domingo, 22 de septiembre de 2013

Pentecostés 18


DECIMOCTAVO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


I Corintios, 1, 4-8: Continuamente estoy dando gracias a Dios por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Jesucristo, porque en Él habéis sido enriquecidos con toda suerte de bienes espirituales, con todo lo que pertenece a los dones de la palabra y de la ciencia; habiéndose así verificado en vosotros el testimonio de Cristo, de manera que nada os falte de gracia ninguna, a vosotros que estáis esperando la manifestación de Jesucristo Nuestro Señor, el cual os confortará todavía hasta el fin, para que seáis hallados irreprensibles en el día del advenimiento de Jesucristo Señor Nuestro.


Después de las Témporas de Septiembre comienza propiamente la conclusión del año eclesiástico.

Debemos situarnos en el hemisferio norte, donde comenzó la expansión de la Iglesia y se configuró la Santa Liturgia Romana. Allí, en este momento del año, la naturaleza física, con su agonizante vida, el otoño, son otros tantos indicios de que el año eclesiástico camina rápido hacia su fin, y es propicio para el anuncio de la Vuelta de Cristo, la Parusía.

La Santa Iglesia espera ansiosamente la redención definitiva, la aparición del Esposo, el cual la introducirá, por fin, en toda su integridad en el reposo y en la paz. La Santa Liturgia refleja dicha ansiosa espera.

El Domingo decimoctavo presenta, realmente, un carácter completamente original. Para poder entenderlo hay que estudiarlo en relación con los oficios litúrgicos de ayer, que llevan aneja consigo la colación de las órdenes sagradas.

En la antigua Roma, la comunidad cristiana se reunía en San Pedro el Sábado por la tarde, para celebrar allí la Vigilia nocturna. Durante esta Vigilia, el Papa confería las órdenes eclesiásticas a los diversos aspirantes. Al despuntar el alba del Domingo los nuevos presbíteros se dispersaban por las varias iglesias de la ciudad, para celebrar en ellas su primera Misa.

El pensamiento de la vuelta de Cristo late con fuerza en la Misa de hoy. Lancemos con San Pablo una mirada hacia nuestro porvenir: ... a vosotros que estáis esperando la manifestación de Jesucristo Nuestro Señor, el cual os confortará todavía hasta el fin, para que seáis hallados irreprensibles en el día del advenimiento de Jesucristo Señor Nuestro.

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Ya viene el Esposo: ¡salidle al encuentro! Es como si la Iglesia lanzara hoy este grito. Toda su preocupación consiste en que sus hijos estén preparados y vigilantes, en que posean mucha gracia, muchas virtudes, mucha vida sobrenatural, muchas buenas obras.

Todos sus esfuerzos tienden a que nosotros perseveremos firmes y constantes hasta el fin en la gracia alcanzada, de modo que podamos aparecer perfectos, maduros y sin ninguna mancha el día de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

Óptimos son los frutos que el Apóstol ve florecer en la joven cristiandad de Corinto. Jubiloso y satisfecho, San Pablo da gracias a Dios por haber colmado de bienes en Cristo Jesús a los recién convertidos: Continuamente estoy dando gracias a Dios por vosotros, por la gracia de Dios que se os ha dado en Jesucristo, porque en Él habéis sido enriquecidos con toda suerte de bienes espirituales, con todo lo que pertenece a los dones de la palabra y de la ciencia, en la dócil aceptación de la doctrina cristiana y en su profunda comprensión.

El testimonio de Cristo ha sido confirmado también en vosotros. Es decir, el testimonio que el Apóstol dio en Corinto acerca de Cristo, su predicación y su obra, han echado en ellos hondas raíces y han producido mucho fruto.

De tal modo, que no os falta gracia ninguna. ¡Tan fecunda ha sido la gracia de Cristo en toda la comunidad cristiana de Corinto y en cada uno de sus miembros!

¿Qué falta aún? Sólo una cosa: que la Iglesia de Corinto espere la revelación de la gloria del Señor, es decir, el día de su Segunda Venida: que los fieles perseveren constantes hasta el fin, para que puedan presentarse sin mancha y sin culpa el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo.

Se trata, pues, de una comunidad madura para la Venida del Señor, rica en gracia, en inteligencia de la vida sobrenatural, en virtudes, en obras santas: he aquí lo que es la joven cristiandad de Corinto.

La liturgia nos la presenta hoy como un modelo. Quiere que todos nosotros y que toda la Iglesia en general aparezcamos sin tacha el día de la vuelta de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Ojalá fueran así nuestras comunidades y familias cristianas, ojalá fuéramos nosotros mismos personalmente, con nuestra vida de gracia y de virtud, una fiel reproducción de la joven cristiandad de Corinto!

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No os falta ninguna gracia, mientras esperáis la revelación de Nuestro Señor Jesucristo, el cual os confirmará hasta el fin, para que aparezcáis sin mancha el día de la venida de Nuestro Señor.

Es una nueva gracia que Dios nos concederá en Cristo. Completará con ella la obra que Él mismo comenzó en nosotros. Es la gracia de la perseverancia final, más grande que todas las demás gracias, pues nos proporcionará una muerte dichosa y después nos abrirá las puertas de la vida eterna.

Él os confirmará hasta el fin. Grandes y numerosas son las gracias que hemos recibido de Dios. ¿Podremos recibir todavía más gracias de Dios, después de haber desaprovechado, olvidado, menospreciado las numerosas que nos ha concedido hasta aquí?

¿Podremos contar con las que esperamos aún? ¿No deberá hacernos temblar el alerta del Apóstol: El que crea estar seguro tenga cuidado no caiga?

Y esta otra advertencia: Me compadezco de quien quiero compadecerme y tengo misericordia de quien quiero tenerla. Por lo tanto, no es obra del que corre ni del que quiere (es decir, del hombre), sino de la misericordia de Dios.

Sería tan necio como inútil ponerse a calcular sobre si perseveraremos o no perseveraremos hasta el final.

No debemos mirar al futuro: debemos contentarnos con aprovechar el momento presente, pues sólo él nos pertenece.

Por más que hagamos, nunca podremos merecer la gracia de la perseverancia final.

Sin embargo, podemos esperar, fundadamente de la bondad de Dios, que Él nos dará todas las gracias que necesitemos para poder superar las muchas tentaciones que nos acometan durante nuestra vida.

Cuanto más fielmente correspondamos a las gracias, mejor nos dispondremos para que Dios nos conceda otras más grandes y más eficaces y para que nos prodigue con más frecuencia su ayuda y sus favores espirituales.

¿No se ha mostrado ya infinitamente generoso con nosotros? ¿No murió el Hijo de Dios por cada uno de nosotros en particular? Dios no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por nosotros: ¿no nos lo habrá dado, pues, todo con Él?, dice San Pablo a la Romanos (8, 32).

Podemos, por lo tanto, confiar en que Él nos confirmará hasta el fin.

El que perseverare hasta el fin, se salvará, dice Nuestro Señor. La perseverancia final es una gracia de Dios inmerecida e inmerecible. Sin embargo, podemos y debemos contribuir a que Dios nos la conceda.

El primer medio que debemos emplear consiste en pedírsela a Dios constantemente. Ya se la pedimos en el Padrenuestro, al decir: Líbranos del mal, entre otros, de una muerte desdichada.

Es como si pidiéramos: Concédenos la gracia de perseverar hasta la muerte en la gracia, en el bien.

El segundo medio es un exacto cumplimiento de nuestros deberes religiosos, de nuestra obligación de orar y, sobre todo, de asistir bien a la Santa Misa. La vida de oración da a nuestro día plenitud y tonalidad. Es nuestra fortaleza y nuestra luz, y mantiene tensa nuestra buena voluntad. Es, por lo mismo, un elemento substancial de nuestra perseverancia.

Otro medio para lograr la gracia de la perseverancia final consistirá en el celo y en la seriedad con que trabajemos en vencer los pecados, todos los pecados, aun los más veniales, y todas las infidelidades deliberadas.

Para asegurarnos la perseverancia final tenemos que renunciar a los hábitos pecaminosos, a la ociosidad, al trato con determinadas personas, etc. Tenemos, en fin, que refrenar nuestros pensamientos y nuestros sentidos.

Un nuevo medio para obtener la perseverancia final nos lo proporciona la frecuente y ordenada recepción de los Sacramentos de la Penitencia y de la Santa Eucaristía. Nuestra purificación interior, nuestro progreso espiritual, nuestra salvación eterna, nuestra perseverancia final dependen en alto grado de la manera como recibimos y aprovechamos los Santos Sacramentos, las fuentes de la gracia.

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No os falta ninguna, gracia. Él os confirmaré hasta el fin. Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva. Creamos en su misericordia, en su amor.

Nos dice el Evangelio de hoy que Cuando vio su fe, dijo al paralítico: “Confía, hijo: tus pecados quedan perdonados” ¿No nos sucedería lo mismo a nosotros, si creyéramos, si confiásemos y ejecutásemos todo lo que debemos hacer?

Pidamos, roguemos: Concédenos la gracia de la perseverancia final y la gracia de una buena muerte. Nosotros no podemos merecerla, aunque pongamos de nuestra parte todo cuanto tenemos que poner. Sólo podemos esperarla de tu Bondad. Confiamos en Ti.

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... vosotros que estáis esperando la manifestación de Jesucristo Nuestro Señor...

Esperad la Revelación de nuestro Señor Jesucristo... Una expectación anhelante.

La figura de este mundo es caduca, enseñaba San Pablo a los corintios.

Todo cuanto nos rodea, nos alegra y nos encanta, es como la sombra que pasa o como el humo que se disipa. Todo desaparece. La vida, por muchos años que dure, se acaba y, una vez pasada, es como un sueño en la noche.

Todo lo que nos ocupa durante la vida, todo lo que apreciamos y amamos: hombres, familia, patria, amigos, ciencia, poder, trabajo, los negocios, el cuerpo que cuidamos con tanta solicitud y hasta las mismas amarguras de la vida, es decir, las penas, los dolores, las enfermedades..., todo, todo pasa, se aleja de nosotros, nos abandona.

Todo llega, todo pasa, sólo Dios permanece, decía el Hermano Rafael.

Todos los días podemos ver con nuestros propios ojos cómo todo lo que nos rodea se convierte en polvo, cómo la muerte lo cambia, lo trunca, lo pisotea y lo arroja todo en el abismo de la eternidad. Todo lo que está en torno nuestro desaparece, muere, se corrompe.

Nada de lo que tiene fin es grande, añadía Rafael.

Nosotros mismos nos vamos disipando como el humo. No poseemos aquí nuestra permanente morada, sino que buscamos la venidera, escribió San Pablo a los Hebreos.

Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás, nos dice la Iglesia el Miércoles de Cenizas.

Esperad la Revelación de Nuestro Señor Jesucristo. Sólo debemos preocuparnos de lo permanente, de lo eterno.

Conforme a esto, San Pablo enseñaba a los corintios: El tiempo de nuestra vida es breve. Por lo tanto, los casados vivan como si no lo fueran; los que lloran, como si no lloraran; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyeran nada; los que trafican con el mundo, como si no traficaran, porque la figura de este mundo es pasajera.

Esperemos de este modo la Revelación, la Vuelta del Señor, su Parusía.

No debemos temer el día de la Vuelta del Señor. Al contrario, debemos alegrarnos de ello, debemos desear ansiosamente su llegada.

Sólo los que viven apegados a la nada pueden temer su encuentro con la nada, porque se encontrarán con un pavoroso y eterno vacío.

Pero nosotros, los creyentes, hace ya mucho tiempo que rompimos con la nada y nos entregamos por completo a lo divino y a lo eterno.

Hemos procurado llevar y desarrollar en un vaso frágil, fabricado del polvo de este mundo, el germen de la vida eterna. Cuando venga el Señor y nos llame, nuestros esfuerzos serán recompensados.

¿No debemos, pues, alegrarnos de su venida?

¡Cómo me alegro de que me hayan dicho: Vamos a la Casa del Señor!, dice el Introito de hoy.

domingo, 8 de septiembre de 2013

8 de septiembre


NATIVIDAD DE MARÍA SANTÍSIMA


Celebramos y festejamos el día de nuestro nacimiento como un día de alegría.

Es costumbre de familia alegrarse con el nacimiento de un niño; y mucho más si es el primero de los hijos. ¡Qué felicitaciones! ¡Qué enhorabuenas no reciben sus padres!...

Y, sin embargo, ¡cuántas veces deberíamos llorar! ¡Cuántas veces deberíamos dar un pésame mejor que una felicitación!

Preguntemos ante la cuna de un niño recién nacido, ¿qué porvenir le espera? Y a todo lo dulce y agradable debemos contestar con duda e incertidumbre... No lo sabemos... Sólo podemos asegurar que tendrá que sufrir, y esto ciertamente.

Nadie le enseña a llorar..., es lo único que aprende sin maestros, y esas lágrimas ya no se secarán más en sus ojos y en su corazón.

¿Y en el orden espiritual? Lo mismo. Tampoco hay razón para enhorabuenas y felicidades. Apenas comienza a vivir y ya es esclavo del demonio..., manchado de pecado, privado del Cielo.

Por gracia de Dios, recibirá el Santo Bautismo, y con él la gracia, pero... ¿cuánto le durará? Bien se puede asegurar que cuanto le dure su inconsciencia; apenas tiene uso de razón y ya comienza a pecar.

¿Cómo se conoce que ya tiene uso de razón? En la gran mayoría de los casos, en que, precisamente, ya tiene malicia para pecar.

¡Qué pena! Pero es así. Bien pensado, pues, no hay nada más triste que el nacimiento de un niño. El dolor, las lágrimas, la incertidumbre, el pecado, la concupiscencia..., rodean su cuna...

¿Dónde está el motivo para alegrarnos?

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¿Cómo obra la Santa Iglesia? De modo completamente distinto. Nunca, salvo tres excepciones, celebra el nacimiento de sus hijos como el mundo; en cambio, cuando el mundo se viste de luto, Ella se alegra en el día de su muerte.

En efecto, en todos los Santos conmemora el día de su muerte y le llama el nacimiento para el Cielo y establece en ese mismo día su fiesta. En cambio, pasa en silencio el día en que nació para este mundo.

Tenemos, pues, principios diametralmente opuestos. El mundo considera las cosas con ojos terrenos y celebra el comienzo de esta vida; la Iglesia atiende sobre todo a la vida celestial y no le importa el nacimiento para la tierra, sino para el Cielo.

¿Quién tiene razón? Hemos de convencernos de que el punto de vista de la Iglesia es el verdadero.

El día en que se nace, es día en que comienza el dolor, la enfermedad y la muerte. Nacemos condenados a padecer y a morir.

El día de la muerte, si se muere en gracia de Dios, da principio a la vida verdadera que no tendrá ya muerte, ni dolores, ni sufrimientos, sino una eternidad dichosa, feliz y bienaventurada.

Esta es la vida. El nacimiento para esta vida eterna bienaventurada es el único digno de ser celebrado.

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Esa es la regla general. Pero, dijimos, tiene tres excepciones. La Iglesia misma así lo reconoce; Ella, que nunca celebra el nacimiento terreno de sus hijos, tiene momentos en que se viste de alegría, se transforma y manifiesta en grandes efusiones de ternura y contento inmenso, que no puede reprimir, y establece fiestas especiales para celebrar tres nacimientos: el de Nuestro Señor, el de San Juan Bautista, y el que hoy celebramos: ¡el nacimiento de la Santísima Virgen María!, la mujer predestinada para ser la Madre de Dios.

Un día como hoy apareció sobre la tierra con su alma santa e inmaculada, con la misma pureza y santidad con que salió de las manos de Dios...; y su vida terrena es vida de gracia...; no es una vida celestial, sino verdaderamente divina.

Por eso la Iglesia lo celebra y a todos nos invita a celebrarla con estas palabras: Con alegría grande celebramos la Natividad de la Santísima Virgen María, pues su nacimiento ha llenado de gozo el universo mundo.

Alégrate, pues, cristiano, y corre a felicitar a tu Madre querida; la única que merece ser felicitada en su nacimiento, la única que trae con su vida terrena el germen de la vida de la gracia para sí y para todos los demás.

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La Natividad de la Santísima Virgen constituye un motivo de alegría universal, para la tierra y para el Cielo. En su nacimiento se alegran Dios, los Ángeles, los Santos y la Iglesia toda.

Gozo de Dios. La Inmaculada es la obra maestra de sus manos. Al ver el Señor las cosas que había creado, le parecieron muy buenas y se gozó en ellas. ¡Cómo, pues, se gozaría al ver a María!

Recordemos cómo el hombre pecó y con su pecado toda la creación y el plan de Dios se trastornaron. Ya no podía el Señor mirar con gusto la tierra; no tenía donde posar sus ojos. Por todas partes se había extendido el reino del pecado... Pero aparece María y todo cambia.

Después de cuatro mil años vuelve Dios a ver hermosa la creación, la tierra, los hombres; ya no se aparta su vista de ellos con repugnancia. Otra vez ve su imagen perfecta y pura; en María y por María contempla restaurada esa imagen en los demás.

¡Qué gozo el de Dios al ver a María en su nacimiento! ¡Qué alegría al contemplarla tan pura, tan santa, tan llena de gracia!

El Padre Eterno se goza con el nacimiento de su Hija predilecta.

El Hijo, al ver ya en la tierra a la que daría el nombre dulcísimo de Madre, ¡cómo la miraría y la contemplaría y se gozaría en Ella!

El Espíritu Santo, que tanto empeño tuvo en que esta Niña tuviera más gracia, hermosura, pureza y santidad que todos los demás Santos juntos, ¡con qué cariño y amor inmenso fue colocando una por una todas las virtudes en el Corazón de su Esposa Inmaculada!


Gozo de los Ángeles. Después de Dios y juntamente con Él, se alegraron los Ángeles. Ha nacido su Reina y Señora; la que, después de la divinidad, constituirá el espectáculo más bello del Cielo.

Comparan a esa Niña con todas las bellezas del Cielo, y reconocen que después de Dios ninguna puede equipararse con Ella.

Traen ahora a la memoria aquella rebelión de Lucifer..., porque Dios les hizo ver que un día tendrían que adorar a su Hijo hecho hombre... Reconocen como Reina suya a la Madre de ese Hijo; y consideran que la soberbia de Lucifer creyó verse humillada ante esa Mujer, y no quiso admitir esa prueba y lanzó el grito de rebelión que arrastró a tantos ángeles al infierno...

Veamos, pues, al demonio lleno de rabia y desesperación, ya que al ver a María no tiene más remedio que confesar que es incomparablemente más hermosa que él, y, por tanto, la falta de razón que tuvo al rebelarse de aquel modo.

Miremos a los Ángeles buenos gozándose ahora más que-nunca de haber sido fieles a Dios, pues en premio no reciben ninguna humillación, sino que es para ellos una gloria tener a María por Reina.

Gozosos e impacientes, no pudiendo contener su entusiasmo, bajan en legiones inmensas a la cuna de María queriendo ser todos los primeros en venerarla y ofrecerle sus homenajes.

En cambio, la serpiente infernal lanza aullidos de rabia al sentir sobre su cabeza el peso de un pie delicado que la aplasta; y eternamente tendrá que sentir este quebrantamiento de su cabeza que tanto le humilla... ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!


Gozo de los Santos en el Limbo. ¡Pobres almas las que estaban encerradas en aquel destierro del Seno de Abraham! A pesar de ser almas justas y santas, no podían gozar de la gloria del Cielo.

Eran las almas de los grandes Patriarcas, Profetas y personas excelsas del Antiguo Testamento. Siglos y siglos pasaron y el día de la libertad no llegaba nunca. ¡Qué largas se hacen las horas, qué eternos los días cuando se espera con anhelo una cosa que no acaba de llegar! ¡Cuál sería, pues, el ansia de aquellas almas!

Pues bien, contemplémoslas en el día de hoy cuando el Señor les comunica que ya llegó a la tierra la Virgen predestinada..., que ya nació la Madre del Mesías prometido y profetizado..., que ya vivía la Reina que, con su Hijo, habría de darles la libertad...

¿Quién podrá explicar aquel gozo y los cantos de agradecimiento que entonarían al Señor, al mismo tiempo que de alabanza y bienvenida a la Santísima Virgen?

Ahora sí que iban a contar las horas... ¡Poco tiempo más de prisión y, en seguida, la libertad eterna!...; esa libertad traída por una Niña encantadora que acababa de nacer.

Debemos entusiasmarnos al ver este gozo tan grande en Dios, en los Ángeles y en los Justos. Debemos unirnos a ellos para cantar alabanzas ante la cuna hermosísima de María.

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Si es grande la alegría de Dios y de los Ángeles en el Nacimiento de María, no debe ser menos la nuestra, pues al fin es a nosotros a quien más de cerca toca la Santísima Virgen, por ser de nuestra naturaleza misma y por ser nosotros los que más hemos de participar en los beneficios de su dichoso nacimiento.

Alegría nuestra. El nacimiento de la Santísima Virgen es el fin de la triste noche..., noche de siglos en que yacía sepultada la humanidad...

Isaías decía que estaba en sombras de muerte, pues tan triste era esa noche del pecado, que no hay nada con qué compararla que con las tinieblas negras y terribles de la muerte.

En medio de esa noche brillaban como estrellas las almas buenas con resplandores de santidad. Pero toda esa luz reunida no era nada, era insuficiente para disipar las tinieblas.

Pero, en medio de esa oscuridad, vemos la luz de la alborada, que se extiende cada vez más y aumenta su claridad y su luz. Entonces sí que se palpita la alegría y el gozo que consigo lleva la aparición de la luz y del sol.

Así apareció María en medio de aquellas tinieblas de muerte, como la aurora de Dios, como la dulce alborada tras de la cual vendría en seguida la luz del sol divino a alumbrar a toda la tierra.


Tu alegría. Y tú, en particular, alma cristiana, ¿no has de participar de esta alegría? Lo que sucedió en el mundo, ¿no se repite en el corazón de todos y cada uno de los hombres? ¿No lo sientes tú en el tuyo? ¿No ves esas noches de pecado, esas sombras de muerte inundando tu corazón? Y ¿no ves la luz, la única luz que puede iluminarte, que puede guiarte, que es Cristo, y que te viene por medio de María? ¿No sientes cómo es Ella la aurora de tu vida?

¿Cómo no alegrarte en este nacimiento tan glorioso y tan benéfico para tu alma?

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A Jesús siempre precede María. Este nacimiento nos recuerda esta dulcísima verdad, de que María ha de ir siempre antes de Jesús.

Dios quiso que en la naturaleza no naciera el sol de repente, sino que le precediera la hermosa claridad del alba; lo mismo ha querido en el orden de la gracia. No quiso que apareciera en el mundo el Verbo hecho carne sin que viniera antes como espléndida aurora la Niña Reina de los Ángeles, concebida sin mancha.

No quiere que salga y luzca el sol de Justicia, Cristo Jesús, sin que antes nazca en las almas espiritualmente la Madre de la Gracia.

No quiere, en fin, establecer su Reino en este mundo sin que antes tenga su trono en él María.

María es, por tanto, siempre la aurora de Jesús.

No nos empeñemos en conocer y amar a Jesús sin estudiar bien a fondo y amar con cariño filial a María.

Hagamos todo por María, con María, en María y para María, para dar gusto a Jesús... Será esta la mejor manera de festejar el Nacimiento de Nuestra Señora.

domingo, 1 de septiembre de 2013

15º después de Pentecostés


DECIMOQUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Y aconteció después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus discípulos iban con Él, y una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda: y venía con ella mucha gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el féretro; y los que lo llevaban, se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti te digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y se le dio a su madre, y tuvieron todos grande miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo. Y la fama de este milagro corrió por toda la Judea, y por toda la comarca.


Jesucristo es el Señor de la vida y de la muerte. Todo está sometido a Él. Nada es capaz de oponerse a su poder. Así nos lo prueba el Evangelio de hoy.

Jesús, sólo Él, da la vida. Así lo hizo con nosotros mismos un día, cuando estábamos envueltos en las redes del primer pecado, cuando éramos hijos de la muerte. En torno nuestro se encontraba la Santa Iglesia, como una madre desconsolada.

Jesús entonces, compadeciéndose de ella, se acercó a nosotros en la persona de su ministro, nos tocó con la vivificante agua del Santo Bautismo, nos dio la vida sobrenatural y nos entregó a nuestra consolada y gozosa Madre la Iglesia.

El Señor se acercará todavía otra vez, a nuestra tumba, y nos ordenará: Yo te lo digo, ¡levántate!

Entonces, las puertas del sepulcro se abrirán de par en par; si nos hemos salvado, nuestra alma, gozosa y resplandeciente, animará de nuevo nuestro cuerpo con su beatífica vida, y saldremos de la tumba inmortales.

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Joven, yo te lo mando, ¡levántate!... La sagrada liturgia piensa hoy en todos los que han muerto espiritualmente: en los paganos, incrédulos, cismáticos, herejes... Piensa, sobre todo, en los muchos cristianos que, después de haber recibido el Santo Bautismo, se han hecho infieles a su vocación y han vuelto a caer en el pecado...

Tras el féretro aparece la Madre llorosa y desconsolada. Es la Santa Iglesia, la cual eleva constantemente sus manos hacia el Cielo y pide al Señor, desde todas las partes de la tierra, gracia y misericordia para tantos pobres muertos y descarriados.

¿Qué sería de los pobres muertos, si no estuviera a su lado la Santa Madre Iglesia suplicando por ellos? Al estar Ella junto al féretro en que es trasportado el muerto, aparece Jesús, y, contemplando a la angustiada Madre, se compadece de ella y le dice: No llores...

Después se acerca al féretro y lo toca con su mano. Los que lo llevan se paran. Y Jesús ordena: Joven, yo te lo mando, levántate.

Entonces el muerto se incorpora y comienza a hablar. Y Jesús se lo devuelve vivo a la madre.

Con sus lágrimas y súplicas la Iglesia ha devuelto la vida al muerto. He aquí un expresivo símbolo de lo que se realiza todos los días en el Sacrificio de la Misa.

Existen muchos muertos. Parecen vivos, pero están muertos espiritualmente, y yacen tendidos sobre el féretro.

Hay alguien, sin embargo, que conoce su inmensa desgracia: es la Santa Madre Iglesia, sólo Ella. En la Santa Misa llama apasionadamente al único que puede dar la vida.

La Santa Misa es, en efecto, un sacrificio de expiación y de súplica. La Iglesia eleva hacia el Cielo la Sangre de Cristo. Pide a Dios misericordia y alcanza de Él la gracia de que muchos pecadores entren dentro de sí mismos, reconozcan sus errores, rompan con el pecado y se conviertan.

Aunque estemos en estado de gracia, también en nosotros tiene que ejercitar el Señor su poder vivificante. Necesitamos ser reanimados constantemente con nuevas gracias; para esto, precisamente, nos llama el Señor al Santo Sacrificio.

¡Existen todavía en nosotros tantas cosas que retardan e impiden el pleno desarrollo de nuestra vida! No caminamos siempre en el espíritu, y no nos fijamos en que el que siembra en la carne recoge de la carne corrupción; y, al contrario, que el que siembra en el espíritu, recoge del espíritu vida eterna. Nos cansamos de hacer el bien y nos hacemos indolentes, tibios, perezosos.

¡Ay de nosotros, si nuestra Santa Madre la Iglesia no elevase constantemente sus manos al Cielo y no le pidiese al Señor para nosotros nueva y fresca vida!

Esto es cabalmente lo que hace todos los días en el Oficio Divino que rezan sus sacerdotes y sus religiosos. Esto es lo que hace, sobre todo, en el Santo Sacrificio de la Misa.

Aquí, en la Santa Misa, nos dice el Señor a cada uno de nosotros: Joven, yo te lo mando, ¡levántate!

Si faltara la Madre, si no estuviera junto al muerto, llorando y suplicando por él, entonces no habría resurrección alguna. Este es el servicio que nos presta nuestra Santa Madre la Iglesia.

Son innumerables los desgraciados que la desprecian, la calumnian, la odian, la desfiguran y la persiguen. Sin embargo, Ella siempre permanece al lado de estos muertos, para llorar y rezar por ellos.

Necesita encontrarse con el Señor. Cuando se encuentran, Él la mira, se compadece de Ella, se acerca al féretro, y devuelve la vida al muerto por quien Ella llora.

Esto es lo que hace la Santa Iglesia siempre que se celebra el Santo Sacrificio; esto es también lo que hace cuando toma el Breviario en sus manos y, llena de compasión, cree y ora en nombre y en favor, no sólo de los creyentes y piadosos, sino también de los pecadores, de los infieles, de los extraviados, de todos los que no creen ni oran...

La Iglesia sigue siempre en pos del féretro, está constantemente llorando y suplicando por los muertos espirituales. Sólo esto podrá salvar a esos pecadores. ¡La oración de la Iglesia resucita a los muertos!

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La Sagrada Liturgia ve en la madre de Naím un símbolo de la Iglesia orante.

En la muchedumbre, que acompañaba a la viuda de Naím y se asociaba a su duelo por el muerto, la Sagrada Liturgia ve un símbolo de todas las madres, parientes, curas de almas, maestros y educadores que se lamentan y oran por algún muerto espiritual, por algún ser extraviado o perdido espiritualmente.

El Señor se hace también el encontradizo con todos estos y los consuela, diciendo: No llores.

Se encuentra con todos ellos principalmente en el Sacrificio de la Santa Misa. El encuentro se realiza por medio del sacerdote que celebra el Santo Sacrificio.

Señor, acuérdate de tus siervos y siervas, y de todos los presentes, cuya fe y devoción te son bien conocidas. ¡Misterioso y trascendental instante! Estamos ante un recuerdo de una importancia y de una significación extraordinarias.

El sacerdote incluye en su Memento a todos aquellos de quienes se quiere acordar en el Santo Sacrificio de la Misa y, por ende, en el Sacrificio de Cristo en la Cruz.

Para que este último pueda hacerse sacrificio nuestro es necesario que se nos aplique. Sólo así es como podremos beneficiarnos de la redención operada por el Señor en la Cruz, la propiciación. Solo así es como podremos asociarnos de un modo real a la adoración, a la acción de gracias y a las súplicas de nuestro Supremo Pontífice Cristo.

Todo esto se consigne por medio del Sacrificio de la Santa Misa. Para ello sólo se requiere una cosa: que dicho Sacrificio se haga sacrificio nuestro. Ahora bien: el Sacrificio de la Santa Misa se hace nuestro siempre que el celebrante nos lo aplica.

Jesucristo pudo poner en las manos de todos los fíeles el Santo Sacrificio de la Misa. Sin embargo, no lo hizo. Se lo entregó únicamente a los sacerdotes. Sólo el sacerdote es quien, por medio de su libre determinación, de su positiva y determinada intención, realiza y hace fecundo dicho Sacrificio.

Esta es la misión, esta la dignidad, este el poder del sacerdote. Si él "se acuerda" de nosotros, si quiere positivamente que el Sacrificio del Altar sea nuestro, lo será.

Entonces, Jesucristo se encontrará con nosotros en el Sacrificio de la Santa Misa.

Realmente, es un gran momento aquel en el que el sacerdote dice: Señor, acuérdate de tus siervos y siervas N. N., y de todos los aquí presentes.

Es el lugar y momento para un prodigioso encuentro con el Señor, para un encuentro parecido al que tuvo lugar ante las puertas de la ciudad de Naím.

Ellos mismos te ofrecen este sacrificio por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas y por la esperanza de su salud y conservación sobrenaturales. Para alcanzar todo esto te ofrecen ahora sus dones a ti, oh Dios eterno, vivo y verdadero.

Después que el celebrante, con su aplicación, nos ha unido íntimamente con el Señor que se inmola, ya podemos ofrecer a Dios el Santo Sacrificio por nosotros mismos y por todos aquellos seres queridos en cuya salvación y santificación debemos y queremos colaborar, para que así consigan la redención de sus almas.

Ahora ya poseemos al Señor que se inmola. De este modo el Santo Sacrificio nos alcanzará ayuda y consuelo. Las súplicas por la salud y la salvación de nuestros seres queridos, que depositamos sobre la patena, serán escuchadas. El rocío de la gracia caerá misteriosa, silenciosamente sobre las almas de los que nos preocupamos.

Llegará, en fin, el momento en que el Señor se acercará al féretro y resucitará al muerto a la vida de la gracia: Yo te lo mando, ¡levántate! ¡Qué ricos somos en la Santa Misa!

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Pero, para poder ser asociados al sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo necesitamos poseer por parte nuestra fe y devoción: Señor, acuérdate de tus siervos y siervas, cuya fe y devoción te son conocidas...

Asistamos, pues, a la Santa Misa impulsados por un vivo deseo de hacer nuestros la sumisión al Padre, la adoración, la alabanza, la acción de gracias, la reparación y las súplicas del Señor que se inmola.

El sacerdote con su Memento sólo podrá asociarnos al Sacrificio de Cristo en aquella medida en que nosotros asistamos a la Santa Misa llenos de una fe viva y animados por un verdadero espíritu de sacrificio, es decir, estando sinceramente dispuestos a inmolarnos y a sacrificarnos con el Señor.

¡Cuánto debemos apreciar la aplicación de la Misa, el Memento del celebrante! Para asegurarnos esta aplicación, este Memento, no necesitamos más que asistir a la Santa Misa con corazón recto y sincero.

El sacerdote se acuerda de todos los asistentes a la santa Misa. Con este recuerdo los asocia al Santo Sacrificio y puedan, por lo mismo, compartir con él sus frutos.

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Otra vez nos vuelve a exhortar San Pablo: Caminad en el espíritu. Si vivimos del espíritu, caminemos también en el espíritu.

Hemos de caminar como hombres espirituales, debemos sembrar en el espíritu....

El que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción. La carne, los sentimientos carnales se parecen a un vasto y fecundo campo. El que siembre en este terreno, recogerá corrupción.

¿Quién siembra en la carne? El Apóstol nos lo dice bien claro: el que se preocupa de la honra vana; el que, por su ambición, por su loca vanidad y por sus orgullosas pretensiones, desprecia a los demás y es causa de riñas y disensiones; el que tiene celo y envidia del prójimo; el que corrige con aspereza y con poca caridad al hermano que ha caído; el que se tiene por algo; el que compara su conducta con la de los demás y toma pie de aquí para criticar lo que los otros piensan, dicen y ejecutan; el que, al obrar, no mira sólo a Dios; el que no se preocupa por nada de las necesidades, miserias y dificultades del prójimo; finalmente, el que no comparte el peso del otro, es decir, el que no se compadece de los demás, el que no los instruye, el que no ora y no hace obras de penitencia por ellos.

Todos los que así obran son hombres puramente terrenos y naturales. Están llenos de sí mismos. No han sido transformados aún por el Espíritu Santo en hombres sobrenaturales.

En cambio, el que siembra en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna. También el espíritu es un campo fecundo. ¡Dichosos los que siembren en este terreno!

Siembra en el espíritu el que no se preocupa de la honra vana; el que no tiene celo ni envidia de los demás; el que corrige con dulzura al pecador, logrando así convertirlo de nuevo a Dios; el que reconoce humildemente su propia debilidad; el que examina seriamente todos sus actos ante Dios y ante la propia conciencia; el que lleva el peso del otro y demuestra a todos, con obras y con palabras, su amor y su caridad; el que nunca se cansa de hacer bien; finalmente, el que, mientras puede y es tiempo de ello, no cesa nunca de hacer bien a todos, singularmente a los hermanos en la fe, es decir, a los que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, son hijos de la Iglesia.

El que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción. Son obras sembradas en la carne todas las que realizamos por un interés o un móvil puramente natural y humano, aunque sea muy bueno y laudable.

Son obras sembradas en la carne todas las que no realizamos impulsados por el amor de Dios y de Cristo.

Aunque, desde el punto de vista natural y humano, puedan ser dignas de aprecio, dichas obras carecerán, sin embargo, de todo valor para nuestra verdadera dicha, para nuestra eternidad. ¡Serán grandes pasos, pero dados fuera del verdadero camino!

El que siembre en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna. La vida eterna; he aquí el fruto incorruptible y eternamente precioso de la vida del espíritu, de la vida de fe, de la vida de la gracia, de la vida de unión con Dios y con Cristo.

He aquí también el fruto de todo lo hecho, lo aceptado y lo sufrido en el espíritu. Todo ello, por mínimo que sea, produce constantemente nueva vida eterna, una nueva eternidad.

¡Qué locos somos, al no esforzarnos con todo ahínco por sembrar siempre en el espíritu!

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Jesús llega a Naím. Al penetrar en la ciudad, se encuentra con un muerto, tras el cual aparece la llorosa madre.

Jesús llega a las capillas, a las familias cristianas, y se encuentra en ellas con muertos...

Siembran en la carne, y recogen de la carne corrupción, Tras ellos aparece la madre, la Iglesia. Ella es quien lleva el peso de los muertos; se compadece de ellos, ora, sacrifica y expía por ellos.

Unámonos al Señor... Cuanto más sembremos en el espíritu con nuestra Madre la Iglesia, mejor podremos servir y ayudar a los que siembran en la carne, para que también ellos se hagan espirituales y alcancen la vida eterna.

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Oración Colecta: Señor, purifica y protege a tu Iglesia con tu incesante misericordia. Gobiérnala siempre con tu gracia, pues sin Ti no puede permanecer segura.