jueves, 24 de diciembre de 2009

25 de diciembre


SANTA NATIVIDAD DEL SEÑOR

I. Misa de Medianoche

“Jesucristo, el Hijo de Dios, nace en Belén de Judá”


Con la doctrina de los Santos Padres de la Iglesia, dispongamos nuestra alma para recibir la gracia del Nacimiento del Hijo de Dios.

¡Oh Nacimiento de una inviolable santidad!

Honorable a los ojos del mundo entero.

Agradable a todo hombre, por la grandeza del beneficio que le aporta.

Incomprensible a los mismos Ángeles, debido a su excelencia y a su novedad sin precedente, ya que no se vio nada similar antes él, y no se verá ningún otro después.

¡Oh Alumbramiento que no sólo no conoció el dolor, que no sólo no conoció la vergüenza, sino que siguió siendo puro de toda corrupción!

¡Oh Parto que cerró, en vez de abrirlo, el santuario de un seno virginal!

¡Oh Nacimiento que excede a la naturaleza por su maravillosa excelencia y que la salva por su misteriosa virtud!

¿Quién podrá explicar esta Natividad?

Un Ángel es el mensajero que la anuncia, la virtud del Altísimo la cubre con su sombra, y el Espíritu Santo concurre para consumarla.

Una Virgen cree; por la fe, una Virgen concibe; una Virgen da a luz en la fe y permanece siempre Virgen: ¿no hay aquí de que asombrarse?

El Hijo del Altísimo, Dios engendrado de Dios antes de todos los siglos, viene al mundo; el Verbo nace Niño: ¿quién podría no dejarse arrebatar de admiración?


Es el Nacimiento de Jesús: que aquel a quien los pecados condenaban en el fondo de su conciencia, se alegre; ya que la caridad de Jesús supera con mucho el número y el alcance de nuestros crímenes.

Es el Nacimiento de Jesús: alégrense aquellos a quienes abruman defectos antiguos, ya que con la unción de Cristo no hay enfermedad del alma que pueda durar, por muy inveterada que sea.

Es el nacimiento del Hijo de Dios; que los que aspiran a designios grandes se alegren, ya que un gran distribuidor de gracias y de dones nació para nosotros.

Mis hermanos, el que acaba de nacer es el heredero del Padre; hacedle buena recepción, ya que su herencia es nuestra; el que nos dio a su propio Hijo, ¿podrá negarnos algún bien con Él?

Ninguna duda quepa en nuestra alma, ninguna vacilación; nuestro garante es el Verbo de Dios, que se hizo carne y habitó entre nosotros.

El Hijo único de Dios quiso tener hermanos en gran número para ser su hermano mayor; y se hizo hombre, para que la debilidad y la fragilidad del hombre no sea obstáculo para nada.

El propio Padre disminuyó a su Verbo.

¿Quieres saber cuán grande era Aquél que se hizo pequeño? Escucha cómo este Verbo habla de sí mismo: Yo lleno el cielo y la tierra”. Ahora bien, hoy se ha hecho carne, y se lo colocó en un estrecho pesebre, dentro de un miserable establo.

Eres Dios, le dice el Profeta, lo eres desde el principio de los siglos, y lo serás hasta el final”, y he aquí que se convirtió en un Niño de un día.

¿Con qué objetivo, por qué se aniquiló, por qué se humilló, se redujo de este modo, el Señor de toda majestad, si no para que hagamos así también nosotros?

Comienza Él desde ahora a predicar por el ejemplo eso mismo que debe más tarde enseñar de palabra; comienza a decir: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

He aquí, pues, por qué ha tomando la forma de esclavo el que es igual a Dios Padre.

Pero, si se disminuyó, es en cuanto al poder y a la majestad, no en cuanto a la bondad y a la compasión. En efecto, ¿qué dice el Apóstol? La bondad y la humanidad de Dios, nuestro Salvador, apareció en el mundo”.

El poder se había manifestado en la creación del mundo; su sabiduría en la manera en que lo controla y gobierna todas las cosas; pero es sobre todo hoy, en su humanidad, que su bondad y su misericordia se muestran a nosotros.

Los judíos habían visto su poder estallar en prodigios y en milagros.

Los filósofos pudieron también por sus propios ojos comprobar a menudo cuál es su sabiduría.

Pero, por una parte los judíos temblaban al pensamiento de su poder; y el peso de su gloria aplastaba a los filósofos en sus estudios sobre Dios.

El poder exige la sumisión; la majestad, la admiración. Ni una ni otra invitan a la imitación.

¡Muestra, pues, Señor, tu bondad!; la cual el hombre creado a tu imagen pueda imitar. Ya que no podemos imitar tu majestad, ni tu poder, ni tu sabiduría.

¿Hasta cuándo tu misericordia permanecerá encerrada en medio de los Ángeles?

Que tu misericordia extienda su imperio, que aumente su bien y que con fuerza alcance de un extremo del mundo al otro, y disponga todo con suavidad.

¿Qué temes tú, hombre; por qué tiemblas ante el pensamiento de la presencia del Señor que viene? Si viene, no es para juzgarte, sino para salvarte.

No, no huyas, no tengas miedo. No viene con las armas en la mano, no quiere castigarte, sino salvarte.

Antes bien, viene hoy bajo las características de un pequeño Niño que, lejos de hablar, no hace oír sino vagidos, más conmovedores que terribles.

Se hace muy pequeño, un Niñito; una Virgen Madre envuelve sus miembros delicados en pañales, ¿puedes tú temblar aún?

Reconoce, al menos, por estas señales al que vino, no para perderte, sino para salvarte, no para encadenarte, sino para liberarte.

Observad todo lo que Dios hizo por nosotros para animarnos a acercarnos a Él.

Que una Palabra tan llena de vida y de eficacia, una visita tan digna de ser recibida con entera deferencia, una lengua tan elocuente no queden sin producir algunos frutos en nosotros.

Que Aquél que para salvarnos se dignó revestirse de la forma de un esclavo, que el Hijo único del Padre, que es Dios, aleje esta desdicha de sus humildes siervos. Así sea.


· · · · ·

II. Misa de la Aurora


Es un gran día, mis hermanos, día del Nacimiento de Nuestro Señor.

A pesar de ser para nosotros, en nuestro hemisferio, uno de los días más largos del año, me veo forzado a hablar más contenidamente…

No os asombréis de que abrevie mis palabras, cuando Dios Padre ha abreviado su Verbo…

Meditemos las palabras de los Padres de la Iglesia.

Veo en la Natividad un nuevo y admirable misterio:

  • La voz de los Pastores resuena en mis oídos, no semejante a los acordes rurales de la flauta, sino al canto de los himnos celestiales.
  • Los Ángeles cantan, los Arcángeles hacen oír sus acordes y los Querubines sus cánticos, los Serafines rinden gloria…
  • Todos celebran esta fiesta, en la cual contemplan: Dios sobre la tierra, y el hombre en los Cielos; Aquél que es altísimo, reducido por su Encarnación; el que se anonada por la humildad, elevado por la misericordia.

Hoy Belén imita al cielo:

  • Los astros de su firmamento son los Ángeles que entonan sus cánticos.
  • Su sol es el Sol de justicia, que no puede circunscribirse.

Y no busquéis cómo eso ha podido realizarse, ya que cuando Dios quiere, el orden de la naturaleza debe ceder. Dios lo quiso, tuvo el poder, descendió, nos salvó. La voluntad de Dios se realiza en todas las cosas.

Hoy, El que es toma nacimiento, El que es pasa a ser lo que no era.

Siendo Dios, se convierte en hombre y no se despoja de su divinidad. Puesto que no es por la pérdida de su divinidad que Él se convierte en hombre, ni por adición de calidad que de hombre se convierte en Dios; sino que es el Verbo, y su naturaleza divina, siendo la misma debido a su inmutabilidad, se hizo carne.

Hoy, el que procede del Padre, nació de la Virgen de una manera inefable, inexplicable y maravillosa.

Engendrado del Padre antes de los siglos, de acuerdo con las leyes de su naturaleza divina; hoy ha nacido de una Virgen, fuera de las leyes de la humana naturaleza.

Su generación celestial es legítima, y su concepción terrestre no lo es menos. Es verdaderamente Dios engendrado de Dios; es en verdad hombre nacido de una Virgen.

En el Cielo, es el Hijo único de uno solo Dios; sobre la tierra, es el Hijo unigénito de una Virgen sin par.

Así como sería impío buscarle una madre en su generación celestial, del mismo modo sería blasfemar buscarle un padre en su generación terrestre.

El Padre engendró sin dispersar su sustancia, y la Virgen concibió y dio a luz sin conocer la corrupción.

Dios no sufrió la división de su sustancia, ya que engendró como convenía a Dios; y la Virgen no conoció la corrupción cuando alumbraba, porque concibió por la operación del Espíritu Santo.

De ahí sigue que la generación celestial del Verbo no puede ser explicada por palabras humanas, y que su llegada en el tiempo no puede ser el tema de nuestras investigaciones.

Sé que una Virgen ha alumbrado hoy, y creo que Dios engendró fuera del tiempo; pero he sabido que el método de esta generación debe ser honrado por el silencio, y no puede ser el objeto de una indiscreta curiosidad.

Ya que cuando se trata de Dios no hay que detenerse en la naturaleza de las cosas, sino creer en la omnipotencia del que obra.

Es una ley de la naturaleza que una mujer conciba después que haya contraído matrimonio; pero si una Virgen, sin conocer varón, concibe y da a luz, permaneciendo Virgen, esto está por sobre la naturaleza.

Que se investigue lo que es conforme a la naturaleza, consiento; pero se debe honrar por el silencio lo que está por sobre la naturaleza, no porque sea necesario apartarse de tales temas, sino porque son inefables y dignos ser celebrados diferentemente que por las palabras.

Jesucristo nació de un Virgen, para que nazcamos del Espíritu Santo; el que fue engendrado del Padre antes de todos los siglos ha nacido hoy de María Virgen.

Su Madre le dio a luz, pero permaneció en el seno de su Padre. Ya que si Aquél que es eterno pasó a ser lo que no era, no dejó de ser lo que era.

No era hombre, y se hizo hombre, según esta palabra del Apóstol: Formado de mujer, se sometió a la ley, para redimir el que estaba bajo la ley.

Pero era Dios, y permaneció lo que era.

Su nacimiento según la carne fue útil para nosotros, sin perjudicarle a Él; ya que nos obtuvo la gracia de volver a ser hijos adoptivos de Dios, y sigue siendo Dios junto a su Padre.

Hoy, pues, Nuestro Señor Jesucristo ha nacido según la carne, pero no según la divinidad; ya que Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Estaba al principio junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se le hizo nada”.

Corramos, pues, mis hermanos, corramos rápidamente al establo; no sólo los Ángeles nos esperan allí, sino que aguarda nuestra visita el Creador mismo de los Ángeles.

Dios Padre nos espera en Belén.

En cuanto al Hijo, ¿no sabes cuán ardientemente desea recoger los frutos de su Nacimiento, de la vida entera que pasó sobre la tierra, de su Cruz y muerte, del precio de su Preciosísima Sangre?

El Espíritu Santo nos espera también, ya que es la bondad y la caridad, que nos predestinó desde toda eternidad.

En cuanto a la Santísima Virgen María y el Buen Santo José, también nos esperan para bendecirnos.

¡Pues, bien!, puesto que la Corte Celestial nos espera, corramos rápidamente, pero no corremos vanamente; corramos por nuestros deseos, corramos haciendo progresos en la virtud.

Seamos hombres de buena voluntad, y recemos según Jesús nos enseñó: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”.


· · · · ·

III. Misa del Día


Las primeras palabras del Evangelio de San Juan prueban la eternidad del Verbo, cuyo Nacimiento temporal conmemoramos hoy. Contemplémoslas junto a los Padre de la Iglesia.

El Omnipotente, el Eterno, el Verbo de Dios se hizo carne, descendió hasta nosotros, con el fin de elevarnos hasta Él.

El Verbo Eterno se hizo hombre para buscar al hombre extraviado; y este mismo Señor que se hizo hombre por nosotros, siempre ha sido Dios en el seno de su Padre, y lo es todavía, ya que no hay ni pasado ni futuro allí donde no existe la movilidad del tiempo.

Es el gran y divino misterio que acaba de recordarnos la lectura del Evangelio:

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Estaba al principio junto a Dios.
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”.

Hoy el Rey de los Ángeles ha nacido en medio de los pecadores con el fin de concederles el perdón de sus faltas.

¡Que los cielos se alegren! ¡Que la tierra exulte de alegría!”, ya que el verdadero Creador descendió de los Cielos para levantar al mundo de sus ruinas; y para que por María se repare lo que Eva desgraciadamente había destruido.

En otro tiempo, una mujer había llevado el mundo a su perdición; y he aquí que María lleva el Cielo en su seno virginal.

La primera mujer probó el fruto del árbol, lo dio a su esposo, introdujo la muerte en el mundo… María mereció engendrar al Salvador, fruto del Eterno Padre…

El que es coeterno con su Padre, nació, pues, después de su Madre.

Por esta razón celebramos hoy el alumbramiento de la Virgen, de esta Virgen que declaramos también Madre; en quien la gloria de la fecundidad vino a aumentar el resplandor de la virginidad, y cuya fecundidad se encontró ennoblecida por una virginidad inalterable.

Esta Virgen tuvo el privilegio de la fecundidad, pero nunca ha perdido el de la virginidad; su parto fue de tal modo que nunca habría sido fértil si hubiera debido perder la integridad de su inocencia.

Ella fue la única en recibir esta gracia singular de un carácter totalmente divino.

A Ella sola le fue concedido este favor particular de formar en su seno y por su sangre al Creador de todas las cosas; de concebir, sin participación de ningún hombre, al que formó a la mujer; y, por fin, de engendrar en el tiempo al Dios engendrado desde toda eternidad.

San Pablo nos presentó este misterio bajo su aspecto más agradable y más apto para excitar nuestra admiración.

¿Por qué este misterio es tan admirable? Porque se realizó de este modo.

¿Por qué es tan agradable? Porque se realizó en nuestro favor.

¿Por qué es digno de nuestra admiración? Porque el que es verdadero Dios de Dios, también nació verdadero hombre de mujer.

¿Hay algo comparable a esta maravilla, que un verdadero Dios, naturalmente nacido del Padre, y por derecho de nacimiento Señor de todas las cosas, también haya nacido de la Virgen en la condición de esclavo?

¿Hay algo comparable a esta maravilla, que se haya creado en el tiempo al Creador de todos los tiempos?

¿Por qué este misterio es tan agradable? Es que el Hijo único, que está en el seno del Padre, se dignó hacerse verdadero hombre y nacer de mujer, para hacernos nacer de Dios.

Dios hizo estallar su amor por nosotros cuando su Hijo único, por Quien todas las cosas fueron hechas, fue formado en medio de todas las cosas; y cuando Aquél que había hecho todos los tiempos fue engendrado llegada la plenitud de los tiempos.

Es necesario comprender con exactitud cómo ha podido formarse Aquél por Quien todas las cosas fueron hechas; o como se puede decir que Aquél que hizo todos los tiempos se hizo hombre en la plenitud de los tiempos.

Los santos Profetas y los santos Apóstoles avanzaron estas dos aserciones, y los discípulos de la misma Verdad nos enseñaron eso con mayor verdad aún.

He aquí la doctrina de los Profetas y de los Apóstoles.

Cuando al hablar del Hijo de Dios lo designan al mismo tiempo como Creador y como criatura, como haciendo y como formado, como teniendo tiempo y como eterno, no hay nada discordante en su manera de expresarse; la falsedad no vicia su enseñanza, sino que su profesión de fe sobre uno y otro nacimiento es la expresión verdadera de la verdadera fe.

Es, en efecto, evidente, que del Señor, Hijo único de Dios, se puede siempre afirmar un doble nacimiento, puesto que en Él se encuentran realmente unidas la naturaleza divina y la naturaleza humana.

Por esta razón la Iglesia católica reconoce, sin vacilar, en un solo y propio Hijo de Dios a su Creador y a su Redentor.

Su Creador, porque, como Dios, le dio la existencia. Su Redentor, porque, como Hombre, se hizo a causa de la redención.

Esta casta Esposa reconoce en Él, sin sombra de duda, a su Esposo, ya que se le une en la plenitud y en la verdad de las dos naturalezas.

Ella confiesa que es su Cabeza y que esta Cabeza no solamente permanece en el Padre, es el Eterno e Inmutable Señor, sino que se hizo Hombre, permaneciendo Dios, un Hombre perfecto, nacido en el tiempo de la Santísima Virgen María.

La Iglesia sabe que tiene con el Padre una única naturaleza divina, y con su Madre la naturaleza humana, es decir, un cuerpo y un alma.

Ella confiesa que un sólo y mismo Cristo comenzó a existir y nunca ha tenido principio; ya que el Hijo único de Dios es, al mismo tiempo, Dios eterno de Dios eterno y Hombre temporal de Madre temporal.

Por eso Ella predica un sólo Hijo de Dios, igual e inferior al Padre; ya que sabe que no hay más que un único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo, Dios y Hombre.

En efecto, el Hijo de Dios nos ha pedido prestada nuestra naturaleza para salvarla; y después de haberla asumido, la salvó por el efecto de una bondad inconmensurable.

Así sucedió que Dios Padre concedió la salvación al hombre por los méritos de Dios Hijo, con Quien comparte la divinidad.

De ahí sigue, por fin, que, para los fieles, la verdadera fuente de salvación se encuentra en el mismo y único Hijo de Dios.

Tal es la verdadera norma de la fe católica, en esto consiste la divina y sana doctrina: creer que hay verdaderamente dos naturalezas en la única Persona del Hijo de Dios, y confesar, con no menos seguridad, la verdad de los dos nacimientos del único Hijo de Dios.

Mis hermanos, que este punto de fe sea, pues, bien cierto para nosotros; que la creencia sea consolidada en nuestros corazones: Dios, el Hijo único, por quien todas las cosas fueron hechas, verdaderamente fue engendrado desde toda eternidad, antes de todos los tiempos, y verdaderamente nació una vez en el tiempo.

Una vez, sin haber comenzado, y otra vez en un tiempo determinado.

Una vez de Dios Padre, y otra vez de la Virgen María. De Dios Padre sin tener madre; de la Virgen María, no sin tener Padre, sino sin tener un hombre por padre.

En efecto, Dios Hijo tiene a Dios por Padre, no solamente en cuanto nació de Él sin haber comenzado, y que Él es Dios de Dios Padre; sino también en cuanto nació de la Virgen Madre en el tiempo, y que siendo Dios, se hizo hombre.

En su primer nacimiento, ha sido engendrado por el Padre, salió de su seno y es Dios Altísimo. En su segundo nacimiento, el mismo Dios salió de un seno virginal.

Por el primero, nos ha hecho, y por el segundo, nos dio una nueva vida.

Por uno, nos creó; y por el otro, nos redimió.

Por aquél, nos convertimos en criaturas; por éste, se nos adoptó como hijos de Dios.

Por el primero, es nuestro Creador y somos su obra; por el segundo, es nuestro Redentor y somos su herencia.

Por uno, el Hijo de Dios nos dio la existencia humana; por el otro, se dignó hacernos sus herederos.

Es por efecto de aquél que todos los hombres vienen a este mundo; es por efecto de éste que todos los justos reinarán en el Cielo.

Como consecuencia del primero, somos sus criaturas y tenemos la vida; como consecuencia del segundo, aquéllos que readquirió entrarán en posesión de la bienaventuranza eterna.

El tiempo determinado para el parto de María se cumple; por grande que sea Aquél a quien da a la luz de la vida no cambia nada las leyes que regulan el nacimiento de los hombres.

Así debió nacer el que se encarnó para redimirnos, sacrificando la naturaleza humana que asumiese en el seno virginal.

Cristo viene al mundo. Como Dios, está junto al Padre; como Hombre, nace de una Madre Virgen.

Engendrado por el Padre, es la fuente de la vida; nacido de María, es la tumba de la muerte.

En Él se encuentran el Revelador del Padre y el Creador de la Madre; el Verbo nacido antes de todo tiempo, y el Hombre nacido en el tiempo oportuno.

El Creador del sol, y la criatura formada bajo el sol; Aquél que es desde toda eternidad con el Padre, y Aquél que ha nacido hoy de la Madre; Aquél sin el cual el Padre nunca ha existido, y Aquél sin el cual la Madre nunca habría sido Madre.

La que alumbra hoy es, al mismo tiempo, Madre y Virgen. Aquél que nació es, al mismo tiempo, Niño y Verbo.

El que hizo al hombre se hizo Hombre, vino al mundo por una Madre a quien Él mismo había creado, y se amamantó de los senos que Él mismo había llenado.

El que era Dios se convirtió en Hombre, y, sin perder lo que era, quiso convertirse en su propia criatura.

En efecto, añadió la humanidad a su divinidad; pero al volverse Hombre, no dejó de ser Dios.

Por haberse revestido de miembros humanos, no interrumpió sus obras divinas; y cuando se encerró en el seno de una Virgen, no privó a los Ángeles de la sabiduría que constituye su comida.

¡Ah!, es con razón que los Cielos hablaron, que los Ángeles dieron gracias, que los Pastores se alegraron, que los Magos se convirtieron en mejores, que los reyes cayeron en el desorden, que los niños pequeños fueron coronados…

Contemplemos, pues, este inefable misterio…

En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios.
Estaba al principio junto a Dios…”

He aquí la esclava del Señor, hágase según tu palabra…”

¡Oh María!, ¡oh Madre!, ¡oh Virgen María!, amamantáis nuestra comida, amamantáis al Pan que nos viene de lo alto de los cielos…

¡Oh muy Santa Virgen María!, le colocáis en el pesebre, como si fuese destinado a ser la comida de piadosos animales…

Amamantáis a Aquél que os creó para haceros su Madre. A Aquél que antes de nacer eligió el seno en el cual se encarnaría, así como el día en que vendría al mundo…

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…”