domingo, 17 de marzo de 2013

Primero de Pasión


DOMINGO DE PASIÓN


Decía Jesús a los judíos: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, oye las palabras de Dios. Por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios.
Los judíos respondieron, y le dijeron: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano, y que estás endemoniado?
Jesús respondió: Yo no tengo demonio, mas honro a mi Padre, y vosotros me habéis deshonrado. Y yo no busco mi gloria, hay quien la busque y juzgue. En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra no verá la muerte para siempre.
Los judíos le dijeron: Ahora conocemos que tienes al demonio. Abraham murió y los profetas: y tú dices: el que guardare mi palabra, no gustará la muerte para siempre. ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Quién te haces a ti mismo?
Jesús les respondió: Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios, y no le conocéis, mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería mentiroso como vosotros. Mas le conozco y guardo su palabra. Abraham, vuestro Padre, deseó con ansia ver mi día: le vio y se gozó.
Y los judíos le dijeron: ¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?
Jesús les dijo: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, yo soy.
Tomaron entonces piedras para tirárselas; mas Jesús se escondió y salió del templo.


Después de haber considerado durante los cuatro Domingos de Cuaresma a Nuestro Señor Jesucristo según sus admirables atributos de Vida, Luz del mundo, Piedra Angular y Pan de Vida, lo contemplaremos hoy, Domingo de Pasión, cuando la Sagrada Liturgia lo oculta a nuestro ojos, como Santo y Eterno como Dios, su Padre.

El santo anciano Simeón había anunciado a Nuestra Señora que Jesús sería blanco de contradicción, para que se descubrieran los corazones de muchos en Israel.

La historia evangélica es una confirmación de este vaticinio.

Los dirigentes del pueblo judío vieron desde el principio en Jesús un adversario; era preciso combatirlo, aniquilarlo. Y lo hicieron, hasta ponerlo en una cruz.

Es sobre todo el Evangelista San Juan quien pone de relieve esta lucha. El pasaje de este Domingo de Pasión no es más que una pequeña escena de una larga disputa, en que los judíos arguyen y Jesús replica.

A modo de ejemplo, he aquí algunas de las frases más salientes de Jesús, tal como las consigna San Juan en el capítulo octavo de su Evangelio:

Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

Aunque yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy.

Yo soy el que doy testimonio de mí mismo; y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí.

No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, en verdad conoceríais también a mi Padre.

Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo.

Entonces le decían: “¿Quién eres tú?” Jesús les respondió: El principio, el mismo que os hablo.

Cuando alzareis al Hijo del hombre, entonces entenderéis que yo soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que, lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo.

Vosotros hacéis las obras de vuestro padre.

Si Dios fuera vuestro Padre, ciertamente me amaríais; porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra.

Vosotros sois hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este fue homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando habla mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y padre de la mentira.

Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis.

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Y llegamos al trozo del Evangelio del día, en que prosigue Jesús su trascendental y accidentadísimo discurso.

Ha demostrado que sus adversarios no son hijos de la libertad, ni de Abraham, ni de Dios, sino del demonio.

Ahora se vindica a sí mismo: es Santo y Eterno como Dios, su Padre.

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La santidad es garantía de verdad; los judíos no quieren creer en Jesús; Jesús les ofrece su absoluta santidad como prueba de que dice la verdad.

Jamás ha proferido mentira alguna: ¿Quién de vosotros me argüirá, es capaz de argüirme, de pecado?

Luego, por lo mismo que soy la santidad absoluta, y por ello incapaz de mentir, es consiguiente que vosotros me creáis por mi palabra...

Pero, si os digo la verdad, ¿por qué no creéis? No me creéis, porque no sois de Dios, y es el odio de la verdad lo que os guía.

El que es de Dios, el que se deja llevar por el Espíritu de Dios, oye las palabras de Dios, las recibe como norma de su vida.

Por eso vosotros no las oís, las rechazáis, porque no sois de Dios, sino del diablo.

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No tienen los judíos argumento que oponer a la concluyente razón de Jesús, y acuden al grosero ultraje: ¿No decimos bien nosotros que tú eres samaritano...?

Solemos decirlo, y ahora te lo echamos en cara; y lo decimos bien, bellamente, cuadrándote el mote; y te llamamos samaritano, porque sólo un enemigo del pueblo de Dios, como lo es aquel pueblo necio puede decir lo que tú dices de nosotros, pueblo de Dios...

... Y que estás endemoniado?, porque estás fuera de ti, y sólo el demonio puede inspirarte lo que dices.

Jesús respondió, a la afrenta, con admirable mansedumbre: Yo no estoy endemoniado; prueba de ello es que hago lo que jamás es capaz de hacer ni inspirar el demonio, dar gloria a Dios: Mas honro a mi Padre.

Enseña San Agustín que aunque no devolvía maldición por maldición, fue oportuno que negase aquello. Le habían dirigido dos ofensas: "eres samaritano", y "tienes el demonio". No, contestó, no soy samaritano, porque samaritano quiere decir custodio, y Él sabía que era nuestro Custodio. Porque, si le correspondió el redimirnos, ¿no le correspondería el defendernos? Finalmente, es samaritano aquél que se acerca al herido y le prodiga su caridad.

Su mansedumbre, sin embargo, no atenúa el horrendo crimen de haberle ultrajado: Y vosotros me habéis deshonrado. Él, que ha venido para sufrir humillaciones e injurias y no a buscar su gloria, no será el vindicador de este crimen: Y yo no busco mi gloria.

Pero lo será su Padre, y no quedarán impunes: Hay quien la busque, que quiere que todos me honren, y juzgue a quienes le han ultrajado, injuriando a su Cristo.

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Jesús es santo, porque no tiene pecado; lo es porque el Padre es vindicador de su gloria.

Ahora, con suavidad exquisita y en afirmación solemne, añade que lo es por su doctrina, capaz de dar la vida eterna: En verdad, en verdad os digo, que el que guardare mi palabra, no morirá eternamente.

Con ello, a pesar de su incredulidad y de sus injurias, les invita de nuevo a abrazar la doctrina de salvación.

Las últimas palabras de Jesús son interpretadas por los judíos en sentido material, de la muerte del cuerpo; por ello no sólo rechazan la doctrina de Jesús, sino que reiteran la injuria contra el Señor: Ahora conocemos, lo vemos palpablemente, que estás endemoniado. Sólo el diablo puede sugerirte que tus palabras libren de la muerte. Los mayores santos, a quienes colmó Dios de sus dones, no se libraron de la muerte: Abraham murió, y los profetas: Y tú, menor que ellos, grandes guardadores de la palabra de Dios, dices: El que guardare mi palabra, no morirá eternamente.

Y con despectiva ironía repiten el argumento en forma interrogativa, personal, que le da máxima fuerza ante el pueblo: ¿Por ventura eres tú mayor que nuestro padre Abraham, el cual murió, y los profetas, que también murieron? ¿Qué te haces a ti mismo? ¿Quién pretendes ser tú? Tu presunción es intolerable...

¿Qué te haces a ti mismo? La incredulidad y la herejía de todos los tiempos, más aún hoy en día, han dirigido a Jesús esta pregunta escrutadora. ¿Cuál es la gloria que te arrogas?

Y Jesús ha respondido y responde siempre, a los que le interrogan de buena fe como a los protervos que quieren desnaturalizar su persona, con el testimonio de su doctrina, de sus milagros, de su vida, de su Iglesia, de sus mártires, de la perpetuidad de su Nombre y de su amor, de la regeneración que éste ha obrado en el mundo... Y todo ello dice: Soy Dios... Soy el que soy...

La majestad y grandeza de Jesús triunfa de todo humano conato de rebajar o anonadar o adulterar su fisonomía de Dios.

Jesús les respondió con mansedumbre, pero con entereza: Si yo me glorifico a mí mismo, si me glorío de que mi doctrina da la vida eterna, mi gloria nada es. Mi Padre es el que me glorifica...

Aunque mi palabra os parezca despreciable, mi Padre, el que vosotros decís que es vuestro Dios, la confirma con estupendos prodigios; a lo menos, por la reverencia que le debéis, deberías acatar su testimonio.

Pero sin razón llamáis Dios “vuestro” a quien ignoráis y no le conocéis; tenéis el pensamiento y el corazón lejos de Él.

En cambio, Jesús sí que le conoce, por las relaciones especiales que con Él tiene: Mas yo le conozco; por ello puedo dar testimonio de Él y de la verdad del testimonio que da de mí; si no lo diere, faltaría a la verdad, como vosotros.

Mas no sólo le conozco, sino que traduzco en obras sus menores mandatos: Y guardo su palabra.

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Jesús ha respondido indirectamente a la insolente pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?, apelando al testimonio del Padre.

Ahora, tomando pie de la alusión de sus adversarios a Abraham, va a revelarse tal cual es. Es el Mesías, que vio Abraham en espíritu profético con gozo de su alma, nacer de su estirpe, suspirando porque llegara el gran día: Abraham, vuestro padre, deseó con ansia ver mi día, el día de mi aparición en la tierra. Y le vio, desde donde ahora está, desde el Limbo de los Justos; y se gozó en la realidad, como se había gozado en esperanza.

Jesús no ha dicho que Él hubiese visto a Abraham, sino que Abraham ha visto su día; pero trastruecan el concepto de Jesús para imputarle una falsedad y ponerle en ridículo: ¿Aun no tienes cincuenta años, y has visto a Abraham?

Ponen cincuenta años como número redondo, al que veían ciertamente no llegaba. Jesús aprovecha el cómputo que de su edad hacen los judíos, para dar un elocuentísimo testimonio de su divinidad: Jesús les dijo, enfatizando su expresión y robusteciéndola con juramento: En verdad, en verdad os digo, que antes que Abraham fuese, soy yo.

Haber sido o existido alguna vez, es propio de la criatura que ha sido hecha por Dios. Pero ser siempre, y ser siempre el mismo, y ser sin pasado ni futuro, es atributo de solo Dios.

Encierran por lo mismo estas palabras de Jesús una espléndida declaración de su divinidad. Como el Dios tremendo de Horeb, Jesús puede decir: Yo soy el que soy; es decir, el ser substancial e indeficiente, principio de todo ser; la vida que subsiste por sí misma y que es origen de toda vida.

¿Qué hombre pudo jamás hablar así como Jesús? Y si es quien es, sin que la historia haya podido argüirle de falsedad, ¡cuánta confianza, y cuánta reverencia, y cuánto consuelo debe infundirnos el Nombre y la presencia santísima de Jesús!

Es la expresión de su eternidad: yo soy, independientemente de todo tiempo, siempre el mismo, como el Dios de Horeb: Yo soy el que soy.

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Pero, a mayor claridad de la revelación, mayor ceguera; ven claramente que Jesús se hace Dios, respondiendo a su pregunta: ¿Qué te haces a ti mismo?; y en vez de adorarle, le consideran blasfemo; como tal van a lapidarle.

No era aún hora de que muriera el Hombre-Dios: Mas Jesús se escondió, haciéndose invisible por un milagro, o escabulléndose entre la multitud: Y salió del templo.

Así nos lo presenta la Santa Liturgia durante este tiempo de Pasión.

Aun ahora Jesús, triunfador y vindicador de su gloria, parece a veces esconderse. Ni aniquila a sus enemigos, ni se venga de los que le ultrajan. Como Dios, es paciente y misericordioso.

Pero tiene apariciones terribles Jesús. San Pablo habla de la aparición de la benignidad de nuestro Dios Salvador; y en verdad que vino al mundo con las apariencias de la humildad, de la mansedumbre, de la misericordia, de una tolerancia casi ilimitada, que llevó hasta dejarse matar.

Dice San Agustín: Debía más bien enseñar la paciencia que ejercitar el poder. Luego, como hombre huyó de las piedras, pero ¡ay de aquéllos, de cuyos corazones de piedra huye el Señor!

Y tengamos en cuenta que también tiene Jesús apariciones terribles, como lo son siempre para el hombre las de la divinidad. Es a veces una sacudida terrible de la gracia, voz de Dios que se hace en nuestro interior para conmovernos; y por esta espiritual conmoción llevarnos al buen camino.

O es la aparición del poder de Jesús en el orden social, cuando los pueblos le han abandonado y trata con su fuerza divina de volverlos a Sí.

O será la aparición del gran signo de la justicia de Dios al fin de los tiempos, cuando venga sobre las nubes con gran poder y majestad...

Entendamos ahora quién es Él por su amabilidad, ahora que se esconde, para que no debamos entenderlo en las manifestaciones de su justicia soberana, especialmente cuando regrese en gloria y majestad, y seamos nosotros los que debamos escondernos de su mirada justiciera...

lunes, 11 de marzo de 2013

Cuarto de Cuaresma


DOMINGO CUARTO
DE CUARESMA


En aquel tiempo, pasó Jesús a la otra parte del mar de Galilea, que es de Tiberíades. Y le seguía una grande multitud de gente, porque veían los milagros que hacía sobre los enfermos. Subió, pues, Jesús, a un monte, y se sentó allí con sus discípulos. Y estaba cerca la Pascua, día de gran fiesta para los judíos. Y habiendo alzado Jesús los ojos, y viendo que venía a Él una gran multitud, dijo a Felipe: ¿Dónde compraremos pan para que coma esta gente? Esto decía por probarle; porque Él sabía lo que había de hacer. Felipe respondió: Doscientos denarios de pan no alcanzan para que cada uno tome un bocado. Uno de sus discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro, le dijo: Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces: mas ¿qué es esto para tanta gente? Pero Jesús dijo: Haced sentar a esas gentes. En aquel lugar había mucha hierba. Y se sentaron a comer, como en número de cinco mil hombres. Tomó Jesús los panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los que estaban sentados; y asimismo de los peces, cuanto querían. Y cuando se hubieron saciado, dijo a sus discípulos: Recoged los trozos que han sobrado, para que no se pierdan. Y así recogieron y llenaron doce canastos de trozos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido. Aquellos hombres, cuando vieron el milagro que había hecho Jesús, decían: Este es verdaderamente el profeta que ha de venir al mundo. Y Jesús, notando que habían de venir para arrebatarle y hacerle rey, huyó otra vez al monte Él sólo.


Llegamos al Domingo Lætare. Se atenúa la gravedad y seriedad del Ciclo Litúrgico. El color morado es sustituido por el rosa; el órgano vuelve a sonar festivo; y el altar aparece adornado de flores.

El Evangelio del día es todo un símbolo: Y estaba cerca la Pascua... dice, recordándonos el motivo de la alegría de hoy.

Mirando en lontananza esa Pascua, prorrumpe ya hoy la Iglesia en gritos de júbilo: Alégrate, Jerusalén, y regocijaos con ella todos los que la amáis; gozaos los que estuvisteis tristes; para que os saciéis de los consuelos que manan de sus pechos (Introito).

Continuando con nuestro propósito de estudiar durante esta Cuaresma los principales atributos de Nuestro Señor, vmos a reflexionar sobre uno de los más grandes de sus beneficios, dado que, bajo la figura del pan material multiplicado por el poder de Jesús, nuestra fe descubre el Pan de la vida que desciende del Cielo, entregado para la vida del mundo.

La instrucción que recibimos este día va encaminada a recordar el gran beneficio que el Señor nos hizo al instituir la Sagrada Eucaristía, Pan de los Ángeles bajado del Cielo, y de esta forma prepararnos a recibirlo.

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Buena parte de la multitud saciada del pan milagroso pernoctó en el mismo desierto de Betsaida. Al amanecer el día, lo primero que hizo aquella turba fue buscar a Jesús.

Al encontrarse la multitud con Jesús, les reprende porque no les mueven a seguirle motivos espirituales, sino carnales. Entró luego en la sinagoga de la ciudad, y allí pronunció uno de los discursos más trascendentales y, después del de la Cena, quizás el que más descubre los misterios de la vida cristiana.

Pero, sobre todo, es capital la importancia de este fragmento porque en él se nos da la doctrina fundamental de la vivificación sobrenatural del mundo por la manducación de la Carne del Hijo de Dios.

Aunque son varios los conceptos fundamentales desarrollados en el decurso de la oración de Jesús, pueden todos ellos reducirse a esta idea central: Jesucristo es el pan de vida que debe nutrir espiritualmente nuestras almas y vivificarlas.

Podemos considerar en el discurso tres ideas, que se completan a medida que se desarrollan:

1ª) Jesús promete un pan espiritual,

2ª) El pan espiritual es Él mismo,

3ª) La Carne de Jesús es verdadera comida y su Sangre bebida de verdad.


Es digna de ser notada en este discurso la admirable gradación de pensamiento que, desde el pan material, se remonta a las sublimidades de la comunicación de la vida divina al hombre por la comunión eucarística.

Es notable, además, por la unidad fundamental de pensamiento, que no es más que la explicación de la manera de participar la vida divina: ella empieza por la fe, se perfecciona en esta vida por la comunión del Cuerpo del Señor, y se consuma en la vivificación definitiva de la resurrección y glorificación final del hombre.

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PRIMERA PARTE: EL PAN ESPIRITUAL


Le dijeron los judíos: Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio de comer. Y Jesús les dijo: Que no os dio Moisés pan del cielo, mas mi Padre os da el pan verdadero del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo, y da vida al mundo.

Jesús deshace su argumento. Lo que dio Moisés, a pesar de su magnificencia, no es lo que Dios intenta dar al mundo: Moisés no dio pan del cielo, sino una figura del pan del cielo. El verdadero lo da sólo el Padre.

Y contrapone con énfasis, el pan caduco de Moisés al pan de Dios, que viene del mismo trono de Dios, que es divino, y que da una vida divina.

El pan verdadero del cielo es el mismo Jesús, quien se llama a sí mismo pan verdadero  porque lo que principalmente viene significado por el maná es el Unigénito Hijo de Dios, hecho hombre.

Porque maná equivale a ¿qué es esto?; los judíos, al verlo, estupefactos, decían uno al otro: ¿qué es esto? Y el Hijo de Dios humanado es principalmente el maná admirativo; de modo que ante Él cualquiera se pregunta: ¿qué es esto? ¿Cómo el Hijo de Dios es Hijo del hombre? ¿Cómo se unen dos naturalezas a una Persona?

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SEGUNDA PARTE: EL PAN ESPIRITUAL ES EL MISMO JESÚS


Ellos, pues, le dijeron: Señor, danos siempre este pan. Y Jesús les dijo: Yo soy el pan de la vida: el que a mí viene, no tendrá hambre: y el que en mí cree, nunca jamás tendrá sed.


Jesús ha puesto como base de su discurso este pensamiento: Hay un pan espiritual, distinto del que multiplicó el día anterior y del maná de otro tiempo.

Pero los judíos no han entendido la naturaleza de este pan. Como la Samaritana interpretaba en sentido material el agua de que le hablaba Jesús, así ahora los judíos.

El pan que piden a Jesús lo tienen allí presente: es Jesús mismo. Consecuencia de este hecho es: El que a mi viene, no tendrá hambre: y el que en mí cree, nunca jamás tendrá sed; ir a Jesús es creer en Jesús y cumplir lo que manda Jesús; y quien cree en Jesús posee la fuente inagotable de toda suerte de bienes: su apetito descansará en Él.

Empieza aquí Jesús a revelar los altísimos misterios; y el primero de ellos es el de su divinidad.

Jesús, Hombre-Dios, es el pan vivificador de la humanidad, que carecía de vida espiritual sobrenatural.

En Jesús, el Verbo de Dios pudo hablar a los hombres por el órgano de su Humanidad, y de aquí la fe, principio de la vida sobrenatural.

En Jesús, y muriendo Dios en la Humanidad que había tomado, se vivificó el mundo por la oblación de una víctima divina, cuya muerte nos arrebató a la muerte.

En Jesús, y de Jesús, y por Jesús nos ha venido la gracia y los sacramentos, especialmente la Santísima Eucaristía, que la contienen y producen: y la gracia es vida sobrenatural.

En verdad que Jesús es pan, no de nutrición, sino de vida, porque todo lo que estaba muerto ha sido vivificado por Cristo; y no según esta vida corruptible, sino según la eterna.

Aquel que cree en mí tiene vida eterna. Quiso el Señor revelar aquí lo que era, dice San Agustín; por lo cual dice: «En verdad, en verdad os digo que el que me tiene a mí tiene vida eterna.» Como si dijera: «El que cree en mí me tiene a mí.» Y ¿qué es tenerme a mí? Tener la vida eterna. Porque la vida eterna es el Verbo que en el principio existía en Dios, y en el Verbo estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Tomó la vida la muerte para que la vida matara a la muerte.

Incorporémonos a Jesús creyendo en Él, comiéndole a Él, y tendremos vida eterna, porque tendremos su misma vida.

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TERCERA PARTE: LA EUCARISTÍA

Ahora Jesús pasa de la manducación espiritual por la fe en Cristo a un tema más alto y profundo: la manducación eucarística de su Cuerpo.

Empieza Jesús con la misma proposición inicial de la primera parte, bien que situándose en un plano de ideas superior, como aparece de lo que sigue: Yo soy el pan de la vida.

Le compara con el maná, al que habían aludido sus oyentes, para demostrar que le aventaja por dos razones: el maná fue dado a sus padres (con lo que revela Jesús que tiene un Padre distinto de ellos), para conservar la vida del cuerpo, y no obstante murieron.

En cambio, Él es el pan del espíritu, que le da vida inmortal: Este es el pan que desciende del cielo; para que el que comiere de él, no muera.

Aplica luego Jesús a su propia persona lo que ha dicho del pan espiritual, diciendo con énfasis: Yo soy el pan vivo que descendí del cielo.

No sólo es el pan de la vida, sino que es pan vivo, porque tiene substancialmente aquella vida espiritual y eterna.

Y porque es pan vivo, a quien le comiere, comunicará la vida eterna: Si alguno comiere de este pan, vivirá eternamente.


En este momento, llega Jesús a la idea culminante y sintética de todo el discurso, revelando definitivamente su pensamiento: y el pan que yo daré, es mi carne por la vida del mundo.

Jesús no da todavía este pan maravilloso: lo dará la noche antes de morir. Aparece aquí una relación íntima entre la Sagrada Eucaristía y el Sacrificio de la Cruz: dará su carne por la vida del mundo, redimiéndole con la mactación cruenta de la Cruz; y esta Carne la dará en manducación a los hombres para su vida espiritual.

Mal dispuestos los oyentes contra Jesús, ya no se contentan con murmurar, sino que rechazan de plano el pensamiento expuesto por Jesús.

Nuestro Señor repite la afirmación, no sólo de la posibilidad, sino de la necesidad de comer su Carne y de beber su Sangre para tener la vida sobrenatural y eterna: En verdad, en verdad os digo: Que si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.

Seguidamente, la idea que ha expuesto en forma negativa, la emite en forma asertiva. Si el que no come no tiene vida, el que come la tendrá: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna. Es decir, que la vida espiritual perseverará y aumentará por esta manducación, hasta llegar a la bienaventuranza eterna.

No importa que el cuerpo deba morir: cuerpo y alma gozarán esta vida; para ello resucitará Jesús los cuerpos: Yo le resucitaré en el último día.


La Carne y la Sangre de Jesús son verdadero manjar y verdadera bebida, no imaginarios o figurados o parabólicos: luego la manducación debe ser también verdadera; los efectos serán análogos, aunque en un plano muy superior, a los que en la vida fisiológica del cuerpo producen los verdaderos alimentos: Porque mi carne verdaderamente es comida: y mi sangre verdaderamente es bebida.


Señala luego Jesús el efecto de esta manducación: la unión íntima entre él y el que le come: El que come mi carne y bebe mi sangre, repite insistiendo en la realidad de esta función, en mi mora, y yo en él.

Es tan íntima esta unión, y tan divinos sus efectos, que se compara a la unión del alma al cuerpo por ella vivificado. Esto produce como una divinización de la vida humana, una transformación del hombre en Jesús.

Explica después Jesús la causa y razón de esta vivificación y unión, en una comparación sublime, de gran profundidad teológica: Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá por mí.

El Padre envía al Hijo, y ésta es la razón de que pueda comunicarnos la vida que recibe del Padre. El Padre es viviente por esencia, y por generación eterna comunica a su Hijo la plenitud de su vida divina y esencial; al comer nosotros al Hijo, este divino manjar nos comunica, mediante su Humanidad, en la que mora la plenitud de la vida divina, una participación de esta misma vida.

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La Sagrada Eucaristía es pan en la apariencia, porque en ella subsisten todos los accidentes de pan; pero es Carne en realidad, por las palabras de la transubstanciación.

La Sagrada Eucaristía es vínculo de amor, y el amor junta las vidas. Jesús viene a nosotros con toda la plenitud de su vida, y esta vida se comunica a nuestro espíritu por la virtud del Sacramento.

En este sentido, Jesús mora en nosotros, porque su vida misma se entraña en nosotros. Pero en cuanto la vida de Jesús es más fuerte y poderosa que nuestra vida, queda ésta absorbida por la vida de Jesús, según la medida en que nosotros nos dejemos absorber: y en este sentido nosotros permanecemos en él.

¡Ojalá que absorbiese Jesús, al recibirle, todo lo mortal de nuestra vida, para que fuéramos totalmente transformados en su vida! Sería esto el preludio de aquella transformación definitiva de la gloria, de la que nos habla San Pablo.

El Hijo de Dios viene al mundo para dar a los hombres vida abundante; pero no una vida cualquiera, sino una participación de la misma vida que Él deriva del Padre. Esta vida de Dios llena substancialmente la vida de Jesús, Hombre-Dios. Y esta vida de Jesús viene a nosotros, llenándonos de la vida de Dios según la medida de nuestra caridad, cuando recibimos por la Sagrada Comunión la Carne sacratísima del Hombre-Dios.


Verdaderamente, por este divino banquete, somos levantados al nivel de Dios, participando de su vida. Vivimos nosotros, pero ya no nosotros, dice el Apóstol, sino que es Cristo quien vive en nosotros.

Dispongamos nuestra alma para hacer una buena y santa Comunión Pascual.

lunes, 4 de marzo de 2013

Cuaresma 3


DOMINGO TERCERO
DE CUARESMA


Estaba Jesús expulsando un demonio, y aquel era mudo. Sucedió que cuando salió el demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se admiraron.
Pero algunos de ellos dijeron: Por Belzebub, Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.
Otros, para ponerle a prueba, le pedían una señal del cielo.
Pero él, conociendo sus pensamientos, les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso los demonios por Belzebub. Si yo expulso los demonios por Belzebub, ¿por quién los expulsan vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos. El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: "Me volveré a mi casa, de donde salí." Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio.
Sucedió que estando él diciendo estas cosas alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo: ¡Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron! Pero él dijo: Bienaventurados más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.


Como ya saben, hemos dedicado los cuatro Domingos del tiempo de Cuaresma de este año para profundizar en el conocimiento de Nuestro Divino Redentor, para estudiar y meditar sobre algunas de sus propiedades o distintivos.

El Evangelio de este Tercer Domingo nos brinda la oportunidad de meditar sobre los atributos de Piedra y Monte.

Profundas y llenas de trascendencia y repercusión son estas palabras de Nuestro Señor: si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega uno más fuerte que él y le vence, le quita las armas en las que estaba confiado y reparte sus despojos.

La demostración de Nuestro Señor es clara: si no lanzo los demonios en virtud de Satanás, sino con el poder de Dios, es que el reino de Satanás está en derrota, y empieza a constituirse el Reino de Dios. Y si soy yo quien en nombre de Dios lanzo los demonios, señal es que tengo los poderes de Dios, y que soy su enviado.

Jesús ha venido a destruir el reino de Satanás, y ha triunfado ya sobre él. Demuestra esta victoria por medio de una hermosa comparación.

El fuerte armado era Satanás, que ejerció hasta la venida de Jesús absoluta hegemonía sobre las cosas humanas y era pacífico poseedor de su reino.

Pero ha venido Nuestro Redentor, más fuerte que él, y le ha vencido, le ha arrebatado todas sus armas, su astucia, su poder, sus mentiras; ha saqueado su casa, entrando en ella el poder de Jesús; y ha repartido sus despojos y distribuyendo su poder entre los hijos de su Reino.

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La conclusión se impone: El que no está conmigo, está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama.

Estas palabras recuerdan las del santo anciano Simeón, en el Templo, el día de la Presentación: Este Niño está en el mundo para la caída y la resurrección de un gran número en Israel, y para ser un signo de contradicción.

La posición en pro o en contra de Jesús será, en efecto, el último factor de la única legítima discriminación de los hombres.

Jesús es signo de contradicción, y todo su Evangelio y la historia de la Iglesia por Él fundada son una demostración de ello.

Nuestro Señor es la piedra escogida. Pero esta piedra puede ser de salvación o de condenación…, piedra fundamental, piedra angular… o piedra de escándalo y de tropiezo…

Lo mismo sucede con aquellos que construyen y edifican “al margen” de Nuestro Señor; porque, aunque no lo hagan contra Él, quien no está con Él está contra Él.

Terribles son las palabras de Jesucristo: La piedra que los constructores desecharon, se ha convertido en piedra angular. Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos…

Todo el que caiga sobre esta piedra, se destrozará, y a aquel sobre quien ella caiga, le aplastará…”

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Y llegamos así al gran texto del Profeta Daniel, 2, 34-35, 44-45:

Tú estabas mirando, cuando de pronto una piedra se desprendió, sin intervención de mano de hombre, vino a dar a la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó. Entonces quedó pulverizado todo a la vez: hierro, arcilla, bronce, plata y oro; quedaron como el tamo de la era en verano, y el viento se lo llevó sin dejar rastro. Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un gran monte que llenó toda la tierra (…) En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reinos, y él subsistirá eternamente: tal como has visto desprenderse del monte, sin intervención de mano humana, la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro.

Este último reino, dice la profecía, lo fundará establemente cierta piedra desprendida de un monte, sin manos, esto es por sí misma, sin que ninguno la desprenda, ni le dé movimiento, impulso y dirección, la cual bajará a su tiempo directamente contra la estatua, le dará el más terrible golpe que se ha dado jamás; y los quebrantará, y aun los hará polvo.

Y la piedra misma que dio el golpe, se hará al punto un monte tan grande que ocupará toda la tierra.

La piedra de que habla esta profecía, es evidentemente el mismo Jesucristo.

El Hijo de Dios bajó ya del cielo; predicó, enseñó, murió, resucitó, alumbró al mundo con la predicación del Evangelio, poco a poco ha ido destruyendo en el mundo el imperio del diablo, etc.; todo esto es cierto e innegable, mas todo eso pertenece únicamente a la venida del Mesías, que ya sucedió.

Fuera de esta esperamos otra Venida, no menos admirable; en la cual sucederá infaliblemente lo que a ella sólo pertenece, y está anunciado para ella clarísimamente, y entre otras cosas sucederá en primer lugar todo lo que anuncia la gran profecía de Daniel.

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El mismo Señor que lo envió a este mundo, lo puso en él como una piedra angular y fundamental, para que sobre esta piedra, como sobre el más firme y sólido fundamento, se levantase hasta el cielo el grande edificio de la Iglesia.

Así, lejos de hacer daño alguno con su caída, lejos de caer sobre alguna cosa, y quebrantarla con el golpe, fue por el contrario, y lo es hasta ahora una piedra bien golpeada y bien martillada; una piedra sobre quien cayeron muchos, y caen todavía con pésima intención, con intención de quebrantarla, y desmenuzarla, y reducirla a polvo, si les fuese posible.

Les decía Él mismo a los Judíos: la piedra, que desecharon los que edificaban, esta fue puesta por cabeza de esquinael que cayere sobre esta piedra será quebrantado, y sobre quien ella cayere, lo desmenuzara...

Vemos aquí claramente las dos Venidas del Mesías, y las consecuencias inmediatas de una y de otra. De manera que habiendo bajado la primera vez pacíficamente, sin ruido ni terror, habiendo sufrido con infinita paciencia todos los golpes que le quisieron dar, se puso luego por base fundamental del edificio grande y eterno que sobre ella se había de levantar.

El que cree, el que quiere de veras ajustarse a esta piedra fundamental, este es salvo seguramente, este es una piedra viva, este edifica sobre fundamento eterno, y hará eternamente parte del edificio sagrado.

Al contrario, el que no cree, mucho más, el que persigue a la piedra fundamental y da contra ella, él tendrá toda la culpa, y a sí mismo se deberá imputarse todo el mal que se inflige...

Esto es puntualmente lo que sucedió a los judíos en primer lugar. Después de haber reprobado y arrojado de sí esta piedra preciosa, después que, no obstante su reprobación, la vieron ponerse por cabeza de esquina, después que vieron el nuevo y admirable edificio, que a gran prisa se iba levantando sobre ella, llenos de celo, o de furor diabólico, comenzaron a dar golpes y más golpes a la piedra fundamental, pensando romperla, despedazarla, y hacer caer sobre ella misma el edificio que sustentaba; mas a poco tiempo se vio verificada en estos primeros perseguidores la primera parte de la profecía del Señor; el que cayere sobre esta piedra será quebrantado.

Siguieron los Gentiles el mismo empeño, armados con toda la potencia de los Césares; y habiéndola golpeado en diferentes tiempos, y cada vez con nuevo furor, nada consiguieron al fin, sino hacerse pedazos ellos mismos, y servir, sin saberlo, a la construcción de la obra, labrando piedras a millares, para que creciese más presto.

Desde entonces hasta ahora, ¿qué máquinas no se han imaginado y puesto en movimiento para vencer la dureza de esta piedra? Tantas cuantas han sido las herejías.

Pero todo en vano. No han sacado otro fruto de su trabajo, que el que se lee en Jeremías; trabajaron para proceder injustamente, y la piedra ha quedado incorrupta e inmóvil como el edificio que sustenta.

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Pero llegará tiempo, y llegará infaliblemente, en que esta misma piedra, llenas ya las medidas del sufrimiento y del silencio, baje por segunda vez con el mayor estruendo, espanto y rigor imaginable, y se encamine directamente hacia los pies de la grande estatua.

Entonces se cumplirá con toda plenitud la segunda parte de aquella sentencia, el que cayere sobre esta piedra será quebrantado, y sobre quien ella cayere lo desmenuzará...; y entonces se cumplirá del mismo modo la segunda parte de la profecía de Daniel: cuando sin mano alguna se desgajó del monte una piedra, e hirió a la estatua en sus pies de hierro, y de barro, y los desmenuzó...

No tenemos, pues, razón alguna para confundir un misterio con otro. Aunque la piedra en sí es una misma, esto es, Cristo Jesús, sin embargo las venidas a esta nuestra tierra son ciertamente dos muy diversas entre sí.

Así, lo que no se verificó, ni pudo verificarse en la primera, se verificará infaliblemente en la segunda: Mas en los días de aquellos reinos el Dios del cielo levantará un reino, que no será jamás destruido, y este reino no pasará a otro pueblo; sino que quebrantará y acabará todos estos reinos, y él mismo subsistirá para siempre.

Ahora bien, la Iglesia presente, ¿es realmente aquel Reino de Dios de quien se dice, y no pasará a otro pueblo? La Iglesia presente, ¿es en realidad aquel Reino célebre, que ha arruinado ya, ha desmenuzado, ha convertido en polvo y consumido enteramente todos los reinos figurados en la estatua?


Todo esto, y muchas más cosas que sobre esto hay en las Escrituras, es necesario que se verifiquen algún día, pues hasta el día de hoy no se han verificado, y es necesario que se verifiquen, cuando la piedra baje del monte; pues para entonces están todas anunciadas manifiestamente.

Entonces deberá comenzar otro nuevo Reino sobre toda la tierra, absolutamente diverso de todos cuantos hemos visto hasta aquí, el cual Reino lo formará la misma piedra que ha de destruir y consumir toda la estatua: la piedra que había herido la estatua, se hizo un grande monte, e hinchió toda la tierra.

A lo que alude visiblemente San Pablo cuando añade, luego de la evacuación de todo principado, potestad y virtud: que es necesario que él reine, hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies.

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Las profecías no dejarán de verificarse porque no se crean, ni porque se haga poco caso de ellas, por eso mismo se verificarán con toda plenitud.

Decía, pues, Daniel que una piedra sacada sin manos hirió en los pies de la estatua y la volvió en polvo, y la piedra creciendo se hizo monte tan grande, que ocupó toda la tierra.

En lo cual debe entenderse que este grandísimo monte era primero una pequeña piedra.

Aquí la piedra dice pequeñez y fortaleza. Y así es cosa digna de considerar que cayó hecha pequeña; porque no usó Cristo, para destruir la alteza y poder tirano del demonio y la adoración usurpada y los ídolos que tenía en el mundo, de la grandeza de sus fuerzas; ni despeñó sobre él el brazo y el peso de su divinidad, sino lo humilde que había en Él, y lo bajo y lo pequeño: su Carne santa y su Sangre vertida, y el ser preso y condenado y muerto crudelísimamente.

Y esta pequeñez y flaqueza fue fortaleza dura, y toda la soberbia del infierno y su monarquía quedó rendida a la muerte de Cristo.

De manera que primero fue Piedra, y después de piedra Monte. Primero se humilló, y humilde, venció; y después, vencedor glorioso, descubrió su claridad y ocupó la tierra y el cielo con la virtud de su nombre.

Pero acontece que la piedra que se tira hace gran golpe, aunque sea pequeña, si el brazo que la envía es poderoso; porque lo flaco y lo despreciado de Cristo, su pasión y su muerte, aquel humilde escupido y escarnecido, fue tan de piedra, tan firme para sufrir, y tan fuerte y duro para herir, que cuanto en el soberbio mundo es tenido por fuerte no pudo resistir a su golpe; mas antes cayó todo quebrantado y deshecho, como si fuera vidrio delgado.

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Este es el Monte que Dios escogió para su morada, y ciertamente el Señor mora en él para siempre.

Habla contra todo lo que se tiene a sí mismo por alto y que se opone a Cristo, presumiendo de oponer competencias con Él, y les dice: ¿Qué sospecháis?, como en otro lugar dice San Jerónimo: ¿Qué pleiteáis o qué peleáis contra este Monte?

Y es como si más claro dijese: ¿Qué presunción o qué pensamiento es el vuestro, ¡oh montes!, cuanto quiera que seáis, según vuestra opinión, eminentes, de oponeros contra este Monte, pretendiendo o vencerle o poner en vosotros lo que Dios tiene ordenado de poner en él, que es su morada perpetua?

Como si dijese: muy en balde y muy sin fruto os fatigáis.

De lo cual entendemos dos cosas: la una, que este Monte es envidiado y contradicho de muchos montes; y la otra, que es escogido de Dios entre todos.

Y de lo primero, que toca a la envidia y contradicción, es, como si dijésemos, propio es de Cristo el ser siempre envidiado; como se lo pronosticó el anciano Simeón luego que lo vio Niño en el templo, y hablando con su Madre, lo dijo: Ves este Niño; será caída y levantamiento para muchos en Israel, y como blanco a quien contradecirán muchos.

Y el salmo dos dice, con la misma intención: ¿Por qué bramaron las gentes y los pueblos trataron consejos vanos? Pusiéronse los reyes de la tierra, y los príncipes se hicieron a una contra el Señor y contra su Cristo.

Y fue el suceso bien conforme a la profecía: en la contradicción que hicieron a Cristo las cabezas del pueblo hebreo durante todo el curso de su vida, y en la conjuración que hicieron entre sí para traerle a la muerte.

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¿Se acabó esta envidiosa oposición con su muerte? A sus discípulos y a su doctrina, ¿no contradijeron después, ni se opusieron contra ellos los hombres? Lo que fue en la Cabeza, eso mismo aconteció por los miembros. Como Él mismo lo dijo: No es el discípulo sobre el maestro; si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros.

Así puntualmente les aconteció con los emperadores y con los reyes, y con los príncipes de la sabiduría del mundo. Pero era ésta la suerte que dio Dios a este Monte, para mayor grandeza suya.

Y aun, si queremos volver los ojos al principio y al primer origen de este aborrecimiento y envidia, hallaremos que mucho antes que comenzase a ser Cristo en la carne, comenzó este odio, y podremos llegar al conocimiento de su causa.

Porque el primero que le envidió y aborreció fue Lucifer; y comenzóle a aborrecer luego que, habiéndoles a él y a algunos otros Ángeles revelado Dios alguna parte de su consejo y misterio, conoció que disponía Dios de hacer príncipe universal de todas las cosas a un hombre.

Y volviendo los ojos a sí, y considerando soberbiamente la perfección altísima de su naturaleza, y mirando juntamente con esto el singular grado de gracias y dones de que le había dotado Dios, contento de sí y miserablemente desvanecido, apeteció para sí aquella excelencia.

Y de apetecerla, vino a no sujetarse a la orden y decreto de Dios, y a salir de su santa obediencia y a trocar la gracia en soberbia, por donde fue hecho cabeza de todo lo arrogante y soberbio, así como lo es Cristo de todo lo simple y humilde.

Y cayó en el aborrecimiento de Cristo, concibiendo contra Él primero envidia y después sangrienta enemistad, y de la enemistad nació en él absoluta determinación de hacerle guerra siempre con todas sus fuerzas.

Y así lo intentó primero en sus padres, matando y condenando en ellos, cuanto fue en sí toda la sucesión de los hombres; y después en su persona misma de Cristo, persiguiéndole por sus ministros y trayéndolo a muerte, y de allí en los discípulos y seguidores de Él, de unos en otros hasta que se cierren los siglos, encendiendo contra ello a sus principales ministros, que es a todo aquello que se tiene por sabio y por alto en el mundo.

En la cual guerra y contienda, peleando siempre contra la flaqueza el poder, y contra la humildad la soberbia, y la mañ, y la astucia contra la sencillez y bondad, al fin quedan aquéllos vencidos pareciendo que vencen, porque en tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será destruido, y este reino no pasará a otro pueblo. Pulverizará y aniquilará a todos estos reinos, y él subsistirá eternamente...

Pidamos la gracia de ser miembros de este Reino.