NATIVIDAD DE MARÍA SANTÍSIMA
Celebramos y
festejamos el día de nuestro nacimiento como un día de alegría.
Es costumbre
de familia alegrarse con el nacimiento de un niño; y mucho más si es el primero
de los hijos. ¡Qué felicitaciones! ¡Qué enhorabuenas no reciben sus padres!...
Y, sin
embargo, ¡cuántas veces deberíamos llorar! ¡Cuántas veces deberíamos dar un
pésame mejor que una felicitación!
Preguntemos ante
la cuna de un niño recién nacido, ¿qué porvenir le espera? Y a todo lo dulce y
agradable debemos contestar con duda e incertidumbre... No lo sabemos... Sólo podemos
asegurar que tendrá que sufrir, y esto ciertamente.
Nadie le
enseña a llorar..., es lo único que aprende sin maestros, y esas lágrimas ya no
se secarán más en sus ojos y en su corazón.
¿Y en el orden
espiritual? Lo mismo. Tampoco hay razón para enhorabuenas y felicidades. Apenas
comienza a vivir y ya es esclavo del demonio..., manchado de pecado, privado
del Cielo.
Por gracia de
Dios, recibirá el Santo Bautismo, y con él la gracia, pero... ¿cuánto le
durará? Bien se puede asegurar que cuanto le dure su inconsciencia; apenas
tiene uso de razón y ya comienza a pecar.
¿Cómo se
conoce que ya tiene uso de razón? En la gran mayoría de los casos, en que, precisamente,
ya tiene malicia para pecar.
¡Qué pena!
Pero es así. Bien pensado, pues, no hay nada más triste que el nacimiento de un
niño. El dolor, las lágrimas, la incertidumbre, el pecado, la concupiscencia...,
rodean su cuna...
¿Dónde está el
motivo para alegrarnos?
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¿Cómo obra la Santa
Iglesia? De modo completamente distinto. Nunca, salvo tres excepciones, celebra
el nacimiento de sus hijos como el mundo; en cambio, cuando el mundo se viste
de luto, Ella se alegra en el día de su muerte.
En efecto, en todos
los Santos conmemora el día de su muerte y le llama el nacimiento para el Cielo y establece en ese mismo día su fiesta. En
cambio, pasa en silencio el día en que nació para este mundo.
Tenemos, pues,
principios diametralmente opuestos. El mundo considera las cosas con ojos terrenos
y celebra el comienzo de esta vida; la Iglesia atiende sobre todo a la vida
celestial y no le importa el nacimiento para la tierra, sino para el Cielo.
¿Quién tiene razón?
Hemos de convencernos de que el punto de vista de la Iglesia es el verdadero.
El día en que
se nace, es día en que comienza el dolor, la enfermedad y la muerte. Nacemos
condenados a padecer y a morir.
El día de la
muerte, si se muere en gracia de Dios, da principio a la vida verdadera que no
tendrá ya muerte, ni dolores, ni sufrimientos, sino una eternidad dichosa,
feliz y bienaventurada.
Esta es la
vida. El nacimiento para esta vida eterna bienaventurada es el único digno de
ser celebrado.
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Esa es la
regla general. Pero, dijimos, tiene tres excepciones. La Iglesia misma así lo
reconoce; Ella, que nunca celebra el nacimiento terreno de sus hijos, tiene momentos
en que se viste de alegría, se transforma y manifiesta en grandes efusiones de ternura
y contento inmenso, que no puede reprimir, y establece fiestas especiales para
celebrar tres nacimientos: el de Nuestro Señor, el de San Juan Bautista, y el
que hoy celebramos: ¡el nacimiento de la Santísima Virgen María!, la mujer
predestinada para ser la Madre de Dios.
Un día como
hoy apareció sobre la tierra con su alma santa e inmaculada, con la misma pureza
y santidad con que salió de las manos de Dios...; y su vida terrena es vida de
gracia...; no es una vida celestial, sino verdaderamente divina.
Por eso la
Iglesia lo celebra y a todos nos invita a celebrarla con estas palabras: Con alegría grande celebramos la Natividad
de la Santísima Virgen María, pues su nacimiento ha llenado de gozo el universo
mundo.
Alégrate,
pues, cristiano, y corre a felicitar a tu Madre querida; la única que merece
ser felicitada en su nacimiento, la única que trae con su vida terrena el germen
de la vida de la gracia para sí y para todos los demás.
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La Natividad
de la Santísima Virgen constituye un motivo de alegría universal, para la
tierra y para el Cielo. En su nacimiento se alegran Dios, los Ángeles, los Santos
y la Iglesia toda.
Gozo de Dios. La Inmaculada es la obra maestra de sus manos. Al
ver el Señor las cosas que había creado, le parecieron muy buenas y se gozó en
ellas. ¡Cómo, pues, se gozaría al ver a María!
Recordemos cómo
el hombre pecó y con su pecado toda la creación y el plan de Dios se trastornaron.
Ya no podía el Señor mirar con gusto la tierra; no tenía donde posar sus ojos.
Por todas partes se había extendido el reino del pecado... Pero aparece María y
todo cambia.
Después de
cuatro mil años vuelve Dios a ver hermosa la creación, la tierra, los hombres;
ya no se aparta su vista de ellos con repugnancia. Otra vez ve su imagen
perfecta y pura; en María y por María contempla restaurada esa imagen en los
demás.
¡Qué gozo el
de Dios al ver a María en su nacimiento! ¡Qué alegría al contemplarla tan pura,
tan santa, tan llena de gracia!
El Padre Eterno
se goza con el nacimiento de su Hija predilecta.
El Hijo, al
ver ya en la tierra a la que daría el nombre dulcísimo de Madre, ¡cómo la
miraría y la contemplaría y se gozaría en Ella!
El Espíritu Santo,
que tanto empeño tuvo en que esta Niña tuviera más gracia, hermosura, pureza y
santidad que todos los demás Santos juntos, ¡con qué cariño y amor inmenso fue
colocando una por una todas las virtudes en el Corazón de su Esposa Inmaculada!
Gozo de los Ángeles. Después de Dios y juntamente con Él, se alegraron
los Ángeles. Ha nacido su Reina y Señora; la que, después de la divinidad, constituirá
el espectáculo más bello del Cielo.
Comparan a esa
Niña con todas las bellezas del Cielo, y reconocen que después de Dios ninguna
puede equipararse con Ella.
Traen ahora a la
memoria aquella rebelión de Lucifer..., porque Dios les hizo ver que un día
tendrían que adorar a su Hijo hecho hombre... Reconocen como Reina suya a la Madre
de ese Hijo; y consideran que la soberbia de Lucifer creyó verse humillada ante
esa Mujer, y no quiso admitir esa prueba y lanzó el grito de rebelión que
arrastró a tantos ángeles al infierno...
Veamos, pues,
al demonio lleno de rabia y desesperación, ya que al ver a María no tiene más
remedio que confesar que es incomparablemente más hermosa que él, y, por tanto,
la falta de razón que tuvo al rebelarse de aquel modo.
Miremos a los
Ángeles buenos gozándose ahora más que-nunca de haber sido fieles a Dios, pues
en premio no reciben ninguna humillación, sino que es para ellos una gloria
tener a María por Reina.
Gozosos e
impacientes, no pudiendo contener su entusiasmo, bajan en legiones inmensas a
la cuna de María queriendo ser todos los primeros en venerarla y ofrecerle sus
homenajes.
En cambio, la
serpiente infernal lanza aullidos de rabia al sentir sobre su cabeza el peso de
un pie delicado que la aplasta; y eternamente tendrá que sentir este quebrantamiento
de su cabeza que tanto le humilla... ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!
Gozo de los Santos en el Limbo. ¡Pobres almas las que estaban encerradas en
aquel destierro del Seno de Abraham! A pesar de ser almas justas y santas, no
podían gozar de la gloria del Cielo.
Eran las almas
de los grandes Patriarcas, Profetas y personas excelsas del Antiguo Testamento.
Siglos y siglos pasaron y el día de la libertad no llegaba nunca. ¡Qué largas se
hacen las horas, qué eternos los días cuando se espera con anhelo una cosa que
no acaba de llegar! ¡Cuál sería, pues, el ansia de aquellas almas!
Pues bien,
contemplémoslas en el día de hoy cuando el Señor les comunica que ya llegó a la
tierra la Virgen predestinada..., que ya nació la Madre del Mesías prometido y
profetizado..., que ya vivía la Reina que, con su Hijo, habría de darles la
libertad...
¿Quién podrá
explicar aquel gozo y los cantos de agradecimiento que entonarían al Señor, al
mismo tiempo que de alabanza y bienvenida a la Santísima Virgen?
Ahora sí que
iban a contar las horas... ¡Poco tiempo más de prisión y, en seguida, la
libertad eterna!...; esa libertad traída por una Niña encantadora que acababa
de nacer.
Debemos entusiasmarnos
al ver este gozo tan grande en Dios, en los Ángeles y en los Justos. Debemos unirnos
a ellos para cantar alabanzas ante la cuna hermosísima de María.
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Si es grande la
alegría de Dios y de los Ángeles en el Nacimiento de María, no debe ser menos la nuestra, pues al fin es a nosotros a
quien más de cerca toca la Santísima Virgen, por ser de nuestra naturaleza
misma y por ser nosotros los que más hemos de participar en los beneficios de
su dichoso nacimiento.
Alegría nuestra. El nacimiento de la Santísima Virgen es el fin
de la triste noche..., noche de siglos en que yacía sepultada la humanidad...
Isaías decía
que estaba en sombras de muerte, pues tan triste era esa noche del pecado, que no
hay nada con qué compararla que con las tinieblas negras y terribles de la
muerte.
En medio de esa
noche brillaban como estrellas las almas buenas con resplandores de santidad. Pero
toda esa luz reunida no era nada, era insuficiente para disipar las tinieblas.
Pero, en medio
de esa oscuridad, vemos la luz de la alborada, que se extiende cada vez más y aumenta
su claridad y su luz. Entonces sí que se palpita la alegría y el gozo que
consigo lleva la aparición de la luz y del sol.
Así apareció
María en medio de aquellas tinieblas de muerte, como la aurora de Dios, como la
dulce alborada tras de la cual vendría en seguida la luz del sol divino a alumbrar
a toda la tierra.
Tu alegría. Y tú, en particular, alma cristiana, ¿no has de
participar de esta alegría? Lo que sucedió en el mundo, ¿no se repite en el
corazón de todos y cada uno de los hombres? ¿No lo sientes tú en el tuyo? ¿No
ves esas noches de pecado, esas sombras de muerte inundando tu corazón? Y ¿no ves
la luz, la única luz que puede iluminarte, que puede guiarte, que es Cristo, y
que te viene por medio de María? ¿No sientes cómo es Ella la aurora de tu vida?
¿Cómo no
alegrarte en este nacimiento tan glorioso y tan benéfico para tu alma?
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A Jesús
siempre precede María. Este nacimiento nos recuerda esta dulcísima verdad, de
que María ha de ir siempre antes de Jesús.
Dios quiso que
en la naturaleza no naciera el sol de repente, sino que le precediera la
hermosa claridad del alba; lo mismo ha querido en el orden de la gracia. No
quiso que apareciera en el mundo el Verbo hecho carne sin que viniera antes
como espléndida aurora la Niña Reina de los Ángeles, concebida sin mancha.
No quiere que salga
y luzca el sol de Justicia, Cristo Jesús, sin que antes nazca en las almas espiritualmente
la Madre de la Gracia.
No quiere, en fin,
establecer su Reino en este mundo sin que antes tenga su trono en él María.
María es, por
tanto, siempre la aurora de Jesús.
No nos empeñemos
en conocer y amar a Jesús sin estudiar bien a fondo y amar con cariño filial a
María.
Hagamos todo por
María, con María, en María y para María, para dar gusto a Jesús... Será esta la
mejor manera de festejar el Nacimiento de Nuestra Señora.