DOMINGO INFRAOCTAVA
DE LA ASCENSIÓN
Cuando venga el Paráclito, que yo
os enviaré del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará
testimonio de mí. Y vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las
sinagogas, y llegará la hora en que todo el que os mate piense que rinde
servicio a Dios. Y esto lo harán porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os
he dicho esto para que, cuando llegue dicha hora, os acordéis de que ya os lo
había dicho.
Domingo Infraoctava de la Ascensión o Domingo de los
Testigos..., que significa Mártires...
Domingo del testimonio por el martirio...; para lo cual es
necesaria la virtud de fortaleza.
El día de la Ascensión, terminamos nuestras reflexiones con el texto de
la Antífona del Magnificat de las Segundas Víspera: Oh Rey de la Gloria y
Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy triunfalmente sobre todos, los
cielos; no nos dejes huérfanos, sino envía al Prometido del Padre, al Espíritu
de Verdad.
Ninguna nota melancólica percibimos en la Liturgia de la Ascensión.
Toda ella respira aires de triunfo.
Sólo al atardecer, cuando las tinieblas se disponen a cubrir la tierra
con su lúgubre manto, comienza la Iglesia a sentir los primeros latidos de la
añoranza.
El himno vibrante de gloria de ese espléndido Jueves cede su lugar a
notas de una modulación más dulce y expresiva, a un final menor. Esto parece
indicarnos la antífona que venimos de citar con su sentida súplica: Oh
Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos... no nos dejes huérfanos... envía al
Espíritu de Verdad.
La Iglesia continúa durante todos los días de la presente Octava
repitiendo esta tan dulce oración.
Con ella podemos caracterizar los sentimientos de la Iglesia reunida en
el Cenáculo. El júbilo de la Ascensión, aunque sin disminuir, va dando lugar a
sentimientos más líricos, una dulce melancolía, producida por el ansia de ver
al Salvador.
La Misa de hoy, ya desde su comienzo, es la prueba más palpable de esta
aserción.
Obedeciendo a nuestros repetidos clamores en el Introito, aparece el Deseado de
las Naciones:
No os dejaré huérfanos —nos dice—; voy, y volveré a vosotros, y
se alegrará vuestro corazón, se llenará, de gozo (Aleluya). Os enviaré mi Espíritu, y por Él viviré en
vosotros. Cuando llegue ese momento, Él dará testimonio de Mí. Y también
vosotros daréis testimonio, vivificados y robustecidos por el mismo Espíritu (Evangelio).
¡Qué palabras tan alentadoras! Llenos de la seguridad que respiran, exclamemos
con la Iglesia: El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré? El Señor es el protector de mi vida, ¿ante quién temblaré?
Comprendemos que los Discípulos, congregados en el Cenáculo, tenían
presente las tristes predicciones del Maestro acerca del porvenir que les
esperaba. Era también muy lógico que, al verse solos y sin la compañía del
Maestro, aumentara su temor.
Y vosotros daréis testimonio... Os
expulsarán de las sinagogas ... Llegará la hora en que todo el que os mate
piense que rinde servicio a Dios...
Jesús les consuela prometiéndoles que su Espíritu les dará valor para
afrontar cuantos peligros les presente el mundo: Cuando
venga el Paráclito, Él dará testimonio de mí...
Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos... no nos dejes
huérfanos... envía al Espíritu de Verdad.
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¿Y nosotros? También cobran cuerpo en nuestra mente los obstáculos que
en la vida nos vemos obligados a superar. Conocemos su magnitud, y apreciamos
asimismo nuestra flaqueza.
Sabemos que el mundo responde a nuestra profesión de fe y entusiasmo por
Cristo con sonrisas burlonas, cuando no con insultos o la más cruel
persecución.
Hasta los propios nuestros nos motejan de exaltados, exagerados, fanáticos.
Para luchar contra tanto enemigo y dominar en nosotros la aprensión por
las burlas, la preocupación por el aislamiento y la soledad, el temor a los
tormentos y hasta el terror ante la muerte, necesitamos un pecho broncíneo (no
bronceado...), valor de soldados, coraje de confirmados con el Santo Crisma...
¿Quién nos infundirá este valor? Precisamente, el Espíritu Santo por su
don de fortaleza.
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También tenemos experiencia de nuestra natural desidia, que nos inclina
a la molicie; de nuestros bajos apetitos, que pugnan por ser satisfechos; de nuestras
pasiones, que corren ciegas tras su objeto.
¿Quién neutralizará ese poder mágico de la carne y del rebelde espíritu
que se inclina por las cosas del mundo? El Espíritu Santo por su don de
fortaleza.
Todavía existe, en fin, un terribilísimo enemigo. Es el demonio, que
con sus mañas sabe atacar por el lado más flaco; que entiende a las mil
maravillas el arte de provocar con su pestífero aliento el devastador incendio
de nuestras pasiones; que logra a veces emponzoñarnos con su espíritu de
soberbia...
¿Quién nos robustecerá contra tan astuto enemigo? El Espíritu Santo por
su don de fortaleza.
A rogar, pues. A impetrarlo del Cielo, convencidos de la necesidad que
tenemos de Él para robustecer nuestra pusilanimidad.
Si en los siete días que nos separan de la solemnidad de Pentecostés,
nos proponemos meditar y pedir cada día un don especial, sea el día de hoy
consagrado al don de fortaleza.
No nos cansemos de implorarlo del bondadoso Corazón de Jesús: no nos
dejes huérfanos, Señor, sino envíanos al Prometido del Padre, para que nos
robustezca con el don de fortaleza.
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Meditemos, una vez más, sobre aquellas palabras del Padre
Castellani, tan apropiadas al tema de hoy, Domingo del testimonio por el
martirio.
El gran escollo del hombre ético es el dolor; no se
entiende bien el dolor.
Se entiende el dolor como castigo de faltas, como estímulo
para la lucha, como alimento vital de la energía; pero no se entiende el dolor
sin esperanza, el dolor sin compensación, el dolor perpetuo.
El hombre ético hoy día sucumbe al dolor; a semejanza de
"la semilla que cayó entre zarzas, que prendió y creció, pero al final las
zarzas la ahogaron". Esto no lo entiende bien el hombre ético, que
sucumbe a la persecución.
El hombre religioso sufre persecución; y su vida está
bajo el signo del dolor; no del dolor como accidente o prueba pasajera, sino
del dolor como estado permanente, estado interno, más allá de la dicha y la
desdicha.
No se trata de que los católicos amen "el dolor por
el dolor", o enseñen que hay que buscar el dolor; pues no hay que buscar el
dolor; es una cosa diferente.
Pero, ¿por qué? Porque la vida del hombre religioso, está
dominada por la Fe.
La Fe es algo así como un injerto de la Eternidad en el
Tiempo; y por tanto la vida del hombre de fe tiene que ser una lucha interna
continua, como la de un animal fuera de su elemento.
La Fe es creer lo que Dios ha revelado; y lo que Dios ha
revelado es superior al entendimiento del hombre.
Fortaleza significa valentía y se define como
“la aptitud para acometer peligros y soportar dolores”.
La cobardía puede ser pecado mortal y Jesucristo tiene
verdadera inquina a la cobardía. En el Apocalipsis San Juan enumera una
cantidad de condenados al fuego, y entre ellos pone “los mentirosos y
cobardes”,
que faltan a la Justicia y a la Fortaleza.
La falsificación liberal de la Fortaleza consiste en
admirar el coraje en sí, con prescindencia de su uso, o sea, prescindiendo de
la Prudencia y de la Justicia. Pero el coraje aplicado al mal no es virtud, es
una calamidad, es “la palanca del Diablo”, dice Santo Tomas.
El coraje en sí puede ser una cualidad natural, una especie
de furor temperamental, una ceguera para ver el peligro, o una estolidez en
soportar males que no se deben soportar.
La Fortaleza no excluye el miedo, solamente lo domina; al
contrario, ella está fundamentada en un miedo, en el miedo profundo del mal
definitivo, de perder la propia razón de ser.
La Fortaleza se basa en que el hombre es vulnerable. La
Fortaleza consiste en ser capaz de exponerse a las heridas y a la muerte (el
martirio, supremo acto de la virtud de Fortaleza) antes de soportar ciertas
cosas, de tragar ciertas cosas y de hacer ciertas cosas.
No existiría la Fortaleza o Valentía si no existiera el
miedo: “el miedo es natural en el prudente, y el saberlo vencer es ser
valiente”;
y tampoco si no existiera la vulnerabilidad.
La virtud de la Valentía no supone no tener miedo; al
revés, supone un supremo miedo al último y definitivo mal, y el miedo menor a
los males de esta vida captados en su realidad real; de acuerdo a la palabra de
Cristo: “No temáis tanto a los que pueden quitar la vida del cuerpo; temed
más al que puede condenar para siempre cuerpo y alma”. No dice: “No temáis
nada”,
porque eso es imposible: el prudente naturalmente teme los males naturales
captados en su realidad real, no en imaginaciones...
Dice Cristo: “temed menos”, y, en caso de conflicto, que el
temor mayor venza al menor, impidiéndonos “perder el alma”, aun a costa de perder
la vida.
De ahí que los dos actos precipuos de la Fortaleza sean
acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás
inesperadamente.
¿Cómo? ¿No es mejor siempre la ofensiva que la defensiva,
la actividad que la pasividad? Santo Tomás parece apocado, parece aconsejar
agacharse y aguantar más bien que atacar; y el mundo siempre ha tenido el
ataque por más valeroso que el simple aguante.
Santo Tomás tiene por más a la Paciencia que al Arrojo; pero no
excluye el Arrojo cuando es posible, al contrario; con otra proposición
paradojal dice que la Ira trabaja con la Fortaleza y hace parte de ella.
En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la
maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y
aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el
sacrificio.
El acto supremo de la virtud de la Fortaleza es el
martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio "triunfo" y no derrota.
La paciencia consiste formalmente en no dejarse
derrotar por las heridas, o sea, no caer en tristeza desordenada que abata el
corazón y perturbe el pensamiento; hasta hacer abandonar la Prudencia,
abandonar el bien o adherir al mal; y en eso se ejerce una actividad enorme.
“Soportar es más fuerte que atacar”.
Otra vez volvemos los ojos al error moderno y plebeyo;
considerar la paciencia como la actitud lacrimosa y pasiva del “corazón
destrozado”, que dicen. Al contrario, la paciencia consiste en no dejarse
destrozar el corazón, no permitir al Mal invadir el interior. Por tanto en el
fondo se basa en la convicción o en la fe en la última “invulnerabilidad”, en la inmunidad
definitiva.
Pase lo que pase, al fin voy a vencer, cree el cristiano; y
hasta el fin nadie es dichoso. Aunque sea a través de la muerte, si es
inevitable; pero si no es inevitable, no. De donde se ve que la Paciencia pende de la virtud de
la Esperanza sobrenatural, lo mismo que la Fortaleza, y no del apocamiento y
la debilidad.
La paciencia no consiste en el sufrir, sino en
el vencer el sufrimiento. Sufrir y aguantar no es lo mismo: aguantar es activo,
y es pariente de "aguardar" y "aguaitar".
Con razón dice el filósofo Pieper que la Fortaleza o Valentía atraviesa
los tres órdenes humanos, el Preorden, el Orden, y el Superorden, y está
integrada en ellos.
El Preorden en este caso es el coraje natural, el instinto de
agresión, en el varón sobre todo, y de resistencia, en la mujer sobre todo; que
lo poseen lo mismo el ser humano que el león o el mastín, y depende mucho del
cuerpo, temperamento y temple.
El Orden es el coraje ordenado por la razón y devenido valentía o
valor.
El Superorden es la virtud moral de la Fortaleza, pendiente de la virtud
supernatural de la Esperanza, la cual informa a los otros dos órdenes y los
robustece o se los incorpora; de tal modo que puede darse un hombre tímido,
cansado, entristecido y cortado de lo natural, que haga grandes actos de
fortaleza en virtud de lo sobrenatural.
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Para concluir esta disertación sobre el testimonio y el martirio, y
preparando la Fiesta de Pentecostés, detengamos nuestra atención sobre otro
texto ya citado, esta vez del Padre de Chivré:
La hora se volvió propicia para la tentación… Las dudas, los
cansancios, las tibiezas, como un enjambre de desdichas alrededor de nuestro
corazón, bordonean los aires fúnebres de su desaliento: “es demasiado
duro, es demasiado largo, es demasiado doloroso, es demasiado doloroso”…
Es en la paciencia que es necesario poseer su alma; y los tres cuartos
de los cristianos lo olvidaron; y esto explica las traiciones y las defecciones…
Sustinere, sostener, soportar, con alegría, en la esperanza y con
la sonrisa de la alegría.
La Confirmación puso en nuestra inteligencia razones de “aguantar
la vida”;
razones de dominarla.
El cristiano soporta con suavidad. En las condiciones más irritantes
para su temperamento, continúa con su deber.
El fuerte soporta con bondad mientras Dios quiera; y esta valentía da a
su alma su libertad de acción.
El fuerte no habla sino a Dios de sus miserias; ve más allá de la
prueba; su mirada llega mucho más allá de sus lágrimas; nublado por los
llantos, pero encendido por la fe, posee esta indefinible expresión de suavidad
muda y de indomable energía: se confirma en la paciencia.
Pero muy pocos comprenden eso, muy pocos; y por eso es que muchos son
llamados a espléndidas santidades, pero pocos son los elegidos.
* Allí donde vemos de razones para cesar, el Espíritu Santo
ve razones para seguir…
* Allí donde buscamos razones para huir de nosotros mismos,
el Espíritu Santo ve razones para permanecer…
* Allí donde quisiéramos encontrar razones para ceder, el
Espíritu Santo ve razones para resistir…
* Allí donde el sufrimiento clama a la rebelión, el Espíritu
de amor convoca a la aceptación…
No tengáis miedo pequeño rebaño... Sigue sosteniendo los derechos de
Dios, reprime todo temor, reprime todo miedo, antes que vosotros, yo conocí eso
de puños alzados en torno mío en el Calvario, escuché el “tolle… tolle” de las burlas, de las
injurias...
Defended la Verdad, y que vuestra fuerza de alma alcance su plena medida,
aceptando los golpes de la adversidad.
No desconozcáis las legítimas audacias al servicio de las legítimas
defensas; las exigencias de los derechos de la Verdad reclaman de vuestra parte
el valor y el coraje que arremete cuando es necesario defenderlos.
Pero, una vez cumplido este deber, no desechéis la valentía, el temple
y la impavidez que soporta…
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Y como escribiera Donoso Cortés:
“No te canses en buscar asilo seguro contra los
azotes de la guerra, porque te cansas vanamente; esa guerra se dilata tanto
como el espacio, y se prolonga tanto como el tiempo. Sólo en la eternidad,
patria de los justos, puedes encontrar descanso; porque solo allí no hay
combate.
No presumas, empero, que se abran para ti las
puertas de la eternidad si no muestras antes las cicatrices que llevas;
aquellas puertas no se abren sino para los que combatieron aquí los combates
del Señor gloriosamente, y para los que van, como el Señor, crucificados”.