VIGÉSIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo había en Cafarnaúm un señor de la
corte, cuyo hijo estaba enfermo. Este, habiendo oído que Jesús venía de la
Judea a la Galilea, fue a Él y le rogaba que descendiese y sanase a su hijo,
porque se estaba muriendo. Y Jesús le dijo: Si no viereis milagros y
prodigios, no creéis. El de la corte le dijo: Señor, ven
antes que muera mi hijo. Jesús le dijo: Ve, que tu hijo vive. Creyó el
hombre a la palabra que le dijo Jesús, y se fue. Y cuando se volvía, salieron a
él sus criados y le dieron nuevas, diciendo que su hijo vivía. Y les preguntó
la hora en que había comenzado a mejorar, y le dijeron: Ayer a la hora
séptima le dejó la fiebre. Y entendió entonces el padre que era la
misma hora en que Jesús le dijo Tu hijo vive, y creyó él y toda
su casa.
Había en Cafarnaúm un señor, áulico del rey, cuyo hijo estaba enfermo.
La fama de Jesús era ya extraordinaria; el afligido padre, sabiendo que viene
Jesús de la Judea a la Galilea, corre personalmente a su encuentro, se presenta
y le ruega con mucha instancia que baje a Cafarnaúm, porque el hijo está en
trance de muerte.
Pensaba, sin duda, que no era posible a Jesús obrar la curación sin su
presencia personal y una imposición de manos.
Jesús, sin desoír la súplica del padre, va antes que todo a curar la
dolencia espiritual de la incredulidad, del cortesano y de los circunstantes,
dándole una respuesta en la apariencia desabrida: Si
no viereis milagros y prodigios, no creéis.
Había realizado ya el Señor no pocos milagros; tenían el testimonio de
San Bautista; conocían la santidad de su doctrina...; con todo, quieren aún más
y más estupendos milagros.
Los galileos reciben bien a Jesús, a su regreso de la Pascua, porque
habían podido ver los milagros realizados en la gran ciudad. Con todo, Jesús
les reprende, con ocasión de la petición que le hace el oficial regio de
Cafarnaúm.
Es que la fe de los galileos no pasaba de la corteza: se rendían a la
evidencia de los hechos, y prorrumpían en públicas manifestaciones de
admiración y entusiasmo; pero no humillaban sus inteligencias ante la verdad
que el mismo Jesús les predicaba y que confirmaba con tales prodigios.
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En otra oportunidad, refutados y confundidos los escribas y fariseos
blasfemos, se acercaron a Jesús otros individuos de los mismos partidos, y en
forma mitad respetuosa mitad atrevida le piden un milagro en confirmación de su
misión. Como si dijeran: prueba con un milagro que eres el enviado de Dios.
Es una señal más de la protervia de aquellos espíritus, que abusan de
la luz de la verdad que les inunda.
Jesús increpa con severidad a sus interlocutores: les llama raza
perversa y adúltera.
Las relaciones de Israel con Yahvé se comparaban a una unión
matrimonial; los judíos habían sido apóstatas e infieles a Dios, ya en los
siglos anteriores; lo eran entonces, porque rechazaban al Cristo de Dios que
vino al mundo para hacerse una Esposa, la Santa Iglesia; y no sólo no le siguieron,
sino que le llamaban endemoniado.
Por esto Él les respondió, diciendo: Esta generación, mala y adúltera
pide un milagro...
Jesús se niega enérgicamente a obrar un milagro ruidoso, como le piden.
Él no hace milagros para satisfacer la vana curiosidad de los hombres.
En cambio, en su longanimidad infinita, les promete un milagro más portentoso
aún: el milagro de Jonás.
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Tiempo más tarde, sus enemigos le salieron nuevamente al encuentro para
tentarle, es decir, para meterle en situación embarazosa con sus preguntas, y
le rogaron que les mostrara alguna señal del cielo.
No tenían bastante con los múltiples y estupendos prodigios para
convencerse de la verdad de su misión; los falseaban, atribuyéndolos a
Beelcebub.
Quieren un milagro realizado en la región celeste, que les garantice su
mesianidad; que detenga el sol, como Josué; que haga estallar un trueno en el
cielo sereno, como Samuel; o que, como Elías, se presente entre rayos y
torbellinos de fuego...
Evidentemente, también hubiesen falseado estas señales...
Eran los judíos muy aficionados a la predicción del tiempo: el mismo
Talmud tiene varios aforismos de carácter meteorológico; por ello, no era
difícil prever a corto plazo las variaciones del tiempo por algunas señales
atmosféricas.
A la pretensión temeraria de sus adversarios responde Jesús: Llegada la
tarde decís: “Buen tiempo hará, porque rojo está el cielo”. Y por la mañana: “Hoy,
tempestad, porque el cielo triste tiene encarnados”.
Y vino la dura reprensión: Pues la faz del cielo sabéis distinguir,
¿y las señales de los tiempos no podéis reconocer?
Como si dijera: como ciertas señales anuncian fatalmente los estados
atmosféricos, así hay copiosas señales, como el cumplimiento de las profecías,
la venida del Precursor, mis propios milagros, que indican mi carácter de Mesías:
¿por qué no los reconocéis?
Y luego Jesús, lanzando un hondo suspiro, por el dolor de su Corazón
ante la protervia de sus enemigos, que si le piden una señal es para
endurecerse más, les apostrofa y rechaza en forma enérgica: ¿Por qué pide
esta generación una señal?
La pregunta está llena de indignación, porque sabía Jesús que ni aun
dándoles la señal del cielo iban a aprovecharla para creer en Él.
En verdad os digo, que no le será dada señal a esta generación: con estas palabras se
niega Jesús a dar la señal del cielo que le piden.
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Porque habían pedido una señal del cielo, Cristo les replica que
precisamente por las señales celestes deben deducir que no está bien pedir
milagros celestiales.
Hipócritas, luego conocéis el aspecto del cielo... Los llama hipócritas,
porque querían pasar por sabios, siendo ignorantísimos.
La dificultad de este pasaje escriturario se reduce a descubrir el
valor lógico del argumento de Jesucristo.
Algunos, como San Juan Crisóstomo, lo leen sin interrogación y lo
explican de esta manera:
Discernís muy bien la faz del cielo; y, en cambio, las señales del
tiempo de mi venida, no. Pues no se puede conocer mi primera venida por las
señales del sol y de la luna, sino por las profecías y los milagros que hago.
Otros lo leen con interrogación, como San Hilario, San Jerónimo y San Beda:
Si conocéis la faz del cielo, esto es, las señales del buen tiempo y de
la lluvia, que es cosa más difícil e incierta, ¿cómo es que las señales de mi
venida, que están consignadas en tantas profecías y se hallan comprobadas por
tantos milagros, no las podéis conocer?
Esta Interpretación se confirma por San Lucas (12, 56): Hipócritas,
la faz del cielo y de la tierra, la sabéis distinguir, y este tiempo, entonces,
¿por qué no lo podéis distinguir?
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Y este tiempo, entonces, ¿por qué no lo podéis distinguir? ¿Por qué no
lo podéis reconocer?...
Sin que necesariamente sean escribas, fariseos o saduceos..., hay
muchos hoy en día que no distinguen,
no reconocen este tiempo que vivimos... Es más, ¡ni siquiera quieren
escrutarlo!...
E, inexorablemente, sólo la profecía puede darnos una respuesta cierta
a lo que vislumbramos.
Lo anunciado por Jesucristo tiene la garantía absoluta del Omnipotente
para su realización hasta el último detalle, hasta su cumplimiento total.
De allí que sea necesario escudriñar las señales del fin de los tiempos en
el futuro profetizado por Nuestro Señor en su discurso escatológico.
La historia, en sus dos vertientes, la del pasado y la del futuro, hace
referencia tanto a las señales que anunciaban la Primera Venida de
Cristo, como a las que se orientan, y nos orientan, hacia su futuro regreso, es
decir, la Parusía.
Ahora bien, si las señales anunciadoras de la Segunda Venida
de Cristo a la tierra, si las señales de los últimos tiempos nos atemorizan por las
desgracias físicas y morales que predicen; no podemos olvidar que las mismas no
se agotan en su tremendismo, puesto que no todo termina con ellas.
El fin al que se ordenan esas señales es la consumación de la tarea
creadora, redentora y santificadora, que ha de depararnos una tierra y un
cielo nuevos,
y un hombre definitivamente nuevo, en un Dios que será todo en todo y en todos.
Ante el dramatismo de las señales del fin, tengamos presente que las señales
indicativas
de la Primera Venida del Salvador no se limitaron al Varón de dolores y a la muerte ignominiosa y
cruenta del Mesías, sino a su resurrección de entre los muertos y su retorno al
Padre.
Del mismo modo, las señales indicativas de la Segunda Venida, no culminan
en un drama intrahistórico, sino que se ordenan a la Parusía, a la vuelta de
Cristo a la tierra, con gran poder y majestad, en unión de su Madre, de nuestra
Madre, de María Santísima, y un triunfo matahistórico.
La fe nos enseña a considerar estas señales a la perspectiva de la renovación
de todas las cosas en y por Cristo. Lo que la Pasión y la Crucifixión
fueron para Él, de alguna manera serán, para el cosmos y para los hombres, el
cumplimiento de las señales de los últimos tiempos.
Si a la pasión y muerte de Jesús siguió su victoria sobre el pecado y
sobre la muerte, a la realización terrible de las señales seguirá el paso del Valle de
Lágrimas al Reino.
La esperanza, compañera de la fe, nos infunde aliento a propósito de la
última Venida de Nuestro Señor Jesucristo y para entender la terrible y
espantosa dureza de las señales.
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El Mundo de hoy está hambriento de profecía. Es lógico que así suceda.
Ante el cúmulo impresionante de calamidades concretas, y las amenazas
potenciales de otras peores, resulta comprensible y lógica esta apetencia
humana.
Lo trágico y deplorable es que, al silenciarse la Buena Profecía, los
hombres llenan el vacío con la Falsa Profecía. Desprecian las señales dadas por
Nuestro Señor y buscan signos en el cielo..., como los fariseos...
Esta falsa profecía toma muy diversos nombres y adopta los más insólitos
disfraces: espiritismo, astrología, esoterismo, Nueva Era, psicoanálisis,
masonería, humanismo...
Para contrarrestar la acción nefasta y disolvente de estos falsos
profetas resulta apremiante estudiar y conocer la Profecía Sagrada, la que nos
legó Jesucristo, la que registraron los tres Evangelistas sinópticos y la que
sintetizó el Águila de Patmos, San Juan Apóstol, en su Apocalipsis.
Repetimos que el desarrollo cronológico de la Sagrada Escritura marca
dos puntos culminantes: el Primer Advenimiento, el nacimiento de Cristo en
Belén; y el Segundo Advenimiento, que será el regreso del Redentor en la
plenitud de su omnipotencia y majestad.
El primer suceso fue profetizado con toda exactitud en los libros del
Antiguo Testamento; y para aquel futuro acontecimiento también hay anuncios,
signos y señales bien determinados en el Nuevo Testamento.
De modo, pues, que en la comprensión de este supremo problema teológico
está centrado el nudo focal del Cristianismo; como lo está también la clave
para entender el sentido de la Historia.
Es importante destacar el énfasis y la insistencia con que Nuestro
Señor conminó a sus Apóstoles para que vigilaran permanentemente el
cumplimiento de las señales que anunciarán su triunfal Regreso.
Todo esto lo ilustró el Señor con la parábola de las vírgenes necias,
aquéllas que carecieron de aceite en sus lámparas y se perdieron la fiesta de
las bodas.
De modo que adoptar una postura indiferente, tibia, distraída o de
ceguera voluntaria ante semejante cuestión, es una actitud temeraria.
Nuestro tiempo es tan acuciante, tan peligroso y trágico que no hay lugar
legítimo para vírgenes necias, que han declinado la vigilancia.
Por eso San Pablo escribía a los fieles de Éfeso: Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como necios,
sino como sabios; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son
malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino comprended cuál es la voluntad de
Señor.
Conviene recordar también la admirable comparación que propuso Cristo
para el entendimiento cabal del tiempo que vivimos: Aprended de la higuera,
cuando sus ramos están tiernos y brotan las hojas, conocéis que el verano se
acerca; así vosotros también, cuando veáis todo esto, entended que está cerca,
a las puertas.
Con una estremecedora descripción cerró, pues, Nuestro Señor su Mensaje
Profético. Pero advirtamos, para nuestra esperanza y confortación, que aquel
Sermón Escatológico contiene una solemnísima Promesa de Regreso.
De modo que en la firme creencia de tal Regreso —que es dogma de
Fe— está la verdadera Esperanza, el optimismo sensato, la capacidad de resistencia,
la virtud de la paciencia, el valor para el martirio y el camino más seguro por
el cual deberemos transitar para ser fieles a Cristo, leales a su Santa
Doctrina y a lo que resta de su Santa Iglesia, y devotos hijos de su Santa
Madre Inmaculada.
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Concluyamos con el Padre Leonardo Castellani:
Todo libro profético es fatalmente oscuro, y sólo se vuelve claro al
cumplirse la profecía.
Es natural que, habiendo pasado casi 2.000 años de la Primera Venida,
estando nosotros más cerca de su cumplimiento, estemos más capacitados por
nuestra pura situación en el tiempo para entender algunas cosas de ella.
“Cierra el libro de esta profecía —dice el Ángel al Profeta
Daniel— hasta que llegue el tiempo”
“Abre el libro de la profecía —dice el Ángel a San Juan en
la Visión Segunda y en la Visión Séptima—, porque ya llega el
tiempo”.
La Escatología, entendida por los primeros cristianos en la parte que
les tocaba —y la prueba está que los fieles huyeron de Jerusalén a Pella
cuando se cerró sobre Armaggedón el segundo ejército romano comandado por
Tito—, fue posteriormente un libro cerrado.
Los incrédulos lo calificaron de delirio puro y simple.
Los cristianos tibios lo evitaron.
Y sin embargo, es el libro de la Escritura que contiene una promesa
especial para el que lo guarde: “Dichoso el que guarda las palabras de la
profecía de este libro”.
Pero cuando una profecía se cumple, entonces todos aquellos que la
guardan en su corazón creyente —y solamente ellos— ven con claridad
que eso es y no puede ser otra cosa.
“Necios, por las señales del cielo y de la tierra
conocéis que está próximo el verano, y sois ciegos para discernir los signos
del Hijo del Hombre”.
“De la higuera aprended un ejemplo. Cuando veis las
yemas verdes en el tallo tierno, decís: próximo está el verano. Así, cuando
veáis que todas estas cosas suceden, sabed que ya es".