domingo, 27 de mayo de 2012

Pentecostés o Pascua Roja


FIESTA DE PENTECOSTÉS


Pentecostés es la fiesta de la manifestación pública de la Iglesia. Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo. Como hijos de la Iglesia y como almas espirituales estimulémonos a solemnizar día tan memorable.

Los Apóstoles hallábanse reunidos con las piadosas mujeres y la Virgen Santísima en el Cenáculo. Es el día quincuagésimo después de Pascua, y hacia las nueve de la mañana. Todos oran. De repente un ruido como de viento huracanado llena toda la casa, y unas lenguas de fuego se posan sobre la cabeza de los discípulos del Señor, quedando todos repletos del Espíritu Santo.

Efecto de aquel prodigio fue que los que hasta ese momento se habían escondido de los judíos, sienten sus mentes saturadas de luces divinas, y sus corazones repletos de un arrojo y coraje más que humanos.

Hablan diversas lenguas, publicando las maravillas de Dios ante la admiración de gentes de numerosas regiones.

La promesa de Jesús quedaba cumplida con este milagro.

El Espíritu Santo, al descender sobre aquella pequeña congregación de fieles, le infunde impulso y vigor conforme había predicho Cristo.

Bendigamos a ese Espíritu divino, y felicitemos a nuestra Santa Madre Iglesia en el día de su alumbramiento.

Todo el mundo se regocija con indecibles gozos; y las mismas Virtudes del Cielo y las Potestades angélicas cantan himnos de gloria.

No permanezcamos en silencio cuando todos cantan llenos de indescriptible júbilo tributemos honor al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

El día de Pentecostés no sólo conmemoramos un acontecimiento histórico, sino que celebramos también algo que sucede en nuestra presencia y en este mismo día.

La venida del Espíritu Santo no es un episodio que pasó, sino más bien un hecho que se repite continuamente en la Iglesia, y de una manera particular en la presente festividad, en la que, a consecuencia de las promesas que oímos de labios de Jesús en las semanas que acaban de transcurrir, y de las oraciones de la Iglesia, el Espíritu Santo se derrama copiosamente sobre todos aquellos que se han preparado a su venida.

No dejemos pasar sin provecho fiesta tan prometedora. Sería verdadera lástima que después de haber estado largos días preparándonos a recibir el Espíritu Santo, llegado el gran día esperado, quedase tanta preparación sin recompensa. Recojámonos, no desperdiciemos ocasión tan propicia.

Hincados también de rodillas, invoquemos al «Paráclito, Don del Altísimo, Fuente viva, Fuego, Caridad y espiritual Unción».

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El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia y de cada cristiano. Cristo reina desde su trono celestial; pero gobierna su Iglesia por medio de su Espíritu. Los Sacramentos son los canales por los cuales se nos comunica este divino fuego. Lo que Jesús hizo con los suyos mientras anduvo en carne mortal, lo hace hoy el Espíritu divino en las almas.

¡Qué misterios tan insondables! Cual savia misteriosa se comunica continuamente a nuestra alma el Espíritu Santo, vivificándola y dándole propiedades celestiales, sobrenaturales. Se derramó con las aguas bautismales, haciéndonos templo de la Santísima Trinidad. Vino sobre nosotros con la imposición de las manos del Obispo constituyéndonos en soldados de Cristo. Irrumpió en nuestro interior cuando por la absolución sacerdotal recuperamos la gracia perdida. Él, en fin, penetra en el alma cada vez que recibimos un Sacramento.

Aun más. Así como el alma es principio de todo pensamiento, como lo es de toda la vida del hombre, así también de la fuerza vital del Espíritu procede todo buen pensamiento, las inspiraciones divinas, las mociones espirituales, en una palabra, todo cuanto nos incita a seguir el camino de la perfección.

A Él debemos todo progreso y adelanto, a Él todo mérito. El mismo Jesús nos lo dijo: «Él os enseñará».

Convenzámonos de la necesidad que tenemos de ese Divino Espíritu. Ansiemos su presencia. Anhelemos su venida. Vaciemos nuestro corazón de todo lo que le embarga, para que quede lleno del Espíritu Santo.

Él desea comunicársenos. Sólo exige que se lo pidamos. Arranquemos, pues, con nuestros insistentes ruegos al Salvador ese Consolador que nos prometió: «Ven, Espíritu Santo...»

Oh Dios, que enseñaste en este día a los corazones de los fieles con la ilustración del Espíritu Santo: haz que guiados por este mismo Espíritu, saboreemos la dulzura del bien y gocemos siempre de sus divinos consuelos.

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Durante toda esta semana vive la Iglesia bajo la impresión de la gracia del Espíritu Santo, derramado en este día sobre los hijos de adopción.

Ella quiere que profundicemos más y más en el secreto de la operación del Divino Espíritu, para obligarnos a pedir su venida con voces más apremiantes. Con esta intención, presenta a nuestra consideración diversos cuadros de la historia de la Iglesia primitiva.

Así vemos el lunes como el Espíritu Santo desciende sobre los gentiles. Pedro, hospedado en Joppe en casa de un tal Simón, es arrebatado en éxtasis y ve descender del cielo como un mantel enorme, cuyas cuatro puntas colgaban del firmamento y contenía en sí toda clase de animales inmundos, es decir, de aquellos cuya comida estaba vedada a los judíos.

«Mata y come», le dice una voz del cielo. «No haré tal, Señor, pues nunca probé cosa inmunda», contesta Pedro. Y la voz misteriosa: «No llames profano, oh Pedro, lo que Dios purificó».

Por tres veces se repite el diálogo, subiéndose luego el mantel al cielo. Pedro queda perplejo; pero pronto viene a sacarle de sus dudas la visita de tres soldados romanos, enviados al Apóstol por el Centurión Cornelio; aquellos paganos eran los figurados por los animales inmundos de la visión. Hasta aquel día ningún gentil había entrado en la Iglesia.

Por manos del Príncipe de los Apóstoles debían abrirse sus puertas también a la gentilidad, purificada ésta por la Sangre del Redentor, no podía llamarse ya profana.

El Apóstol se encamina entonces en compañía de los soldados a Cesárea, y entra en casa de Cornelio. Allí dirige la palabra a las personas congregadas. Aún no había terminado de hablar, cuando el Espíritu Santo se derrama sobre aquellos gentiles, dándoles el don de lenguas.

Profundamente consternado ante tamaño prodigio, exclamó Pedro: «¿Quién puede negar las aguas del bautismo a los que como nosotros han recibido ya el Espíritu Santo?» Y así entraron los primeros gentiles en la Iglesia.

Episodio muy instructivo. El día de Pentecostés, bajo la acción directa del Espíritu Santo, la Iglesia sale del Cenáculo y comienza su peregrinación por este mundo. Al descubrírsenos el ingreso de la gentilidad en esa Arca de Salvación: aparece de nuevo la acción extraordinaria del Espíritu Santo.

El Pentecostés del Cenáculo y el Pentecostés de Cesárea vienen a ser dos símbolos. En ambos aparece el Espíritu Santo, guiándonos al camino de la salud.

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En la Epístola del martes presenciamos la Confirmación de los fieles de Samaría: «Imponiéndoles las manos, recibieron el Espíritu Santo». Recordemos que también nosotros fuimos admitidos un día al mismo Sacramento. Renovemos la gracia de la Confirmación.

Por el Bautismo nace el hombre a la vida espiritual; pero queda como niño; es necesario que ese niño se robustezca, que alcance virilidad. Estos efectos los produce el Sacramento de la Confirmación.

El Bautismo nos consagra como hijos de Dios; la Confirmación, en soldados de Cristo, en caballeros del Rey de cielos y tierra. Ni falta el simbólico espaldarazo, que expresa el valor y coraje de que nos inviste interiormente el Espíritu Santo. El cristiano confirmado queda ya armado para luchar contra el diablo y sus trampas, contra el mundo y sus asechanzas y contra las pasiones y su furor.

Nada puede hacerle caer si no abandona su armadura. Se siente fuerte en «Aquél que le conforta»; y sin alardear de arrojo, sabe dar testimonio de Cristo y de su doctrina con sus palabras, con su conducta y hasta con su sangre.

De esta fortaleza hemos sido revestidos por la Confirmación. Y, sin embargo, ¡cuántas caídas, cuánta flaqueza y miseria, cuánta cobardía! ¿Qué sucede? Es que no entendemos el uso de las armas espirituales; es que no hacemos caso de los medios que el Espíritu Santo nos pone en las manos; es que no dejamos obrar en nosotros a ese Divino Espíritu y le tenemos más bien como maniatado.

Ahora bien; finalidad de la festividad de Pentecostés es romper esas ataduras, a fin de que el Espíritu pueda obrar con completa libertad en nuestra alma y tome plena posesión de todo nuestro ser; es abrir las venas del alma al Espíritu de Vida, a fin de salir del raquitismo espiritual que nos tiene postrados.

Despertemos a la luz de estas verdades. Comprendamos cuál debe ser nuestra tarea en estos días santos, y emprendámosla con pecho varonil. No dejemos ni un momento de implorar ese Espíritu de Vida; suspiremos continuamente por que se derrame sobre nosotros con la plenitud de sus dones.

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Por la Confirmación desciende sobre el cristiano el septiforme Espíritu, es decir, la plenitud de los dones sagrados.

Esos dones, según doctrina de los Santos Doctores, facilitan la acción de las virtudes, es decir, prestan habilidad a las facultades ya capacitadas para obrar por las virtudes sobrenaturales.

Recapacitemos sobre cada uno de dichos dones.


El Temor de Dios, fundamento de los demás dones, nos llena de respeto y reverencia hacia la Majestad augusta, haciéndonos ver la abominable malicia del pecado. No abandonemos nunca este santo temor.

El don de Fortaleza robustece nuestra voluntad en el servicio divino. Ven, Espíritu Creador, fortalece con tu virtud nuestra flaqueza.

El don de Piedad inclina suavemente nuestro ánimo al amor de Dios y le hace agradable el camino de la perfección. Espíritu divino, infunde tu amor en nuestros corazones.

El don de Ciencia ilumina nuestra razón, dándonos a entender el verdadero valor de las cosas. Enciende con tu luz nuestros sentidos.

El don de Consejo nos adiestra en los momentos de duda e incertidumbre. Sé, Tú, nuestro guía, y evitaremos todo lo nocivo.

El don de Entendimiento nos deja ver envueltas de luz las verdades de la fe. Oh Luz beatísima, llena las intimidades del corazón de tus fieles.

El don de Sabiduría perfecciona el entendimiento y la voluntad, elevando nuestros corazones hacia las cosas celestiales, purificando nuestros afectos y dándonos a conocer los secretos divinos. Conozcamos al Padre y al Hijo por Ti, oh Espíritu que de entrambos procedes.

Apreciemos esa virtud divina que con los siete Dones nos infunde el Consolador. Convencidos de la necesidad que de ellos tenemos, hinquemos las rodillas suplicando humildemente al Cielo los derrame de nuevo sobre nosotros. Concede, oh Luz beatísima, a los fieles que en Ti confían, el sagrado septenario, los siete dones.

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El Sábado de Témporas de Pentecostés es la despedida del tiempo Pascual, pero Pentecostés debe perdurar a través de nuestra vida.

Al final de la Misa de ese Sábado hay una nota que dice textualmente: Después de la Misa expira el tiempo pascual.

El fiel que aprecia la Liturgia siente cada año al leerla una dulce melancolía; no puede menos de despedirse con triste semblante de los felices días pasados desde la Pascua Florida.

Los antiguos cristianos celebraban una función de despedida muy sentida. Al anochecer se reunían en la iglesia, presentaban ante el altar las primicias de la cosecha, y pasaban la noche ocupados en santas lecciones, cánticos y oraciones. El final de aquella asamblea lo constituía la celebración de la Misa de Vigilia.

Hoy día los cristianos, en su inmensa mayoría, no se dan siquiera cuenta del cambio que sufre la Liturgia en esta fecha.

No debe ser así para nosotros. Y puesto que no nos es dado asistir a aquella impresionante vigilia de la antigüedad, hemos de acercarnos en espíritu a ella cuanto nos sea posible. La Liturgia nos ayudará a hacerlo.

Ella nos habla de la lluvia de gracias que el Espíritu Santo ha derramado sobre las almas y de la abundancia de bienes con que el Cielo nos ha bendecido, al propio tiempo que nos anima a la gratitud.

Impulsados por Ella, nos presentamos ante el altar llevando nuestras primicias, los frutos que hemos recogido en el pasado trimestre, los cuales depositaremos ante el ara del sacrificio, diciendo: «Yo glorifico en este día al Señor Dios nuestro, el cual nos oyó y volvió los ojos para mirar nuestro abatimiento y nuestros trabajos y angustias; y nos sacó de la cautividad del diablo con mano fuerte y brazo poderoso, y nos introdujo en la patria de los elegidos, país que mana leche y miel. Y por eso ofrezco ahora las primicias de los frutos que el mismo Señor nos ha dado, y con ellos me ofrezco yo mismo en oblación».

Jesús se aparecerá luego «e impondrá las manos sobre cada uno de nosotros», infundiéndonos en este último día el Espíritu Santo que nos ha de acompañar con su hálito y consejo por los caminos pedregosos de la vida. «Y al hacerse de día, partirá Jesús de nosotros»; es decir, acabada la vigilia, terminará también el tiempo pascual.

Nuestro adiós será imitando a las gentes galileas: «haremos lo posible por detenerle, no queriendo que se aparte de nosotros».

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Al despedirnos del Tiempo Pascual, la Iglesia nos da como un pequeño recordatorio en unas palabras que debemos grabar en el alma: «La caridad de Dios ha sido derramada sobre nuestros corazones por su Espíritu, que habita en nosotros». Meditémoslas.

Ésa caridad de Dios es el espíritu de filiación divina. El Espíritu Santo es su autor. Él vive dentro del alma en gracia como en su templo o santuario.

No perdamos nunca la conciencia de nuestra dignidad; de que llevamos a Dios encerrado en nuestro pecho; de que, doquiera nos movamos, paseamos al Dios vivo por este suelo. No profanemos tan sagrada morada. Concedamos al Divino Espíritu la atención que se merece. Que no se apague nunca ante su presencia la lamparilla de nuestro amor. Que no falten nunca adoradores en ese templo.

La estancia del Espíritu Santo en nuestras almas es un germen que pide desarrollo y que necesita para ello de nuestra colaboración.

Se da en este orden un más y un menos, más y menos que admiten una diferencia gradual indefinida. Por eso pide la Iglesia atención a ese misterio, interesada en que demos desarrollo durante el año a la gracia renovada en nuestras almas en los días de Pentecostés.

El Espíritu divino lucha con el espíritu propio, recibe oposición de la propia voluntad.

Agradecidos a nuestro Bienhechor, resolvámonos a morir a nosotros mismos, para que viva en nosotros el Espíritu de Cristo.

Despojémonos del espíritu propio, no nos busquemos a nosotros mismos; y entonces dominará en nosotros el Espíritu de Cristo, que nos empujará a buscar la honra del Padre, el bien de las almas, aun a trueque de incomodidades y sacrificios personales.

Olvidémonos de nosotros mismos, pues vive en nosotros Cristo. Ésta es la gran realidad de Pentecostés. El Espíritu es el que da vida; pero la carne de nada aprovecha.

¡Y qué de bendiciones trae al alma esa completa y perfecta entrega al Espíritu Santo! ¡Qué consuelo, considerarse conducida por Guía tan seguro!

¡Qué frutos tan copiosos los que se cosechan de ese árbol de vida! El Catecismo los enumera: caridad, gozo espiritual, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad.

No nos apartemos de su sombra. Demos realidad a la gracia de Pentecostés.

Caminemos por este mundo protegidos e impulsados por el Espíritu Santo.


Te rogamos, Señor, que el Espíritu Santo nos inflame con aquel fuego que Nuestro Señor Jesucristo trajo a la tierna, y en el que tanto ansió verla inflamada.

domingo, 20 de mayo de 2012

Infraoctava


DOMINGO INFRAOCTAVA
DE LA ASCENSIÓN


Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas, y llegará la hora en que todo el que os mate piense que rinde servicio a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os he dicho esto para que, cuando llegue dicha hora, os acordéis de que ya os lo había dicho.


Domingo Infraoctava de la Ascensión o Domingo de los Testigos..., que significa Mártires...

Domingo del testimonio por el martirio...; para lo cual es necesaria la virtud de fortaleza.

El día de la Ascensión, terminamos nuestras reflexiones con el texto de la Antífona del Magnificat de las Segundas Víspera: Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy triunfalmente sobre todos, los cielos; no nos dejes huérfanos, sino envía al Prometido del Padre, al Espíritu de Verdad.

Ninguna nota melancólica percibimos en la Liturgia de la Ascensión. Toda ella respira aires de triunfo.

Sólo al atardecer, cuando las tinieblas se disponen a cubrir la tierra con su lúgubre manto, comienza la Iglesia a sentir los primeros latidos de la añoranza.

El himno vibrante de gloria de ese espléndido Jueves cede su lugar a notas de una modulación más dulce y expresiva, a un final menor. Esto parece indicarnos la antífona que venimos de citar con su sentida súplica: Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos... no nos dejes huérfanos... envía al Espíritu de Verdad.

La Iglesia continúa durante todos los días de la presente Octava repitiendo esta tan dulce oración.

Con ella podemos caracterizar los sentimientos de la Iglesia reunida en el Cenáculo. El júbilo de la Ascensión, aunque sin disminuir, va dando lugar a sentimientos más líricos, una dulce melancolía, producida por el ansia de ver al Salvador.

La Misa de hoy, ya desde su comienzo, es la prueba más palpable de esta aserción.

Obedeciendo a nuestros repetidos clamores en el Introito, aparece el Deseado de las Naciones: No os dejaré huérfanos —nos dice—; voy, y volveré a vosotros, y se alegrará vuestro corazón, se llenará, de gozo (Aleluya). Os enviaré mi Espíritu, y por Él viviré en vosotros. Cuando llegue ese momento, Él dará testimonio de Mí. Y también vosotros daréis testimonio, vivificados y robustecidos por el mismo Espíritu (Evangelio).

¡Qué palabras tan alentadoras! Llenos de la seguridad que respiran, exclamemos con la Iglesia: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es el protector de mi vida, ¿ante quién temblaré?

Comprendemos que los Discípulos, congregados en el Cenáculo, tenían presente las tristes predicciones del Maestro acerca del porvenir que les esperaba. Era también muy lógico que, al verse solos y sin la compañía del Maestro, aumentara su temor.

Y vosotros daréis testimonio... Os expulsarán de las sinagogas ... Llegará la hora en que todo el que os mate piense que rinde servicio a Dios...

Jesús les consuela prometiéndoles que su Espíritu les dará valor para afrontar cuantos peligros les presente el mundo: Cuando venga el Paráclito, Él dará testimonio de mí...

Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos... no nos dejes huérfanos... envía al Espíritu de Verdad.

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¿Y nosotros? También cobran cuerpo en nuestra mente los obstáculos que en la vida nos vemos obligados a superar. Conocemos su magnitud, y apreciamos asimismo nuestra flaqueza.

Sabemos que el mundo responde a nuestra profesión de fe y entusiasmo por Cristo con sonrisas burlonas, cuando no con insultos o la más cruel persecución.

Hasta los propios nuestros nos motejan de exaltados, exagerados, fanáticos.

Para luchar contra tanto enemigo y dominar en nosotros la aprensión por las burlas, la preocupación por el aislamiento y la soledad, el temor a los tormentos y hasta el terror ante la muerte, necesitamos un pecho broncíneo (no bronceado...), valor de soldados, coraje de confirmados con el Santo Crisma...

¿Quién nos infundirá este valor? Precisamente, el Espíritu Santo por su don de fortaleza.

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También tenemos experiencia de nuestra natural desidia, que nos inclina a la molicie; de nuestros bajos apetitos, que pugnan por ser satisfechos; de nuestras pasiones, que corren ciegas tras su objeto.

¿Quién neutralizará ese poder mágico de la carne y del rebelde espíritu que se inclina por las cosas del mundo? El Espíritu Santo por su don de fortaleza.

Todavía existe, en fin, un terribilísimo enemigo. Es el demonio, que con sus mañas sabe atacar por el lado más flaco; que entiende a las mil maravillas el arte de provocar con su pestífero aliento el devastador incendio de nuestras pasiones; que logra a veces emponzoñarnos con su espíritu de soberbia...

¿Quién nos robustecerá contra tan astuto enemigo? El Espíritu Santo por su don de fortaleza.

A rogar, pues. A impetrarlo del Cielo, convencidos de la necesidad que tenemos de Él para robustecer nuestra pusilanimidad.

Si en los siete días que nos separan de la solemnidad de Pentecostés, nos proponemos meditar y pedir cada día un don especial, sea el día de hoy consagrado al don de fortaleza.

No nos cansemos de implorarlo del bondadoso Corazón de Jesús: no nos dejes huérfanos, Señor, sino envíanos al Prometido del Padre, para que nos robustezca con el don de fortaleza.

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Meditemos, una vez más, sobre aquellas palabras del Padre Castellani, tan apropiadas al tema de hoy, Domingo del testimonio por el martirio.

El gran escollo del hombre ético es el dolor; no se entiende bien el dolor.

Se entiende el dolor como castigo de faltas, como estímulo para la lucha, como alimento vital de la energía; pero no se entiende el dolor sin esperanza, el dolor sin compensación, el dolor perpetuo.

El hombre ético hoy día sucumbe al dolor; a semejanza de "la semilla que cayó entre zarzas, que prendió y creció, pero al final las zarzas la ahogaron". Esto no lo entiende bien el hombre ético, que sucumbe a la persecución.

El hombre religioso sufre persecución; y su vida está bajo el signo del dolor; no del dolor como accidente o prueba pasajera, sino del dolor como estado permanente, estado interno, más allá de la dicha y la desdicha.

No se trata de que los católicos amen "el dolor por el dolor", o enseñen que hay que buscar el dolor; pues no hay que buscar el dolor; es una cosa diferente.

Pero, ¿por qué? Porque la vida del hombre religioso, está dominada por la Fe.

La Fe es algo así como un injerto de la Eternidad en el Tiempo; y por tanto la vida del hombre de fe tiene que ser una lucha interna continua, como la de un animal fuera de su elemento.

La Fe es creer lo que Dios ha revelado; y lo que Dios ha revelado es superior al entendimiento del hombre.

Fortaleza significa valentía y se define como “la aptitud para acometer peligros y soportar dolores”.

La cobardía puede ser pecado mortal y Jesucristo tiene verdadera inquina a la cobardía. En el Apocalipsis San Juan enumera una cantidad de condenados al fuego, y entre ellos pone “los mentirosos y cobardes”, que faltan a la Justicia y a la Fortaleza.

La falsificación liberal de la Fortaleza consiste en admirar el coraje en sí, con prescindencia de su uso, o sea, prescindiendo de la Prudencia y de la Justicia. Pero el coraje aplicado al mal no es virtud, es una calamidad, es “la palanca del Diablo”, dice Santo Tomas.

El coraje en sí puede ser una cualidad natural, una especie de furor temperamental, una ceguera para ver el peligro, o una estolidez en soportar males que no se deben soportar.

La Fortaleza no excluye el miedo, solamente lo domina; al contrario, ella está fundamentada en un miedo, en el miedo profundo del mal definitivo, de perder la propia razón de ser.

La Fortaleza se basa en que el hombre es vulnerable. La Fortaleza consiste en ser capaz de exponerse a las heridas y a la muerte (el martirio, supremo acto de la virtud de Fortaleza) antes de soportar ciertas cosas, de tragar ciertas cosas y de hacer ciertas cosas.

No existiría la Fortaleza o Valentía si no existiera el miedo: “el miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser valiente”; y tampoco si no existiera la vulnerabilidad.

La virtud de la Valentía no supone no tener miedo; al revés, supone un supremo miedo al último y definitivo mal, y el miedo menor a los males de esta vida captados en su realidad real; de acuerdo a la palabra de Cristo: “No temáis tanto a los que pueden quitar la vida del cuerpo; temed más al que puede condenar para siempre cuerpo y alma”. No dice: “No temáis nada”, porque eso es imposible: el prudente naturalmente teme los males naturales captados en su realidad real, no en imaginaciones...

Dice Cristo: “temed menos”, y, en caso de conflicto, que el temor mayor venza al menor, impidiéndonos “perder el alma”, aun a costa de perder la vida.

De ahí que los dos actos precipuos de la Fortaleza sean acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás inesperadamente.

¿Cómo? ¿No es mejor siempre la ofensiva que la defensiva, la actividad que la pasividad? Santo Tomás parece apocado, parece aconsejar agacharse y aguantar más bien que atacar; y el mundo siempre ha tenido el ataque por más valeroso que el simple aguante.

Santo Tomás tiene por más a la Paciencia que al Arrojo; pero no excluye el Arrojo cuando es posible, al contrario; con otra proposición paradojal dice que la Ira trabaja con la Fortaleza y hace parte de ella.

En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el sacrificio.

El acto supremo de la virtud de la Fortaleza es el martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio "triunfo" y no derrota.

La paciencia consiste formalmente en no dejarse derrotar por las heridas, o sea, no caer en tristeza desordenada que abata el corazón y perturbe el pensamiento; hasta hacer abandonar la Prudencia, abandonar el bien o adherir al mal; y en eso se ejerce una actividad enorme.

“Soportar es más fuerte que atacar”.

Otra vez volvemos los ojos al error moderno y plebeyo; considerar la paciencia como la actitud lacrimosa y pasiva del “corazón destrozado”, que dicen. Al contrario, la paciencia consiste en no dejarse destrozar el corazón, no permitir al Mal invadir el interior. Por tanto en el fondo se basa en la convicción o en la fe en la última “invulnerabilidad”, en la inmunidad definitiva.

Pase lo que pase, al fin voy a vencer, cree el cristiano; y hasta el fin nadie es dichoso. Aunque sea a través de la muerte, si es inevitable; pero si no es inevitable, no. De donde se ve que la Paciencia pende de la virtud de la Esperanza sobrenatural, lo mismo que la Fortaleza, y no del apocamiento y la debilidad.

La paciencia no consiste en el sufrir, sino en el vencer el sufrimiento. Sufrir y aguantar no es lo mismo: aguantar es activo, y es pariente de "aguardar" y "aguaitar".

Con razón dice el filósofo Pieper que la Fortaleza o Valentía atraviesa los tres órdenes humanos, el Preorden, el Orden, y el Superorden, y está integrada en ellos.

El Preorden en este caso es el coraje natural, el instinto de agresión, en el varón sobre todo, y de resistencia, en la mujer sobre todo; que lo poseen lo mismo el ser humano que el león o el mastín, y depende mucho del cuerpo, temperamento y temple.

El Orden es el coraje ordenado por la razón y devenido valentía o valor.

El Superorden es la virtud moral de la Fortaleza, pendiente de la virtud supernatural de la Esperanza, la cual informa a los otros dos órdenes y los robustece o se los incorpora; de tal modo que puede darse un hombre tímido, cansado, entristecido y cortado de lo natural, que haga grandes actos de fortaleza en virtud de lo sobrenatural.

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Para concluir esta disertación sobre el testimonio y el martirio, y preparando la Fiesta de Pentecostés, detengamos nuestra atención sobre otro texto ya citado, esta vez del Padre de Chivré:

La hora se volvió propicia para la tentación… Las dudas, los cansancios, las tibiezas, como un enjambre de desdichas alrededor de nuestro corazón, bordonean los aires fúnebres de su desaliento: “es demasiado duro, es demasiado largo, es demasiado doloroso, es demasiado doloroso”

Es en la paciencia que es necesario poseer su alma; y los tres cuartos de los cristianos lo olvidaron; y esto explica las traiciones y las defecciones…

Sustinere, sostener, soportar, con alegría, en la esperanza y con la sonrisa de la alegría.

La Confirmación puso en nuestra inteligencia razones de “aguantar la vida”; razones de dominarla.

El cristiano soporta con suavidad. En las condiciones más irritantes para su temperamento, continúa con su deber.

El fuerte soporta con bondad mientras Dios quiera; y esta valentía da a su alma su libertad de acción.

El fuerte no habla sino a Dios de sus miserias; ve más allá de la prueba; su mirada llega mucho más allá de sus lágrimas; nublado por los llantos, pero encendido por la fe, posee esta indefinible expresión de suavidad muda y de indomable energía: se confirma en la paciencia.

Pero muy pocos comprenden eso, muy pocos; y por eso es que muchos son llamados a espléndidas santidades, pero pocos son los elegidos.

* Allí donde vemos de razones para cesar, el Espíritu Santo ve razones para seguir…

* Allí donde buscamos razones para huir de nosotros mismos, el Espíritu Santo ve razones para permanecer…

* Allí donde quisiéramos encontrar razones para ceder, el Espíritu Santo ve razones para resistir…

* Allí donde el sufrimiento clama a la rebelión, el Espíritu de amor convoca a la aceptación…

No tengáis miedo pequeño rebaño... Sigue sosteniendo los derechos de Dios, reprime todo temor, reprime todo miedo, antes que vosotros, yo conocí eso de puños alzados en torno mío en el Calvario, escuché el “tolle… tolle” de las burlas, de las injurias...

Defended la Verdad, y que vuestra fuerza de alma alcance su plena medida, aceptando los golpes de la adversidad.

No desconozcáis las legítimas audacias al servicio de las legítimas defensas; las exigencias de los derechos de la Verdad reclaman de vuestra parte el valor y el coraje que arremete cuando es necesario defenderlos.

Pero, una vez cumplido este deber, no desechéis la valentía, el temple y la impavidez que soporta…

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Y como escribiera Donoso Cortés:

“No te canses en buscar asilo seguro contra los azotes de la guerra, porque te cansas vanamente; esa guerra se dilata tanto como el espacio, y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eternidad, patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque solo allí no hay combate.
No presumas, empero, que se abran para ti las puertas de la eternidad si no muestras antes las cicatrices que llevas; aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates del Señor gloriosamente, y para los que van, como el Señor, crucificados”.

jueves, 17 de mayo de 2012

Jueves de la Ascensión


ASCENSIÓN DEL SEÑOR


En aquel tiempo, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció Jesús y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.


Durante las últimas semanas, la Santa Liturgia nos hizo asistir a los postreros días de la estancia de Jesús aquí en la tierra.

Y como no nos resignábamos a dejar la agradable compañía del Maestro adorado, poco a poco, como hiciera con los Apóstoles, ha ido dejando caer sobre nuestras almas dulces gotas de consuelo, para aligerar la amargura de la despedida.

Nos ha dado asimismo lecciones admirables para el futuro, para cuando nos falte su presencia.

Por fin, ha llegado ya la hora de la separación. Yo estoy de partida: Ya no estoy en el mundo, y estos están en el mundo, y yo voy a Ti; así termina el Evangelio de la Vigilia de la Ascensión.

¿Qué nos dice, pues, en esta última hora?

Contemplémosle con atención. Su rostro llénase de fulgores supraterrenos; abstraído de todo pensamiento de aquí abajo, eleva los ojos al Padre y pronuncia la oración del Sumo Sacerdote, del Mediador entre el Padre y los hombres.

Padre mío, glorifica a tu Hijo. El Verbo eterno, había descendido de las alturas de la gloria para reparar la honra del Padre acá en la tierra.

Como venía a batallar, húbose de vestir del humilde ropaje de la mortalidad.

Su obra está, por fin, consumada. En lucha con el príncipe de las tinieblas, ha quedado éste vencido: Jesús ha terminado su misión, y pide que le sea devuelta la gloria de que se despojó para el tiempo de la pelea.

Es decir, pide que su Humanidad sacratísima, que desde el principio de su concepción venía dotada de derechos de realeza, sea elevada al estado de glorificación que se le debe ahora por un doble título: por derecho de herencia y por el derecho de conquista.

Jesús pide ser glorificado... No hemos de permanecer sordos a sus deseos. Encendamos nuestro corazón en santos fervores y, en nombre de todas las criaturas, tributémosle la gloría que le es propia y que ha merecido por la Redención.

El día de su Pasión y ante Pilato Cristo se proclamó Rey. La mañana de la Resurrección fue el día de su victoria. El infierno, la muerte y el pecado estaban vencidos; Jesús había conquistado el cetro de cielos y tierra.

Mas así como acá en la tierra suelen fijar los pueblos un día en que aquel que es ya rey por derecho, obtenga el trono de una manera oficial y solemne, y reciba el primer acto de acatamiento por parte de sus vasallos; así también quiso el Padre que el Cielo celebrase de manera solemne el momento en que Cristo tomaba oficialmente el poder y ocupaba el trono de cielos y tierra, el día de su coronamiento. Esa fecha es la de su Ascensión.

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Terminada la recitación del Evangelio de la Ascensión, se apaga el Cirio Pascual, significando que Cristo ha subido al Padre.

Asistamos en espíritu a la escena que se desarrolló ese día sobre el monte de los Olivos. Los discípulos acompañan a Cristo resucitado en aquel su último paso por los caminos que tantas veces frecuentara durante su vida.

Ha sonado ya la hora de la Providencia; Jesús va a abandonar la tierra que ha sido testigo de sus lágrimas, que ha presenciado su Pasión; pero que también se estremeció con su resurrección.

¡Qué sentimientos embargarían en dichos momentos el Corazón de Nuestro Señor!

Padre, ya es, llegada la hora, glorifica a tu Hijo con aquella gloria que como Dios tengo Yo en Ti antes de que el mundo fuese. Así ora con rostro iluminado de gloria.

El Padre acepta su deseo, y Jesús se remonta a las alturas no sin dejar antes impresa la huella de su divino pie en aquel santo Monte de los Olivos.

¡Qué sentimientos tan encontrados los de los discípulos en aquel momento! Gozo por el triunfo del Señor; embelesamiento por el inesperado milagro, al propio tiempo que comenzaban a sentir su orfandad, la soledad en que les dejaba el Maestro adorado.

Procuremos compartir los sentimientos de los discípulos; de vivir de lleno la hora de la Ascensión; saborear sus indecibles maravillas... Nos hemos de regocijar en el Señor por el triunfo de este día... Finalmente, nos dejaremos influir por las nostalgias de Cielo que despierta en ellos la vista de Jesús subiendo a las alturas.

Jesús ya se ha elevado en los aires, levanta su brazo poderoso, y con augusta majestad hace la señal de la cruz para bendecirnos.

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En los momentos augustos en que nos encontramos, cabe muy bien imaginar a la milicia angélica dividida en dos escuadrones.

Junto al trono de la Majestad divina, trono que iba a ocupar el Vencedor del infierno, Cristo Jesús, asisten millares de millares de espíritus bienaventurados.

Otros tantos millares, en cambio, han abandonado aquellas mansiones celestiales para acompañar a su Rey y formar su deslumbrante cortejo en su entrada triunfal en los cielos y en su coronación como Rey de todo lo creado.

En nuestra ascensión a las alturas hemos llegado ya a las puertas de la Eternidad. El salmista pone en boca de los Ángeles que las custodian y de los que acompañan al Salvador un vibrante diálogo. Escuchémoslo con religioso silencio:

— Levantad, oh Príncipes, vuestras puertas, y elevaos vosotras, oh puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la Gloria.

— ¿Quién es ese Rey de la Gloria?

— Es el Señor fuerte y poderoso, el Señor poderoso en las batallas.

A pesar de la categórica respuesta, las puertas del Cielo permanecen cerradas. Parece como si sus guardianes hubieran quedado arrobados ante la Majestad y grandeza del que sube sobre tronos de Querubines; y así instan esto de nuevo y repiten su demanda:

— Levantad, oh Príncipes, vuestras puertas, y elevaos vosotras, oh puertas eternales, y entrará el Rey de la Gloria.

— ¿Quién es ese Rey de la Gloria?

— Es el Señor de los ejércitos, ese es el Rey de la Gloria.

Así contesta el cortejo de Cristo, y al momento se abren aquellas puertas, cerradas desde el pecado de nuestro común padre Adán.

¡Gracias sean dadas al Redentor, que con su copiosa Redención nos dejó expedita la entrada al Paraíso!

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Perseveremos por unos momentos en aquellas alturas; contemplemos con el natural embeleso los misterios que van realizándose, y escuchemos los cánticos que entonan los espíritus bienaventurados, cuando el Rey supremo del Empíreo hace su aparición en la región de la luz, es coronado por el Padre con una corona de piedras preciosas y recibe asiento a la diestra del Todopoderoso.

No dejemos pasar inadvertida ninguna circunstancia de acto tan sublime, y felicitemos cada vez de nuevo al Rey de la Gloria. Tributémosle honor en nombre de toda la creación.

Volvamos ahora a la tierra, aunque sintamos apartar la vista y despedirnos del espectáculo embelesador que hemos contemplado en las alturas.

En el Monte de los Olivos encontramos todavía la magna asamblea que abandonamos para acompañar a Jesús en su triunfal Ascensión. Apóstoles, discípulos y devotas mujeres; todos están fuera de sí. Comprendemos fácilmente que quedasen encandilados cara al Cielo y fijos sus ojos en la nube que había ocultado de su vista al divino Maestro.

Fue necesario que unos Ángeles les sacasen de aquel ensimismamiento: Varones de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Señor, que separándose de vosotros se ha subido al Cielo, vendrá de la misma manera que le habéis visto subir allá.

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Cuadro admirable y aleccionador, viva imagen de lo que es la vida de la Iglesia, mirando siempre a las alturas, donde mora Cristo, esperando el momento en que se rasguen las nubes y aparezca nuevamente su Esposo.

Aunque, siguiendo la indicación del Ángel, baja del monte y se ocupa en las cosas de este «valle de lágrimas», su corazón está en el Cielo, y sus labios musitan constantemente la misma plegaria: Veni, Domine Jesu..., Ven, Señor Jesús...

Esa debe ser nuestra vida. Nuestro Señor ha subido al Cielo. Debemos, como los Apóstoles, abandonar ahora el Monte donde hemos contemplado la gloria de Dios; pero nuestro corazón debe quedar allá, donde Cristo reside.

Caminemos por este mundo con los ojos fijos siempre en la Patria, vuelto el rostro al Cielo, suspirando continuamente por ver a Aquél que ha de sintetizar nuestras delicias por toda la eternidad.

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La fiesta de la Ascensión es fiesta de despedida; y, no obstante, no hemos notado en la liturgia sentimiento alguno de tristeza. Al contrario, el aleluya pascual vibra en dicha fiesta con más fuerza que de ordinario.

Y es que ella conmemora no sólo la glorificación del Señor, sino también la nuestra propia. En este sentido nos hablan a una los Santos Padres:

Hemos penetrado con Cristo en los cielos, dice San León Magno, e insiste de este modo: La Ascensión de Cristo es nuestro encumbramiento.

Y San Agustín completa: La Ascensión del Señor es nuestra glorificación.

No pasemos, pues, de corrida por verdad tan consoladora y fecunda en consecuencias teológicas.

El pecado de Adán trajo la maldición sobre la naturaleza entera; la glorificación de Cristo, en cambio, llena de honor y gloria a la naturaleza de la que Él tomó su carne. Esa glorificación se realizó de una manera solemne el día de su subida a los cielo.

Con la Ascensión de Cristo, su naturaleza humana ha sido elevada al más alto puesto de los, cielos; ha sido encumbrada sobre los Ángeles, los Arcángeles, los Querubines, Serafines, en fin, sobre toda la jerarquía celeste.

Esa misma naturaleza de la que se dijo Polvo eres y en polvo te has de convertir, es hoy adorada en el trono de la Divina Majestad a la diestra del Omnipotente por todos los espíritus bienaventurados.

Dice el Communicantes de esta Fiesta: celebramos el sacratísimo día en que Nuestro Señor, tu Unigénito Hijo, colocó a la diestra de tu gloria la sustancia de nuestra fragilidad.

Pero aun hay más. El pecado de Adán no trajo tan sólo un oprobio nominal sobre la naturaleza humana, sino también su perdición real. Y esto porque Adán pecó como cabeza del género humano. Por la misma razón, la gloria de Cristo se extiende a todos los elegidos, no sólo en cuanto son partícipes de su propia naturaleza específica, sino de una manera realísima, por ser Él su Cabeza, y ser ellos sus miembros.

Hoy no solamente se nos ha confirmado en la posesión del Paraíso, sino que hemos penetrado también en los cielos en Cristo, dice San León Magno.

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Gozo por la glorificación del Señor y gratitud por la nuestra propia... Digamos con la Santa Liturgia: Verdaderamente es digno y justo, equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor Santo, Padre Todopoderoso, Dios Eterno, por Jesucristo Nuestro Señor. Quien, después de su Resurrección se apareció manifiestamente a todos sus discípulos, y viéndole ellos, se elevó al cielo, para hacernos partícipes de su Divinidad.


Debemos, empero, enseña San Agustín, tener entendido que con Cristo no asciende la soberbia, ni la avaricia, ni la lujuria; ningún vicio asciende con nuestro Médico. Depongamos, pues, los vicios y pecados, si deseamos celebrar nuestra ascensión, pues ellos son los que nos oprimen y nos tienen ligados a la tierra. Rompamos esas cadenas.

Y una vez en aquellas alturas, no bajemos a la tierra, separándonos violentamente de nuestra Cabeza. Al contrario, procuremos que nuestra unión con Ella sea cada vez más íntima, a fin de que nuestra ascensión sea más perfecta; vivamos vida de Cielo, ya que en el Cielo reside la Cabeza de los elegidos.

Pidamos con la Santa Iglesia: Oh Dios Omnipotente, concédenos, te rogamos, que así como creemos que tu Unigénito Hijo, Redentor nuestro, subió en este día a los cielos, habitemos también nosotros con el espíritu en las celestiales moradas.

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No podemos terminar sin decir al menos unas palabras sobre respuesta de Nuestro Señor respecto del Reino, tal como nos lo narra San Lucas en la Epístola de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles:

Los que estaban reunidos le preguntaron: “Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” El les contestó: “A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra”.

Tanto de la pregunta como de la respuesta podemos sacar una vez más la necesidad que tenemos del Espíritu Santo que promete el Señor.

En efecto, tres años de convivencia con el Maestro divino no habían podido extirpar los prejuicios del reinado temporal del Mesías, en que soñaban los judíos.

Aun ahora, a punto de subir Jesús a los cielos, y después de ver fallidos sus cálculos por la Pasión, se les ocurre a aquellos espíritus terrenos el pensamiento del reinado temporal de Jesús: Señor, ¿es este acaso el tiempo prefijado para restituir el reino de Israel?

El Salvador, bondadosísimo en extremo, en todo momento, pero más, si cabe, en estos supremos y últimos instantes, les hace ver que el Espíritu que vendrá sobre ellos, les aclarará el misterio del Reino de Dios.

Sí, llegará un día en que será restablecido el verdadero Reino, en que Jesús victorioso llamará al mundo a juicio; pero ese día está escondido en los secretos divinos.

Mientras tanto, el Reino de los cielos sufre violencia y sólo los violentos lo arrebatan. En vez de honrosos lugares junto a los potentados de la tierra, espera a los discípulos de Cristo la persecución cruel y atroz; pero la virtud del Espíritu Santo les dará fuerza para dar testimonio de la fe ante los príncipes y magistrados de la tierra; y a pesar de las persecuciones más terribles, se extenderá con la virtud de ese Divino Espíritu el reinado de Cristo por toda la tierra.

Finalmente, el mismo Verbo de Dios en persona vendrá para vencer a sus enemigos, recapitular todas las cosas en Él, establecer su Reino y entregárselo a su Padre.

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¡Oh Jesús bondadoso! Ese Espíritu y ese Reino es lo que Te pedimos como último favor en ocasión tan memorable.

Extiende tu mirada sobre esta desgraciada tierra. Recorre uno por uno los pueblos todos, y verás cuán contados son los que respetan tus leyes, los que se gobiernan por tu Espíritu, los que se rigen por tu código, por tu Evangelio.

Porque Te amamos y nuestras ansias se cifran en ceñirte la diadema de tu Reinado universal sobre el mundo entero, Te rogamos con todo el fervor de nuestro corazón en estos instantes de despedida en que Te muestras tan manso, y Te clamamos que remedies tanto mal.

Tú sólo puedes hacerlo. Mira que el error ha cobrado el cetro de los espíritus; las personas cultas Te motejan con sarcasmo; las ignorantes Te blasfeman con ira diabólica; la impiedad ha logrado revestir las formas más escalofriantes que imaginarse puedan...

Y es que el infierno ha ocupado el trono que pertenece al Espíritu.

Sin embargo, no arrojes aún, Señor, sobre el mundo los rayos de tu justa cólera, como pide tanta abominación, tanta profanación, tamaños sacrilegios. Da todavía lugar a la misericordia. Y si la malicia humana, burlándose de tu indulgencia, no permite que Te muevas a compasión, mira a tantos inocentes.

Atiende, Señor, a nuestros ruegos. Tú sólo puedes remediar tanto mal.

Pero, Señor, fíjate también en el gran número de los que se dicen cristianos, pero que viven en la indiferencia. Sacude su espíritu indolente; despiértalos del letargo en que yacen postrados.

Te rogamos particularmente por tus almas fidelísimas, por tus santos de acá abajo, aquellos que se dejan conducir fielmente por tu Espíritu, aquellos que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Reina más y más en ellos y aumenta su número.

Por sus méritos, por el valor de tu Preciosísima Sangre, por la alegría que en un día tan señalado como el de tu Ascensión cupo a tu Madre Inmaculada y por la que recibieron las jerarquías angélicas y los bienaventurados todos, envía, Señor, al mundo tu Espíritu, que lo transforme y vivifique.

Venga a nosotros tu reino...

Ven, Señor Jesús...

Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy triunfalmente sobre todos, los cielos; no nos dejes huérfanos, sino envía al Prometido del Padre, al Espíritu de Verdad.