporarme pensando que a su costa has obrado nuestra redención.

Fili Dei vivi. La Iglesia nos hace considerar aquí al Salvador con ese carácter, el más propio para interesar al Cielo en nuestro favor, y el más capaz de despertar en nosotros respeto y confianza.

Hijo de Dios, igual al Padre en bondad, en poder, en sabiduría; eterno como el Padre, aunque en el tiempo nacido de la Inmaculada Virgen María y naciendo, en cierto modo, todos los días en nuestros Altares por ministerio de los sacerdotes; inmenso como el Padre, aunque contenido en la Hostia que tenemos a la vista; glorioso como el Padre, aunque oculto bajo pobres apariencias y por nosotros reducido al estado más humilde.

Hijo de Dios vivo, de Dios, que es principio de la vida, que la comunica a su Hijo con facultades soberanas para comunicarla a quien quiera.

Como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo. Y el Hijo, vivifica a quien quiere.

Vaya el alma cristiana a esa fuente de vida a saciar la sed de felicidad que la consume.

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Aunque Hijo de Dios y en todo igual al Padre, se ha hecho por nosotros el más humilde y obediente de sus servidores. La voluntad del Padre determinó el tiempo, el lugar y las circunstancias de su Encarnación.

Ella dirigió todos sus pasos, inspiró todos sus discursos ordeno todos sus milagros durante su vida mortal, el momento, el género, la duración de sus padecimientos y humillaciones.

Per mortem tuam mundum vivificasti. ¡Qué prodigio! Muere un Dios, y el género humano, que estaba muerto sale del sepulcro.

¡Oh muerte! ¿Dónde está tu victoria? Y temiendo que olvides tu derrota, todos los días y mil veces al día, el mismo Sacrificio se renueva y produce los mismos efectos.

Todos los días, numerosas víctimas del pecado y de la muerte, que el pecado causa al alma, resucitan por virtud de este Sacrificio. La perseverante voluntad del Padre que no quiere que muera el pecador, sino que se convierta y viva, esa voluntad, llena de misericordia, se cumple continuamente; el Hijo, obediente siempre, se inmola siempre; y el Espíritu Santo, siempre santificador, aplica a los hombres los frutos de esa inmolación que se renueva sin cesar.

Esto es la que nos dicen los Prefacios de la Santa Cruz y de Pascua, que es bueno que ya vayamos meditando durante esta Cuaresma:

Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, el darte gracias en todo tiempo y lugar. Señor, Santo Padre, Dios Todopoderoso y Eterno: Que pusiste la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido; por Cristo, Nuestro Señor.

En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación glorificarte siempre, Señor; pero más que nunca en este día en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida.

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Para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol venció, en un árbol fuese vencido; por Cristo, Nuestro Señor, verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo: muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando restauró nuestra vida...

En el principio era el Verbo y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. El estaba en el principio con Dios. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.

Concluyamos con esa hermosa oración que reza el sacerdote antes de su Comunión.

Señor mío, Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, vivificaste al mundo con tu muerte, por este tu Sacrosanto Cuerpo y Sangre, líbrame de todas mis iniquidades y de todo mal; haz que siempre me adhiera a tus mandatos y no permitas que nunca me aparte de Ti, que vives y reinas con el mismo Padre, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén