DECIMOQUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y aconteció después, que iba a una ciudad, llamada Naím: y sus
discípulos iban con Él, y una grande muchedumbre de pueblo. Y cuando llegó
cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban fuera a un difunto, hijo
único de su madre, la cual era viuda: y venía con ella mucha gente de la
ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de misericordia por ella, le dijo: No llores. Y se acercó, y tocó el
féretro; y los que lo llevaban, se pararon. Y dijo: Mancebo, a ti te digo, levántate. Y se sentó el que había estado
muerto, y comenzó a hablar. Y se le dio a su madre, y tuvieron todos grande
miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un
gran profeta se ha levantado entre nosotros: y Dios ha visitado a su pueblo.
Y la fama de este milagro corrió por toda la Judea, y por toda la comarca.
Jesucristo es el Señor de la vida y de la muerte.
Todo está sometido a Él. Nada es capaz de oponerse a su poder. Así nos lo
prueba el Evangelio de hoy.
Jesús, sólo Él, da la vida. Así lo hizo con
nosotros mismos un día, cuando estábamos envueltos en las redes del primer
pecado, cuando éramos hijos de la muerte. En torno nuestro se encontraba la Santa
Iglesia, como una madre desconsolada.
Jesús entonces, compadeciéndose de ella, se
acercó a nosotros en la persona de su ministro, nos tocó con la vivificante agua
del Santo Bautismo, nos dio la vida sobrenatural y nos entregó a nuestra
consolada y gozosa Madre la Iglesia.
El Señor se acercará todavía otra vez, a
nuestra tumba, y nos ordenará: Yo te lo
digo, ¡levántate!
Entonces, las puertas del sepulcro se
abrirán de par en par; si nos hemos salvado, nuestra alma, gozosa y
resplandeciente, animará de nuevo nuestro cuerpo con su beatífica vida, y
saldremos de la tumba inmortales.
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Joven,
yo te lo mando, ¡levántate!... La sagrada liturgia piensa hoy
en todos los que han muerto espiritualmente: en los paganos, incrédulos, cismáticos,
herejes... Piensa, sobre todo, en los muchos cristianos que, después de haber
recibido el Santo Bautismo, se han hecho infieles a su vocación y han vuelto a
caer en el pecado...
Tras el féretro aparece la Madre llorosa y
desconsolada. Es la Santa Iglesia, la cual eleva constantemente sus manos hacia
el Cielo y pide al Señor, desde todas las partes de la tierra, gracia y
misericordia para tantos pobres muertos y descarriados.
¿Qué sería de los pobres muertos, si no estuviera
a su lado la Santa Madre Iglesia suplicando por ellos? Al estar Ella junto al
féretro en que es trasportado el muerto, aparece Jesús, y, contemplando a la
angustiada Madre, se compadece de ella y le dice: No llores...
Después se acerca al féretro y lo toca con
su mano. Los que lo llevan se paran. Y Jesús ordena: Joven, yo te lo mando, levántate.
Entonces el muerto se incorpora y comienza a
hablar. Y Jesús se lo devuelve vivo a la madre.
Con sus lágrimas y súplicas la Iglesia ha
devuelto la vida al muerto. He aquí un expresivo símbolo de lo que se realiza
todos los días en el Sacrificio de la Misa.
Existen muchos muertos. Parecen vivos, pero
están muertos espiritualmente, y yacen tendidos sobre el féretro.
Hay alguien, sin embargo, que conoce su
inmensa desgracia: es la Santa Madre Iglesia, sólo Ella. En la Santa Misa llama
apasionadamente al único que puede dar la vida.
La Santa Misa es, en efecto, un sacrificio
de expiación y de súplica. La Iglesia eleva hacia el Cielo la Sangre de Cristo.
Pide a Dios misericordia y alcanza de Él la gracia de que muchos pecadores
entren dentro de sí mismos, reconozcan sus errores, rompan con el pecado y se
conviertan.
Aunque estemos en estado de gracia, también
en nosotros tiene que ejercitar el Señor su poder vivificante. Necesitamos ser
reanimados constantemente con nuevas gracias; para esto, precisamente, nos
llama el Señor al Santo Sacrificio.
¡Existen todavía en nosotros tantas cosas que
retardan e impiden el pleno desarrollo de nuestra vida! No caminamos siempre en
el espíritu, y no nos fijamos en que el que siembra en la carne recoge de la
carne corrupción; y, al contrario, que el que siembra en el espíritu, recoge
del espíritu vida eterna. Nos cansamos de hacer el bien y nos hacemos
indolentes, tibios, perezosos.
¡Ay de nosotros, si nuestra Santa Madre la
Iglesia no elevase constantemente sus manos al Cielo y no le pidiese al Señor
para nosotros nueva y fresca vida!
Esto es cabalmente lo que hace todos los
días en el Oficio Divino que rezan sus sacerdotes y sus religiosos. Esto es lo
que hace, sobre todo, en el Santo Sacrificio de la Misa.
Aquí, en la Santa Misa, nos dice el Señor a
cada uno de nosotros: Joven, yo te lo
mando, ¡levántate!
Si faltara la Madre, si no estuviera junto
al muerto, llorando y suplicando por él, entonces no habría resurrección alguna.
Este es el servicio que nos presta nuestra Santa Madre la Iglesia.
Son innumerables los desgraciados que la
desprecian, la calumnian, la odian, la desfiguran y la persiguen. Sin embargo,
Ella siempre permanece al lado de estos muertos, para llorar y rezar por ellos.
Necesita encontrarse con el Señor. Cuando
se encuentran, Él la mira, se compadece de Ella, se acerca al féretro, y devuelve
la vida al muerto por quien Ella llora.
Esto es lo que hace la Santa Iglesia
siempre que se celebra el Santo Sacrificio; esto es también lo que hace cuando
toma el Breviario en sus manos y, llena de compasión, cree y ora en nombre y en
favor, no sólo de los creyentes y piadosos, sino también de los pecadores, de
los infieles, de los extraviados, de todos los que no creen ni oran...
La Iglesia sigue siempre en pos del féretro,
está constantemente llorando y suplicando por los muertos espirituales. Sólo
esto podrá salvar a esos pecadores. ¡La oración de la Iglesia resucita a los
muertos!
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La Sagrada Liturgia ve en la madre de Naím un símbolo de la Iglesia orante.
En la muchedumbre, que acompañaba a la viuda
de Naím y se asociaba a su duelo por el muerto, la Sagrada Liturgia ve un
símbolo de todas las madres, parientes, curas de almas, maestros y educadores
que se lamentan y oran por algún muerto espiritual, por algún ser extraviado o
perdido espiritualmente.
El Señor se hace también el encontradizo con
todos estos y los consuela, diciendo: No
llores.
Se encuentra con todos ellos principalmente
en el Sacrificio de la Santa Misa. El encuentro se realiza por medio del
sacerdote que celebra el Santo Sacrificio.
Señor, acuérdate de tus siervos
y siervas, y de todos los presentes, cuya fe y devoción te son bien conocidas.
¡Misterioso y trascendental instante! Estamos ante un recuerdo de una
importancia y de una significación extraordinarias.
El sacerdote incluye en su Memento
a todos aquellos de quienes se quiere acordar
en el Santo Sacrificio de la Misa y, por ende, en el Sacrificio de Cristo en la
Cruz.
Para que este último pueda hacerse sacrificio nuestro es necesario que se
nos aplique. Sólo así es como podremos
beneficiarnos de la redención operada por el Señor en la Cruz, la propiciación.
Solo así es como podremos asociarnos de un modo real a la adoración, a la
acción de gracias y a las súplicas de nuestro Supremo Pontífice Cristo.
Todo esto se consigne por medio del
Sacrificio de la Santa Misa. Para ello sólo se requiere una cosa: que dicho Sacrificio
se haga sacrificio nuestro. Ahora bien: el Sacrificio de la Santa Misa se hace
nuestro siempre que el celebrante nos lo aplica.
Jesucristo pudo poner en las manos de todos
los fíeles el Santo Sacrificio de la Misa. Sin embargo, no lo hizo. Se lo
entregó únicamente a los sacerdotes. Sólo el sacerdote es quien, por medio de
su libre determinación, de su positiva y determinada intención, realiza y hace
fecundo dicho Sacrificio.
Esta es la misión, esta la dignidad, este
el poder del sacerdote. Si él "se
acuerda" de nosotros, si quiere positivamente que el Sacrificio del Altar
sea nuestro, lo será.
Entonces, Jesucristo se encontrará con
nosotros en el Sacrificio de la Santa Misa.
Realmente, es un gran momento aquel en el
que el sacerdote dice: Señor, acuérdate de tus siervos y siervas N.
N., y de todos los aquí presentes.
Es el lugar y momento para un prodigioso encuentro
con el Señor, para un encuentro parecido al que tuvo lugar ante las puertas de
la ciudad de Naím.
Ellos mismos te ofrecen este
sacrificio por sí y por todos los suyos, por la redención de sus almas y por la
esperanza de su salud y conservación sobrenaturales. Para alcanzar todo esto te
ofrecen ahora sus dones a ti, oh Dios eterno, vivo y verdadero.
Después que el celebrante, con su
aplicación, nos ha unido íntimamente con el Señor que se inmola, ya podemos
ofrecer a Dios el Santo Sacrificio por nosotros mismos y por todos aquellos
seres queridos en cuya salvación y santificación debemos y queremos colaborar,
para que así consigan la redención de sus
almas.
Ahora ya poseemos al Señor que se inmola. De
este modo el Santo Sacrificio nos alcanzará ayuda y consuelo. Las súplicas por
la salud y la salvación de nuestros seres queridos, que depositamos sobre la patena,
serán escuchadas. El rocío de la gracia caerá misteriosa, silenciosamente sobre
las almas de los que nos preocupamos.
Llegará, en fin, el momento en que el Señor
se acercará al féretro y resucitará al muerto a la vida de la gracia: Yo te lo mando, ¡levántate! ¡Qué ricos
somos en la Santa Misa!
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Pero, para poder ser asociados al
sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo necesitamos poseer por parte nuestra fe y
devoción: Señor, acuérdate de tus siervos y siervas, cuya fe y devoción
te son conocidas...
Asistamos, pues, a la Santa Misa impulsados
por un vivo deseo de hacer nuestros la sumisión al Padre, la adoración, la alabanza,
la acción de gracias, la reparación y las súplicas del Señor que se inmola.
El sacerdote con su Memento sólo podrá asociarnos al Sacrificio de Cristo en aquella medida
en que nosotros asistamos a la Santa Misa llenos de una fe viva y animados por
un verdadero espíritu de sacrificio, es decir, estando sinceramente dispuestos a
inmolarnos y a sacrificarnos con el Señor.
¡Cuánto debemos apreciar la aplicación de
la Misa, el Memento del celebrante!
Para asegurarnos esta aplicación, este Memento,
no necesitamos más que asistir a la Santa Misa con corazón recto y sincero.
El sacerdote se acuerda de todos los asistentes a la santa Misa.
Con este recuerdo los asocia al Santo Sacrificio y puedan, por lo mismo,
compartir con él sus frutos.
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Otra vez nos vuelve a exhortar San Pablo: Caminad
en el espíritu. Si vivimos del espíritu,
caminemos también en el espíritu.
Hemos de caminar como hombres espirituales,
debemos sembrar en el espíritu....
El
que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción.
La carne, los sentimientos carnales se parecen a un vasto y fecundo campo. El
que siembre en este terreno, recogerá corrupción.
¿Quién siembra en la carne? El Apóstol nos
lo dice bien claro: el que se preocupa de la honra vana; el que, por su
ambición, por su loca vanidad y por sus orgullosas pretensiones, desprecia a los
demás y es causa de riñas y disensiones; el que tiene celo y envidia del
prójimo; el que corrige con aspereza y con poca caridad al hermano que ha
caído; el que se tiene por algo; el que compara su conducta con la de los demás
y toma pie de aquí para criticar lo que los otros piensan, dicen y ejecutan; el
que, al obrar, no mira sólo a Dios; el que no se preocupa por nada de las
necesidades, miserias y dificultades del prójimo; finalmente, el que no
comparte el peso del otro, es decir,
el que no se compadece de los demás, el que no los instruye, el que no ora y no
hace obras de penitencia por ellos.
Todos los que así obran son hombres
puramente terrenos y naturales. Están llenos de sí mismos. No han sido
transformados aún por el Espíritu Santo en hombres sobrenaturales.
En cambio, el que siembra en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna.
También el espíritu es un campo fecundo. ¡Dichosos los que siembren en este
terreno!
Siembra en el espíritu el que no se
preocupa de la honra vana; el que no tiene celo ni envidia de los demás; el que
corrige con dulzura al pecador, logrando así convertirlo de nuevo a Dios; el
que reconoce humildemente su propia debilidad; el que examina seriamente todos
sus actos ante Dios y ante la propia conciencia; el que lleva el peso del otro
y demuestra a todos, con obras y con palabras, su amor y su caridad; el que
nunca se cansa de hacer bien; finalmente, el que, mientras puede y es tiempo de
ello, no cesa nunca de hacer bien a todos, singularmente a los hermanos en la
fe, es decir, a los que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, son hijos de
la Iglesia.
El
que siembre en la carne, recogerá de la carne corrupción.
Son obras sembradas en la carne todas las que realizamos por un interés o un
móvil puramente natural y humano, aunque sea muy bueno y laudable.
Son obras sembradas en la carne todas las que
no realizamos impulsados por el amor de Dios y de Cristo.
Aunque, desde el punto de vista natural y humano,
puedan ser dignas de aprecio, dichas obras carecerán, sin embargo, de todo
valor para nuestra verdadera dicha, para nuestra eternidad. ¡Serán grandes pasos,
pero dados fuera del verdadero camino!
El
que siembre en el espíritu, recogerá del espíritu vida eterna.
La vida eterna; he aquí el fruto incorruptible y eternamente precioso de la
vida del espíritu, de la vida de fe, de la vida de la gracia, de la vida de
unión con Dios y con Cristo.
He aquí también el fruto de todo lo hecho,
lo aceptado y lo sufrido en el espíritu. Todo ello, por mínimo que sea, produce
constantemente nueva vida eterna, una nueva eternidad.
¡Qué locos somos, al no esforzarnos con todo
ahínco por sembrar siempre en el espíritu!
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Jesús llega a Naím. Al penetrar en la
ciudad, se encuentra con un muerto, tras el cual aparece la llorosa madre.
Jesús llega a las capillas, a las familias cristianas,
y se encuentra en ellas con muertos...
Siembran en la carne, y recogen de la carne
corrupción, Tras ellos aparece la madre, la Iglesia. Ella es quien lleva el
peso de los muertos; se compadece de ellos, ora, sacrifica y expía por ellos.
Unámonos al Señor... Cuanto más sembremos
en el espíritu con nuestra Madre la Iglesia, mejor podremos servir y ayudar a los
que siembran en la carne, para que también ellos se hagan espirituales y
alcancen la vida eterna.
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Oración
Colecta: Señor, purifica y protege a tu Iglesia con tu incesante
misericordia. Gobiérnala siempre con tu gracia, pues sin Ti no puede permanecer
segura.