domingo, 26 de febrero de 2012

Iº de Cuaresma

DOMINGO PRIMERO

DE CUARESMA

Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, para que fuese tentado por el diablo, y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre.

Y acercándose el tentador le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Quien respondiendo dijo: Está escrito, no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.

Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, y lo colocó en lo más alto del templo, diciéndole: Si eres Hijo de Dios, arrójate desde lo alto: está escrito, que mandará los ángeles en tu defensa, y te llevarán en sus manos para que la piedra no ofenda tu pie. Jesús le contesta: También está escrito que no tentarás al Señor tu Dios.

Otra vez el demonio lo llevó a la cumbre de un monte elevado, y le manifestó todos los reinos del mundo, y su gloria, y le dijo: Todas estas cosas te daré, si postrándote me adoras. Entonces le dijo Jesús: Retírate, Satanás, está escrito, pues, que adorarás al Señor tu Dios, y sólo a Él servirás. Entonces lo dejó el diablo y los ángeles se aproximaron le servían.

No es de extrañar que el tiempo litúrgico tan sagrado como la Cuaresma sea un tiempo lleno de misterios.

La Iglesia, que hizo con él la preparación para la más sublime de sus fiestas, quiso que este tiempo de meditación y de penitencia estuviese marcado por las mayores circunstancias para despertar la fe de los creyentes, así como para apoyar su perseverancia en la obra de expiación cada año.

En el tiempo de Septuagésima encontramos el número setenta, que nos recuerda los setenta años del cautiverio en Babilonia, después del cual el pueblo de Dios, purificado de su idolatría, pudo regresar a Jerusalén para celebrar la Pascua.

Ahora es el severo número cuarenta el que la Santa Iglesia propone a nuestra meditación; el número que, como dice San Jerónimo, es siempre el de la pena y la aflicción.

Recordemos, en efecto la lluvia de cuarenta días y cuarenta noches, surgida de los arcones de la ira de Dios, cuando se arrepintió de haber creado al hombre y anonadó la raza humana bajo las olas, con excepción de una familia.

Consideremos al pueblo hebreo, vagabundo durante cuarenta años en el desierto como castigo por su ingratitud, antes de acceder a la tierra prometida.

Escuchemos al Señor, que ordena a su profeta Ezequiel permanecer cuarenta días acostado sobre su lado derecho, para representar la duración de un asedio que iba a ser seguido por la destrucción de Jerusalén.

Dos hombres en el Antiguo Testamento tienen la misión de representar en su persona las dos manifestaciones de Dios: Moisés, personificando la Ley, y Elías, simbolizando la Profecía. Uno y otro se acercan a Dios: el primero en el Sinaí, el segundo en el Horeb; pero ninguno de los dos puede acceder a la deidad sino después de haber sido purificados por la expiación de un ayuno de cuarenta días.

Enseña San Ambrosio: Reconoce el número místico de cuarenta. Recuerda que las aguas del diluvio cayeron durante ese mismo número de días, y que después de otros tantos, santificados por el ayuno, Dios hizo reaparecer la clemencia de un cielo más sereno. Por otros tantos días de ayuno, Moisés mereció recibir la ley, y los patriarcas en el desierto se alimentaron otros tantos años del pan de los ángeles.

Y San Agustín, por su parte, dice: Este número es el símbolo de esta laboriosa vida, durante la cual, conducidos por Cristo nuestro Rey, luchamos contra el diablo. El ayuno de cuarenta días fue consagrado en la Ley y los Profetas por Moisés y Elías, y en el Evangelio por el mismo Señor.

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Al referirnos a estos grandes hechos, llegamos a entender por qué el Hijo de Dios, encarnado para la salvación de los hombres, resolvió someter su Cuerpo a los rigores del ayuno divino, y eligió el número de cuarenta días para este acto solemne.

La institución de la Cuaresma aparece, entonces, en toda su severidad majestuosa y como una manera efectiva para apaciguar la ira de Dios y purificar nuestras almas.

Elevemos nuestros pensamientos por encima del estrecho horizonte que nos rodea, para contemplar la totalidad de las naciones cristianas en estos días, cuando ofrecemos al Señor justamente enojado, esta gran cuarentena de expiación, con la esperanza de que, como en tiempo de Jonás, se digne de nuevo este año tener misericordia de su pueblo.

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Para completar la instrucción, recordemos que anteriormente al siglo VII la Cuaresma comenzaba hoy, y que, incluso actualmente, el tiempo litúrgico cuadragesimal no empieza sino con el presente Domingo.

En efecto, seis semanas transcurren desde el Primer Domingo de Cuaresma hasta las alegrías del tiempo pascual, cuyos días son cuarenta y dos; de los cuales, quitando los seis Domingos en que no se hace ni ayuno ni abstinencia, quedan treinta y seis.

Por eso se agregaron luego los cuatro día a partir del Miércoles de Ceniza para completar la cuarentena.

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La Iglesia nos enseña acerca de los ejercicios que integran la práctica cuaresmal. Entre ellos figuran la oración, las obras de misericordia, especialmente la limosna, y el ayuno.

Con ocasión del Evangelio del día, nos presenta el ejercicio fundamental y específico, que ya nos inculcó el Miércoles de Ceniza: el ayuno.

La Santa Liturgia se apropia, pues, este día la vibrante arenga de San Pablo: He aquí el tiempo favorable, he aquí el día de la salvación; por eso también nos descubre en el Evangelio de este Domingo un modelo de irresistible atractivo: Nuestro Señor Jesucristo, que por nosotros baja a la arena, entra en la lucha, se somete a riguroso ayuno, y por medio de la penitencia sale vencedor del infierno.

Después que Jesús fue bautizado con agua por San Juan en el Jordán, fue llevado por el Espíritu al desierto, para que allí fuese bautizado con el fuego de la tentación por el demonio.

No sólo Jesucristo fue llevado por el Espíritu al desierto, sino que también lo son todos los hijos de Dios, que no se contentan con vivir ociosos, sino que, instados por el Espíritu Santo, emprenden grandes obras para ser tentados.

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La Iglesia reconoce la dificultad de la empresa que propone a sus hijos, al colocarlos al pie del monte santo de Dios, para escalar sus alturas por los ejercicios cuaresmales. Difícil y casi más que humano es abrirse brecha contra la corriente de nuestra sensibilidad; difícil y casi sobre nuestras fuerzas luchar contra la propia naturaleza.

Pero delante de nosotros va nuestro Capitán, que se arroja a la arena a luchar en un prolongado y rigurosísimo ayuno de cuarenta días.

Dice San Juan Crisóstomo: Para que conozcas cuán útil y bueno es el ayuno y qué clase de escudo es contra el diablo y por qué después del bautismo conviene ayunar y no vivir sujetos a apetitos inmoderados, quiso ayunar Jesús, no porque Él lo necesitase, sino para enseñarnos.

¿Seremos capaces de dejarle solo? ¿Le abandonaremos en la lucha? Cobarde sería nuestro pecho y mezquino el corazón, si así obrásemos. Imitemos más bien a los valientes soldados cristianos, sigamos a nuestro Capitán...

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El ejemplo de Cristo nos apremia más todavía por tres razones particulares:

1ª) Jesús ayunó, no por Sí, sino por nosotros. Vino para pagar nuestras deudas, y quiso satisfacer de este modo por nuestros pecados, especialmente los de gula, los de sensualidad, por la inmoderación en los gustos de los sentidos...

¿Seremos tan ingratos que no queramos unir nuestro pequeño sacrificio a su sacrificio inmenso?

2ª) Jesús ayuna como cabeza de los elegidos.

No queramos, pues, perder el honor de miembro de su Cuerpo Místico al dejar de someternos a las leyes de la vida de Cristo y de su Iglesia.

3ª) Jesús ayuna porque su vida ha de ser un espejo donde puedan mirarse los cristianos. Al consagrar con su ejemplo el ayuno, nos lo ha propuesto a todos como un medio de santificación.

Así lo dijo expresamente cuando describió de antemano la vida de su Iglesia: Vendrán días en que los discípulos serán privados de la presencia del Esposo, en aquellos días ayunarán.

La Iglesia comprendió el sentido de la lección contenida en estas palabras, e instituyó la santa Cuaresma. Aceptemos con gratitud y generosidad este medio de asemejarnos a Cristo.

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Con las armas del ayuno, vence Nuestro Señor a satanás: Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu, para que fuese tentado por el diablo, y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y acercándose el tentador...

No podemos dejar de ver un misterio en esta correlación. Jesús quiso vencer al diablo después de ceñirse las armas del ayuno, para demostrarnos la eficacia de este medio de santificación.

Lo mismo nos enseñó después en su vida pública. Recordemos el caso de aquel padre que se querella delante del Salvador, porque sus discípulos no habían podido expulsar del cuerpo de su hijo al demonio. Los mismos Apóstoles quedan asombrados de la pertinacia de tal diablo, e interrogan a Cristo acerca del misterio allí encerrado. El Salvador les contesta: Este género de demonios no se puede expeler, si no es por medio de la oración y del ayuno.

La Iglesia ha aprendido bien la enseñanza de su Divino Maestro, y se arma con el ayuno para las batallas que satanás le presenta; de este modo prescribe el ayuno cuaresmal para hacernos fuertes contra el infierno.

Alma devota, si no quieres desfallecer en los ataques que te dirige el demonio, ármate con las armas del ayuno. Sigue el ejemplo de Cristo, y vencerás asimismo con Cristo.

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Santo Tomás enseña que el ayuno cumple tres fines principales:

En primer lugar, sirve para frenar la concupiscencia. Por eso dice el Apóstol: En ayunos, en castidad, dado que el ayuno ayuda a conservar la castidad. En efecto, como dice San Jerónimo, sin Ceres y sin Baco languidece Venus, es decir, la lujuria se enfría mediante la abstinencia de comida y bebida.

En segundo lugar, el ayuno hace que la mente se eleve a la contemplación de lo sublime. Por ello leemos en Daniel que recibió de Dios la revelación después de haber ayunado tres semanas.

En tercer lugar, es bueno para satisfacer por los pecados. De ahí que se diga: Convertíos a mí de todo corazón, en ayuno, en llanto y en gemido.

Esto es lo que dice San Agustín en un sermón: El ayuno purifica la mente, eleva los sentidos, somete la carne al espíritu, hace al corazón contrito y humillado, disipa las tinieblas de la concupiscencia, apaga los ardores de los placeres y enciende la luz de la caridad. Es, pues, claro que el ayuno es un acto de virtud.

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Y acercándose el tentador le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan. Quien respondiendo dijo: Está escrito, no de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios.

Nos dice San Ambrosio: Ya ves de qué armas se sirve contra la tentación de la gula, para defender al hombre de las insinuaciones del espíritu maligno. No usa de su poder como Dios (¿de qué nos aprovecharía?), sino que llama a sí, como hombre, el auxilio que nos es común a todos; piensa en el alimento de las divinas enseñanzas, para olvidar el hambre del cuerpo y obtener el alimento del Verbo; pues el que sigue al Verbo, no puede desear el pan terreno, porque las cosas divinas están muy por encima de las cosas humanas.

Y completa su explanación: El diablo, al ver que Jesús ayunaba cuarenta días, empezó a desesperar. Pero cuando vio que empezó a tener hambre, comenzó a esperar otra vez. Si eres tentado cuando ayunas, no digas que has perdido el fruto de tu ayuno, porque aunque tu ayuno no evite que seas tentado, sin embargo te aprovechará para vencer la tentación.

San Basilio, por su parte, enseña que Cristo, disipador de las tentaciones, no libra a la naturaleza del hambre, sino que conteniendo a la naturaleza dentro de sus propios límites, demuestra cuál es su alimento, por lo que Jesús respondió: Escrito está: No de sólo pan vive el hombre.

Lo cual explica San Cirilo, diciendo: Nuestro cuerpo terrestre se nutre con alimentos terrestres, mas el alma racional se vigoriza con el Verbo divino para la buena acción del espíritu.

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Entonces lo dejó el diablo y los ángeles se aproximaron le servían.

San Gregorio Magno nos aclara que en estas palabras se manifiesta la doble naturaleza de su Persona, porque es hombre a quien el diablo tienta y Él mismo es Dios a la vez, a quien los ángeles sirven.

Y San Agustín, en La Ciudad de Dios, dice que Después de la tentación, los santos ángeles, temibles a los espíritus infernales, servían al Señor y en ello mismo se manifestaba a los demonios cuán grande fuese su poder.

Sin embargo, debe saberse que no lo asistían por necesidad de limitado poder, sino en honra de su infinita potestad. No se dice que lo ayudan, sino que lo sirven.

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Por todo lo dicho, la ley del ayuno permanece grabada con letras de bronce, para recordarnos que sólo por el camino de la penitencia obtendremos cabida en el Cielo.

Obran, pues, mal los que por no poder ayunar, se comportan como si no existiese la Cuaresma. ¡No es así! Quienquiera que, por enfermedad o edad esté dispensado del ayuno, debe salir sin embargo a la arena para luchar con Cristo. No debe creerse dispensado del combate, a no ser que no le interese salir victorioso.

Lo importante es mantener vivo el espíritu de sacrificio y de penitencia, de modo que la Cuaresma sea realmente tiempo de lucha contra las malas inclinaciones, que aspiran a que reine en el hombre la naturaleza indómita y subordine a sí el espíritu.

Combatamos con energía. No abandonemos en ningún instante el valor y coraje. Sólo así podremos un día cantar victoria, unirnos a Cristo en la gloria de la resurrección.

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Pensamientos de la Santa Liturgia en sus Oraciones:

Concédenos, Señor, comenzar con la santos ayunos la carrera de la milicia cristiana; para que, luchando contra los espíritus malignos, seamos protegidos con las armas de la abstinencia. (Oración para después de la imposición de las Cenizas).

Concede, Señor, a tus fieles, empezar con la debida piedad la venerable solemnidad de los ayunos y de observarlos todos con una constante devoción (Oración de la Misa del Miércoles de Ceniza).

Socórrannos, Señor, los Sacramentos recibidos, para que nuestros ayunos te sean gratos y nos aprovechen para la salvación (Poscomunión de la Misa del Miércoles de Cenizas).

Oh Dios, que purificas tu Iglesia con la observancia anual de la Cuaresma, concede a tu familia cristiana que lo que por la abstinencia desea obtener de Ti, lo consiga con las buenas obras (Oración de la Misa del Primer Domingo de Cuaresma).

miércoles, 22 de febrero de 2012

Cenizas

MIÉRCOLES DE CENIZA

Ninguna función litúrgica más tétrica e impresionante que la de hoy... si la comprendemos bien...

Cuando aún no han acabado de extinguirse las mortecinas luces de los grandes salones y boliches, restos de las orgías y bacanales más anticristianas...; cuando sus rayos no iluminan otra cosa que el desorden y desaliño que tras sí ha dejado la última fiesta carnavalesca en aquellos antros de pecado, más sobresaturados de gérmenes de pecado que cargados de miasmas corruptores...; mientras los mundanos yacen aún en la embriaguez en que el espíritu infernal ha logrado adormecer y aletargar su sensibilidad espiritual..., déjase oír desde el templo la voz dura e inflexible de la Iglesia, capaz de despertar al mundano del sueño más profundo: “Acuérdate, hombre, de que eres polvo y de que en polvo te has de convertir”.

Así habla hoy la Iglesia a todos los mortales. Iguales palabras pronuncia a los ricos que a los pobres, a los grandes que a los pequeños, a los sanos y fuertes que a los enfermos en su mísera y asquerosa camilla.

¡Qué meditación tan seria!

Nada se escapará a la acción devoradora de la muerte. Ni los cuerpos regalados de los voluptuosos, ni las bellezas admiradas por el mundo.

Los gusanos se cebarán, un día, en los cuerpos muelles y roerán implacables la tez sedosa de la que, cual impúdica divinidad, expuso su cuerpo a pública adoración.

¿Para qué, pues, tanto mimo y regalo? ¿Interesa acaso dar suculento pasto a los gusanos?

¿A qué tanta vanidad y presunción? ¿No ha de acabar todo cuerpo en polvo de la tierra?

Un puñado de polvo se pisotea con desprecio; nadie se preocupa de él, a no ser para arrojarlo a la basura.

Y ¿no nos desengañamos? Y ¿seguiremos rindiendo culto sacrílego a nuestro cuerpo, cortejándole y cumpliendo sus ilícitos deseos?

En la exhumación de un cadáver que dormía ya casi medio siglo el sueño de la muerte, se pudo observar que de aquél montón de polvo y corrupción se había podido salvar el hábito franciscano que llevó el difunto a la sepultura, es decir, el instrumento de penitencia, la vestidura de la mortificación. Aquello era todo un símbolo.

No otra cosa nos está enseñando Dios, al preservar de la corrupción los cuerpos de algunos Santos. Pareciera como si los gusanos se apacentasen gustosamente de las carnes regaladas, y no hallasen en los cuerpos mortificados donde cebarse.

¡Qué reflexiones tan graves! ¡Qué lección tan dura! ¡Qué doctrina tan fecunda en luces orientadoras de la vida!

Todo eso nos está diciendo la Iglesia al imponernos la ceniza.

Atendamos ahora al sentido de la ceremonia, a fin de sacar de ella todo el fruto posible.

La imposición de la ceniza es un resto de un rito antiquísimo, de la antigua disciplina penitenciaria.

En los albores de la cristiandad los pecados públicos eran castigados públicamente, y hasta con la exclusión del gremio de la Iglesia los más graves.

La Cuaresma era tiempo de pública reconciliación. Al principio de ella recibían los penitentes el vestido de penitencia: el saco y la ceniza.

En Roma tenía lugar esta ceremonia imponente en la Iglesia de Santa Anastasia. Desde allí dirigíanse en procesión los penitentes junto con los catecúmenos y los demás fieles al templo de Santa Sabina, donde se celebraban los oficios divinos.

Esa procesión repetíase todos los días de la Cuaresma, sólo que se cambiaba el punto de reunión de los fieles (iglesia de la colecta) y el punto donde se celebraba la Misa (iglesia estacional).

A la primera parte de la Misa, asistían todos; llegado el ofertorio, penitentes y catecúmenos abandonaban el templo, como indignos de asistir al Santo Sacrificio.

Cuando la piedad de los fieles se resfrió, cayó en desuso la pública penitencia; pero el rito de la imposición de la ceniza subsistió. Y ya no se redujo a los públicos pecadores. Todos, grandes y chicos, se acercaban a recibir el hábito de penitentes, porque todos sin excepción hemos pecado.

Al recibir la ceniza, pues, pensemos en el valor de esta ceremonia. Con ello declaramos que suplantamos durante la Cuaresma al grupo de penitentes del antiguo rito.

Imaginemos la impresión que aquellos fervorosos penitentes harían en el ánimo de los romanos que contemplaban su cotidiana procesión, y procuremos durante este santo tiempo despertar análogos sentimientos en aquellos que cruzan diariamente nuestro camino.

Recibamos la ceniza que se nos ha impuesto con plena conciencia de nuestra condición de pecadores, con la convicción de que este día se nos consagra penitentes; y aprovechemos luego la Cuaresma para hacer frutos dignos de penitencia.

Las profundas oraciones y las instrucciones de la Liturgia cuaresmal renovarán en nosotros los sentimientos que hoy nos inspira la seria y grave ceremonia a que hemos asistido.

Formemos ya firmes resoluciones para el santo tiempo que comienza. Resolvamos con qué ejercicios de penitencia lo santificaremos y justificaremos el hábito de penitente que hoy vestimos.

Un último pensamiento. Toda la vida de la humanidad se mueve entre aquel triste primer Miércoles de Ceniza, cuando nuestros padres Adán y Eva escucharon la sentencia divina que les arrojaba del Paraíso y oyeron aquella voz terrorífica Polvo eres, y en polvo te has de convertir, y aquél otro día en que las trompetas de los Ángeles apocalípticos despertarán a los mortales del sueño de la muerte, anunciando el día de la resurrección.

La vida humana es, pues, una larga Cuaresma, tiempo de penitencia. Por eso, ningún otro ciclo litúrgico habla tan directamente al alma humana como el presente, el tiempo del destierro babilónico.

El espíritu humano no se aviene con gusto a esta verdad; canta con mayor placer las notas jubilosas del Aleluya, que las graves del Parce Domine. Pero esta es la realidad, y a ella nos hemos de atener.

Alimentemos, por tanto, el espíritu de penitencia que debe acompañarnos durante toda nuestra existencia. Los cantos y las oraciones litúrgicas nos ayudarán admirablemente a ello.

Al escuchar hoy las palabras que acompañaron la sentencia de condena de nuestros primeros padres, oigamos nuestra propia sentencia, y procuremos obrar cual conviene a nuestro estado de castigo, a fin de que algún día se nos abran las puertas de la terrible cárcel de corrupción, caigan de nuestros pies y manos los grillos que nos aherrojan, y se convierta en copiosa bendición la sentencia que un día contra nosotros se fulminó.

Al acercarnos hoy la primera vez al altar, se nos ha dicho que somos polvo, vasos de inmundicia. Al acercarnos por segunda vez, el sacerdote depositará en ese vaso de corrupción un germen de inmortalidad, que le da virtud para sobrevivir, para resucitar un día revestido de gloria. Conservemos cuidadosamente ese germen, para que obtenga su pleno desarrollo.

domingo, 19 de febrero de 2012

Quincuagésima

DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

Y tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía.

Y aconteció, que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.

Quincuagésima, la semana de los cincuenta días antes de Pascua. Dentro de esta semana se abre la puerta sacra del santuario cuaresmal.

El próximo miércoles asistiremos a dicha ceremonia.

Comprendemos, pues, que Jesús nos entreabra ya el secreto que se encierra en ese santuario, nos muestre hoy el camino que con Él vamos a recorrer en este santo tiempo, nos señale ya los misterios que van a desarrollarse ante nuestros ojos en los luctuosos días de la Pasión y los alegres de Pascua: El Hijo del hombre será entregado en manos de los gentiles..., le darán muerte, y al tercer día resucitará.

El milagro del ciego de Jericó es como la ilustración de esta doctrina y su aplicación a nuestra alma.

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Jesús anuncia su Pasión: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas del Hijo del hombre.

El domingo de Quincuagésima tiene en la Liturgia el significado de una tierna invitación a subir con Jesús a Jerusalén, a acompañarle en la Vía Dolorosa. Por eso nos comunica ya hoy nuestro adorable Maestro los sufrimientos que le esperan.

Respondiendo a su amoroso llamamiento, hemos de resolver en nuestro interior la forma de asociarnos a nuestro paciente Redentor en la próxima Cuaresma.

El fervor cristiano ha inventado una fórmula muy propia para satisfacer el deseo de Cristo: es el Santo Via Crucis. Los cristianos fervorosos lo practican los días de Cuaresma, y los Sumos Pontífices han favorecido ese sentir cristiano enriqueciendo dicho Ejercicio con muchísimas indulgencias.

Sírvannos estas ganancias espirituales de estímulo y acicate, para entregarnos a práctica tan provechosa. Seamos del número de los cristianos fervorosos.

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El anuncio de la Pasión tiene lugar en la intimidad, lejos de las miradas del vulgo: tomó Jesús aparte a los doce... Nosotros debemos ser del número de los íntimos. Frente a la multitud inconsciente que ríe y canta mientras el Salvador padece; frente al número incontable de malvados que perpetúan el papel de verdugos de la Pasión, nosotros, los amigos, hemos de consolar a Jesús, le hemos de acompañar en sus sufrimientos.

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Los Apóstoles no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía.

Los falsos prejuicios mesiánicos cerrábanles los ojos para ver. Y es que el lenguaje de la cruz es el más difícil para la humana inteligencia.

Lo que aconteció a los Apóstoles se repite también con los que hemos recibido ya el Espíritu Santo. Es la historia perpetua de la humanidad ciega.

Aleccionados nosotros ya tantas veces por el Divino Maestro, abramos por fin, los ojos y aprendamos tan sana doctrina, la doctrina de la Cruz.

Alma cristiana, no lo olvides. Como miembro que eres del Cuerpo Místico de Cristo, has de someterte al tormento de tu Cabeza, que es tu Divino Redentor. Si rehúsas tal martirio y huyes de la Cruz, te separas violentamente de tu Cabeza. Lograrás, sí, escapar con ello de la acerba pasión; pero no podrás luego cantar victoria con Cristo el día de su Resurrección.

Tú entiendes bien este lenguaje. Sabes ya qué significa subir a Jerusalén con tu adorable Maestro. Es tomar la Cruz que la Providencia ha colocado sobre tus hombros; es pretender tener aún mayor parte en la Cruz de Cristo mediante las penitencias voluntarias; es crucificar tu cuerpo con sus pasiones y vicios.

¿Vacilarás todavía? ¿Querrás seguir perteneciendo al número de los que sufren ceguera espiritual? ¿No te decides aún a juntarte a Cristo camino de Jerusalén?

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Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Así clamaba y repetía el ciego de Jericó al sentir que se aproximaba Jesús, sin arredrarse por las reprensiones de la muchedumbre.

El Señor mandó traerle a su presencia.

¿Qué quieres que te haga?, le dijo. Señor, que vea, contestó el desgraciado.

Jesús le curó con una palabra, y el ciego, agradecido, le siguió en su camino, alabando a Dios; le siguió en su camino hacia Jerusalén, hasta ser perfectamente iluminado según los ojos del espíritu.

¿Quién es ese ciego, sino la humanidad desviada por el pecado del verdadero camino, que es Cristo?

Tú, eres, cristiano, ese ciego; tú estás figurado en Bartimeo, el ciego de Jericó.

Clama, pues, con tanta fuerza, que ahogues el griterío de la multitud de tus indómitas pasiones, las cuales se oponen a que te acerques a tu Salvador.

Clama, sí, con todo el fervor de tu alma: ¡Jesús, hijo de David, ten piedad de mí!

En Ti, oh Señor, tengo puesta mi esperanza; no quede yo confundido. Sálvame, ya que eres tan bueno. Sé para mí un Dios protector, un alcázar de refugio para ponerme a salvo. Tú eres mi fortaleza, Tú mi refugio (Introito de la Misa).

Si así le llamamos, Jesús se detendrá y mandará que seamos presentados ante Él, como hizo con el ciego, y nos interrogará: ¿Qué quieres que te haga?

Entonces, contestémosle con fervor: Señor, que vea; que abras los ojos de mi alma a tus divinos secretos; que corrijas mi torpeza, mayor que la de los Apóstoles, que no entendieron el misterio de la Cruz; que me ilumines con los divinos resplandores que irradian de tu rostro transfigurado; que me reduzcas al verdadero camino que eres Tú. Jesús, hijo de David, que vea; que penetre durante la Cuaresma de mi vida mortal en el secreto de tu Cruz, a fin de ser también un día iluminado contigo en la gloria de la eternidad.

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¿Cuáles son los sentimientos que debe despertar en nosotros la Sagrada Pasión?

En primer lugar, la compasión. Nuestro corazón es naturalmente sensible. La compasión ante la desgracia ajena brota de todo pecho noble. ¿Qué no sentirá, pues, el que contemple al Inocente hecho objeto de la abominación de su propio pueblo; el que considere al Hijo del hombre entregado a los gentiles y escarnecido, azotado, escupido y muerto en una cruz?

A Jesús agrada nuestra compasión, porque ella es señal de afecto.

Luego viene la compunción. Por nuestras culpas ha muerto todo un Dios. Hemos sido la causa de sus tormentos, nuestros pecados fueron los clavos que le crucificaron. ¡Qué dolor y sentimiento y qué detestación de las culpas no es capaz de despertar esta consideración!

El espíritu de sacrificio debe sumarse a estos sentimientos. Jesús sufre por nosotros toda clase de torturas: angustias mortales en Getsemaní; atropellos sin fin desde el Huerto hasta el Calvario; burlas y desprecios en los palacios de Anás, Caifás, Pilato y Herodes; frío mortal en su calabozo del Jueves Santo; azotes que le desangran; sed que le devora las entrañas; desolación interior en medio de la soledad de su patíbulo...

Y ¿no nos sentiremos con vigor suficiente para sufrir por Él las molestias de esta vida? ¿Qué fuerza y virtud no podemos sacar de los dolores de Cristo, para luchar y vencer en la carrera de esta vida mortal?

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Pero hay más aún: en el escenario de la Pasión aparece una figura augusta, la Madre del Redentor. Le acompaña en toda la Vía dolorosa, le asiste hasta el momento de su último suspiro.

Con el rostro deshecho en llanto y el Corazón desgarrado por el dolor se acerca a consolar a su Hijo.

Pero le da algo más que lágrimas. María se ofrece juntamente con Jesús al Padre; acepta el sacrificio de su Hijo y crucifica en aquella Cruz salvadora su propio Corazón martirizado. Era el mayor consuelo que recibía el Salvador.

Para nosotros, es la figura de la Corredentora una lección viva. No basta con que nos acerquemos al Divino Redentor para llorarle con las piadosas mujeres, para aliviarle con la Verónica y el Cireneo. Hemos de unir nuestros dolores a los dolores de Cristo.

Con ellos elevamos nuestros sufrimientos a la categoría de redentores; nos apropiamos el papel de María; contribuimos a nuestra propia santificación y a la del prójimo.

Así debemos recorrer la Calle de la Amargura; así debemos meditar la Pasión; ésa debe ser nuestra actitud durante toda nuestra vida, particularmente durante esta Cuaresma que va a comenzar.

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Así como la figura de Adán llena la semana de Septuagésima, y la de Noé la de Sexagésima, del mismo modo el retrato de Abrahán, padre de los creyentes, llena la lectura espiritual de la semana de Quincuagésima.

El pasaje más relevante de esta lectura lo constituye la narración del sacrificio del monte Moria. En ese sacrificio ve la Liturgia una figura del sacrificio del Unigénito del Padre, a cuya representación nos va a preparar la Iglesia durante la Cuaresma.

Meditemos... Abrahán recibe la orden de sacrificar a su hijo...

El Señor había prometido a Abrahán que su mujer, Sara, ya anciana y estéril, daría a luz un hijo que sería padre de multitud de gentes. Contaba cien años Abrahán cuando se cumplió el oráculo divino.

Mas un día oye de nuevo la voz del Señor que le manda sacrificar a su propio hijo. Aquel mandato podía hacer vacilar al más fuerte. Pero el Patriarca creyó contra toda esperanza y se dispuso a quitar por sus propias manos la vida al hijo amado.

Sacrificio de su razón, ya que se le había dicho: De Isaac saldrá la descendencia que llevará tu nombre. Mas él consideraba dentro de sí mismo que Dios podía resucitarle después de muerto, como enseña San Pablo (Heb. 9, 18-19).

Sacrificio de su corazón; Dios exigía, en efecto, a Abrahán como prueba de su fidelidad lo más arduo que cabe pedir a un corazón de padre: el sacrificio de su propio hijo. Verdaderamente es Abrahán un gran hombre y esclarecido con los resplandores de muchas virtudes, cuya alteza no pudo igualar la sabiduría humana, dice San Ambrosio.

Dejémonos impresionar por sus raros ejemplos y tratemos de imitar su fe y su fidelidad, nosotros que nos acobardamos ante cualquier dificultad, que perdemos tan a menudo la confianza en la Providencia, siempre tan inconstantes, fluctuando por encima de las olas de nuestra inconsistencia, tan pronto dispuestos a acometer proezas como encogidos por temor a una niñería... ¿Dónde está nuestra fe? ¿Dónde nuestra disposición al sacrificio?

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Camino del sacrificio, Abrahán e Isaac suben la cuesta del monte Moria. El padre llevaba el fuego y el cuchillo; Isaac, la leña para el holocausto...

Caminando así los dos juntos, dijo Isaac a su padre: Padre mío, veo el fuego y la leña; pero, ¿dónde está la víctima del sacrificio? A lo que respondió Abrahán: Hijo mío, Dios proveerá...

Isaac llevando sobre sus hombros la leña del holocausto, es figura del Unigénito del Padre, que subió la cuesta del Calvario cargado con el leño en que debía ser inmolado.

Arrodillémonos al paso del místico Isaac.; movámonos a sentimientos de devota compasión; y prometamos seguirle durante la próxima Cuaresma en su ascensión dolorosa.

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Llegados al monte Moria, erigió Abrahán un altar y acomodó encima la leña; y habiendo atado a Isaac su hijo, púsole en el altar sobre el montón de leña... Y extendió la mano tomó el cuchillo para sacrificarlo...

Cuando he aquí que el Ángel del Señor gritó del cielo: Abrahán, Abrahán:.., no extiendas tu mano sobre el muchacho..., ni le hagas daño alguno; que ahora me doy por satisfecho de que temes a Dios, pues no has perdonado a tu hijo unigénito por mi amor.

El sacrificio del monte Moria fue figura del sacrificio del Calvario. Del mismo modo que Isaac, ya mancebo de unos 25 años, se dejó atar sobre el altar del holocausto, así también dejóse atar el Unigénito del Padre a la Cruz, para inmolarse en ella por nuestro amor y por obedecer al Padre.

Pero el Padre, no perdonó a su propio hijo, como perdonó al de Abrahán, sino que le entregó por todos nosotros...

¡Cuánto valen nuestras almas a los ojos de Dios cuando, para que ellas vivan, entrega Él a su Hijo a la muerte!

¡Y cuán poco sabemos apreciar tamaño beneficio!

Liberados de la muerte por la Sangre del Hijo, vivamos vida divina; correspondamos al amor que nos mostró el Padre al entregar a la muerte a su Unigénito para darnos la vida.

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Sacrificio rico en consoladoras consecuencias el de Abrahán... Por él mereció no sólo una larga descendencia, sino sobre todo la realización de las promesas mesiánicas en su linaje. Por haber obedecido a la voz de Dios, fueron magnificados sus descendientes y declaradas benditas las naciones todas de la tierra.

Bendigamos la obediencia de Abrahán y la generosidad y munificencia de Dios; y aprendamos de aquí a apreciar el valor encerrado en nuestros pobres sacrificios.

¿¡Quién sabe las bendiciones que Dios tiene asignadas a ellos, y las almas que están pendientes de nuestra fidelidad a las inspiraciones del Cielo!?