jueves, 31 de diciembre de 2009

1º de enero


LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR

Al comienzo de este nuevo año civil y para consolidar el fundamento de nuestro combate por la defensa de nuestra fe es conveniente que consideremos el Misterio de Jesucristo tal como el Adviento y la Navidad nos lo han mostrado y tal como la fiesta de hoy nos lo resume en su simplicidad y brevedad.

Es muy importante que contemplemos y meditemos el Misterio de Jesucristo, puesto que el Misterio de la Iglesia, y por lo tanto el nuestro, es su continuación y su complemento. De allí resulta que nuestro combate actual es una consecuencia y un suplemento de ese misterio que hemos meditado durante el Adviento y que contemplamos ahora en Navidad.

Tal vez alguien se pregunte: ¿qué relación puede haber entre el Misterio del Hijo de Dios Encarnado, nacido en Belén, circuncidado ocho días mas tarde, y el Misterio de la Iglesia, prolongado y actualizado hoy en nuestro combate contra la apostasía de las naciones y el neomodernismo y la protestantización de la Roma Conciliar?

Para comenzar a comprender, es necesario saber que San León Papa nos dice:

“Solamente rinde a la fiesta de este día el homenaje de una verdadera adoración aquel que no tiene ninguna falsa opinión sobre la Encarnación. Ya que es tan peligroso negar la verdad de la naturaleza humana de Cristo, como rechazar la igualdad de gloria con su Padre.
En cada una de sus dos naturalezas, es el mismo Hijo de Dios: tomando lo que es nuestro, sin perder lo que le es propio. Ya que la Divinidad, que le es común con el Padre, no sufrió ninguna disminución en su omnipotencia, y la forma de esclavo no perjudicó en modo alguno la forma divina”.

Ahora bien, este Misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se continúa y se completa en el Misterio de su Iglesia hasta la consumación de los siglos... Se prolonga y se consuma en cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico: “Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”

Del mismo modo que su divino Fundador, la Santa Iglesia se presenta, a los ojos del creyente, gloriosa y divina, pero bajo un manto de pobreza y de humildad.

“Grande y glorioso misterio, dice San Bernardo, el Niño es circuncidado y recibe el Nombre de Jesús. ¿Por qué esta conexión? Recapacita que es el Mediador entre Dios y los hombres y que, a partir de los primeros momentos de su Natividad, asoció las cosas humanas a las cosas divinas, lo más bajo a lo más sublime. Nace de una mujer, pero de una mujer en quien el fruto de la fecundidad no hizo perder la flor de la virginidad; es envuelto en pobres pañales, pero estos lienzos son honrados por las alabanzas angélicas; se oculta en un pesebre, pero una estrella brilla en el cielo para anunciar su llegada. Por ello, la circuncisión demuestra cuán real es la humanidad de la cual se revistió, mientras que su nombre indica la gloria de su majestad. Es circuncidado como verdadero hijo de Abraham, se lo pone por nombre Jesús como a verdadero Hijo de Dios”.

Se trata, pues, efectivamente de la aceptación del misterio del Cristo en su totalidad. Asentir al misterio de la Encarnación, con todas sus consecuencias: aceptación de Jesús en su Venida en humildad, y aceptación de su Iglesia, que compartirá las humillaciones de su Esposo divino…


¿Hemos comprendido todo lo que hay de sublime, de verdaderamente divino en la respuesta que Jesús dio a los dos enviados de San Juan el Bautista para preguntarle “Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro”?

Los judíos soñaban (y sueñan) con un Mesías triunfador, que restableciese en todo su poder el reino de Israel. Por eso no podían (y no pueden) reconocer como Mesías al humilde hijo de María, que, nacido en un establo, creció en una carpintería.

¡Oh judíos enceguecidos por vuestras ambiciones terrestres!, este Mesías que nace en la pobreza de Belén, no os parece lo suficientemente grande. Era necesario que viniese al mundo en el palacio de Herodes…

Un Mesías rico, honrado, potente, aclamado; un Mesías a la cabeza de ejércitos victoriosos; un Mesías rey o emperador… ¡Y sin embargo!… ¡Cómo todo esto hubiera sido vulgar, además de ser puramente humano y vano!…

Ahora bien, discípulos de Jesús, ¿no somos acaso nosotros un poco como esos judíos, cuya ceguera sin embargo condenamos?

Nosotros también, cediendo a pensamientos demasiado terrestres, querríamos ver a la Iglesia de Cristo establecer aquí abajo sus derechos temporales.

Nos parece que después de veinte siglos todos los pueblos de la tierra deberían aclamar su poder, curvar sus frentes bajo su cetro y, de un polo al otro, entonar el hosanna de su eterno triunfo…

Y hete aquí que, por el contrario, la Iglesia de Jesús, como su Fundador en el tiempo de su vida mortal, es discutida combatida, perseguida, vencida… Su causa, mal servida por los unos, traicionada por los otros, parece siempre a punto de sucumbir…

Por el contrario, sus enemigos triunfan…

Entonces, nosotros también, como los discípulos de San Juan, nos allegamos a Jesús para preguntarle: ¿En verdad eres el Salvador? ¿Es realmente esta tu Iglesia? ¿No debemos esperar a otro o a otra?

¡Ahora bien!… Hoy como ayer, hoy como en los días de su Evangelio, Jesús puede responder: ¡Bienaventurado el que no se escandaliza de Mí! ¡Bienaventurado el que no se escandaliza de mi Iglesia! Hasta el fin de los tiempos permaneceré en medio de vosotros, siempre contrariado, objetado, discutido, negado, rechazado, a menudo perseguido… vencido… en mi Iglesia…


Pero también podrá siempre extender sus manos sobre la inmensa multitud de los que sufren para confortarlos… y a los que vengan a preguntarle. ¿Eres Tú el Salvador prometido del mundo?, responder como a los discípulos de Juan: “Id, y decid lo que habéis visto y oído”.


Sería inútil pretender disimular que el Señor permite que su Iglesia sea sometida a una prueba dura. Comprobamos cada día un poco más la terrible exactitud de las expresiones utilizadas por Jacques Maritain, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI:
“Apostasía inmanente”, “Autodemolición”, “Humo de Satanás dentro de la Iglesia”, “Apostasía silenciosa”, “A menudo la Iglesia nos parece una barca a punto de naufragar, una barca que hace agua por todas partes”…


Son innumerables los hechos que hacen tocar con el dedo, sea las carencias de la autoridad jerárquica, sea el poder asombroso de las autoridades paralelas, sea los sacrilegios en el culto, sea las herejías en la enseñanza…

La falsa Iglesia que se presenta entre nosotros desde el curioso concilio Vaticano II como la iglesia oficial se aparta sensiblemente, año tras año, de la Iglesia fundada por Jesucristo.

La falsa Iglesia post-conciliar se opone cada vez más a la Santa Iglesia que salva las almas desde hace veinte siglos.

Por las innovaciones más extrañas, tanto en la constitución jerárquica como en la enseñanza y las costumbres, la pseudo-iglesia-oficializada se opone cada vez más a la Iglesia verdadera, la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica.


Recordemos lo que decía el Cardenal Pie ya en 1859, en su Discurso sobre San Emiliano:

“Esta prueba, ¿está próxima?, ¿está distante?: nadie lo sabe, y no me atrevo a prever nada a este respecto; ya que comparto la impresión de Bossuet, que decía: «Tiemblo poniendo las manos sobre el futuro».
Pero lo que es cierto, es que a medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja.
No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres.
Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias.
La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día.
La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas.
Ella que decía en sus comienzos: “El lugar me es estrecho, hacedme lugar donde pueda vivir”, se verá disputar el terreno paso a paso; será sitiada, estrechada por todas partes; así como los siglos la hicieron grande, del mismo modo se aplicarán a restringirla.
Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: «se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos».
La insolencia del mal llegará a su cima”.

Y aquí se plantea la conocida pregunta: ¿Qué hacer?

¿Estamos condenados a la impotencia en medio del caos, y a menudo de un caos sacrílego y blasfemo?

¡No! Por el hecho de ser de Jesucristo, la Iglesia está garantizada, con una certeza absoluta, de conservar hasta el fin de los tiempos, suficiente jerarquía personal auténtica como para que se mantengan los siete Sacramentos y como para que se predique y se enseñe la doctrina de salvación.


Es cierto que en presencia de esta prueba, un gran número de sacerdotes y de fieles tomaron partido por lo que llama erróneamente “la obediencia”. Realmente no obedecen de verdad, porque no se promulgan legítimas órdenes o leyes, que ofrezcan plena garantía jurídica.

La desdicha, la gran desdicha, es que, incluso sin que lo quieran, su conducta hace el juego a la subversión. Se plegaron, en efecto, a las innovaciones desastrosas, que no tienen otro objetivo efectivo que enervar la tradición auténtica y sólida; debilitarla y, finalmente, llegar a cambiar, poco a poco, la religión.


Es cierto también que en medio de esta crisis, ya anunciada, otro gran número de clérigos y fieles, pretenden “domesticar a la Bestia de la Tierra” con discusiones y conversaciones doctrinales… Y entran en el campo de la Bestia, allí donde ella es poderosa para engañar y vencer…


Todo esto forma parte también de la hora presente; aquella en la cual debemos dar testimonio de nuestra fe con fortaleza y de humildad, que deben renovarse sin cesar, ya que nuestra confesión no es ante una persecución violenta (lo que precipitaría y simplificaría mucho las cosas), sino ante la revolución modernista, inspirada por demonios hábiles y por demás confusos, que se presentan bonachones y cándidos… benditos, capaces de engañar incluso a los elegidos…

Tal es la hora presente. Es, pues, en esta hora que tenemos que santificarnos y dar testimonio.

Todos nosotros, sacerdotes y laicos, cada uno por su cuenta y en su medida, tenemos una pequeña participación de autoridad auténtica.

Los sacerdotes tenemos los poderes para rezar la verdadera Santa Misa, para bautizar, para absolver, para predicar…

Los padres y madres de familia, a pesar del totalitarismo oficial y de la descomposición de la sociedad, no perdieron todavía del todo el poder para formar y educar a los hijos que han traído al mundo… por ahora conservan cierta autonomía respecto de la Bestia del Mar…


Que el sacerdote fiel llegue, pues, hasta el límite de su poder y de su gracia sacerdotal… sacrificando, rezando, bautizando, predicando, sosteniendo, animando…

Que cada padre y cada madre vayan hasta el límite de la gracia y del poder que le da el Sacramento del matrimonio para formar y a educar a sus hijos… darles convicciones claras y firmes… inspirarles el espíritu del martirio…

Que el educador llegue hasta el límite de su gracia y de su poder de formar los niños, los muchachos y las jóvenes en la fe, las buenas costumbres, la pureza, la belleza, las letras, la música, la pintura…


Que cada sacerdote, cada laico, cada pequeño grupo de laicos y de sacerdotes, teniendo autoridad y poderes auténticos sobre un pequeño fortín y bastión de la Iglesia y de la cristiandad lleguen hasta el límite de sus posibilidades y de su poder… para formar una barrera de pies de gallo con espíritu de katexon, de obstáculo…

Que los jefes de cada fortín y los ocupantes de cada bastión no se ignoren, sino que se comuniquen los unos con los otros. Que cada uno de estos fortines protegido, defendido, dirigido por una autoridad real auténtica, se convierta, en la medida de lo posible, en un bastión de santidad… para obstaculizar la llegada del Inicuo…

He aquí lo que garantizará la continuidad de la verdadera Iglesia y preparará eficazmente el renacimiento para el día que agrade al Señor, si es que un reflorecimiento ha de darse, cosa que yo personalmente no creo, salvo si se trata del último y definitivo, meta-histórico…

Lo que sigue siendo posible en la Iglesia, lo que la Iglesia garantizará siempre, en cualquier caso, sean cuales fuesen las pruebas diabólicas de la nueva iglesia post-vaticanezca, es esto: tender realmente a la santidad, poder formarse por la inmutable y sobrenatural doctrina en un grupo real (incluso muy reducido), bajo una autoridad real y legítima, teniendo la certeza de que permanecerán siempre verdaderos sacerdotes fieles que no pactarán con la Iglesia conciliar oficial.

Decíamos al comienzo que es muy importante que contemplemos y meditemos el Misterio de Jesucristo, puesto que el Misterio de la Iglesia es su continuación y complemento; y que, por lo tanto, nuestro combate actual es consecuencia y suplemento de ese misterio.

De la misma manera que no se puede decir que Jesucristo ha sido vencido, tampoco se puede decir que la Iglesia, perseguida por fuera y traicionada por dentro, sufre una derrota y corre a su ruina.

La Iglesia es victoriosa… Es la Esposa de Cristo victorioso. Porque la propiedad de obtener la victoria es una prerrogativa incuestionable del Señor, también es un privilegio necesario de su Esposa.

Entonces, profesar la fe en la Iglesia frente al modernismo, ser feliz de tener algo que sufrir para dar un hermoso testimonio de la Iglesia traicionada por todas partes, es velar con Ella en su agonía, es velar con Jesús que continua en su Esposa, afligida y traicionada, su agonía en el Jardín de los Olivos.

En la medida en que permanezcamos fieles en la oración y la vigilia, inaccesibles al temor mundano y al desaliento, en la misma magnitud conoceremos por experiencia que la Santa Iglesia es un misterio de fortaleza sobrenatural y de paz divina.


Concluyamos con el Cardenal Pie, en el discurso ya citado:

“Ahora bien, llegados en este extremo de cosas, en este estado desesperado, sobre este globo librado al triunfo del mal y que será pronto invadido por las llamas, ¿qué deberán hacer aún todos los verdaderos cristianos, todos los buenos, todos los santos, todos los hombres de fe y de valor?
Enfrentándose a una imposibilidad más palpable que nunca, con un redoblamiento de energía, y por el ardor de sus rezos, y por la actividad de sus obras, y por la intrepidez de sus luchas, dirán:
¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga a nosotros tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo…
¡Así en la tierra como en el Cielo! Murmurarán aún estas palabras, y la tierra se ocultará bajo sus pies.
Y como otra vez, tras un horrible desastre, se vio al senado de Roma y todas las instituciones del Estado avanzarse al encuentro del cónsul vencido, y felicitarlo por no haber desesperado de la República; del mismo modo el senado de los Cielos, todos los coros de los Ángeles, todos los órdenes de los bienaventurados, vendrán delante de los generosos atletas que habrán sostenido el combate hasta el final, esperando contra la esperanza misma…
Y entonces, este ideal imposible que todos los elegidos de todos los siglos habían proseguido obstinadamente, se volverá por fin una realidad.
En su segunda y última Venida, el Hijo entregará el Reino de este mundo a Dios su Padre; el poder del mal se habrá evacuado para siempre en el fondo de los abismos; todo el que no haya querido asimilarse, incorporarse a Dios por Jesucristo, por la fe, por el amor, por la observancia de la ley, será relegado en la cloaca de los desperdicios eternos.
Y Dios vivirá, y reinará plena y eternamente, no solamente en la unidad de su naturaleza y la sociedad de las Tres Personas divinas, sino también en la plenitud del Cuerpo Místico de su Hijo encarnado, y en la consumación de sus Santos”.


Tenemos un año menos para contemplar esta divina realidad… Falta menos…

Tenemos un año más para merecerla… Aprovechemos este tiempo para suplicar en nuestro Getsemaní: ¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga a nosotros tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo…

Entonces, después de haber trabajado aquí abajo en la medida de nuestras fuerzas por la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, por la venida del Reino de Dios sobre la tierra, por la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra, eternamente liberados del mal, diremos en el Cielo el eterno Sanctus, Sanctus, Sanctus: Que así sea...

sábado, 26 de diciembre de 2009

Domingo 27 de diciembre


SAN JUAN, APÓSTOL,
EVANGELISTA Y PROFETA

El Apóstol San Juan era natural de Betsaida. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé; y su hermano, Santiago el Mayor. Formaban una familia de pescadores que, al conocer al Señor, no dudaron en ponerse a su total disposición: Juan y Santiago, en respuesta a la llamada de Jesús, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron; Salomé, la madre, sirviéndole con sus bienes en Galilea y Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario.

Juan había sido discípulo del Bautista cuando éste estaba en el Jordán, hasta que un día pasó Jesús cerca y el Precursor le señaló: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír esto, junto con San Andrés, fue tras el Señor y pasó con Él aquel día. Nunca olvidó San Juan este primer encuentro.

Volvió a su casa, al trabajo de la pesca. Poco después, el Señor le llama definitivamente a formar parte del grupo de los Doce.

San Juan era, con mucho, el más joven de los Apóstoles; no tendría aún veinte años cuando correspondió a la llamada del Señor, y lo hizo con el corazón entero, con un amor indiviso, exclusivo.

Toda la vida de Juan estuvo centrada en su Señor y Maestro; en su fidelidad a Jesús encontró el sentido de su vida. Ninguna resistencia opuso a la llamada, y supo estar en el Calvario cuando todos los demás habían retrocedido.

Sabido es que los dos hermanos fueron llamados por Jesús “hijos del trueno”, por su entusiasmo y fogosidad.

Pedro, Santiago y Juan formaron el grupo predilecto de Jesús. Los tres presenciaron su Transfiguración, le acompañaban en el momento de la resurrección de la hijita de Jairo, fueron testigos de su agonía en el huerto de Getsemaní.

Entre las predilecciones particulares que el Maestro reservó a San Juan, recordemos que en la Última Cena le dejó reclinar la cabeza sobre su costado, que fue el único discípulo suyo que estuvo al pie de la Cruz, que poco antes de morir en ella le dejó encomendada a su Madre.

Junto con San Pedro preparó, por encargo de Jesús, la Cena pascual y comprobó que el sepulcro estaba vacío en la misma mañana de la Resurrección.

En los episodios posteriores a ésta, los dos aparecen constantemente juntos, defendiendo, por ejemplo, a Jesús ante el Sanedrín y soportando sus increpaciones. A los dos hallamos juntos predicando y bautizando a las muchedumbres, en los días inmediatos a Pentecostés. Los dos van a Samaria para invocar allí al Espíritu Santo sobre los ya bautizados, es decir: para administrarles la Confirmación.

Sabemos que predicó en Samaria, que asistió al Concilio de Jerusalén en el año cincuenta, que llevó al lado de la Virgen María una vida muy recogida, la cual continuó después de la Asunción de la Madre de Dios.

En el ocaso del primer siglo reaparece con toda su prestancia su figura; dominando el fin de la era apostólica con una majestad incomparable, debida al poder de su palabra y al prestigio de su autoridad.

San Ireneo, Padre de la Iglesia, quien fue discípulo de San Policarpo, quién a su vez fue discípulo de San Juan, es una segura fuente de información sobre el Apóstol

La Tradición nos enseña que entre la muerte de San Pedro y San Pablo y la ruina de Jerusalén, Juan fue a establecerse en Éfeso, seguido de una verdadera colonia de cristianos de Jerusalén, lo cual se explica perfectamente por el movimiento de dispersión que tuvo lugar en aquellos tiempos de guerra judaico-romana y de crisis de la Ciudad Santa, poco antes de su temida ruina, anunciada por Jesucristo, y consumada el año 70.

Cuando habían desaparecido todos los “testigos de la Palabra”, los oyentes de Jesús, quedaba allí Juan, que había visto al Maestro con sus ojos, y le había tocado con sus manos, y había recogido las últimas palabras de su vida mortal.

Es Tertuliano, el gran apologista (siglos II-III), quien cuenta que San Juan sufrió en Roma la terrible prueba del aceite hirviente. La tradición señala como lugar del hecho la Puerta Latina: un campo de las afueras de la Urbe, al principio de la vía que atravesaba el Lacio.

Podemos imaginar la escena: El venerable anciano ha sido echado, con las manos atadas, en una gran caldera llena de aceite que hierve y chisporrotea; los verdugos atizan el fuego y le contemplan estupefactos, reza el Mártir con los ojos fijos en el Cielo; se le ve sereno, alegre.

Se desiste de traer nuevas cargas de leña y de revolver el brasero; es inútil: nada puede hacer daño a la carne virginal de aquel hombre prodigioso; el fuego le respeta y el aceite que arde es para él como un rocío.

Tertuliano lo narra con emoción, añadiendo que el Evangelista, después de haber salido incólume del perverso baño, fue relegado, por orden imperial, a una isla. Este martirio lo festeja la Iglesia el 6 de mayo.

Consta históricamente que fue la de Patmos, en el mar Egeo, árida, agreste, volcánica; allí tendrá las visiones del Apocalipsis y permanecerá largos meses, hasta la muerte de Domiciano, para regresar a su Éfeso querida, amparado por una amnistía general.

Fue entonces cuando escribió su Evangelio. Él mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. “Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre”.

Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, “está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente”.

La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila que es el símbolo de San Juan el Evangelista.

También escribió el Apóstol tres epístolas. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad.

La tradición nos ha transmitido un hermoso anecdotario de la última vejez del Apóstol. Entusiasta de la pureza de la fe, no se recató de manifestar su más absoluta repugnancia contra las primeras herejías que en la Iglesia aparecieron.

San Ireneo cuenta que habiendo ido Juan, en cierta ocasión, a los baños públicos de Éfeso, vio que estaba en ellos el hereje Cerinto y salió inmediatamente afuera, diciendo: “Huyamos de aquí; no sea que vaya a hundirse el edificio por haber entrado en él tan gran adversario de la verdad”.

Contra Cerinto, precisamente y otros herejes como los Ebionitas, que negaban la divinidad de Jesucristo, escribió el cuarto Evangelio a ruegos de los Obispos de Asia.

San Jerónimo, en su libro Sobre los Escritores Eclesiásticos, dice que San Juan vivió hasta los días del Emperador Trajano (98-117) y falleció sesenta y ocho años después de la Pasión del Señor.

De acuerdo con San Epifanio, San Juan murió pacíficamente en Efeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años.


Como fruto de esta fiesta, debemos considerar que San Juan nos enseña a amar a Jesucristo, al prójimo y a la Santísima Virgen.

En primer lugar, San Juan nos ofrece en toda su vida uno de los más bellos modelos de la caridad a Jesucristo.

Sus actos como sus escritos no son más que inspiraciones de la caridad.

Fue la caridad la que inspiró su pureza virginal y sus correrías evangélicas, primero a través de las ciudades de Israel y los campos de Samaría, y después de Pentecostés, a través del Asia, en donde funda iglesias, consagra obispos, combate a los herejes.

Su caridad le condujo, en la noche de la Pasión, en medio de un pueblo enfurecido, para buscar a su amado, y, en el mismo día de la Pasión, estuvo al pie de la Cruz para servir de consuelo a Jesús, ya que no podía servirle de defensa.

Y después de la muerte de Jesús, la caridad le hizo desafiar el destierro, el martirio, el aceite hirviendo y el furor de los tiranos.

Porque San Juan amó mucho, Jesús reunió en él todos los favores repartidos entre los otros: lo hizo a la vez Apóstol, Evangelista, Profeta, Obispo, Doctor, Mártir, Confesor, Virgen, Patriarca y Fundador de las iglesias de Asia.

Jesús dejó desbordar sobre él tesoros de luz: le hizo alzar la vista hasta el seno del Padre para contemplar la generación del Verbo, estamparla en su Evangelio y leer en lo porvenir los combates de la Iglesia, sus dolores y su triunfo; la caída de la idolatría y los sucesos de los últimos tiempos.


En segundo lugar, vemos que, si los otros Evangelistas no han hecho sino indicar el precepto de la caridad, a San Juan le ha sido dado desenvolverlo en toda su belleza.

Es él quien nos enseña que la caridad evangélica es un mandamiento verdaderamente nuevo, por la perfección a que debe elevarse; que es el carácter distintivo del cristiano; que nuestra caridad debe modelarse por el mismo amor que Jesucristo tiene a los hombres; que ha de perdonar cuanto mal nos hagan, y no oponer sino amor a la ingratitud y a la indiferencia; que debe tomar por modelo algo más alto, cual es el amor que se tienen las tres Divinas Personas.


Finalmente, San Juan amó siempre a la Santísima Virgen como a Madre de Jesús; y este título le bastaba al discípulo a quien amaba Jesús.

Después la amó como a su propia Madre, en virtud del legado que Jesús le hizo al morir, diciéndole: Hijo mío, he aquí a tu madre.

El era su ángel tutelar, su consuelo, su apoyo, su refugio.

Desde la muerte del Salvador, la recibió en su propio hogar, viuda afligida y madre dolorosa y desconsolada; le prodigó los más solícitos y tiernos cuidados y mientras vivió proveyó a sus necesidades.

Aprendamos de San Juan a amar a Jesucristo; a amar al prójimo; a amar de un modo especial a la Santísima Virgen.

Tomemos la resolución de hacer todas nuestras acciones por amor a Dios; de amar al prójimo con un amor generoso, que sepa soportar y perdonar; de avivar nuestro amor hacia la Santísima Virgen.

Hoy, en su festividad, contemplamos al discípulo a quien Jesús amaba con una santa envidia por el inmenso don que le entregó el Señor, su propia Madre.

Todos los cristianos, representados en Juan, somos hijos de María.

Hemos de aprender de San Juan a tratarla con confianza. Él recibe a María, la introduce en su casa, en su vida.

Los autores espirituales han visto en esas palabras que relata el Santo Evangelio una invitación dirigida a todos los cristianos para que pongamos también a María en nuestras vidas.

María quiere ciertamente que la invoquemos, que nos acerquemos a Ella con confianza, que apelemos a su maternidad, pidiéndole que se manifieste como nuestra Madre.

Que San Juan Evangelista nos alcance estas gracias y todas las otras que nuestra alma necesita.

jueves, 24 de diciembre de 2009

25 de diciembre


SANTA NATIVIDAD DEL SEÑOR

I. Misa de Medianoche

“Jesucristo, el Hijo de Dios, nace en Belén de Judá”


Con la doctrina de los Santos Padres de la Iglesia, dispongamos nuestra alma para recibir la gracia del Nacimiento del Hijo de Dios.

¡Oh Nacimiento de una inviolable santidad!

Honorable a los ojos del mundo entero.

Agradable a todo hombre, por la grandeza del beneficio que le aporta.

Incomprensible a los mismos Ángeles, debido a su excelencia y a su novedad sin precedente, ya que no se vio nada similar antes él, y no se verá ningún otro después.

¡Oh Alumbramiento que no sólo no conoció el dolor, que no sólo no conoció la vergüenza, sino que siguió siendo puro de toda corrupción!

¡Oh Parto que cerró, en vez de abrirlo, el santuario de un seno virginal!

¡Oh Nacimiento que excede a la naturaleza por su maravillosa excelencia y que la salva por su misteriosa virtud!

¿Quién podrá explicar esta Natividad?

Un Ángel es el mensajero que la anuncia, la virtud del Altísimo la cubre con su sombra, y el Espíritu Santo concurre para consumarla.

Una Virgen cree; por la fe, una Virgen concibe; una Virgen da a luz en la fe y permanece siempre Virgen: ¿no hay aquí de que asombrarse?

El Hijo del Altísimo, Dios engendrado de Dios antes de todos los siglos, viene al mundo; el Verbo nace Niño: ¿quién podría no dejarse arrebatar de admiración?


Es el Nacimiento de Jesús: que aquel a quien los pecados condenaban en el fondo de su conciencia, se alegre; ya que la caridad de Jesús supera con mucho el número y el alcance de nuestros crímenes.

Es el Nacimiento de Jesús: alégrense aquellos a quienes abruman defectos antiguos, ya que con la unción de Cristo no hay enfermedad del alma que pueda durar, por muy inveterada que sea.

Es el nacimiento del Hijo de Dios; que los que aspiran a designios grandes se alegren, ya que un gran distribuidor de gracias y de dones nació para nosotros.

Mis hermanos, el que acaba de nacer es el heredero del Padre; hacedle buena recepción, ya que su herencia es nuestra; el que nos dio a su propio Hijo, ¿podrá negarnos algún bien con Él?

Ninguna duda quepa en nuestra alma, ninguna vacilación; nuestro garante es el Verbo de Dios, que se hizo carne y habitó entre nosotros.

El Hijo único de Dios quiso tener hermanos en gran número para ser su hermano mayor; y se hizo hombre, para que la debilidad y la fragilidad del hombre no sea obstáculo para nada.

El propio Padre disminuyó a su Verbo.

¿Quieres saber cuán grande era Aquél que se hizo pequeño? Escucha cómo este Verbo habla de sí mismo: Yo lleno el cielo y la tierra”. Ahora bien, hoy se ha hecho carne, y se lo colocó en un estrecho pesebre, dentro de un miserable establo.

Eres Dios, le dice el Profeta, lo eres desde el principio de los siglos, y lo serás hasta el final”, y he aquí que se convirtió en un Niño de un día.

¿Con qué objetivo, por qué se aniquiló, por qué se humilló, se redujo de este modo, el Señor de toda majestad, si no para que hagamos así también nosotros?

Comienza Él desde ahora a predicar por el ejemplo eso mismo que debe más tarde enseñar de palabra; comienza a decir: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

He aquí, pues, por qué ha tomando la forma de esclavo el que es igual a Dios Padre.

Pero, si se disminuyó, es en cuanto al poder y a la majestad, no en cuanto a la bondad y a la compasión. En efecto, ¿qué dice el Apóstol? La bondad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador, apareció en el mundo”.

El poder se había manifestado en la creación del mundo; su sabiduría en la manera en que lo controla y gobierna todas las cosas; pero es sobre todo hoy, en su humanidad, que su bondad y su misericordia se muestran a nosotros.

Los judíos habían visto su poder estallar en prodigios y en milagros.

Los filósofos pudieron también por sus propios ojos comprobar a menudo cuál es su sabiduría.

Pero, por una parte los judíos temblaban al pensamiento de su poder; y el peso de su gloria aplastaba a los filósofos en sus estudios sobre Dios.

El poder exige la sumisión; la majestad, la admiración. Ni una ni otra invitan a la imitación.

¡Muestra, pues, Señor, tu bondad!; la cual el hombre creado a tu imagen pueda imitar. Ya que no podemos imitar tu majestad, ni tu poder, ni tu sabiduría.

¿Hasta cuándo tu misericordia permanecerá encerrada en medio de los Ángeles?

Que tu misericordia extienda su imperio, que aumente su bien y que con fuerza alcance de un extremo del mundo al otro, y disponga todo con suavidad.

¿Qué temes tú, hombre; por qué tiemblas ante el pensamiento de la presencia del Señor que viene? Si viene, no es para juzgarte, sino para salvarte.

No, no huyas, no tengas miedo. No viene con las armas en la mano, no quiere castigarte, sino salvarte.

Antes bien, viene hoy bajo las características de un pequeño Niño que, lejos de hablar, no hace oír sino vagidos, más conmovedores que terribles.

Se hace muy pequeño, un Niñito; una Virgen Madre envuelve sus miembros delicados en pañales, ¿puedes tú temblar aún?

Reconoce, al menos, por estas señales al que vino, no para perderte, sino para salvarte, no para encadenarte, sino para liberarte.

Observad todo lo que Dios hizo por nosotros para animarnos a acercarnos a Él.

Que una Palabra tan llena de vida y de eficacia, una visita tan digna de ser recibida con entera deferencia, una lengua tan elocuente no queden sin producir algunos frutos en nosotros.

Que Aquél que para salvarnos se dignó revestirse de la forma de un esclavo, que el Hijo único del Padre, que es Dios, aleje esta desdicha de sus humildes siervos. Así sea.


· · · · ·

II. Misa de la Aurora


Es un gran día, mis hermanos, día del Nacimiento de Nuestro Señor.

A pesar de ser para nosotros, en nuestro hemisferio, uno de los días más largos del año, me veo forzado a hablar más contenidamente…

No os asombréis de que abrevie mis palabras, cuando Dios Padre ha abreviado su Verbo…

Meditemos las palabras de los Padres de la Iglesia.

Veo en la Natividad un nuevo y admirable misterio:

  • La voz de los Pastores resuena en mis oídos, no semejante a los acordes rurales de la flauta, sino al canto de los himnos celestiales.
  • Los Ángeles cantan, los Arcángeles hacen oír sus acordes y los Querubines sus cánticos, los Serafines rinden gloria…
  • Todos celebran esta fiesta, en la cual contemplan: Dios sobre la tierra, y el hombre en los Cielos; Aquél que es altísimo, reducido por su Encarnación; el que se anonada por la humildad, elevado por la misericordia.

Hoy Belén imita al cielo:

  • Los astros de su firmamento son los Ángeles que entonan sus cánticos.
  • Su sol es el Sol de justicia, que no puede circunscribirse.

Y no busquéis cómo eso ha podido realizarse, ya que cuando Dios quiere, el orden de la naturaleza debe ceder. Dios lo quiso, tuvo el poder, descendió, nos salvó. La voluntad de Dios se realiza en todas las cosas.

Hoy, El que es toma nacimiento, El que es pasa a ser lo que no era.

Siendo Dios, se convierte en hombre y no se despoja de su divinidad. Puesto que no es por la pérdida de su divinidad que Él se convierte en hombre, ni por adición de calidad que de hombre se convierte en Dios; sino que es el Verbo, y su naturaleza divina, siendo la misma debido a su inmutabilidad, se hizo carne.

Hoy, el que procede del Padre, nació de la Virgen de una manera inefable, inexplicable y maravillosa.

Engendrado del Padre antes de los siglos, de acuerdo con las leyes de su naturaleza divina; hoy ha nacido de una Virgen, fuera de las leyes de la humana naturaleza.

Su generación celestial es legítima, y su concepción terrestre no lo es menos. Es verdaderamente Dios engendrado de Dios; es en verdad hombre nacido de una Virgen.

En el Cielo, es el Hijo único de uno solo Dios; sobre la tierra, es el Hijo unigénito de una Virgen sin par.

Así como sería impío buscarle una madre en su generación celestial, del mismo modo sería blasfemar buscarle un padre en su generación terrestre.

El Padre engendró sin dispersar su sustancia, y la Virgen concibió y dio a luz sin conocer la corrupción.

Dios no sufrió la división de su sustancia, ya que engendró como convenía a Dios; y la Virgen no conoció la corrupción cuando alumbraba, porque concibió por la operación del Espíritu Santo.

De ahí sigue que la generación celestial del Verbo no puede ser explicada por palabras humanas, y que su llegada en el tiempo no puede ser el tema de nuestras investigaciones.

Sé que una Virgen ha alumbrado hoy, y creo que Dios engendró fuera del tiempo; pero he sabido que el método de esta generación debe ser honrado por el silencio, y no puede ser el objeto de una indiscreta curiosidad.

Ya que cuando se trata de Dios no hay que detenerse en la naturaleza de las cosas, sino creer en la omnipotencia del que obra.

Es una ley de la naturaleza que una mujer conciba después que haya contraído matrimonio; pero si una Virgen, sin conocer varón, concibe y da a luz, permaneciendo Virgen, esto está por sobre la naturaleza.

Que se investigue lo que es conforme a la naturaleza, consiento; pero se debe honrar por el silencio lo que está por sobre la naturaleza, no porque sea necesario apartarse de tales temas, sino porque son inefables y dignos ser celebrados diferentemente que por las palabras.

Jesucristo nació de un Virgen, para que nazcamos del Espíritu Santo; el que fue engendrado del Padre antes de todos los siglos ha nacido hoy de María Virgen.

Su Madre le dio a luz, pero permaneció en el seno de su Padre. Ya que si Aquél que es eterno pasó a ser lo que no era, no dejó de ser lo que era.

No era hombre, y se hizo hombre, según esta palabra del Apóstol: Formado de mujer, se sometió a la ley, para redimir el que estaba bajo la ley.

Pero era Dios, y permaneció lo que era.

Su nacimiento según la carne fue útil para nosotros, sin perjudicarle a Él; ya que nos obtuvo la gracia de volver a ser hijos adoptivos de Dios, y sigue siendo Dios junto a su Padre.

Hoy, pues, Nuestro Señor Jesucristo ha nacido según la carne, pero no según la divinidad; ya que Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Estaba al principio junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se le hizo nada”.

Corramos, pues, mis hermanos, corramos rápidamente al establo; no sólo los Ángeles nos esperan allí, sino que aguarda nuestra visita el Creador mismo de los Ángeles.

Dios Padre nos espera en Belén.

En cuanto al Hijo, ¿no sabes cuán ardientemente desea recoger los frutos de su Nacimiento, de la vida entera que pasó sobre la tierra, de su Cruz y muerte, del precio de su Preciosísima Sangre?

El Espíritu Santo nos espera también, ya que es la bondad y la caridad, que nos predestinó desde toda eternidad.

En cuanto a la Santísima Virgen María y el Buen Santo José, también nos esperan para bendecirnos.

¡Pues, bien!, puesto que la Corte Celestial nos espera, corramos rápidamente, pero no corremos vanamente; corramos por nuestros deseos, corramos haciendo progresos en la virtud.

Seamos hombres de buena voluntad, y recemos según Jesús nos enseñó: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”.


· · · · ·

III. Misa del Día


Las primeras palabras del Evangelio de San Juan prueban la eternidad del Verbo, cuyo Nacimiento temporal conmemoramos hoy. Contemplémoslas junto a los Padre de la Iglesia.

El Omnipotente, el Eterno, el Verbo de Dios se hizo carne, descendió hasta nosotros, con el fin de elevarnos hasta Él.

El Verbo Eterno se hizo hombre para buscar al hombre extraviado; y este mismo Señor que se hizo hombre por nosotros, siempre ha sido Dios en el seno de su Padre, y lo es todavía, ya que no hay ni pasado ni futuro allí donde no existe la movilidad del tiempo.

Es el gran y divino misterio que acaba de recordarnos la lectura del Evangelio:

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Estaba al principio junto a Dios.
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”.

Hoy el Rey de los Ángeles ha nacido en medio de los pecadores con el fin de concederles el perdón de sus faltas.

¡Que los cielos se alegren! ¡Que la tierra exulte de alegría!”, ya que el verdadero Creador descendió de los Cielos para levantar al mundo de sus ruinas; y para que por María se repare lo que Eva desgraciadamente había destruido.

En otro tiempo, una mujer había llevado el mundo a su perdición; y he aquí que María lleva el Cielo en su seno virginal.

La primera mujer probó el fruto del árbol, lo dio a su esposo, introdujo la muerte en el mundo… María mereció engendrar al Salvador, fruto del Eterno Padre…

El que es coeterno con su Padre, nació, pues, después de su Madre.

Por esta razón celebramos hoy el alumbramiento de la Virgen, de esta Virgen que declaramos también Madre; en quien la gloria de la fecundidad vino a aumentar el resplandor de la virginidad, y cuya fecundidad se encontró ennoblecida por una virginidad inalterable.

Esta Virgen tuvo el privilegio de la fecundidad, pero nunca ha perdido el de la virginidad; su parto fue de tal modo que nunca habría sido fértil si hubiera debido perder la integridad de su inocencia.

Ella fue la única en recibir esta gracia singular de un carácter totalmente divino.

A Ella sola le fue concedido este favor particular de formar en su seno y por su sangre al Creador de todas las cosas; de concebir, sin participación de ningún hombre, al que formó a la mujer; y, por fin, de engendrar en el tiempo al Dios engendrado desde toda eternidad.

San Pablo nos presentó este misterio bajo su aspecto más agradable y más apto para excitar nuestra admiración.

¿Por qué este misterio es tan admirable? Porque se realizó de este modo.

¿Por qué es tan agradable? Porque se realizó en nuestro favor.

¿Por qué es digno de nuestra admiración? Porque el que es verdadero Dios de Dios, también nació verdadero hombre de mujer.

¿Hay algo comparable a esta maravilla, que un verdadero Dios, naturalmente nacido del Padre, y por derecho de nacimiento Señor de todas las cosas, también haya nacido de la Virgen en la condición de esclavo?

¿Hay algo comparable a esta maravilla, que se haya creado en el tiempo al Creador de todos los tiempos?

¿Por qué este misterio es tan agradable? Es que el Hijo único, que está en el seno del Padre, se dignó hacerse verdadero hombre y nacer de mujer, para hacernos nacer de Dios.

Dios hizo estallar su amor por nosotros cuando su Hijo único, por Quien todas las cosas fueron hechas, fue formado en medio de todas las cosas; y cuando Aquél que había hecho todos los tiempos fue engendrado llegada la plenitud de los tiempos.

Es necesario comprender con exactitud cómo ha podido formarse Aquél por Quien todas las cosas fueron hechas; o como se puede decir que Aquél que hizo todos los tiempos se hizo hombre en la plenitud de los tiempos.

Los santos Profetas y los santos Apóstoles avanzaron estas dos aserciones, y los discípulos de la misma Verdad nos enseñaron eso con mayor verdad aún.

He aquí la doctrina de los Profetas y de los Apóstoles.

Cuando al hablar del Hijo de Dios lo designan al mismo tiempo como Creador y como criatura, como haciendo y como formado, como teniendo tiempo y como eterno, no hay nada discordante en su manera de expresarse; la falsedad no vicia su enseñanza, sino que su profesión de fe sobre uno y otro nacimiento es la expresión verdadera de la verdadera fe.

Es, en efecto, evidente, que del Señor, Hijo único de Dios, se puede siempre afirmar un doble nacimiento, puesto que en Él se encuentran realmente unidas la naturaleza divina y la naturaleza humana.

Por esta razón la Iglesia católica reconoce, sin vacilar, en un solo y propio Hijo de Dios a su Creador y a su Redentor.

Su Creador, porque, como Dios, le dio la existencia. Su Redentor, porque, como Hombre, se hizo a causa de la redención.

Esta casta Esposa reconoce en Él, sin sombra de duda, a su Esposo, ya que se le une en la plenitud y en la verdad de las dos naturalezas.

Ella confiesa que es su Cabeza y que esta Cabeza no solamente permanece en el Padre, es el Eterno e Inmutable Señor, sino que se hizo Hombre, permaneciendo Dios, un Hombre perfecto, nacido en el tiempo de la Santísima Virgen María.

La Iglesia sabe que tiene con el Padre una única naturaleza divina, y con su Madre la naturaleza humana, es decir, un cuerpo y un alma.

Ella confiesa que un sólo y mismo Cristo comenzó a existir y nunca ha tenido principio; ya que el Hijo único de Dios es, al mismo tiempo, Dios eterno de Dios eterno y Hombre temporal de Madre temporal.

Por eso Ella predica un sólo Hijo de Dios, igual e inferior al Padre; ya que sabe que no hay más que un único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, Dios y Hombre.

En efecto, el Hijo de Dios nos ha pedido prestada nuestra naturaleza para salvarla; y después de haberla asumido, la salvó por el efecto de una bondad inconmensurable.

Así sucedió que Dios Padre concedió la salvación al hombre por los méritos de Dios Hijo, con Quien comparte la divinidad.

De ahí sigue, por fin, que, para los fieles, la verdadera fuente de salvación se encuentra en el mismo y único Hijo de Dios.

Tal es la verdadera norma de la fe católica, en esto consiste la divina y sana doctrina: creer que hay verdaderamente dos naturalezas en la única Persona del Hijo de Dios, y confesar, con no menos seguridad, la verdad de los dos nacimientos del único Hijo de Dios.

Mis hermanos, que este punto de fe sea, pues, bien cierto para nosotros; que la creencia sea consolidada en nuestros corazones: Dios, el Hijo único, por quien todas las cosas fueron hechas, verdaderamente fue engendrado desde toda eternidad, antes de todos los tiempos, y verdaderamente nació una vez en el tiempo.

Una vez, sin haber comenzado, y otra vez en un tiempo determinado.

Una vez de Dios Padre, y otra vez de la Virgen María. De Dios Padre sin tener madre; de la Virgen María, no sin tener Padre, sino sin tener un hombre por padre.

En efecto, Dios Hijo tiene a Dios por Padre, no solamente en cuanto nació de Él sin haber comenzado, y que Él es Dios de Dios Padre; sino también en cuanto nació de la Virgen Madre en el tiempo, y que siendo Dios, se hizo hombre.

En su primer nacimiento, ha sido engendrado por el Padre, salió de su seno y es Dios Altísimo. En su segundo nacimiento, el mismo Dios salió de un seno virginal.

Por el primero, nos ha hecho, y por el segundo, nos dio una nueva vida.

Por uno, nos creó; y por el otro, nos redimió.

Por aquél, nos convertimos en criaturas; por éste, se nos adoptó como hijos de Dios.

Por el primero, es nuestro Creador y somos su obra; por el segundo, es nuestro Redentor y somos su herencia.

Por uno, el Hijo de Dios nos dio la existencia humana; por el otro, se dignó hacernos sus herederos.

Es por efecto de aquél que todos los hombres vienen a este mundo; es por efecto de éste que todos los justos reinarán en el Cielo.

Como consecuencia del primero, somos sus criaturas y tenemos la vida; como consecuencia del segundo, aquéllos que readquirió entrarán en posesión de la bienaventuranza eterna.

El tiempo determinado para el parto de María se cumple; por grande que sea Aquél a quien da a la luz de la vida no cambia nada las leyes que regulan el nacimiento de los hombres.

Así debió nacer el que se encarnó para redimirnos, sacrificando la naturaleza humana que asumiese en el seno virginal.

Cristo viene al mundo. Como Dios, está junto al Padre; como Hombre, nace de una Madre Virgen.

Engendrado por el Padre, es la fuente de la vida; nacido de María, es la tumba de la muerte.

En Él se encuentran el Revelador del Padre y el Creador de la Madre; el Verbo nacido antes de todo tiempo, y el Hombre nacido en el tiempo oportuno.

El Creador del sol, y la criatura formada bajo el sol; Aquél que es desde toda eternidad con el Padre, y Aquél que ha nacido hoy de la Madre; Aquél sin el cual el Padre nunca ha existido, y Aquél sin el cual la Madre nunca habría sido Madre.

La que alumbra hoy es, al mismo tiempo, Madre y Virgen. Aquél que nació es, al mismo tiempo, Niño y Verbo.

El que hizo al hombre se hizo Hombre, vino al mundo por una Madre a quien Él mismo había creado, y se amamantó de los senos que Él mismo había llenado.

El que era Dios se convirtió en Hombre, y, sin perder lo que era, quiso convertirse en su propia criatura.

En efecto, añadió la humanidad a su divinidad; pero al volverse Hombre, no dejó de ser Dios.

Por haberse revestido de miembros humanos, no interrumpió sus obras divinas; y cuando se encerró en el seno de una Virgen, no privó a los Ángeles de la sabiduría que constituye su comida.

¡Ah!, es con razón que los Cielos hablaron, que los Ángeles dieron gracias, que los Pastores se alegraron, que los Magos se convirtieron en mejores, que los reyes cayeron en el desorden, que los niños pequeños fueron coronados…

Contemplemos, pues, este inefable misterio…

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Estaba al principio junto a Dios…”

He aquí la esclava del Señor, hágase según tu palabra…”

¡Oh María!, ¡oh Madre!, ¡oh Virgen María!, amamantáis nuestra comida, amamantáis al Pan que nos viene de lo alto de los cielos…

¡Oh muy Santa Virgen María!, le colocáis en el pesebre, como si fuese destinado a ser la comida de piadosos animales…

Amamantáis a Aquél que os creó para haceros su Madre. A Aquél que antes de nacer eligió el seno en el cual se encarnaría, así como el día en que vendría al mundo…

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…”

sábado, 19 de diciembre de 2009

San Juan Bautista


CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO

La Liturgia de los domingos tercero y cuarto del Adviento nos presenta la destacada personalidad de San Juan Bautista.

El otro San Juan, el Evangelista, nos dice que los enviados de los sacerdotes le preguntaron: “¿Quién eres, pues?, para que demos respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?”

San Juan Bautista respondió: “Soy la voz del que clama en el desierto…”

Y San Lucas sitúa bien la misión desempeñada por el Precursor en el curso histórico de su tiempo: “En el año quince del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea; Filipo, su hermano, tetrarca de Iturea y de Traconítides, y Lisanias tetrarca de Abilene; en el pontificado de Anás y Caifás…”

Y en este contexto histórico, declara el contenido de la predicación del Bautista: “Fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: Voz del que clama en el desierto” “Vox clamantis in deserto”…

¡Qué grande, espléndida es la persona de San Juan Bautista! : “Hubo un hombre enviado por Dios. Éste vino para dar testimonio; para dar testimonio de la luz, para que todos crean por él”.

De la misma manera, podemos situar a otros grandes predicadores del catolicismo, ubicarlos en la marcha de la historia y hacer resaltar su importancia, tanto para su tiempo como para su posteridad: San Justino, San Ireneo, San Agustín, San Gregorio Magno, San León I, San Gregorio VII, San Bernardo, San Francisco, Santo Domingo, etc.

Cada uno de estos Santos predicó el Evangelio, anunció a Nuestro Señor Jesucristo en su tiempo, en su contexto histórico.

Nosotros también, debemos predicar a Nuestro Señor, dar testimonio de la Luz, y debemos hacer referencia al tiempo en el cual vivimos, el contexto histórico donde la Divina Providencia nos ha colocado para dar testimonio.

Y debemos reconocer que “dar testimonio” no implica lo mismo para San Juan Bautista (en los orígenes del cristianismo), que para San Bernardo o Santo Tomás (en la Edad Media)… que para nosotros hoy… en el siglo de la apostasía…

Pero, ¡qué grande y espléndida es también esta misión para nosotros!, a pesar de las diferencias…

Y debemos reflexionar, ¿por qué el Evangelista hace la enumeración de todos esos personajes, príncipes, pontífices, hombres políticos o religiosos? ¿Por qué pasar revista de los “Tiberio César, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanias, Anás, Caifás”?

Tiberio César, ese Emperador fue un monstruo, que no soñaba sino en orgías y asesinatos.

Poncio Pilatos, es el prototipo del estadista despreciado por siempre por su bajeza.

Herodes, es aquél que pronto hará asesinar al Precursor y se burlará de Nuestro Señor, y cuyo padre mató a los Santos Inocentes.

Anás y Caifás, el sacerdocio divino representado por estos dos miserables, que un día contribuirían activamente en la condenación y muerte del Hijo de Dios.

Tiberio César, Poncio Pilatos, Herodes, Anás, Caifás, ¿puede ser mayor la ruina de la conciencia humana?

Por lo tanto, no se trata de una simple localización en el tiempo, si no que es para probar, por el triste estado político y religioso de la nación judía que los Profetas predijeron con toda claridad, la Venida del Mesías… que éste había llegado ya.

En efecto, el cetro, es decir la autoridad soberana, había desaparecido de Judea: El Gobierno del país había pasado entero a las manos de los extranjeros; Judea no era ya en realidad sino una provincia romana, administrada entonces por Poncio Pilatos en nombre de Tiberio, sucesor inmediato de Augusto.

Los tetrarcas, o pequeños reyes de la cuarta parte de un país, aquí nombrados, no eran reyes más que de nombre; su autoridad era muy limitaba y dependía absolutamente del buen placer del emperador de Roma.

El tiempo del Mesías había llegado.

El Evangelista hace mención de Anás y Caifás, que había obtenido por dinero ejercer el cargo de gran sacerdote.

San Lucas quiere pues mostrar en qué deshonra e ignominia había caído el sacerdocio, y anunciar, por ello, que la Antigua Ley iba a dar paso a la Nueva y que el verdadero gran Sacerdote, según el orden de Melquisedec, iba a ser consagrado y ungido por su propia Sangre.

Para nosotros, el contexto histórico donde la Divina providencia nos colocó nos obliga a predicar en medio de la relajación política y religiosa más escandalosa y más turbulenta que conocieron la sociedad civil y la Iglesia.

¡Sí!, es necesario decirlo, nos encontramos ante la mayor revolución religiosa…; debemos enfrentar la autodestrucción de la Iglesia, acompañada del mayor hundimiento político y social de la historia del mundo…

¿Es necesario precisar los nombres? Aquí los tenéis:

En primer lugar, los testigos fieles: Fuit homo missus a Deo… Hubo un hombre enviado por Dios:

Guiados por las enseñanzas y advertencias de San Pío X, que condenara por anticipado el Concilio Vaticano II y sus reformas, se presentaron Monseñor Lefebvre, Monseñor de Castro Mayer; Monseñor Ducaut Bourget; el Padre Le Lay; el Padre Sánchez Abelenda… testigos de la luz…

Cada cual puede poner los ejemplos que ha conocido en su país y que le han ayudado a conservar la fe.

“Éstos vinieron para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por ellos”.

Hay hombres consagrados al servicio de la verdad, del bien, de la belleza, sea en la sociedad civil, sea en el santuario, cuyas empresas aparentemente fracasaron.

Cada uno puede citar estadistas, políticos, prelados, sacerdotes, cuya vida consistió toda entera en combatir, sin éxito aparente, las ideas reinantes, cuyos proyectos tenían asegurado el triunfo por anticipo.

Su existencia de lucha fue una derrota permanente, una ruina absoluta de sus esperanzas, incluso las más legítimas.

Con todo, nadie ha triunfado tanto como estos hombres, siempre vencidos; nadie ha tenido un éxito tan verdadero como estos campeones, siempre execrados, nadie rindió tantos servicios a la causa de la verdadera civilización y de la Fe como estos eternos derrotados.

Su consagración, aparentemente estéril, fue el peso que a la larga hizo inclinar la balanza del lado de la justicia oprimida, de la verdad calumniada y de la inocencia perseguida.

Gracias a estos hombres, el cristianismo triunfó de la persecución pagana, de la violencia de los poderes civiles, de la herejía y de la apostasía de una parte de sus hijos.

Así triunfará aún, no lo pongamos en duda, de los errores actuales en la crisis más terrible que haya tenido que atravesar.

Los sacrificios ofrecidos para la santa causa de la Tradición, aunque aparentemente estériles, siempre suben hasta el trono de Dios, como el incienso.

Y a los que eran considerados como destinados a una derrota eterna, se los encontrará ser los vencedores de la incredulidad y los verdaderos salvadores de la Tradición.

Hemos pasado revista de los testigos fieles, consideremos ahora la delicuescencia de Occidente:

Del año cuarto del imperio de Kennedy al primero de Obama…

Luego de la maniobra de Gorbie en Rusia…

Siendo procurador de las Galias De Gaulle o Sarkozy…

La Reina Madre en Britania y teniendo como procuradores a Churchill, la Thatcher o Tony Blair…

Juan Carlos tetrarca de Hispania…

Encabezando la tetrarquía de Cuba Fidel y su procurador Chávez en Venezuela…

Teniendo los yankees como asalariados en la tetrarquía de Chile a Allende o la Bachelet…

En Uruguay Tabaré Vazquez o el Pepe Mujica…

En Brasil Lula y en Paraguay Lugo…

Siendo procuradores mercenarios en Argentina civiles o militares, cuya lista completa sería tedioso proporcionar, pero incluye nombres que van de Perón a Kirchner, pasando por Cámpora y Menem; de Frondizi a de la Rúa, pasando por Illia; de Aramburu a Viola con todos sus intermedios, sin olvidar a Rodríguez Saá, Duhalde, Alsogaray, Rodríguez, Martínez de Hoz, Cavallo, Tróccoli, Corach, Caputo, Balsa, Beliz, Angeloz, Reutemann y Palito

Que sean de derecha liberal o de izquierda socialista, los gobiernos democráticos o de facto se ven obligados a ceder ante los dueños del oro y a rendir honor a los principios revolucionarios, causa de la ruina de la Cristiandad y de la civilización.

Lo que mejor sabe hacer el Occidente, otrora cristiano, son las huelgas, las manifestaciones pacifistas u otras (innombrables aquí), las vacaciones, los ocios, la sociedad de consumo y de descomposición…

El Occidente decadente se imagina que eso durará siempre, y nadie le informa que debe renunciar a la democracia o prepararse para morir…

La Iglesia, por su parte, vio a sus intelectuales, luego a sus dignatarios y, por fin, a las masas de fieles dejarse implicar y deslizarse al compás de la corriente… Fue la apertura al mundo, la reconciliación ecuménica, la puesta al gusto del día de los dogmas, de las costumbres y de las instituciones…

Luego del Pontificado de Juan XXIII y Pablo VI; habiendo sesionado el Concilio Vaticano II; después de los fugaces treinta y tres días de Juan Pablo I y los interminables veintisiete años de Juan Pablo II; sucediéndole “la gloria de la oliva” con el falaz nombre de Benedicto…

Habiendo sido nombrados cardenales de Lubac y Congar, y cardenales argentinos Aramburu, Pironio, Primatesta, Quarracino, Bergoglio, y obispos Hesayne, Angelelli, De Nevares, Laguna, Casaretto, Bianchi di Cárgcano, Novak…

Extraordinario cambio, que se termina por las proclamaciones del culto del hombre… de la autodestrucción… de la apostasía silenciosa… de la Barca que hace agua por todas partes… declaraciones hechas por la boca misma de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI…

El mundo, en tiempos de San Juan Bautista, tanto desde el punto de vista político como desde el punto de vista religioso, era un verdadero desierto.

Y para definir bien quién era y cuál era su misión, San Juan se apropia un pasaje muy conocido del profeta Isaías: ego vox clamantis in deserto soy la voz del que clama en el desierto… ¡Que grande, espléndida, entusiasmante es esta misión!… Testigo de la luz en medio de las tinieblas…

Como si dijese: “Os dije que no soy el Cristo; soy la voz de su precursor, es decir, el heraldo predicho por el Profeta como encargado de anunciar su llegada, y disponer los corazones para recibirlo bien”.

Este texto de Isaías se aplicaba literalmente a la salida del pueblo judío del cautiverio de Babilonia y a su regreso a Jerusalén. Pero, profética y simbólicamente, significaba la salida de todo el género humano de la esclavitud del pecado y del demonio por la Venida del Mesías.

En este sentido, San Juan era el heraldo encargado de anunciar su llegada; la voz destinada a gritar, sacudir el entorpecimiento de los judíos, para excitarlos a hacer penitencia, a prepararse para oír pronto la voz del propio Salvador, y a aprovechar bien el gran beneficio de la Redención.

San Juan era una simple, pobre y potente voz. Los fariseos, los saduceos y los herodianos lo despreciaron: un gritón más…, un fanático de la corriente mesiánica, un fundamentalista, un integrista… No podía vencer ni a Pilatos ni a Herodes, políticamente nadie, cero…

Nosotros también, en el tiempo en que vivimos, en el desierto político y religioso del mundo ultramoderno, debemos ser vox clamantis in deserto…, la voz del que clama en el desierto…

¡Qué grande, espléndida, entusiasmante es esta misión!… Estamos en las tinieblas del mundo postmoderno para servir de testigos a la Luz…

Debemos decir al mundo apóstata: “soy la voz, el heraldo encargado de anunciar la Venida de Jesucristo, preparar sus caminos y disponer los corazones para recibirlo bien”; “Soy la voz destinada a clamar, sacudir el entorpecimiento, para excitar a la penitencia…”

Ciertamente, la diferencia es evidente entre un mundo idólatra, como el de la antigüedad, y un mundo cristiano como el de la Edad Media…

Y más aún, la diferencia es enorme entre una sociedad pagana y una sociedad apóstata como esta que se construye desde hace cinco siglos…

Existe una diferencia entre nuestro siglo y los siglos de Cristiandad: debemos oponernos, según nuestro estado y nuestra misión, a instituciones y costumbres cuyo principio animador no es ya cristiano, cuyo espíritu es verdaderamente el de la apostasía, como nos lo hace recordar la epístola del sábado de Cuatro Témporas:

Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios. ¿No os acordáis que ya os dije esto cuando estuve entre vosotros? Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno. Porque el misterio de iniquidad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida.


Esta nueva condición, los grandes autores de la Edad Media no podían tenerla en cuenta; no existía en su tiempo, es particular de nuestro tiempo.

Sin embargo la doctrina de los doctores medievales, en sí misma, no debe cambiarse; se trata solamente de colocarla en las perspectivas actuales.

Su enseñanza se formuló mientras que un orden cristiano se mantenía. Debemos penetrarnos de esta enseñanza, y hacerla nuestra en una situación bien diferente, puesto que debemos intentar mantener, en nuestro puesto y según nuestro estado, un orden temporal que se ajuste a la ley de Cristo.

Desde la Revolución, la Iglesia se ve atacada por todas las partes… Violentada por fuera por las fuerzas políticas de las logias…, traicionada al interior por las autoridades modernistas que ocuparon los puestos de mando.

La Iglesia del tiempo de la apostasía es Una, Santa, Católica, Apostólica; y María Inmaculada la sostiene para que se mantenga audaz.

Cuando viene el tiempo malo, hay que seguir siendo fiel a la Virgen Inmaculada, a la doctrina definida, a los Sacramentos y a la Misa de siempre… sin indultos y sin insultos…

Sed fieles, permaneced en paz, tened confianza y una santa alegría de vuestra misión…

Allí donde está el error, el odio, la división, la corrupción de lo mejor y sobre todo… sobre todo… sobre todo la ruptura con la Tradición, la asimilación con el modernismo… sabed que el enemigo está allí…

Sed fieles, permaneced en paz, tened confianza y una santa alegría de vuestra misión…

¡Sed voces que claman en el desierto…!

¡Sed testigos de la luz…!

¡Sabed que el enemigo está allí…!

Pero sabed también que Nuestro Señor, Nuestro Salvador, ¡está a las puertas…!