domingo, 28 de octubre de 2012

Cristo Rey


FIESTA DE JESUCRISTO REY


Cuando Jesucristo afirma que es Rey y cuando establece providencialmente que el título de Rey resplandezca sobre la Cruz, es claro que desea destacar algunos aspectos de los poderes que pertenecen a su santa humanidad.

Si el rey es el que manda a todos los súbditos, el que tiene autoridad sobre todos, el que decreta leyes y las hace cumplir, en una palabra, si el rey es el que gobierna, Jesucristo, proclamándose Rey, manifiesta que el poder de gobernar le pertenece propiamente.

Hoy en día, la oscuridad ha ganado tantas mentes, el orgullo ha alcanzado tales proporciones que fue necesario establecer una fiesta especial para resaltar esta obvia doctrina.

A las Fiestas de la Epifanía y de la Ascensión, hubo que agregar la Solemnidad de Cristo Rey para recordar que, si Cristo es Rey, los efectos de la Revelación y de la santificación que Él nos ofrece naturalmente se extienden a las leyes civiles, a las instituciones y patrias terrenales, a pueblos y familias.

Porque es Rey en el secreto de las almas, Jesucristo debe ser Rey en el orden doméstico y profesional, en el orden económico y político, en el ámbito artístico y cultural, en el filosófico y teológico...


Es necesario que las naciones se rijan por la ley natural... por la ley natural iluminada por la fe. Es necesario, a pesar de los abusos atroces de innumerables hombres de la Iglesia, que las patrias terrestres reconozcan la autoridad de la Iglesia.

Ahora bien, en nuestra meditación y reflexión sobre el misterio de Cristo Rey se puede tropezar contra un doble obstáculo:

- comprender lo esencial de la Realeza de Jesucristo, pero descuidar la extensión de este Reino;

- comprender la extensión del Reino de Jesucristo a los valores de la civilización, pero perder de vista lo esencial de esta Realeza.


Lo esencial de la Realeza de Jesucristo es convertir las almas y unirlas a su Salvador.

La extensión de esta Realeza es construir una civilización cristiana; es el aspecto social del Reino de Nuestro Señor; lo que se llama la Realeza Social de Cristo.

Hay quienes sitúan en su lugar la Realeza de Jesucristo, pero no ven que este Reino no puede evitar la propagación de sus beneficios en el orden social de la ciudad.

Otros, en cambio, tienen la evidencia de que la Realeza de Jesucristo debe estar presente incluso en el orden social, pero no entienden que esto es por derivación y redundancia.

En efecto, el aspecto social de la Realeza de Cristo, que es real e innegable, sigue siendo, sin embargo, derivado. Pero, esta deducción no es artificial, sino que pertenece a la naturaleza misma de las cosas.

Debido a que es Rey en el interior, Rey en el secreto de las almas, Jesucristo debe ser el Rey en el orden doméstico y profesional, en el orden económico y político, en el orden artístico y cultural, en orden filosófico y teológico...

Aunque pertenezca propiamente al orden interno de las almas, la Realeza de Jesús no deja de extenderse al dominio terrenal, a las autoridades temporales, a las familias y pueblos, a toda institución secular.

Esta verdad es proclamada solemnemente por la Iglesia en la Fiesta de Cristo Rey. Sin embargo, el reinado de Cristo sobre lo temporal no es el carácter primario de sus prerrogativas reales, es un segundo aspecto. No decimos secundario, insignificante, prescindible. Decimos aspecto segundo, derivado; pero también aspecto necesario.


Por lo tanto, Jesús, que es el Rey de las almas, es necesariamente, por una extensión inevitable, Rey de las familias y de las naciones. Sin embargo, esta segunda manifestación de Su Majestad se basa en la primera.

Hablamos de Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo. Esto es normal y legítimo. Pero esta Realeza sobre la sociedad civil, no es semejante al señorío de ningún rey o gobernante... Es distinto al dominio de los grandes de este mundo... Es de naturaleza espiritual, por necesarios e inevitables que sean sus repercusiones sobre las realidades temporales.

Cuanto más nos resolvamos combatir las ideas y las acciones de los que repiten con los judíos incrédulos: "No queremos que éste reine sobre nosotros", tanto más tenemos que tratar de convencer a los que van por mal camino, y, por lo mismo, tanto más debemos vigilar para presentar el verdadero rostro de la Realeza de Jesucristo.

En resumen, el término de Rey que se aplica a Nuestro Señor completa el de Sacerdote, añadiendo las nociones no sólo de universalidad y de la ley de la gracia, sino también la influencia sobre la sociedad civil.


Tenemos que tener en cuenta el texto capital, esa respuesta de Jesús a Poncio Pilato, que no deja ninguna duda acerca de la naturaleza interna del Reino que vino a establecer.

Evidentemente, estas palabras significan que el Reino de Jesús no es comparable con ningún otro. No está en el mismo nivel y se encuentra en el interior del hombre, en la profundidad donde el hombre escucha la verdad que viene de arriba, la palabra de vida que ofrece la conversión y salva.


¿Debemos sacrificar, entonces, el edificar o preservar un orden temporal cristiano?

Precisemos la cuestión: si Jesucristo no quiere un reino político y ha rechazado gozar la potestad del César, un padre de familia, ¿debería sacar la conclusión de que tiene que formar a sus hijos en la vida espiritual sin tener que preocuparse acerca de una sociedad que escandaliza?

¡Dios no lo permita! Ya hemos dicho que las instituciones deben ser conformes a Jesucristo con el fin de ayudar a su Reino en el interior de las almas.

La respuesta es que los hombres no son espíritus desencarnados; la salvación de las almas exige que la Realeza de Jesucristo se extienda a la sociedad.

Quien aspira al reinado de Jesucristo en su corazón y en los corazones de sus hermanos no puede quedar tranquilo ante instituciones y leyes que corrompen y obstaculizan la salvación.

Querer una sociedad que se ajuste a la ley natural y a la ley cristiana es una consecuencia de la vida interior. El hombre que acepta la Realeza de Jesús en el interior, cuando ponga su mano en las actividades seculares, no puede dejar de lado la voluntad de Cristo.

Llevará a cabo sus deberes como padre o empresario, como poeta o médico, de modo que esas tareas rindan homenaje a Jesucristo, que vive en él, que es su Rey y su todo.

¿Cómo hará para obtener esto? ¿Cómo va a demostrar que él reconoce y proclama como Rey a Jesucristo en sus actividades profanas?

No sólo dándoles un marco religioso, sino realizando esas tareas conforme al derecho natural y a las leyes del Evangelio y de la Iglesia.

Por lo tanto, el Reino de Jesucristo exige, no sólo que las acciones personales se realicen religiosa y piadosamente, sino también en correspondencia con las leyes naturales, con las buenas costumbres y con las leyes cristianas.

Es inevitable que el Reino de Jesucristo sea social; no en el sentido de que sea ejercicio por el mismo Cristo o por los ministros que Él hubiese establecido, sino en el sentido de que su Realeza orienta las actividades profanas y tiende a conformar las leyes y costumbres a las del Evangelio.


Recordemos ese famoso pasaje de la Encíclica Quas Primas de Pío XI:

No debe haber ninguna diferencia entre los individuos, las familias y los Estados; porque los hombres no están menos sujetos a la autoridad de Cristo en su vida colectiva que en su vida privada. Él es la única fuente de salvación, de las sociedades como de los individuos: no hay salvación en ningún otro; ningún otro nombre fue dado a los hombres en el cual puedan salvarse.


"No están menos sujetos", porque la ley de Cristo y la acción de la gracia los alcanza tanto en su vida privada como en su vida social.

"No menos", pero de una manera distinta.

Con respecto a la vida social, es decir, la política, la cultura y la civilización, la autoridad de Cristo reviste una fórmula distinta que en el campo de la intimidad de la vida interior.

Es por eso que el Señor se ha negado rotundamente a ser rey como los reyes de este mundo.

Y, sin embargo, la historia política demuestra abundantemente, desde el primer anuncio del Evangelio, que la Santa Iglesia no puede dejar de crear y mantener una cultura y una civilización.

La Iglesia tiende a prolongarse en Cristiandad en la misma medida en que los miembros de la Iglesia participan en la sociedad civil y ejercer en ella un cargo, o cumplen una responsabilidad.

La Iglesia de Jesucristo tiende a imponer las normas constantes del derecho natural, cualesquiera que sean las vicisitudes de la historia, sumando a él las leyes católicas.

De todo esto podemos fácilmente entender las consecuencias: mientras que la Realeza de Cristo en el ámbito religioso, en el orden de la conversión y de la santificación, se realiza principalmente a través del sacerdocio, la Realeza de Cristo sobre las cosa profanas se hace principalmente por medio de los laicos. Es la misión propia de ellos el crear y mantener instituciones temporales según el orden cristiano.

En este trabajo difícil, que no se dejen llevar por la tentación del liberalismo, del laicismo; hoy hay que decir de la laicidad positiva...


En el combate actual por conservar la herencia del pasado y transmitirla en la medida de las posibilidades, que los laicos no se dejen distraer ni apartar de lo interior, de la vida de oración y de contemplación.

Esto nos lleva a plantearnos la acuciante cuestión: Y hoy en día... ¿dónde está la Realeza de Cristo?

Sabemos que habrá una victoria infalible de la Iglesia de Jesucristo; y que, en virtud de esta victoria futura, se conservará siempre por lo menos un mínimo de orden temporal cristiano.

El reino espiritual del cristiano, es decir, la Iglesia, siempre mantendrá una parte, por reducida que sea, de Civilización Cristiana.


El efecto final del poder real de Jesús será la renovación de todas las cosas en Cristo y por Cristo. Vendrá aquel día en que el Señor Jesús reinará en su plenitud, tanto sobre las cosas de la naturaleza como en el orden propio de la gracia.

Sin embargo, incluso entonces, seguirá siendo cierto que Jesús no reinará en el orden de las cosas del César, ya que este orden de cosas será transformado: no habrá ni familia mortal, ni nación perecedera; el presente mundo, el que bajo cierto aspecto pertenece al César, habrá totalmente terminado; cesarán los reinos, terminarán las civilizaciones.

En cuanto a la recapitulación total de la naturaleza humana en Jesús y por Jesús, no va a suceder antes del final de la secuencia completa de las generaciones humanas, y no se hará según el orden de las mortales generaciones sucesivas.

Dicha recapitulación, la restauración de todas las cosas en Cristo y por Cristo, será un efecto, el último, de la Segunda Venida del Redentor en gloria y majestad, su Parusía.

Es en dos fases distintas que Jesús ejerce sus poderes reales, sea que se trate del desarrollo de la historia, sea que nos refiramos a su término y supresión.

Tanto en una como en la otra fase. Jesús es siempre Soberano, y su gobierno alcanza el objetivo con la misma infalibilidad.

Sin embargo, hasta la Parusía, durante todo el tiempo de la salvación y santificación, el gobierno del Señor no suprime la Cruz ni aniquila a los impíos.

Él deja a Satanás y a sus secuaces, a los malvados y a sus organizaciones, cada día más perfeccionadas y sofisticadas, una cierta libertad de acción, ya sea para hacer brillar un día la omnipotencia de su misericordia en la conversión de los impíos y su arrepentimiento, ya sea para hacer caer sobre ellos los castigos formidables y la solidez de su juicio y de su justicia.

Si hasta la Parusía, el gobierno del Rey Jesús parece a veces indefenso o débil, es sólo una apariencia.

Nos ha dado la certeza de que, incluso en los tiempos en que será dado a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos, las puertas del infierno no prevalecerán; nada ni nadie podrá arrebatarle de sus manos las ovejas que el Padre le ha dado.

Y podemos comprobarlo, todos los días, desde el Concilio Vaticano II, e incluso en la crisis actual de la Obra de supervivencia de la Tradición.

¡No! No hay debilidad en el gobierno del Rey Jesús. Él controla el mal. Lo permite, por supuesto, pero sirviéndose para hacer resplandecer más maravillosamente a su Iglesia, para aumentar la santidad de sus elegidos, para una demostración de su justicia, que permanece oculta por ahora.

Cuando todo le haya sido sometido, entonces también el Hijo remitirá todo a su Padre para que Dios sea todo en todos.


CONSAGRACIÓN DEL GÉNERO HUMANO A CRISTO REY

¡Dulcísimo Jesús, Redentor del género humano! Míranos humildemente postrados delante de tu altar. Tuyos somos y tuyos queremos ser; y a fin de vivir más estrechamente unidos a Ti, todos y cada uno espontáneamente nos consagramos en este día a tu Sacratísimo Corazón.

Muchos, por desgracia, jamás te han conocido; muchos, despreciado tus mandamientos, te han desechado. ¡Oh Jesús benignísimo!, compadécete de los unos y de los otros, y atráelos a todos a tu Corazón Santísimo.

Señor, sé Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de Ti, sino también de los pródigos que te han abandonado; haz que vuelvan pronto a la casa paterna porque no perezcan de hambre y de miseria.

Sé Rey de aquellos que, por seducción de falsas doctrinas o por espíritu de discordia, viven separados de Ti; devuélvelos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe, para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor.

Sé Rey de los que permanecen todavía envueltos en las tinieblas de la idolatría o del islamismo, y dígnate atraerlos a todos a la luz de tu reino.

Mira, finalmente, con ojos de misericordia a los hijos de aquel pueblo que en otro tiempo fue tu pueblo predilecto: descienda también sobre ellos, como bautismo de redención y de vida, la sangre que un día contra sí mismos reclamaron.

Concede, ¡oh Señor!, incolumidad y libertad segura a tu Iglesia; otorga a todos los pueblos la tranquilidad en el orden, haz que del uno al otro confín de la tierra no resuene sino esta voz: ¡Alabado sea el Corazón divino, causa de nuestra salud! A Él entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de los siglos. Amén.

domingo, 21 de octubre de 2012

Domingo de las Misiones


DOMINGO DEDICADO
A LAS MISIONES

(Sermón predicado el 24 de octubre de 1999,
en la Sede del Distrito de América del Sur de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X)


Epístola (Eclesiástico, 36: 1-10, 17-19):

Ten piedad de nosotros, Dios, Señor de todas las cosas; míranos y muéstranos la luz de tus misericordias, e infunde tu temor sobre todas las naciones que no te buscan, para que reconozcan que no hay otro Dios sino Tú y pregonen tus maravillas.
Alza tu mano sobre las naciones extranjeras, para que vean tu poder. Así como ante ellas has hecho brillar tu santidad entre nosotros, así ante nosotros muestra tu grandeza entre ellas, para que te reconozcan, como también nosotros hemos reconocido que no hay otro Dios fuera de ti, Señor. Renueva tus prodigios y obra maravillas; glorifica tu mano y tu brazo derecho; excita tu furor y derrama tu ira; destruye al adversario y aniquila al enemigo.
Acelera el término y acuérdate de la promesa para que pregonen tus maravillas. Rinde testimonio a los que desde el principio son tus criaturas, y cumple las predicciones que anunciaron en tu nombre los antiguos profetas. Premia a los que en ti esperan, para que se vea la veracidad de tus profetas y oye las oraciones de tus siervos, conforme a la bendición de Aarón sobre tu pueblo, y condúcenos por el camino de la justicia, para que todos los habitantes de la tierra sepan que Tú eres el Dios que contempla los siglos.

Evangelio (San Mateo, 9: 35-38):

En aquel tiempo, recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino y sanando toda dolencia y toda enfermedad.
Y a la vista de las turbas, se le enternecieron las entrañas, porque andaban extenuados y abatidos como ovejas sin pastor.
Dijo entonces a sus discípulos: “La mies es abundante pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies”.


Este domingo está dedicado a rezar por las misiones, y este año (1999) coincide con el inicio de los cinco sacrílegos días que renovarán en el Vaticano el panteón de Asís, la feria de las religiones... ¡Asís en Roma!

Como ya saben, por este motivo el Superior General de la Fraternidad ha dispuesto que el próximo jueves 28 sea un día de ayuno y abstinencia, y que el Santísimo Sacramento sea expuesto durante toda la jornada en nuestras casas para expiar y desagraviar a Nuestro Señor ultrajado de esta manera por las mismas autoridades de la Iglesia.

Domingo por las misiones... panteón de Asís... encuentro interreligioso en Roma... Hay algo que no concuerda y muestra a las claras que la Roma actual ha perdido el espíritu misionero, el espíritu de conquista... Que la Roma neoprotestante está animada por un espíritu ecumenista, un espíritu pluralista, un espíritu mundialista...

En efecto, el ecumenismo actual es la antítesis de la misión: si el "pueblo de Dios" tiene ahora las dimensiones de la humanidad, si todo hombre está ya, desde el comienzo, rescatado y justificado —como dice Juan Pablo II—, si las religiones no católicas e incluso las no cristianas son medios de salvación, ¿para qué querer convertir a los otros, para qué intentar atraerlos al seno de la Iglesia Católica?

Si todos los hombres se pueden salvar en cualquier religión y por medio de cualquiera de ellas, ¿para qué misionar?, ¿para qué abandonar familia y patria para sumergirse en medio de una sociedad pagana y hasta salvaje, a la cual, lejos de aportarle la civilización y el cristianismo, es uno el que va a recibir de ella su pseudo-cultura a través de la inculturación?

¡Sí!..., la « ecumenimanía » moderna es la muerte del espíritu misionero. Son espíritus irreconciliables.


Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el Evangelio del Reino... “La mies es abundante pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies"...

Jesús no andaba con ecumenismos... La Iglesia católica no está animada por el ecumenicismo, sino por el celo apostólico.

Por eso nos hace rezar de este modo con la colecta de esta Misa:

Oh, Dios, que quieres que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad: envía obreros a tu mies, y concédeles el predicar con toda confianza tu palabra; para que tu doctrina se difunda y sea glorificada, y todos los hombres te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro.

Es lo mismo que pedía el pueblo elegido en el Antiguo Testamento: infunde tu temor sobre todas las naciones que no te buscan, para que reconozcan que no hay otro Dios sino Tú y pregonen tus maravillas. Alza tu mano sobre las naciones extranjeras, para que vean tu poder... para que te reconozcan, como también nosotros hemos reconocido que no hay otro Dios fuera de ti, Señor.

El celo apostólico de la Iglesia Católica le inspira no sólo el apostolado misionero para convertir a los paganos, sino también el celo por el regreso de los cristianos disidentes a su seno.

Frente a este celo católico, el ecumenismo se propone un fin netamente distinto: un diálogo teológico entre la Iglesia Católica y las otras confesiones cristianas, e incluso con las religiones no católicas.

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¿Cuáles son, pues los principios que rigen el verdadero celo apostólico y misionero de la Iglesia?


I. La identidad absoluta de la Iglesia instituida por Jesucristo con la Iglesia Católica. Es decir, la Iglesia Católica es la Iglesia de Jesucristo.

Todo está aquí, en este principio.

Si se lo comprende, si se lo admite, se comprende el celo de la Iglesia por el retorno de los separados.

Si se lo rechaza, se cae en el falso ecumenismo, cuyo principio fundamental, enunciado por el Concilio Vaticano II, es que la Iglesia Católica no se identifica con la Iglesia de Jesucristo, sino que la Iglesia de Jesucristo subsiste en la iglesia católica, una más entre otras.


II. La unidad es una nota o propiedad característica de la Iglesia, y consiste en una unidad sublime de fe, de culto y de gobierno. Jesucristo quiso para su Iglesia esta unidad como nota, como marca de su esencia divina.

Por lo tanto, la Iglesia Católica es una y única, es decir, indivisible en sí misma, y no hay más que una sola Iglesia verdadera.


III. El tercer principio se sigue del segundo, y se enuncia así: la Iglesia católica no puede perder su unidad. Por lo tanto, son aquellos que se separan de la Iglesia Católica los que pierden la unidad querida por Jesucristo.


IV. Es un corolario del precedente: la unión de los cristianos (que no es lo mismo que la unidad de la Iglesia) no puede ser procurada sino favoreciendo el regreso de los disidentes a la única y verdadera Iglesia de Cristo, que ellos un día desgraciadamente han abandonado.

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Por lo tanto, el falso ecumenismo, la caricatura de unidad, el ecumenismo lato, es falso e ilegítimo, puesto que reconoce a las falsas religiones, en cuanto tales, como medios de salvación, o al menos supone en ellas la virtud o capacidad salvífica sobrenatural.

Su expresión en Asís, el 27 de octubre de 1986, es la demostración de su herejía subyacente: «Asís es el reconocimiento de la divinidad del paganismo», declaró sin ambigüedades Su Excelencia Monseñor Antonio de Castro Mayer en Ecône, el 29 junio de 1988.


En cuanto al judaísmo y al islam en particular, ¿podemos decir que tenemos el mismo Dios que los judíos y los musulmanes?

Muchos católicos están turbados en su fe por afirmaciones tales como “Cristianos, judíos y musulmanes tenemos el mismo Dios” o “… creemos en el mismo Dios” o “… adoramos al mismo Dios”...

Esta frase, lanzada a comienzos del siglo XX por el famoso sacerdote apóstata Jacinto Loyson, es tema común hoy en día en alocuciones, discursos y diálogos en los encuentros ecuménicos.

Es cierto que, objetivamente, existe un solo verdadero Dios. En ese sentido, tenemos el mismo Dios que los judíos, los musulmanes; pero de este modo también lo tienen los minerales, las plantas y los animales…


El problema es sobre la fe, sobre la creencia. Por eso es necesario afirmar que existe una sola Revelación de este único y verdadero Dios, de la cual el hombre no puede hacer abstracción alguna sin caer en el error.

En consecuencia, no puede haber más que una única fe en Dios, así como único es el verdadero Dios y única es su Revelación.

Por lo tanto, se tiene el mismo Dios cuando se creen las mismas cosas sobre Dios; y se puede creer en las mismas cosas sobre Dios solamente cuando se cree en su única Revelación.

Esto basta para demostrar que no tenemos el mismo Dios que los judíos y los musulmanes.

Existe una diferencia abismal entre la realidad divina, alcanzada en sí misma en su verdadera esencia, tal como la luz de la fe nos la revela, y las representaciones humanas de Dios que proponen las falsas religiones.

Pero hay algo más todavía: incluso el monoteísmo de judíos y musulmanes, no es el mismo monoteísmo católico. En efecto, el monoteísmo cristiano profesa un Dios tal cual es: uno en la naturaleza y trino en las Personas. En cambio, el monoteísmo judeo-musulmán profesa un dios uno en naturaleza y uno en persona.

No podemos decir que el Dios de la Revelación es el mismo dios que el de los judíos y musulmanes por el solo hecho que tienen en común la unidad de naturaleza, puesto que judíos y musulmanes no se limitan a afirmar la unidad de naturaleza, sino que afirman igualmente la unidad de la persona en Dios.

¡Precisamente esta es la base y el fundamento del deicidio cometido por los judíos!

Monseñor de Castro Mayer dijo con claridad y firmeza: “Sólo es monoteísta quien adora a la Santísima Trinidad, porque la Unidad de Dios es inseparable de la Trinidad de Personas. Es falso decir que los judíos o musulmanes son monoteístas. No lo son porque no adoran al Único Dios verdadero, que es Trino. Ellos son monólatras, o sea, que adoran un solo ídolo supremo. Ellos rechazan la adoración del verdadero Dios Trino, para inclinarse ante un ser inexistente, un ídolo. Sólo hay una religión monoteísta: es la Católica, que adora a la Santísima Trinidad”.

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Aquí me detengo en la condena del falso ecumenismo que está carcomiendo al Cuerpo Místico de Jesucristo, la Santa Iglesia. Pero hagamos una aplicación a la obra de la Tradición.

Dijimos al principio que entre el Domingo por las misiones y el panteón de Asís renovado por el encuentro inter-religioso en Roma hay algo que no concuerda y que muestra a las claras que la Roma actual ha perdido el espíritu misionero, el espíritu de conquista... Afirmamos que la Roma neoprotestante está animada por un espíritu ecumenista, un espíritu pluralista, un espíritu mundialista...

Y nos preguntábamos: si los hombres pueden salvarse en cualquier religión y por medio de cualquiera de ellas, ¿para qué misionar?, ¿para qué abandonar, familia y patria para sumergirse en medio de una sociedad pagana y hasta salvaje, a la cual, lejos de aportarle la civilización y el cristianismo, es uno el que va a recibir de ella su pseudo-cultura a través de la inculturación?


Pero ahora, de modo personal pero públicamente, yo me cuestiono sobre mi propio combate por la Tradición... Y quisiera que cada uno de ustedes se cuestionase sobre este punto...

Por lo que a mi toca, ante ustedes, representantes de los fieles a los cuales sirvo desde hace 16 años en forma más o menos directa (y si les parece oportuno hagan extensiva mi interpelación al resto de los feligreses), ante ustedes me pregunto sobre mi decisión tomada hace ya 21 años de embanderarme en el combate emprendido por Monseñor Lefebvre (de quien me honra haber recibido el sacerdocio católico, de quien no me avergüenzo y mucho menos de que a los ojos de los que se dicen católicos pase por rebelde y excomulgado, y yo junto con él), ante ustedes, pues, me pregunto:

* si —como dijo nuestro Superior de Distrito (el Padre Beauvais) en Luján antes de la consagración a la Santísima Virgen— hay en nosotros un decaimiento en la defensa de los valores morales y espirituales. Las ideas, los juicios del mundo, la moral simplificada y acomodaticia de los mundanos, el espíritu esnob, han inundado todo...

* si nuestro Superior de Distrito se preguntaba en clara alusión a los tradicionalistas: "¿Católicos de fachada? ¿Caricaturas de cristianos?"...

* si —agrego yo de mi cosecha— el espíritu misionero, el espíritu combativo entre nuestras filas se va perdiendo, no sólo entre los laicos sino también entre los sacerdotes...

* si reina un cierto espíritu ecumenista respecto de la «Iglesia oficial»... un ecumenismo tradicionalista, diría yo, fruto del cansancio, de la rutina o de una especie de complejo de ser tradicionalista... Puede haber otras causas; no sé...

* si presenciamos un coqueteo, flirteo, galanteo, pololeo, o como le quieran llamar, de nuestros fieles —e incluso a veces de nuestros sacerdotes— con los llamados católicos de la línea media o, como los llamo yo, extremistas de centro...

* si se respira una suerte de espíritu pluralista hasta en relación a la sociedad, no ya naturalista, mundana, pagana, antes bien anticristiana y satánica...

* si todo esto es verdad, entonces —y salvando las distancias y haciendo un justo balance— : ¿para qué consagrarme a feligreses animados por ese espíritu?, ¿para qué abandonar familia e «iglesia conciliar» para sumergirse en un ambiente más o menos conservador, al cual, lejos de aportarle el tradicionalismo integral, soy yo el que va a recibir de él, por una extraña inculturación, el extremismo de centro, cuyo yugo sacudí hace 21 años?...


Nota en 2012: aquel año 1999 fue el último en que la Peregrinación de la Tradición a Luján culminó con una entrada al Santuario alborotada. Desde el año 2000, coincidiendo con la Peregrinación a Roma para el Jubileo y con los acercamientos a la Roma Conciliar, los peregrinos tradicionalistas fueron bien recibidos en Luján. Todo un símbolo. ¿Cómo podía prever esto en mi sermón de octubre de 1999?

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Ni más ni menos es ese mi cuestionamiento... Así de simple...

¡Pero, no teman!, no es que dude de mi vocación sacerdotal, ni de mi vocación de sacerdote tradicionalista, ni de mi compromiso con el combate contrarrevolucionario...

Nada de eso. Gracias a Dios, todavía reconozco como una gran dádiva y experimento una gran alegría al saber que he sido escogido para librar la gran batalla por la Tradición en toda su extensión...

No busco la respuesta a mi interpelación; gracias a Dios y a la Santísima Virgen, sin soberbia ni pedantería, estoy seguro de conocerla... Por mi parte sé lo que debo hacer, aunque tal vez no conozca del todo las circunstancias, ni siempre sea fiel a lo que Nuestro Señor me exige, ni mucho menos pueda garantizar por mis propias fuerzas que perseveraré hasta el fin en la Tradición sin cometer las locuras de algunos de mis cofrades o de mis antiguos feligreses...

¡Pero eso sí!, y ténganlo por seguro, contando también con la gracia de Dios, estoy dispuesto a no pactar en lo más mínimo con la «Iglesia oficial», ni con los católicos línea media, ni con los católicos de fachada, ni con el espíritu pluralista, ni con el decaimiento en la defensa de los valores morales y espirituales, ni con las ideas del mundo, ni con la moral simplificada y acomodaticia, ni con el espíritu esnob... ¡No voy a hacer ecumenismo!

¿Qué sucederá si toda esta situación no es revertida y si las circunstancias no logran metamorfosearme?... Yo no lo sé..., sólo Dios lo sabe... Tal vez mis superiores me alejen; tal vez me recluya en un monasterio...


Lo único que puedo garantizar, contando con mis miserias y debilidades, es:

Primero: que el combate no lo voy a abandonar..., pero que tampoco voy a deponer las armas... Tal vez tenga que combatir desde otro puesto o con otras armas...

Segundo: que con los medios que me proporciona mi sacerdocio, a aquellos feligreses que lo quieran en serio los ayudaré a cumplir las palabras de nuestro Superior de Distrito antes de la renovación de la consagración a la Virgen Santísima en Luján, con las cuales concluyo esta ya larga homilía:

"Esa consagración nos exige un compromiso cien por ciento católico: en nuestros pensamientos, en nuestros juicios, en nuestras actitudes, en nuestras relaciones, en nuestros recreaciones; en fin, en toda nuestra vida, en todo lugar, siempre, todos los días.
Con esa única condición opondremos una barrera al mundo pagano, al mundo liberal: la sólida barrera de una vida vivida integralmente en Cristiandad.
Esta consagración que vamos a hacer nos exige un compromiso activo en la conquista de las almas. Y esta consagración a la Santísima Virgen, hecha de manera solemne, pública, como la haremos, nos compromete a todos: laicos, religiosos y sacerdotes.
Es la consagración de nuestra Fraternidad, y ella tiene sus exigencias de fidelidad; y para eso es necesario tomar mayor conciencia de la importancia de nuestra vida interior, y habrá entonces que luchar, reaccionar, cortar aun y a veces de manera categórica.
Esta consagración no admite que permanezcamos tibios, como quizá lo hemos sido; no puede permitirnos que nos contentemos con una honesta mediocridad en medio de tantas almas frías.
Existe un peligro cierto que acecha a nuestro ámbito tradicionalista: caer en la rutina, quizás en la ilusión o en la tibieza. Es el peligro de formar un batallón sin convicción.
Despojados de todo lo superfluo para nuestra vida espiritual, armados con la fortaleza del Espíritu Santo, inspirados por el temor filial, pongámonos en las manos de nuestra Buena Madre del Cielo, que quiere la consagración de nuestras vidas. Colocando a María Santísima en el centro de nuestras actividades, invoquemos su protección, su ayuda maternal; prometamos no emprender nada que pueda desagradarle, y conformar nuestra vida a su dirección, a sus deseos.
Por esta consagración espera de nosotros que sigamos esa lucha que separa el bien del mal; nos pide permanecer firmes en la fe sin compromisos; nos pide huir de ese materialismo que nos invade en la búsqueda de una existencia confortable pero desgraciadamente cerrada a las realidades sobrenaturales.

Muchos se comprometen, pocos perseveran: no seamos de estos últimos.

Santísima Virgen, hoy nos consagramos a Ti para perseverar".

domingo, 14 de octubre de 2012

20 post Pentecostés


VIGÉSIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


En aquel tiempo había en Cafarnaúm un señor de la corte, cuyo hijo estaba enfermo. Este, habiendo oído que Jesús venía de la Judea a la Galilea, fue a Él y le rogaba que descendiese y sanase a su hijo, porque se estaba muriendo. Y Jesús le dijo: Si no viereis milagros y prodigios, no creéis. El de la corte le dijo: Señor, ven antes que muera mi hijo. Jesús le dijo: Ve, que tu hijo vive. Creyó el hombre a la palabra que le dijo Jesús, y se fue. Y cuando se volvía, salieron a él sus criados y le dieron nuevas, diciendo que su hijo vivía. Y les preguntó la hora en que había comenzado a mejorar, y le dijeron: Ayer a la hora séptima le dejó la fiebre. Y entendió entonces el padre que era la misma hora en que Jesús le dijo Tu hijo vive, y creyó él y toda su casa.


Había en Cafarnaúm un señor, áulico del rey, cuyo hijo estaba enfermo. La fama de Jesús era ya extraordinaria; el afligido padre, sabiendo que viene Jesús de la Judea a la Galilea, corre personalmente a su encuentro, se presenta y le ruega con mucha instancia que baje a Cafarnaúm, porque el hijo está en trance de muerte.

Pensaba, sin duda, que no era posible a Jesús obrar la curación sin su presencia personal y una imposición de manos.

Jesús, sin desoír la súplica del padre, va antes que todo a curar la dolencia espiritual de la incredulidad, del cortesano y de los circunstantes, dándole una respuesta en la apariencia desabrida: Si no viereis milagros y prodigios, no creéis.

Había realizado ya el Señor no pocos milagros; tenían el testimonio de San Bautista; conocían la santidad de su doctrina...; con todo, quieren aún más y más estupendos milagros.

Los galileos reciben bien a Jesús, a su regreso de la Pascua, porque habían podido ver los milagros realizados en la gran ciudad. Con todo, Jesús les reprende, con ocasión de la petición que le hace el oficial regio de Cafarnaúm.

Es que la fe de los galileos no pasaba de la corteza: se rendían a la evidencia de los hechos, y prorrumpían en públicas manifestaciones de admiración y entusiasmo; pero no humillaban sus inteligencias ante la verdad que el mismo Jesús les predicaba y que confirmaba con tales prodigios.

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En otra oportunidad, refutados y confundidos los escribas y fariseos blasfemos, se acercaron a Jesús otros individuos de los mismos partidos, y en forma mitad respetuosa mitad atrevida le piden un milagro en confirmación de su misión. Como si dijeran: prueba con un milagro que eres el enviado de Dios.

Es una señal más de la protervia de aquellos espíritus, que abusan de la luz de la verdad que les inunda.

Jesús increpa con severidad a sus interlocutores: les llama raza perversa y adúltera.

Las relaciones de Israel con Yahvé se comparaban a una unión matrimonial; los judíos habían sido apóstatas e infieles a Dios, ya en los siglos anteriores; lo eran entonces, porque rechazaban al Cristo de Dios que vino al mundo para hacerse una Esposa, la Santa Iglesia; y no sólo no le siguieron, sino que le llamaban endemoniado.

Por esto Él les respondió, diciendo: Esta generación, mala y adúltera pide un milagro...

Jesús se niega enérgicamente a obrar un milagro ruidoso, como le piden. Él no hace milagros para satisfacer la vana curiosidad de los hombres.

En cambio, en su longanimidad infinita, les promete un milagro más portentoso aún: el milagro de Jonás.

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Tiempo más tarde, sus enemigos le salieron nuevamente al encuentro para tentarle, es decir, para meterle en situación embarazosa con sus preguntas, y le rogaron que les mostrara alguna señal del cielo.

No tenían bastante con los múltiples y estupendos prodigios para convencerse de la verdad de su misión; los falseaban, atribuyéndolos a Beelcebub.

Quieren un milagro realizado en la región celeste, que les garantice su mesianidad; que detenga el sol, como Josué; que haga estallar un trueno en el cielo sereno, como Samuel; o que, como Elías, se presente entre rayos y torbellinos de fuego...

Evidentemente, también hubiesen falseado estas señales...

Eran los judíos muy aficionados a la predicción del tiempo: el mismo Talmud tiene varios aforismos de carácter meteorológico; por ello, no era difícil prever a corto plazo las variaciones del tiempo por algunas señales atmosféricas.

A la pretensión temeraria de sus adversarios responde Jesús: Llegada la tarde decís: “Buen tiempo hará, porque rojo está el cielo”. Y por la mañana: “Hoy, tempestad, porque el cielo triste tiene encarnados”.

Y vino la dura reprensión: Pues la faz del cielo sabéis distinguir, ¿y las señales de los tiempos no podéis reconocer?

Como si dijera: como ciertas señales anuncian fatalmente los estados atmosféricos, así hay copiosas señales, como el cumplimiento de las profecías, la venida del Precursor, mis propios milagros, que indican mi carácter de Mesías: ¿por qué no los reconocéis?

Y luego Jesús, lanzando un hondo suspiro, por el dolor de su Corazón ante la protervia de sus enemigos, que si le piden una señal es para endurecerse más, les apostrofa y rechaza en forma enérgica: ¿Por qué pide esta generación una señal?

La pregunta está llena de indignación, porque sabía Jesús que ni aun dándoles la señal del cielo iban a aprovecharla para creer en Él.

En verdad os digo, que no le será dada señal a esta generación: con estas palabras se niega Jesús a dar la señal del cielo que le piden.

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Porque habían pedido una señal del cielo, Cristo les replica que precisamente por las señales celestes deben deducir que no está bien pedir milagros celestiales.

Hipócritas, luego conocéis el aspecto del cielo... Los llama hipócritas, porque querían pasar por sabios, siendo ignorantísimos.

La dificultad de este pasaje escriturario se reduce a descubrir el valor lógico del argumento de Jesucristo.

Algunos, como San Juan Crisóstomo, lo leen sin interrogación y lo explican de esta manera:

Discernís muy bien la faz del cielo; y, en cambio, las señales del tiempo de mi venida, no. Pues no se puede conocer mi primera venida por las señales del sol y de la luna, sino por las profecías y los milagros que hago.

Otros lo leen con interrogación, como San Hilario, San Jerónimo y San Beda:

Si conocéis la faz del cielo, esto es, las señales del buen tiempo y de la lluvia, que es cosa más difícil e incierta, ¿cómo es que las señales de mi venida, que están consignadas en tantas profecías y se hallan comprobadas por tantos milagros, no las podéis conocer?

Esta Interpretación se confirma por San Lucas (12, 56): Hipócritas, la faz del cielo y de la tierra, la sabéis distinguir, y este tiempo, entonces, ¿por qué no lo podéis distinguir?

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Y este tiempo, entonces, ¿por qué no lo podéis distinguir? ¿Por qué no lo podéis reconocer?...

Sin que necesariamente sean escribas, fariseos o saduceos..., hay muchos hoy en día que no distinguen, no reconocen este tiempo que vivimos... Es más, ¡ni siquiera quieren escrutarlo!...

E, inexorablemente, sólo la profecía puede darnos una respuesta cierta a lo que vislumbramos.

Lo anunciado por Jesucristo tiene la garantía absoluta del Omnipotente para su realización hasta el último detalle, hasta su cumplimiento total.

De allí que sea necesario escudriñar las señales del fin de los tiempos en el futuro profetizado por Nuestro Señor en su discurso escatológico.

La historia, en sus dos vertientes, la del pasado y la del futuro, hace referencia tanto a las señales que anunciaban la Primera Venida de Cristo, como a las que se orientan, y nos orientan, hacia su futuro regreso, es decir, la Parusía.

Ahora bien, si las señales anunciadoras de la Segunda Venida de Cristo a la tierra, si las señales de los últimos tiempos nos atemorizan por las desgracias físicas y morales que predicen; no podemos olvidar que las mismas no se agotan en su tremendismo, puesto que no todo termina con ellas.

El fin al que se ordenan esas señales es la consumación de la tarea creadora, redentora y santificadora, que ha de depararnos una tierra y un cielo nuevos, y un hombre definitivamente nuevo, en un Dios que será todo en todo y en todos.

Ante el dramatismo de las señales del fin, tengamos presente que las señales indicativas de la Primera Venida del Salvador no se limitaron al Varón de dolores y a la muerte ignominiosa y cruenta del Mesías, sino a su resurrección de entre los muertos y su retorno al Padre.

Del mismo modo, las señales indicativas de la Segunda Venida, no culminan en un drama intrahistórico, sino que se ordenan a la Parusía, a la vuelta de Cristo a la tierra, con gran poder y majestad, en unión de su Madre, de nuestra Madre, de María Santísima, y un triunfo matahistórico.

La fe nos enseña a considerar estas señales a la perspectiva de la renovación de todas las cosas en y por Cristo. Lo que la Pasión y la Crucifixión fueron para Él, de alguna manera serán, para el cosmos y para los hombres, el cumplimiento de las señales de los últimos tiempos.

Si a la pasión y muerte de Jesús siguió su victoria sobre el pecado y sobre la muerte, a la realización terrible de las señales seguirá el paso del Valle de Lágrimas al Reino.

La esperanza, compañera de la fe, nos infunde aliento a propósito de la última Venida de Nuestro Señor Jesucristo y para entender la terrible y espantosa dureza de las señales.

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El Mundo de hoy está hambriento de profecía. Es lógico que así suceda. Ante el cúmulo impresionante de calamidades concretas, y las amenazas potenciales de otras peores, resulta comprensible y lógica esta apetencia humana.

Lo trágico y deplorable es que, al silenciarse la Buena Profecía, los hombres llenan el vacío con la Falsa Profecía. Desprecian las señales dadas por Nuestro Señor y buscan signos en el cielo..., como los fariseos...

Esta falsa profecía toma muy diversos nombres y adopta los más insólitos disfraces: espiritismo, astrología, esoterismo, Nueva Era, psicoanálisis, masonería, humanismo...

Para contrarrestar la acción nefasta y disolvente de estos falsos profetas resulta apremiante estudiar y conocer la Profecía Sagrada, la que nos legó Jesucristo, la que registraron los tres Evangelistas sinópticos y la que sintetizó el Águila de Patmos, San Juan Apóstol, en su Apocalipsis.

Repetimos que el desarrollo cronológico de la Sagrada Escritura marca dos puntos culminantes: el Primer Advenimiento, el nacimiento de Cristo en Belén; y el Segundo Advenimiento, que será el regreso del Redentor en la plenitud de su omnipotencia y majestad.

El primer suceso fue profetizado con toda exactitud en los libros del Antiguo Testamento; y para aquel futuro acontecimiento también hay anuncios, signos y señales bien determinados en el Nuevo Testamento.

De modo, pues, que en la comprensión de este supremo problema teológico está centrado el nudo focal del Cristianismo; como lo está también la clave para entender el sentido de la Historia.

Es importante destacar el énfasis y la insistencia con que Nuestro Señor conminó a sus Apóstoles para que vigilaran permanentemente el cumplimiento de las señales que anunciarán su triunfal Regreso.

Todo esto lo ilustró el Señor con la parábola de las vírgenes necias, aquéllas que carecieron de aceite en sus lámparas y se perdieron la fiesta de las bodas.

De modo que adoptar una postura indiferente, tibia, distraída o de ceguera voluntaria ante semejante cuestión, es una actitud temeraria.

Nuestro tiempo es tan acuciante, tan peligroso y trágico que no hay lugar legítimo para vírgenes necias, que han declinado la vigilancia.

Por eso San Pablo escribía a los fieles de Éfeso: Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como necios, sino como sabios; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad de Señor.

Conviene recordar también la admirable comparación que propuso Cristo para el entendimiento cabal del tiempo que vivimos: Aprended de la higuera, cuando sus ramos están tiernos y brotan las hojas, conocéis que el verano se acerca; así vosotros también, cuando veáis todo esto, entended que está cerca, a las puertas.

Con una estremecedora descripción cerró, pues, Nuestro Señor su Mensaje Profético. Pero advirtamos, para nuestra esperanza y confortación, que aquel Sermón Escatológico contiene una solemnísima Promesa de Regreso.

De modo que en la firme creencia de tal Regreso —que es dogma de Fe— está la verdadera Esperanza, el optimismo sensato, la capacidad de resistencia, la virtud de la paciencia, el valor para el martirio y el camino más seguro por el cual deberemos transitar para ser fieles a Cristo, leales a su Santa Doctrina y a lo que resta de su Santa Iglesia, y devotos hijos de su Santa Madre Inmaculada.

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Concluyamos con el Padre Leonardo Castellani:

Todo libro profético es fatalmente oscuro, y sólo se vuelve claro al cumplirse la profecía.

Es natural que, habiendo pasado casi 2.000 años de la Primera Venida, estando nosotros más cerca de su cumplimiento, estemos más capacitados por nuestra pura situación en el tiempo para entender algunas cosas de ella.

“Cierra el libro de esta profecía —dice el Ángel al Profeta Daniel— hasta que llegue el tiempo”

“Abre el libro de la profecía —dice el Ángel a San Juan en la Visión Segunda y en la Visión Séptima—, porque ya llega el tiempo”.

La Escatología, entendida por los primeros cristianos en la parte que les tocaba —y la prueba está que los fieles huyeron de Jerusalén a Pella cuando se cerró sobre Armaggedón el segundo ejército romano comandado por Tito—, fue posteriormente un libro cerrado.

Los incrédulos lo calificaron de delirio puro y simple.

Los cristianos tibios lo evitaron.

Y sin embargo, es el libro de la Escritura que contiene una promesa especial para el que lo guarde: “Dichoso el que guarda las palabras de la profecía de este libro”.

Pero cuando una profecía se cumple, entonces todos aquellos que la guardan en su corazón creyente —y solamente ellos— ven con claridad que eso es y no puede ser otra cosa.

“Necios, por las señales del cielo y de la tierra conocéis que está próximo el verano, y sois ciegos para discernir los signos del Hijo del Hombre”.

“De la higuera aprended un ejemplo. Cuando veis las yemas verdes en el tallo tierno, decís: próximo está el verano. Así, cuando veáis que todas estas cosas suceden, sabed que ya es".