LA CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR
Al comienzo de este nuevo año civil y para consolidar el fundamento de nuestro combate por la defensa de nuestra fe es conveniente que consideremos el Misterio de Jesucristo tal como el Adviento y la Navidad nos lo han mostrado y tal como la fiesta de hoy nos lo resume en su simplicidad y brevedad.
Es muy importante que contemplemos y meditemos el Misterio de Jesucristo, puesto que el Misterio de la Iglesia, y por lo tanto el nuestro, es su continuación y su complemento. De allí resulta que nuestro combate actual es una consecuencia y un suplemento de ese misterio que hemos meditado durante el Adviento y que contemplamos ahora en Navidad.
Tal vez alguien se pregunte: ¿qué relación puede haber entre el Misterio del Hijo de Dios Encarnado, nacido en Belén, circuncidado ocho días mas tarde, y el Misterio de la Iglesia, prolongado y actualizado hoy en nuestro combate contra la apostasía de las naciones y el neomodernismo y la protestantización de la Roma Conciliar?
Para comenzar a comprender, es necesario saber que San León Papa nos dice:
“Solamente rinde a la fiesta de este día el homenaje de una verdadera adoración aquel que no tiene ninguna falsa opinión sobre la Encarnación. Ya que es tan peligroso negar la verdad de la naturaleza humana de Cristo, como rechazar la igualdad de gloria con su Padre.
En cada una de sus dos naturalezas, es el mismo Hijo de Dios: tomando lo que es nuestro, sin perder lo que le es propio. Ya que la Divinidad, que le es común con el Padre, no sufrió ninguna disminución en su omnipotencia, y la forma de esclavo no perjudicó en modo alguno la forma divina”.
Ahora bien, este Misterio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, se continúa y se completa en el Misterio de su Iglesia hasta la consumación de los siglos... Se prolonga y se consuma en cada uno de los miembros de su Cuerpo Místico: “Completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”
Del mismo modo que su divino Fundador, la Santa Iglesia se presenta, a los ojos del creyente, gloriosa y divina, pero bajo un manto de pobreza y de humildad.
“Grande y glorioso misterio, dice San Bernardo, el Niño es circuncidado y recibe el Nombre de Jesús. ¿Por qué esta conexión? Recapacita que es el Mediador entre Dios y los hombres y que, a partir de los primeros momentos de su Natividad, asoció las cosas humanas a las cosas divinas, lo más bajo a lo más sublime. Nace de una mujer, pero de una mujer en quien el fruto de la fecundidad no hizo perder la flor de la virginidad; es envuelto en pobres pañales, pero estos lienzos son honrados por las alabanzas angélicas; se oculta en un pesebre, pero una estrella brilla en el cielo para anunciar su llegada. Por ello, la circuncisión demuestra cuán real es la humanidad de la cual se revistió, mientras que su nombre indica la gloria de su majestad. Es circuncidado como verdadero hijo de Abraham, se lo pone por nombre Jesús como a verdadero Hijo de Dios”.
Se trata, pues, efectivamente de la aceptación del “misterio del Cristo” en su totalidad. Asentir al misterio de la Encarnación, con todas sus consecuencias: aceptación de Jesús en su Venida en humildad, y aceptación de su Iglesia, que compartirá las humillaciones de su Esposo divino…
¿Hemos comprendido todo lo que hay de sublime, de verdaderamente divino en la respuesta que Jesús dio a los dos enviados de San Juan el Bautista para preguntarle “Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro”?
Los judíos soñaban (y sueñan) con un Mesías triunfador, que restableciese en todo su poder el reino de Israel. Por eso no podían (y no pueden) reconocer como Mesías al humilde hijo de María, que, nacido en un establo, creció en una carpintería.
¡Oh judíos enceguecidos por vuestras ambiciones terrestres!, este Mesías que nace en la pobreza de Belén, no os parece lo suficientemente grande. Era necesario que viniese al mundo en el palacio de Herodes…
Un Mesías rico, honrado, potente, aclamado; un Mesías a la cabeza de ejércitos victoriosos; un Mesías rey o emperador… ¡Y sin embargo!… ¡Cómo todo esto hubiera sido vulgar, además de ser puramente humano y vano!…
Ahora bien, discípulos de Jesús, ¿no somos acaso nosotros un poco como esos judíos, cuya ceguera sin embargo condenamos?
Nosotros también, cediendo a pensamientos demasiado terrestres, querríamos ver a la Iglesia de Cristo establecer aquí abajo sus derechos temporales.
Nos parece que después de veinte siglos todos los pueblos de la tierra deberían aclamar su poder, curvar sus frentes bajo su cetro y, de un polo al otro, entonar el hosanna de su eterno triunfo…
Y hete aquí que, por el contrario, la Iglesia de Jesús, como su Fundador en el tiempo de su vida mortal, es discutida combatida, perseguida, vencida… Su causa, mal servida por los unos, traicionada por los otros, parece siempre a punto de sucumbir…
Por el contrario, sus enemigos triunfan…
Entonces, nosotros también, como los discípulos de San Juan, nos allegamos a Jesús para preguntarle: ¿En verdad eres el Salvador? ¿Es realmente esta tu Iglesia? ¿No debemos esperar a otro o a otra?
¡Ahora bien!… Hoy como ayer, hoy como en los días de su Evangelio, Jesús puede responder: ¡Bienaventurado el que no se escandaliza de Mí! ¡Bienaventurado el que no se escandaliza de mi Iglesia! Hasta el fin de los tiempos permaneceré en medio de vosotros, siempre contrariado, objetado, discutido, negado, rechazado, a menudo perseguido… vencido… en mi Iglesia…
Pero también podrá siempre extender sus manos sobre la inmensa multitud de los que sufren para confortarlos… y a los que vengan a preguntarle. ¿Eres Tú el Salvador prometido del mundo?, responder como a los discípulos de Juan: “Id, y decid lo que habéis visto y oído”.
Sería inútil pretender disimular que el Señor permite que su Iglesia sea sometida a una prueba dura. Comprobamos cada día un poco más la terrible exactitud de las expresiones utilizadas por Jacques Maritain, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI:
“Apostasía inmanente”, “Autodemolición”, “Humo de Satanás dentro de la Iglesia”, “Apostasía silenciosa”, “A menudo la Iglesia nos parece una barca a punto de naufragar, una barca que hace agua por todas partes”…
Son innumerables los hechos que hacen tocar con el dedo, sea las carencias de la autoridad jerárquica, sea el poder asombroso de las autoridades paralelas, sea los sacrilegios en el culto, sea las herejías en la enseñanza…
La falsa Iglesia que se presenta entre nosotros desde el curioso concilio Vaticano II como la iglesia oficial se aparta sensiblemente, año tras año, de la Iglesia fundada por Jesucristo.
La falsa Iglesia post-conciliar se opone cada vez más a la Santa Iglesia que salva las almas desde hace veinte siglos.
Por las innovaciones más extrañas, tanto en la constitución jerárquica como en la enseñanza y las costumbres, la pseudo-iglesia-oficializada se opone cada vez más a la Iglesia verdadera, la Iglesia de Cristo, la Iglesia Católica.
Recordemos lo que decía el Cardenal Pie ya en 1859, en su Discurso sobre San Emiliano:
“Esta prueba, ¿está próxima?, ¿está distante?: nadie lo sabe, y no me atrevo a prever nada a este respecto; ya que comparto la impresión de Bossuet, que decía: «Tiemblo poniendo las manos sobre el futuro».
Pero lo que es cierto, es que a medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja.
No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres.
Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias.
La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dada por San Pablo como una señal precursora del final, irán consumándose de día en día.
La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, será llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas.
Ella que decía en sus comienzos: “El lugar me es estrecho, hacedme lugar donde pueda vivir”, se verá disputar el terreno paso a paso; será sitiada, estrechada por todas partes; así como los siglos la hicieron grande, del mismo modo se aplicarán a restringirla.
Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: «se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos».
La insolencia del mal llegará a su cima”.
Y aquí se plantea la conocida pregunta: ¿Qué hacer?
¿Estamos condenados a la impotencia en medio del caos, y a menudo de un caos sacrílego y blasfemo?
¡No! Por el hecho de ser de Jesucristo, la Iglesia está garantizada, con una certeza absoluta, de conservar hasta el fin de los tiempos, suficiente jerarquía personal auténtica como para que se mantengan los siete Sacramentos y como para que se predique y se enseñe la doctrina de salvación.
Es cierto que en presencia de esta prueba, un gran número de sacerdotes y de fieles tomaron partido por lo que llama erróneamente “la obediencia”. Realmente no obedecen de verdad, porque no se promulgan legítimas órdenes o leyes, que ofrezcan plena garantía jurídica.
La desdicha, la gran desdicha, es que, incluso sin que lo quieran, su conducta hace el juego a la subversión. Se plegaron, en efecto, a las innovaciones desastrosas, que no tienen otro objetivo efectivo que enervar la tradición auténtica y sólida; debilitarla y, finalmente, llegar a cambiar, poco a poco, la religión.
Es cierto también que en medio de esta crisis, ya anunciada, otro gran número de clérigos y fieles, pretenden “domesticar a la Bestia de la Tierra” con discusiones y conversaciones doctrinales… Y entran en el campo de la Bestia, allí donde ella es poderosa para engañar y vencer…
Todo esto forma parte también de la hora presente; aquella en la cual debemos dar testimonio de nuestra fe con fortaleza y de humildad, que deben renovarse sin cesar, ya que nuestra confesión no es ante una persecución violenta (lo que precipitaría y simplificaría mucho las cosas), sino ante la revolución modernista, inspirada por demonios hábiles y por demás confusos, que se presentan bonachones y cándidos… benditos, capaces de engañar incluso a los elegidos…
Tal es la hora presente. Es, pues, en esta hora que tenemos que santificarnos y dar testimonio.
Todos nosotros, sacerdotes y laicos, cada uno por su cuenta y en su medida, tenemos una pequeña participación de autoridad auténtica.
Los sacerdotes tenemos los poderes para rezar la verdadera Santa Misa, para bautizar, para absolver, para predicar…
Los padres y madres de familia, a pesar del totalitarismo oficial y de la descomposición de la sociedad, no perdieron todavía del todo el poder para formar y educar a los hijos que han traído al mundo… por ahora conservan cierta autonomía respecto de la Bestia del Mar…
Que el sacerdote fiel llegue, pues, hasta el límite de su poder y de su gracia sacerdotal… sacrificando, rezando, bautizando, predicando, sosteniendo, animando…
Que cada padre y cada madre vayan hasta el límite de la gracia y del poder que le da el Sacramento del matrimonio para formar y a educar a sus hijos… darles convicciones claras y firmes… inspirarles el espíritu del martirio…
Que el educador llegue hasta el límite de su gracia y de su poder de formar los niños, los muchachos y las jóvenes en la fe, las buenas costumbres, la pureza, la belleza, las letras, la música, la pintura…
Que cada sacerdote, cada laico, cada pequeño grupo de laicos y de sacerdotes, teniendo autoridad y poderes auténticos sobre un pequeño fortín y bastión de la Iglesia y de la cristiandad lleguen hasta el límite de sus posibilidades y de su poder… para formar una barrera de pies de gallo con espíritu de katexon, de obstáculo…
Que los jefes de cada fortín y los ocupantes de cada bastión no se ignoren, sino que se comuniquen los unos con los otros. Que cada uno de estos fortines protegido, defendido, dirigido por una autoridad real auténtica, se convierta, en la medida de lo posible, en un bastión de santidad… para obstaculizar la llegada del Inicuo…
He aquí lo que garantizará la continuidad de la verdadera Iglesia y preparará eficazmente el renacimiento para el día que agrade al Señor, si es que un reflorecimiento ha de darse, cosa que yo personalmente no creo, salvo si se trata del último y definitivo, meta-histórico…
Lo que sigue siendo posible en la Iglesia, lo que la Iglesia garantizará siempre, en cualquier caso, sean cuales fuesen las pruebas diabólicas de la nueva iglesia post-vaticanezca, es esto: tender realmente a la santidad, poder formarse por la inmutable y sobrenatural doctrina en un grupo real (incluso muy reducido), bajo una autoridad real y legítima, teniendo la certeza de que permanecerán siempre verdaderos sacerdotes fieles que no pactarán con la Iglesia conciliar oficial.
Decíamos al comienzo que es muy importante que contemplemos y meditemos el Misterio de Jesucristo, puesto que el Misterio de la Iglesia es su continuación y complemento; y que, por lo tanto, nuestro combate actual es consecuencia y suplemento de ese misterio.
De la misma manera que no se puede decir que Jesucristo ha sido vencido, tampoco se puede decir que la Iglesia, perseguida por fuera y traicionada por dentro, sufre una derrota y corre a su ruina.
La Iglesia es victoriosa… Es la Esposa de Cristo victorioso. Porque la propiedad de obtener la victoria es una prerrogativa incuestionable del Señor, también es un privilegio necesario de su Esposa.
Entonces, profesar la fe en la Iglesia frente al modernismo, ser feliz de tener algo que sufrir para dar un hermoso testimonio de la Iglesia traicionada por todas partes, es velar con Ella en su agonía, es velar con Jesús que continua en su Esposa, afligida y traicionada, su agonía en el Jardín de los Olivos.
En la medida en que permanezcamos fieles en la oración y la vigilia, inaccesibles al temor mundano y al desaliento, en la misma magnitud conoceremos por experiencia que la Santa Iglesia es un misterio de fortaleza sobrenatural y de paz divina.
Concluyamos con el Cardenal Pie, en el discurso ya citado:
“Ahora bien, llegados en este extremo de cosas, en este estado desesperado, sobre este globo librado al triunfo del mal y que será pronto invadido por las llamas, ¿qué deberán hacer aún todos los verdaderos cristianos, todos los buenos, todos los santos, todos los hombres de fe y de valor?
Enfrentándose a una imposibilidad más palpable que nunca, con un redoblamiento de energía, y por el ardor de sus rezos, y por la actividad de sus obras, y por la intrepidez de sus luchas, dirán:
¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga a nosotros tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo…
¡Así en la tierra como en el Cielo! Murmurarán aún estas palabras, y la tierra se ocultará bajo sus pies.
Y como otra vez, tras un horrible desastre, se vio al senado de Roma y todas las instituciones del Estado avanzarse al encuentro del cónsul vencido, y felicitarlo por no haber desesperado de la República; del mismo modo el senado de los Cielos, todos los coros de los Ángeles, todos los órdenes de los bienaventurados, vendrán delante de los generosos atletas que habrán sostenido el combate hasta el final, esperando contra la esperanza misma…
Y entonces, este ideal imposible que todos los elegidos de todos los siglos habían proseguido obstinadamente, se volverá por fin una realidad.
En su segunda y última Venida, el Hijo entregará el Reino de este mundo a Dios su Padre; el poder del mal se habrá evacuado para siempre en el fondo de los abismos; todo el que no haya querido asimilarse, incorporarse a Dios por Jesucristo, por la fe, por el amor, por la observancia de la ley, será relegado en la cloaca de los desperdicios eternos.
Y Dios vivirá, y reinará plena y eternamente, no solamente en la unidad de su naturaleza y la sociedad de las Tres Personas divinas, sino también en la plenitud del Cuerpo Místico de su Hijo encarnado, y en la consumación de sus Santos”.
Tenemos un año menos para contemplar esta divina realidad… Falta menos…
Tenemos un año más para merecerla… Aprovechemos este tiempo para suplicar en nuestro Getsemaní: ¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga a nosotros tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo…
Entonces, después de haber trabajado aquí abajo en la medida de nuestras fuerzas por la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, por la venida del Reino de Dios sobre la tierra, por la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra, eternamente liberados del mal, diremos en el Cielo el eterno Sanctus, Sanctus, Sanctus: Que así sea...