domingo, 30 de junio de 2013

Sexto de Pentecostés


SEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


¿No sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.


Por el Bautismo hemos sido sepultados con Cristo en la muerte, a fin de que vivamos una vida nueva.

Esto debe ser el cristiano. Así lo quiere Dios, así lo quiere la Iglesia.

El cristiano es un ser muerto definitivamente al pecado. El pecado ya no tiene en él cabida alguna. Por haber muerto al pecado con Cristo, vive desde ahora con Cristo, es un sarmiento vivo de la vid Cristo. Reproduce en sí mismo la vida de Jesús, una vida de absoluta entrega a Dios, de íntimo y total amor al Padre.

Dios quiera que estemos tan penetrados y convencidos de nuestro Santo Bautismo como lo estuvieron los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia.

Dios quiera comprendamos y vivamos, como lo hicieron ellos, lo que nuestro Santo Bautismo nos ha dado y pide de nosotros: muerte al pecado y reproducción en nosotros de la vida de Cristo.

¡Qué dignidad tan prodigiosa, tan sublime, la del cristiano! ¡Qué riquezas tan inmensas las suyas!

En el Santo Bautismo juramos un día: Renuncio a Satanás, a todas sus obras, a todas sus pompas y a su dominio. Así mismo confesamos: Creo en Dios Padre. Creo en Jesucristo, su único Hijo, Nuestro Señor. Creo en el Espíritu Santo. Creo en la santa Iglesia Católica, en la Comunión de los Santos, en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.

Nos decidimos resueltamente por Dios, por Cristo, y marchamos tras Él... al desierto, como las turbas del Evangelio de hoy... Al desierto, lejos del mundo, de sus máximas y principios, de sus halagos y seducciones...

En el desierto pertenecemos a Cristo y nos asimilamos su mismo espíritu. Tratamos de reproducir en nosotros su misma vida y todos sus sentimientos más nobles: su amor al Padre, a la pobreza, a la pequeñez, a la obscuridad, a la cruz, al dolor.

Para que no perezcamos durante nuestra ruda peregrinación a través del desierto, Jesús nos ofrece cada mañana el confortante alimento espiritual de la Sagrada Eucaristía. Vigorizados por este alimento, ya podremos vivir la nueva vida, la vida para la cual hemos sido bautizados. De este modo, podremos permanecer muertos al pecado y vivos para Dios, en Cristo Jesús, en nuestra vid, como sarmientos suyos, saturados de su misma vida.

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También vosotros debéis consideraros como muertos al pecado y vivos solamente para Dios, en Cristo Jesús. Hechos miembros de Cristo por el Santo Bautismo, debemos reproducir en nosotros, durante nuestra vida mortal, la muerte y la resurrección del Salvador.

Dice San Agustín: Cristo es nuestro único camino: contemplémosle. Él padeció, para poder penetrar en su gloria. Buscó la humillación y los desprecios, para poder ser exaltado. Murió, pero también resucitó después".

¡Muerte y Vida! Reproduzcamos en nuestra vida el misterio de Cristo, su muerte y su vida, para estar así íntimamente unidos e identificados con Él.

Dice San Pablo en otra Epístola: Habiendo sido sepultados con Él en el Bautismo, también habéis resucitado con Él de la muerte, por virtud y gracia de Dios. Estabais muertos en el pecado, pero Dios os ha hecho revivir con Cristo (Col, 2, 12).

El Santo Bautismo es la fuente y el origen de toda nuestra dignidad y grandeza sobrenaturales. Él nos ha incorporado a Cristo y, por ende, nos ha dado la vida divina. Comparado con lo que él nos ha granjeado, es nada y muerte todo lo que pueda ofrecernos la vida puramente natural y humana, por muy brillante y poderoso que ello sea.

Gracias al Santo Bautismo, nuestra vida adquiere una importancia y un valor eternos. El día de nuestro Bautismo nacimos a una eterna ventura. En la gracia santificante, que él nos infundió, poseemos la más firme garantía de nuestra futura glorificación. ¿Qué otra cosa, pues, podemos hacer, si no es dar gracias y regocijarnos cordialmente por tantos beneficios?

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Recordemos hoy, pues, con nueva insistencia el significado de nuestra Fe. El hombre viejo, corrompido por el pecado de Adán, nacido en estado de pecado, es sepultado en el Santo Bautismo. Queda exánime en el sepulcro, queda muerto, convertido en cadáver.

Del agua bautismal surge el hombre nuevo, fiel copia del Señor saliendo glorioso del sepulcro. Asciende lleno de la vida de la gracia, poseyendo la filiación divina.

El Santo Bautismo que recibimos un día significa, pues, muerte y vida.

Por el Bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte. La intención de Dios, al crear al hombre, era la de que todos penetrásemos en este mundo como hijos de Dios, poseyendo la gracia santificante y adornados con las virtudes sobrenaturales y con los dones del Espíritu Santo. Pero el pecado de Adán desbarató los planes divinos. Por su pecado perdió para sí mismo y para toda la humanidad, de la que era cabeza y representante, la gracia y el derecho a la herencia que nos esperaba en el Cielo.

Dios se compadeció de nosotros. Envió a su propio Hijo para que, como nueva Cabeza de la humanidad, reparase la ofensa hecha a Dios por el primer Adán. Por eso, durante toda su vida mortal, desde su entrada en este mundo hasta la consumación de su Sacrificio sangriento sobre la Cruz, el Salvador fue una estampa viva del dolor, de la muerte y del sacrificio.

Jesús fue el Cordero sin mancha que tomó sobre sí todos los pecados del mundo. Dios cargó sobre sus espaldas la deuda de toda la humanidad. El Señor aceptó gustoso, desde el primer instante de su vida terrena, todo lo que el Padre quisiera de Él. Por eso, toda su existencia fue un ininterrumpido sacrificio. Su anonadamiento en Belén, su huida ante la persecución de Herodes, el odio de sus enemigos durante toda su vida pública, su Pasión y muerte de Cruz: todo nos lo revela como el Cordero Sacrificial que es conducido al matadero, como el gusano oprimido y aplastado por el pie, de que nos habla el Salmista...

Por el Bautismo nosotros fuimos sepultados con Él en la muerte. Por el Santo Bautismo hemos sido incorporados a su vida de constante sacrificio, de dolores, renuncias y humillaciones. Hemos sido crucificados con Él, y bebemos del Cáliz de su Pasión. A nosotros se refieren también aquellas palabras de Jesucristo: ¿Acaso no convino que Cristo padeciera, para poder penetrar así en su gloria? Por el Bautismo hemos sido hechos copartícipes, compañeros de su mismo sacrificio y de su muerte.

Del mismo modo que Cristo resucitó de entre los muertos, así también nosotros debemos caminar en una vida nueva. Con su Resurrección el Señor comenzó una nueva vida.

Después de su resurrección ya no podrá padecer ni morir. La deuda de la humanidad para con Dios ya está saldada y expiada. Cristo posee desde ahora la vida en toda su plenitud, en toda su firmeza y seguridad. La muerte ya no volverá a dominarle jamás: porque vive, y vive sólo para Dios.

En Jesús Resucitado todo lleva el sello de la vida; de una vida gloriosa, plenamente libre, espiritualizada, exenta de toda pasión; de una vida que es toda ella un infinito e incesante himno de alabanza y de acción de gracias al Padre; de una vida que será coronada, cuarenta días después, con la Ascensión y la definitiva exaltación de Jesús.

También nosotros debemos caminar en una vida nueva. Del mismo modo que Cristo, al resucitar, dejó abandonados en el sepulcro los lienzos que envolvían su Cuerpo, símbolo de su pasibilidad y de su muerte, y surgió, libre de la tumba, a una nueva vida; así también nuestra alma, al descender al sepulcro del agua bautismal, dejó allí los lienzos del pecado, se purificó de toda mancha y surgió, blanca y resplandeciente, a una nueva vida, a la vida de la gracia, de la filiación divina.

Desde entonces caminamos en una vida nueva, en la fuerza y claridad de la vida sobrenatural, de la vida divina.

El Santo Bautismo sembró en nuestra alma el germen de la vida divina. Este germen, pequeño grano hundido en la tierra y lleno de concentrada vitalidad, debe ser desarrollado mediante una lucha constante contra nuestras malas inclinaciones y contra el mundo exterior; precisa ser afianzado, robustecido y confirmado, cada vez con mayor vigor, mediante una vida virtuosa y santa.

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¡Muerte y Vida! ¡Cuanta más muerte, más vida! No se puede servir a Dios y al pecado, al hombre nuevo y al viejo.

El cristianismo exige firmeza de carácter, virilidad, constancia, firmeza de principios, claridad de conducta, ánimo varonil en todas las obras.

En la Santa Misa debemos morir a nosotros mismos, al hombre viejo; debemos inmolarnos con Cristo para resucitar a una nueva vida. Vigorizados con la fuerza que nos dará nuestra comunión de sacrificio con el Señor que se inmola a sí mismo al Padre, lancémonos animosos a nuestras tareas y obligaciones de cada día, renovando en nosotros el misterio de la muerte y de la vida.

Luchemos todos los días, cada vez con mayor coraje, hasta alcanzar una perfecta muerte y una perfecta vida. Esta última será nuestra definitiva herencia en la eternidad, cuando el Señor nos llame y nos diga: ¡Ea, siervo bueno y fiel! Puesto que has sido leal en lo poco, voy a colocarte al frente de lo mucho; entra en el gozo de tu Señor.

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La muerte al pecado se realizó por vez primera en nuestro Santo Bautismo. Pero esta muerte debe ser mantenida, confirmada, renovada y afianzada todos los días, ininterrumpidamente.

Con un solo pecado de Adán perdimos de golpe todos los bienes sobrenaturales con que Dios había enriquecido nuestra naturaleza. Dios nos devuelve, por el Sacramento del Bautismo el don divino de la gracia, de la filiación divina; pero no se nos da con la misma efusión y plenitud con que lo poseyó Adán antes de su caída.

Por el Santo Bautismo se nos perdonan el pecado original y se infunde en nuestra alma la gracia santificante. Sin embargo, no destruye nuestra concupiscencia mala, nuestra naturaleza viciada.

Ella es la verdadera fuente del pecado, que amenaza constantemente con destruir y aniquilar nuestra vida divina. Ella es la que impide la rectitud de nuestra vida, la que entenebrece nuestra razón y la que nos pone en constante peligro de ser infieles a Dios.

El Bautismo moderó, calmó nuestra concupiscencia; pero no la suprimió. ¿Por qué la dejó subsistir? Para que, de ese modo, pudiésemos experimentar y comprobar todos los días nuestra corrupción natural; para que aprendiéramos a comprender el hondo abismo de miseria y de ruindad moral que hay en nosotros; para que, convencidos de esta desoladora realidad, no nos enorgulleciéramos, antes reconociésemos y confesásemos humildemente nuestra impotencia y nuestra pecabilidad; para que nos asiésemos confiadamente a Dios y a su gracia; en fin, para que, en medio de nuestra constante lucha contra el poder del pecado, de las pasiones y de toda clase de seducciones, permaneciésemos consciente y voluntariamente fieles a Dios y conquistásemos las virtudes

La muerte del pecado se realizó ciertamente en nuestro Santo Bautismo. Sin embargo, todavía permanece en nosotros la concupiscencia, y todos seguimos sintiendo la ley del pecado que domina en nuestros miembros. Por eso, nuestra muerte al pecado no es todavía terminante. Tenemos que hacerla definitiva a lo largo de nuestra existencia, mediante una constante lucha y oposición contra Satanás y mediante un viril y resuelto no a las tentaciones del diablo y a todas las seducciones de la carne y del mundo.

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La vida divina, que recibimos el día de nuestro Santo Bautismo, se nos infundió entonces sólo como un germen. Este germen debe ser desarrollado y robustecido mediante la constante acción e influjo de la gracia del Espíritu Santo en nuestras almas.

Renovaos interiormente y revestíos del hombre nuevo, creado por Dios en justicia y santidad verdaderas, escribe San Pablo a los Efesios. La gracia, causa principal de nuestra vida divina, tiende al crecimiento, al desarrollo. Es un germen: el Reino de Dios en nosotros es semejante a un granito de mostaza, que pugna por convertirse en árbol frondoso y corpulento.

Nadie es capaz de lograr aquí en la tierra tal perfección de modo que ya no pueda ni deba perfeccionarse más todavía. Nunca podremos adquirir tal grado de virtud, de fe y de amor a Dios y al prójimo, que ya no podamos acrecentarlo más.

Si no lo hacemos así, si cesamos de aspirar a más, si no nos esforzamos por crecer constantemente en la gracia y en las virtudes, entonces cesaremos de progresar en la perfección, dejaremos de ser lo que, según la ordenación divina, debiéramos ser.

Nuestra perfección en la tierra consiste cabalmente en crecer y progresar cada vez más en la vida de la gracia y de las virtudes, o sea, en la gracia bautismal. Consiste en un constante adelantamiento espiritual.

Si retrocedemos, y hasta caemos alguna vez, volvamos a comenzar de nuevo con más ahínco y decisión que antes.

Renovaos interiormente, cada día, en cada momento. No podemos pararnos ni un solo instante, pues nada de lo creado permanece inmóvil. O se crece, o se disminuye. O se avanza, o se retrocede. O nos acercamos y fundimos cada vez más íntimamente con Dios y con Cristo, o nos alejamos de Ellos cada vez con mayor distancia.

Renovaos interiormente todos los días y revestíos del hombre nuevo, creado por Dios en santidad y justicia verdaderas.

En virtud del Santo Bautismo hemos sido hechos miembros de Cristo y estamos llamados a vivir su misma vida; pero no de un modo tibio y desmayado, sino de una manera tan pujante e intensa, que nos transformemos paulatinamente en la misma imagen de Cristo, hasta que su gracia y sus virtudes resplandezcan en nosotros con toda su belleza y esplendor.

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Por todo lo dicho se ve que en nuestra vida de cristianos se renuevan constantemente la muerte y la vida. O, mejor dicho, nuestra vida sobrenatural es un constante estado de muerte-vida. De muerte para la vida y por amor a la vida.

Jesucristo, Nuestro Señor, quiere revivir en su Iglesia y en cada uno de los sus miembros, cada vez de modo más intenso y más perfecto. En la intención de Dios nuestra muerte al pecado es algo definitivo; y nuestra nueva vida es inmortal; pero, desgraciadamente, nosotros podemos tornar a la muerte del pecado por nuestra propia culpa.

De aquí la necesidad de la ascesis. La mortificación deriva directamente de la gracia bautismal y no tiene otra finalidad que la de ayudar y facilitar el crecimiento del germen depositado en nuestra alma por el Santo Bautismo.

La vida cristiana no es otra cosa que un constante y progresivo desarrollo de los bienes adquiridos en el Bautismo, o sea, de la muerte al pecado y de la vida para Dios. Nuestra vida en el Cielo será también muerte y vida: pero muerte o liberación perfecta del pecado, de la muerte y del dolor, y pleno desarrollo, perfecta madurez del germen sobrenatural sembrado en nuestras almas por el Santo Bautismo.

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Comprendamos que el Santo Bautismo es el hecho sobrenatural más importante realizado por Dios en la vida del hombre. Es, para cada individuo en particular, lo que fue para la humanidad en general la Encarnación del Hijo de Dios.

El Bautismo que recibimos un día implica en nosotros la obligación, urgente y universal, de aspirar constantemente a la perfección cristiana, a la santidad.

Quizás tengamos verdaderos desees de alcanzar la perfección; pero nos falta la alegre convicción del gran hecho divino realizado en nosotros en el Santo Bautismo. No estamos convencidos, no comprendemos que este hecho divino en nosotros constituye el verdadero principio y la base fundamental de todas nuestras aspiraciones sobrenaturales.

¡Cuánto más alegres y vigorosos serían nuestros anhelos de perfección, si se fundaran sobre el vivo convencimiento de la gran realidad divina creada en nosotros por el Bautismo! Si viviéramos siempre convencidos de esta realidad, ¡cuánto más sinceros serian entonces nuestros esfuerzos por alcanzar la santidad!

Nada tiene, pues, de extraño el que la Sagrada Liturgia nos recuerde con tanta insistencia el pensamiento del Santo Bautismo.

Por eso, lo hemos encontrado en las Misas de Cuaresma, en la bendición de la Pila Bautismal, el día de Sábado Santo, y en las Misas de los Domingos después de Pascua.

Por eso, lo volvemos a encontrar ahora en las Misas de los Domingos después de Pentecostés. Más aún: el Asperges, que precede a la Misa cantada de todos los Domingos, no es sino una delicada alusión al gran Sacramento del Bautismo que recibimos un día, al fundamento sobrenatural puesto por Dios en nuestra alma y sobre el cual continuamos levantando ahora nosotros nuestro edificio espiritual.

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En nuestras aspiraciones y luchas por la perfección estamos acostumbrados a obrar inducidos únicamente por el mandato del Señor.

No está mal que obremos por este motivo. Sin embargo, la razón fundamental de nuestra obligación de aspirar a la perfección no radica ahí, sino en nuestra incorporación con Cristo, de cuya plenitud y fuerza vitales fuimos inundados en nuestro Bautismo.

Al obrar como obramos, no miramos las cosas más que de un modo unilateral e imperfecto. Atendemos solamente a la obligación en sí misma y a nuestros propios esfuerzos.

No nos fijamos para nada en la plenitud y fuerza de vida creadas en nuestra alma por la gran realidad divina que se operó en nuestro Bautismo.

Esta plenitud y esta fuerza son las únicas que nos empujan realmente y las que podrán llevarnos hasta la verdadera santidad.

No miremos, pues, única y principalmente a nosotros mismos, a nuestra impotencia, a nuestra pecabilidad, a nuestros esfuerzos.

Miremos, ante todo y sobre todo, al Señor que obra y triunfa en nosotros.

Miremos solamente a la Vid que alimenta, anima y sostiene a sus sarmientos, a nosotros, con su propia fuerza, con su savia y con su vida.

Para eso, pidamos como nos enseña la Santa Iglesia: Oh, Dios, de quien procede toda bondad, infunde en nuestros corazones el amor de tu Nombre, y aumenta en nosotros el espíritu de religión; robustece todo lo que haya de bueno en nuestra alma y consérvalo con celosa y paternal solicitud.

domingo, 23 de junio de 2013

Pentecostés 5

QUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Yo os declaro que, si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; pues el que matare reo será en el juicio. Mas yo os digo, que todo aquél que se enoja con su hermano, reo será en el juicio. Y quien dijere a su hermano raca, reo será en el concilio. Y quien dijere fatuo, reo será del fuego del infierno. Por tanto, si fueses a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven a ofrecer tu ofrenda.


La Oración Colecta de este Quinto Domingo después de Pentecostés nos hace pedir lo siguiente:

Oh Dios, que has preparado bienes invisibles a los que te aman; infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a ti en todo y sobre todo, alcancemos tus promesas, que superan todo deseo.

... Para que amándote a ti en todo... He aquí la súplica que, en unión con la Iglesia, debemos dirigir a Dios durante toda esta semana.

Ahora bien, para poder amar a Dios en todo, es preciso que antes comencemos por verlo en todas las cosas.

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Ver a Dios en todo. Durante el curso de nuestra existencia sobre la tierra tenemos que codearnos con los demás hombres, algunos de los cuales nos estiman, otros, en cambio, nos miran con indiferencia o nos son francamente hostiles...

Vivimos, además, absortos por una gran cantidad de trabajos, tareas y preocupaciones...

Estamos sujetos a toda clase de dolores, enfermedades, sobresaltos, sinsabores, dificultades, pruebas y tentaciones...

Por todas partes nos encontramos con hechos, sucesos y fenómenos al parecer incomprensibles o paradójicos...

En más de una ocasión lo trágico viene a ensombrecer nuestra vida o la de los seres queridos...

Nos alegramos de la salud, de la naturaleza, de los valores de la cultura, de las dotes del alma, del corazón o del cuerpo, del bienestar temporal, de los dones de la gracia...

Nos entristecemos por la pérdida de seres queridos o de los bienes materiales, etc...

Estamos acostumbrados a contemplar y a valorar las cosas, y todo lo que, de cerca o de lejos, se relaciona con nuestra vida, con los ojos de la razón puramente natural o, mejor dicho, a través de la razón ofuscada por el egoísmo.

Atormentamos nuestro pensamiento y nuestra imaginación con cualquier dolor que hayamos tenido que soportar o que amenace sobrevenirnos, con cualquier disgusto que nos hayan dado, con cualquier injuria que nos hayan inferido, con cualquier trabajo que nos parezca difícil, con cualquier situación en que nos encontremos...

Nos preocupamos, angustiosamente, de nuestro bienestar, de nuestra salud, del buen éxito de nuestros negocios, del buen crédito ante tal o cual individuo, de la pérdida y conservación de tal puesto o cargo elevado...

Nos agradan los placeres de la vida, ya sean nobles, ya un tanto plebeyos, y permanecemos entregados a ellos...

Esto es todo, y lo único que alcanzamos a ver en las cosas, en los hombres y en los acontecimientos de la vida.

No vemos a Dios que obra todo y en todo...

No descubrimos su permisión, su ordenación y su gobierno del mundo, su providencia infinitamente sabia, amorosa y omnipotente, su presencia, su mano y su acción en y a través de las cosas y de los hombres.

El primer paso, el paso fundamental, la clave de la vida cristiana, de la vida interior, consiste precisamente en esto, o sea, en ver y en reconocer a Dios en todo.

Estamos aquí, en la tierra, para conocer a Dios; para verlo en todo: en las cosas, en los acontecimientos, en las aparentes casualidades y contradicciones de la vida, en las incomprensibles ironías del destino, en lo grande y en lo pequeño, en lo bueno y en lo malo, en lo que venga directamente de su mano y en lo que venga inmediatamente de los hombres, del ambiente, de las circunstancias, de la situación o de cualquiera otra procedencia.

Nada sucede al acaso, todo viene de allá arriba. Dios es la verdadera realidad, la verdadera causa de las cosas, de los acontecimientos, de la vida.

¡Veamos a Dios en todo! Traspasemos la envoltura externa de las cosas y penetremos hasta su verdadera entraña, hasta descubrir en ellas a Dios, la voluntad, la acción, la providencia, el gobierno de Dios en ellas y su infinito amor hacia nosotros.

Este es el único camino cierto y seguro para el verdadero amor de Dios.

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Amar a Dios en todo. Si no viviéramos más que de modo puramente natural y humano, según las inclinaciones y el dictado de nuestra naturaleza caída, entonces no amaríamos, en las cosas, en los hombres, en los trabajos y en los dolores, más que nuestro propio yo.

No buscaríamos en todo más que nuestro placer, nuestra honra, nuestro interés, nuestra alegría y lo que pudiera agradarnos.

Reduciríamos a nosotros solos toda la vida.

Los hombres y las cosas no tendrían para nosotros otro valor que el que conviniera a nuestros cálculos.

Enormes serían nuestra depravación y nuestro egoísmo, nacido de un secreto y profundo orgullo.

Afortunadamente, la gracia, el Espíritu Santo que la infunde, nos ha librado de esta desastrosa corrupción y ha infundido en nuestras almas nuevos y más elevados ideales. Nos impulsa constantemente a buscar y a amar en todo a Dios.

Amar a Dios en todo significa reconocer y acatar, en todo lo que nos suceda en la vida, la mano del Dios Santo e infinitamente Sabio, Poderoso y Bueno, que obra todo en todas las cosas.

Sometámonos, pues, humilde y rendidamente a su omnipotente providencia y a su sapientísimo gobierno.

Estemos dispuestos a cumplir plenamente sus mandatos, a satisfacer en todo sus gustos y deseos, tal como Él quiera manifestárnoslos a través de las cosas, sucesos, situaciones, contratiempos, sinsabores, luchas, triunfos, fracasos, etc., de la vida.

Tengamos un ardiente deseo, no de hacer nuestra propia voluntad, no de satisfacer nuestros gustos e inclinaciones, sino de hacer y cumplir, ante todo y sobre todo, la voluntad divina, de ejecutar lo que a Dios le plazca y agrade.

Aceptemos todos nuestros trabajos y dolores, todas las dificultades de la vida, simplemente porque así lo quiere Dios y porque Él es quien todo lo dispone, quien todo lo da y lo quita.

Haciéndolo así, amaremos a Dios de veras en todas las cosas y cumpliremos en todo su santa voluntad.

Nuestra vida será, de este modo, una vida de perfecta y continua alabanza y glorificación divinas.

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Ver y amar a Dios en todas las cosas... Esto es lo que quiere enseñarnos el Espíritu Santo.

Quiere elevarnos por encima de nuestra mentalidad y de nuestros afanes puramente naturales y humanos, para introducirnos en el mundo del espíritu, en el mundo de Dios.

Bajo la acción del Espíritu Santo, nuestra alma quedará completamente curada de su ceguera y de su egoísmo. Se elevará por encima de todas las inquietudes, agitaciones y pensamientos puramente humanos y terrenos, hasta llegar a no conocer más que una sola cosa: los intereses, el agrado, la honra de Dios.

Y, en Dios y con Dios, habrá encontrado su paz, su quietud, su plena seguridad.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles. Enséñales a ver y a amar a Dios en todas las cosas.

Veamos y amemos a Dios en todo, unámonos y entreguémonos en todo a Él y a su santa voluntad.

De este modo, nos liberaremos de todo amor y de todo apego desordenado a los hombres, a los trabajos y a las cosas.

De este modo, alcanzaremos una santa libertad, por encima de toda esclavitud a las exigencias, a las necesidades, a las alegrías, a los placeres y a las preocupaciones de la vida.

Alcanzaremos una santa libertad e indiferencia ante todas las dificultades, dolores, enfermedades y fracasos.

Alcanzaremos una santa energía, un santo coraje para soportar todos los trabajos, todas las penalidades y sacrificios que se nos exijan.

Alcanzaremos un santo dominio sobre los impulsos naturales del egoísmo, de la impaciencia, de la sensibilidad, del orgullo, de la ambición, de la propia estima.

Alcanzaremos, finalmente, una santa intimidad y trato con Dios, un estado de constante oración, salida de un corazón lleno de gozo, de paz y de libertad interior, de un corazón íntimamente unido e identificado con Dios y con Cristo.

Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios, contemplarán a Dios en todas las cosas.

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Podríamos terminar nuestra homilía de hoy aquí, ya tendríamos suficiente material para meditar, pero la Santa Liturgia junta hoy el amor de Dios con el del prójimo.

Como Vimos, la Colecta pide a Dios su santo amor para poder amarle a Él en todo y sobre todo; mientras tanto, la Epístola y el Evangelio nos predican el amor al prójimo. No separemos tampoco nosotros entre sí estos dos amores.

El amor de Dios y el del prójimo son un mismo y único amor. Amemos al hermano por amor de Dios y de Cristo, es decir, con el mismo amor con que amamos a Dios y a Cristo.

No nos fijemos en el puro hombre; veamos en él a Dios, a Cristo.

Veamos y amemos en él al hijo de Dios, en el cual tiene sus complacencias el Padre.

Veamos en él su alma, rescatada con la Sangre del Redentor, por la cual se hizo hombre el Hijo de Dios, por la cual subió a la Cruz, por la cual fundó la santa Iglesia y estableció los Santos Sacramentos.

Veamos en nuestro prójimo a un miembro del Cuerpo Místico de Cristo, de nuestra común Cabeza.

El amor cristiano al prójimo se identifica en absoluto con el amor de Dios y de Nuestro Salvador. Tan grande es su dignidad...

De esta identidad entre ambos amores nos habla la liturgia de este Quinto Domingo después de Pentecostés. Por consiguiente, cuanto más ancho y profundo sea nuestro amor al prójimo, más perfecto será nuestro amor a Dios y al Salvador.

He aquí mi mandamiento: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. ¡Qué fiel, qué sincera, qué hondamente nos amó Jesús! Así debemos amar también nosotros a nuestros hermanos en Cristo, tanto en lo que se refiere a sus cosas temporales como, y sobre todo, en lo referente a la salvación de su alma y a su felicidad eterna.

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¿Quién podrá cumplir perfectamente este mandamiento del Señor? Sólo el que venza su amor propio.

Éste es el gran enemigo del amor al prójimo.

Él es quien todo lo reduce al propio yo, quien nos encierra dentro de nosotros mismos y nos hace ver en el prójimo a un ser extraño, a un ser con el cual no tenemos nada que ver.

Él es quien despierta en nosotros el egoísmo, la celotipia, el orgullo, la envidia, la antipatía y el odio.

Él es quien hace imposible la existencia del perfecto amor al prójimo.

El amor propio nos hace cometer mil faltas contra la caridad, pues crea en nosotros un carácter egoísta, apático, insensible, frío, antipático, injusto, parcial, amargado, insufrible.

Si queremos, pues, cumplir con el precepto del amor al prójimo, es preciso que antes muramos al amor propio.

Ahora bien, para morir al amor propio, nada mejor que dejarse invadir por el amor de Dios y de Cristo.

Cuanto más llenos estemos del amor divino, más muertos estaremos al amor propio. El amor de Dios y el amor propio son como los dos platillos de la balanza: para que suba el uno, es menester que baje el otro. El amor propio decrece en la misma medida en que crece en el alma el amor de Dios.

Según esto, el amor al prójimo sólo podrá practicarse debidamente cuando el alma se halle saturada del amor divino. Cuanto más perfecto sea nuestro amor a Dios, más perfecto será también nuestro amor al prójimo.

Tan íntima es la unión y compenetración entre estos dos amores, que el amor del prójimo sólo puede existir con y en virtud del amor de Dios.

Infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor, para que amándote a ti en todo y sobre todo... Sólo así podremos amar también al prójimo.

Sólo así podremos "estar unánimes en la oración y ser compasivos, amantes de los hermanos, misericordiosos, modestos, humildes"... sólo así podremos practicar lo que nos predica hoy el Apóstol San Pedro con estas palabras: "No devolváis mal por mal, ni maldición por maldición. Al contrario, bendecíos mutuamente, pues todos habéis sido llamados a recibir la misma bendición. Refrenad vuestra lengua para toda maledicencia y no manchéis vuestros labios con la mentira".

Y Nuestro Señor nos amonesta: "Si vuestra justicia no fuere más perfecta que la de los Escribas y Fariseos, no entraréis en el reino de los cielos."

¿En qué se manifestará la superioridad de la justicia y de la perfección cristianas sobre la justicia de los Escribas y Fariseos? En nuestro amor al prójimo.

La mejor medida para apreciar nuestro amor a Dios y al Salvador y, por ende, el desarrollo y la perfección de nuestra vida interior, de nuestra oración y de nuestra piedad, es nuestro amor al prójimo.

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Para no alargarnos en la explicación del Evangelio, remitimos a las homilías de 2010 y 2011.

Sólo señalamos hoy que el Señor no quiere recibir el sacrificio de los que están enemistados:

Por tanto, si fueses a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acordares que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano...

De aquí podemos conocer cuán grande sea el mal de la enemistad, por lo cual se rechaza incluso aquello, en virtud de lo cual se perdona la culpa.

Veamos aquí la gran misericordia de Dios, que da preferencia a las utilidades de los hombres sobre su honor; más quiere la unión de los fieles que sus ofrendas

Cuando los hombres fieles tienen alguna disensión entre sí, Dios no recibe ninguna ofrenda de ellos, ni oye ninguna de sus oraciones, mientras dura la enemistad.

Ninguno puede ser amigo fiel de dos que son enemigos entre sí; y por ello, Dios no quiere ser amigo de los fieles mientras sean enemigos entre sí.

Nuestro Señor nos enseña que aquel que ofende primero, debe ser el que pida la reconciliación.

Hemos ofendido con el pensamiento, debemos reconciliarnos por medio del pensamiento.

Hemos ofendido con palabras, con palabras debemos reconciliarnos.

Hemos ofendido con obras, con obras debemos reconciliarnos.

Por todo pecado, del mismo modo que se comete, debe hacerse por él penitencia.

Una vez obtenida la paz humana manda volver a la divina, para pasar de la caridad de los hombres a la de Dios, y por ello concluye:

... deja allí tu ofrenda delante del altar, y ve primeramente a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven a ofrecer tu ofrenda.

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Oh Dios, que has preparado bienes invisibles a los que te aman; infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a ti en todo y sobre todo, alcancemos tus promesas, que superan todo deseo.