sábado, 26 de febrero de 2011

Sexagésima


DOMINGO DE SEXAGÉSIMA


Salió un sembrador a sembrar… Nuestro Señor, al proponer a sus discípulos esta parábola, consideraba que hasta el final de los siglos, en todos los tiempos y en todos los lugares, siempre Él será Aquel que siembra, es decir siempre viviente, siempre presente.

Sería un error considerarlo como el gran sembrador del pasado, habiendo finalizado su tarea. Por el contrario, sabemos que constantemente cumple con esta labor.

En este momento, durante esta lectura, Él desea tener un papel activo en nosotros. ¿Qué tenemos que hacer, sino dejarlo trabajar, sembrar?

Él sigue siendo Aquel que siembra, no sólo para nosotros, sino también para todas las almas… También para aquellas que nos preocupan, que están en peligro…; para las que están bien preparadas y para las que no están bien dispuestas…

Siempre, a todo momento, es el Sembrador infatigable…

Presentemos a Jesús el inmenso campo del sembradío del mundo, con todos los Nicodemos, los Lázaros, las Samaritanas, las María Magdalenas, los Zaqueos…, y también los Pilatos…, y los Judas del mundo actual…; los amigos, quienes lo ignoran, los que lo atacan…

Que el Divino Sembrador arroje sus semillas a manos llenas en los buenos y en los malos, y que les conceda la gracia de recibirla bien…

Y después, debemos agradecer las gracias por las semillas que sembró en nuestra alma durante tanto tiempo: plantación que nos ha llegado a través de las generaciones anteriores de nuestra patria y familia cristianas; que, día a día, hora por hora, ha sembrado desde nuestro nacimiento.

Una tierra sin semillas es una tierra sin vida; del mismo modo, sin Jesús, no somos nada, y nada podemos producir de bueno.

Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; y fueron pisoteadas, vinieron las aves y se las comieron… Al escuchar esta frase del Evangelio, debemos sentir la necesidad de allegarnos a Jesús con espíritu de reparación.

Vemos esta hermosa y semilla divina, arrojada por Jesús, y que cayó al borde del camino, de algún modo perdida, despreciada, profanada…

¡Cuántas semillas arrojadas han sido desperdiciadas por la profanación…, a veces aniquiladas por el sacrilegio!…

Considerando este espectáculo terrible, ¿no vemos nuestra responsabilidad, espléndida y terrible? Jesús quiere que seamos como centinelas, guardianes del borde del camino, a fin de que, por nuestra oración y nuestro sacrificio, podamos recoger algunos granos aislados y ayudarlos a entrar en el surco divino.

¿Cuidamos de este borde del camino, donde la semilla más bella corre el riesgo de ser pisoteada y robada por los pájaros?

Si esta ansiedad divina está en nosotros, debe manifestarse por una gran ofrenda y una inmolación interior; un celo y una sed de reparación.

Hagamos actos de reparación compensatoria por todas las semillas profanadas en el borde de los caminos…

Debemos también preguntarnos: ¿estoy a veces tentado por el borde del camino? ¿Me he arriesgado a encontrar la muerte espiritual?


Otras cayeron en pedregal, donde no tenían mucha tierra, y brotaron enseguida por no tener hondura de tierra; pero en cuanto salió el sol se agostaron y, por no tener raíz, se secaron… Oh Jesús, he aquí otra semilla expuesta a la esterilidad.

Ya no es por las causas externas que encontró la que cayó en el camino, sino por culpa de la piedra que la recibe.

Y sin embargo, esta alma, esta piedra, recibe tus semillas con alegría Aprecia la semilla, ella conoce el Don de Dios, ofrecido a la Samaritana…, pero le falta humedad, es decir, la vida interior, y todo se seca en ella…

La Gracia, delicada planta divina, tiene necesidad de encontrar en nosotros profundas disposiciones para desarrollarse. Es necesario, como mínimo, nuestra buena voluntad; y, sobre todo, la fidelidad activa que aspira a corresponder.

No reflexionamos lo suficiente en lo que perdemos cuando dejamos pasar una invitación de Dios. De omisiones en omisiones, de desprecios en desprecios, se puede llegar a un estado grave de esterilidad…

El fervor, poco a poco, se deseca… Nuestra alma puede convertirse en una piedra porque la dejamos endurecer por un defecto no combatido.

Nuestra alma puede llegar a ser una piedra, si ella le llega a faltar la humedad fertilizante de lo sobrenatural. No tendrá más que reacciones humanas, naturales, que la condenan a la muerte espiritual.

Oh Jesús, Sembrador divino, concédeme no perder nunca una sola de tus gracias…


Otras cayeron entre abrojos y espinas; crecieron los abrojos y las ahogaron… Oh Jesús, escuchando esta frase de la parábola, evoco una escena del Evangelio que siempre deja un recuerdo de tristeza en mi alma. Te veo en el camino, listo para alejarte, cuando de repente, un hombre joven llega corriendo, y se pone de rodillas ante Tí…

He aquí, que en esta tierra espiritual que se Te ofrece, arrojas una semilla de elección, de predilección: sólo te falta una cosa: si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, dalo a los pobres; luego, ven y ¡sígueme!

¡Cómo entusiasma el llamado a este joven!… ¡Qué bueno es Jesús al llamar a las almas a esta intimidad con Él!…

Pero, ¿qué pasó? El joven rico, tras escuchar la invitación, se ensombreció y apenó. La alegría y el ofrecimiento de sus ojos se apagaron…; se levanta y se va lentamente, lleno de aflicción… Y vemos reflejada en los ojos de Jesús una profunda tristeza…

¿Cuáles son los grandes bienes que mantienen a este joven alejado de Jesús? ¿Cuál es la fortuna que prefiere al tesoro ofrecido por Nuestro Señor? ¡Él es rico!… Por desgracia, ¡sus riquezas son abrojos y espinas!, que sofocan la semilla arrojada en su alma.

La semilla cayó en un alma atiborrada y desordenada…, y ella no puede germinar y crecer en ese terreno.

Es necesario tener un alma libre. Debemos impedir que nuestra alma sea invadida por solicitudes terrenas. Hemos de desmalezar nuestro corazón e impedir que crezcan espinas sofocantes de la buena espiga…

No queramos experimentar la misma tristeza del joven rico… Respondamos generosamente a todas las llamadas del Sagrado Corazón.


Otras cayeron en tierra buena… Esta vez cayó la semilla en un surco ampliamente abierto de tierra fértil.

Contemplemos esta tierra excelente. ¿Por qué es así? Debido a que ha sido trabajada. Ha sido roturada, despejada de las rocas y purificada de las espinas… Esta tierra ha sufrido para convertirse en buena.

De igual modo, un alma, para que sea muy buena tierra, debe ser arada espiritualmente.

Conocemos todas las imperfecciones que saturan nuestro suelo, todos los defectos que obstaculizan la semilla, así como también el trabajo que Jesús desea hacer en nosotros.
Somos conscientes de que es necesario desarraigar malas hierbas y hacer algunos esfuerzos indispensables para fecundizar nuestro campo.


Jesús ha puesto sus ojos divinos sobre nosotros desde hace mucho tiempo. Él quería hacer de nuestra alma su tierra de elección. Para hacer esto, viene a nosotros con los instrumentos de las virtudes para roturar, remover, abonar, enriquecer nuestra alma. Nuestra fertilidad dependerá de nuestra docilidad y generosidad.



Y dieron su fruto por la paciencia… Nuestro Señor destaca aquí una virtud en la que tal vez no hemos prestado atención.

En el mundo, la paciencia fácilmente es considerada como la virtud pasiva y secundaria. Santiago nos la presenta, sin embargo, como el alma de la perfección de todas las obras.

Esta virtud se manifiesta con trascendencia en Jesucristo, el cordero que no abre la boca para quejarse.

Preguntaron a Santo Tomás: ¿en qué reconoce usted a un Santo?, y respondió: en su paciencia.

Nuestro gran defecto es nuestro apresuramiento natural; siempre queremos ir más rápido que Dios y su gracia. Queremos ir demasiado rápido.

Demasiado rápido para nuestra santificación; y como ella se desarrolla lentamente, estamos tentados de abandonar todo.

Demasiado rápido para la salvación de las almas; y como se requiere tiempo para esto, pronto decimos con desaliento: “no hay nada que hacer”.

Demasiado rápido para el establecimiento de una obra; y nuestra precipitación nos expone a los escollos.

No somos pacientes.

Sería bueno que reflexionásemos a menudo en la palabra de la Sagrada Escritura: Más vale el hombre paciente que el héroe, el dueño de sí que el conquistador de ciudades (Prov. XVI, 32)
.

La paciencia es la base indispensable y la manifestación más segura de su valentía.


Para el hombre religioso, su vida está bajo el signo del dolor; no del dolor como accidente o prueba pasajera, sino del dolor como estado permanente, estado interno, más allá de la dicha y la desdicha; porque la vida del hombre de fe es una lucha interna continua, como la de un animal fuera de su elemento.

Los dos actos principales de la virtud de fortaleza son acometer y aguantar; y este último es el principal; dice Santo Tomás. Soportar es más fuerte que atacar.

Santo Tomás tiene por más a la Paciencia que al Arrojo; pero no excluye el Arrojo cuando es posible, al contrario.

En la condición actual del mundo, en que la estupidez y la maldad tienen mucha fuerza, hay muchos casos en que no hay chance de lucha; y aun para luchar bien se necesita como precondición la paciencia; y a veces el sacrificio.

El acto supremo de la virtud de la fortaleza es el martirio, pero la Iglesia ha llamado siempre al martirio triunfo y no derrota.

La paciencia consiste formalmente en no dejarse derrotar por las heridas, o sea, no caer en tristeza desordenada que abata el corazón y perturbe el pensamiento; hasta hacer abandonar la Prudencia, abandonar el bien o adherir al mal; y en eso se ejerce una actividad enorme.

La paciencia consiste en no dejarse destrozar el corazón, no permitir al Mal invadir el interior.

Pase lo que pase, al fin voy a vencer, cree el cristiano; y hasta el fin nadie es dichoso.

La paciencia no consiste en el sufrir, sino en el vencer el sufrimiento. Sufrir y aguantar no es lo mismo: aguantar es activo, y viene de los guantes de hierro de los caballeros medievales.


Y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta… Nuestro Señor nos presenta una semilla sumamente productiva.

En la parábola de los talentos, el siervo que recibe el título de bueno y fiel había producido cinco por cinco o dos por dos. Pero aquí, Jesús presenta una cosecha de hasta ciento por uno.

¿De dónde viene la fertilidad? De la bondad de la tierra, sin duda; pero ella fecundizada y divinizada sin medida según los designios de Dios.

Jesucristo quiere enseñarnos el maravilloso desarrollo de la gracia, si es recibida por un corazón bueno y excelente.

¿Sabemos hasta dónde podríamos llegar, si dejásemos crecer dentro de nosotros todos los dones de Dios? Consideremos la distancia entre María Magdalena y la solitaria de la Sainte Baume…; Saulo de Tarso y Pablo de Damasco…, el publicano Leví y el Apóstol San Mateo… y tantos otros.

¿Qué ha ocurrido en esas vidas? Un día, una semilla divina cayó sobre aquellas almas. A pesar de su miseria, había un rincón de tierra buena donde la planta espiritual pudo desarrollarse. Y nosotros admiramos este progreso y el aumento de la gracia.

Estos milagros de la gracia no serían una excepción, si tuviésemos un corazón mejor dispuesto. Lamentablemente, somos tierras pobres, que no buscan sanar de su pobreza.

Jesús no nos santificará sin nosotros; y su plan de santidad quedará pendiente, tal vez para siempre, por nuestra culpa…


Si no queremos que sea así; si deseamos que la divina semilla dé abundante fruto en nosotros, debemos ofrecernos completamente para que ella produzca 30, 60 ó 100 por uno, según los designios de Dios.

Si hemos comprendido, hemos de colaborar con la acción que Jesús espera de nosotros.

Ahí están todos los talentos que hemos recibido de Él:


Nuestra inteligencia: prometamos ser fieles en cultivar y poner a su servicio esta facultad. No podemos consentir con nuestras perezas intelectuales. Ellas son aún más culpables en razón de la crisis actual que nos toca vivir: ¡qué necesarios son los estudios y el conocimiento profundo de la religión y de la historia de la Iglesia!


Nuestra voluntad: prometamos a Jesús utilizarla mejor para trabajar para Él, para fortalecer los actos con una generosidad constante y ajustarla a todos sus designios.

Hagamos penitencia por todas nuestras debilidades y cobardías.


Nuestro corazón: formulemos el firme propósito de mortificar los sentimientos mezquinos y demasiado humanos, y de expandir nuestro corazón por la verdadera caridad divina.

Pidamos perdón por nuestra pusilanimidad y por las deformaciones del amor en nosotros.


Pongamos al servicio de Dios y de su causa todos nuestros talentos y fuerzas. Trabajemos mejor en su servicio y apliquémonos a desarrollar todos los dones recibidos.

Reparemos nuestras negligencias, nuestra pereza y nuestros talentos enterrados.


Como Santa Teresita, hagamos el firme propósito de no ser santos a medias.

domingo, 20 de febrero de 2011

Septuagésima


DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA


Con este Domingo comenzamos la preparación, remota y pausada, para la Gran Semana del Año Litúrgico, que nos hace conmemorar la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Es sumamente conveniente que nos dispongamos por medio de una buena Confesión y una sincera penitencia, que manifiesten una profunda contrición, un verdadero dolor de los pecados y un firme propósito de enmienda.

La meditación de la Epístola de este Domingo, tomada de la Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios, nos puede ayudar a obtener este fin:


¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado. No quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos fueron bautizados en Moisés, por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios.


Después del deseo del último fin, uno de los primeros cuidados que debemos tener es el de alcanzar el perdón de nuestro pecados por medio de la penitencia, tanto la sacramental, como la personal.


De nuestros pecados podemos dolernos por uno de estos cuatro motivos:

Por el temor de las penas.

Por el amor del premio.


Por la fealdad del mismo pecado.


Por ser ofensa de Dios, que debe ser amado y reverenciado.


Este cuarto motivo es el más perfecto, y encierra en sí el amor de Dios sobre todas las cosas. Si el penitente formula la intención de recibir el sacramento de la Penitencia, este acto perfecto de contrición, o simple contrición, le restituye la gracia santificante perdida por el pecado mortal.


Los tres primeros motivos hacen imperfecta la contrición. Por eso la llamamos atrición, la cual, si conlleva el propósito de enmienda y el deseo de alcanzar el perdón de los pecados, es suficiente para recibir el Sacramento de la Penitencia.


El temor de la pena tiene gran fuerza para compungir a los pecadores y hacerlos volver sobre sí y concebir el dolor por sus pecados.


Es el caso de un niño que ofendió a su madre, y se arrepiente de haberlo hecho ante la inminencia del castigo.


Nuestro Señor y sus Santos usaron de este motivo para despertar a penitencia a los pecadores.


No es menos eficaz el temor de perder el premio de la eterna gloria. Si suelen los hombres quedar con gran pena y tristeza cuando han perdido por su culpa alguna honra o ganancia, ¡¿qué pena y qué tristeza no sentirá nuestro corazón cuando veamos que hemos perdido bienes inefables y eternos?!


El amor de la gloria eterna y el temor de perderla es un motivo más noble para arrepentirse de las culpas que el simple temor del castigo. Pero no siempre es más eficaz.


Pío XII lo expresa de esta manera: Sin duda, el deseo del Cielo es en sí mismo un motivo más perfecto que el temor de las penas eternas, pero no se sigue de ello que sea siempre el más eficaz para alejar a los pecadores del pecado y conducirlos a Dios.

Las madres conocen por experiencia lo que enseña esta doctrina. Ellas saben que es mucho más noble y perfecto que sus hijitos las obedezcan por amor y no crucen solos la avenida parar no contristarlas… Pero también saben que, muchas veces, el temor al “chancletazo” salvó la vida de su hijo un tanto rebelde…

De estos dos motivos de arrepentimiento y penitencia, San Gregorio dice así: “Dos maneras hay de compunción: porque primero el alma se compunge por temor, y después por amor. Al principio se resuelve en lágrimas; porque, cuando se acuerda de sus pecados, teme que ha de padecer por ellos los tormentos eternos. Pero cuando, después de haber llorado y padecido congoja y tristeza, se le va disminuyendo el temor, nace en ella cierta confianza y seguridad del perdón y se enciende en el amor y deseo de los gozos celestiales. Y la que primero lloraba por el temor del tormento, empieza a llorar porque se le dilata la posesión del Reino.”

El primer motivo de penitencia, el temor de las penas, nace del amor de sí mismo; el segundo, el amor del premio, nace del deseo de la gloria.

Pero, en definitiva, se reducen a lo mismo, porque no hay término medio entre penar para siempre y reinar eternamente.

Aquí viene al caso recordar el famoso soneto que dice:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Este soneto nos lleva al cuarto motivo de dolor del pecado, por ser ofensa de Dios, pero entre medio está el que nace de la fealdad que el pecado tiene en sí mismo, aunque no estuviese prohibido ni castigado por Dios.

Este tercer motivo es eficacísimo en los ánimos tranquilos y desapasionados; porque la fealdad que el pecado tiene en su misma naturaleza es tal y tanta que, aunque no fuera prohibido por la ley de Dios, y aunque por él no se perdiera el Cielo ni se mereciera el Infierno, por su propia fealdad y bajeza es digno de todo aborrecimiento.

La raíz de esta fealdad consiste en que no hay otra cosa más conforme a la naturaleza del hombre que obrar según lo que dicta la razón, y todo pecado es contrario a la razón.

Se sigue, claramente, que todo pecado es contrario a la naturaleza del hombre, y que lo rebaja de su dignidad natural, haciéndolo semejante a las bestias.

Hay otros dos motivos muy particulares para aborrecer el pecado, nacidos de su deformidad; el primero, es la inquietud de la conciencia; el segundo, la vergüenza y confusión que trae consigo.

La inquietud no nace solamente del temor de la pena, sino del mismo desorden de las acciones, así como de la oposición que se hace a la razón. Esto es gran pena, y muy grande; y bastaría, aunque no hubiera otra.

No es menor la vergüenza que trae consigo el pecado. Es testimonio grande de haber derribado al hombre de su natural dignidad.

La vergüenza con que procuran los hombres esconder sus culpas, es gran indicio de su fealdad, y no pequeño motivo para dolerse de ellas.

Pensemos en cómo se intenta disimular u ocultar un defecto físico o una deformidad…

El hecho de que hoy se exhiban los pecados más vergonzosos y se haga alarde de las deformidades espirituales más horribles…, es un signo de la decadencia de la sociedad que ha perdido la noción del pecado y de Dios…

El cuarto motivo de dolor, por ser el pecado ofensa de Dios, es el más perfecto; y el dolor que procede de él es el que llamamos, con todo rigor, contrición.

Consiste en aborrecer el pecado, no por el temor de la pena, no por el amor del premio, no por la fealdad moral del pecado, sino únicamente por la deformidad de ser contra Dios, el cual merece sobre todas las cosas ser servido y amado…

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

El alma dice: ¡Oh Dios mío!, sépanlo o no lo sepan los hombres…; condenen o excusen mi mal obrar…; esté yo libre de la pena del Infierno y, si puede ser, seguro del premio de la gloria…, nada de esto me da por ahora cuidado; y solamente me aflige el haber pecado contra Ti…

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Cuando el alma se eleva al conocimiento de Dios y al agradecimiento de su divina Majestad y Bondad, y de cuánto merece ser amado y servido; y se mueve entonces a aborrecer el pecado por ser ofensa de este Señor, más que por otra ninguna fealdad que tenga en sí, o daño que le pueda acaecer, ésta se llama verdadera contrición.

Aunque Dios puede inspirar desde el principio de la conversión un dolor de los pecados tan perfecto que llegue a ser verdadera contrición; por lo común va inspirando los motivos del dolor gradualmente.

La razón es que en los comienzos, el hombre está tan materializado y tan inclinado a sí mismo, que ninguna cosa siente sino su daño y su provecho.

Como el hombre animal, como lo llama San Pablo, se gobierna sólo por los sentidos, no le mueven tanto los gozos de la gloria, cuanto le espantan los tormentos del Infierno.

Comenzamos a no pecar más mortalmente de veras cuando la dureza de nuestro corazón se quebranta con el temor de los castigos. Entonces salimos del Infierno, y respiramos con la esperanza del perdón después de las lágrimas de la penitencia.

Y esta experiencia del consuelo interior que siente el alma cuando se ve desahogada y dilatada con la esperanza, la va como desviando de todos los amores y gustos de la carne, y abriéndole los ojos para conocer y estimar los deleites del espíritu.

De este modo, el que antes aborrecía los pecados por el temor de la pena, los detesta ahora mucho más por el amor de la gloria.

Viene luego el tercer motivo, más perfecto que los dos primeros, a saber, la fealdad que tiene el pecado en sí mismo. Porque considerando el hombre su dignidad y el fin tan elevado al que ha sido destinado, doliéndose de haberse privado por sus culpas de una y otro, empieza a avergonzarse de que, habiendo sido creado para ser compañero de los Ángeles, se ha hecho semejante a las bestias.


Ya no se mueve tanto a arrepentirse de sus pecados por el temor de su daño, ni por el amor de su provecho, sino por el desorden de sus acciones.

Cuando uno ha llegado a esta disposición, está muy cerca de que Dios le dé luz para conocer que la mayor deformidad que tiene el pecado es ser una ofensa al mismo Dios, que por tantos motivos debe ser reverenciado y amado sobre todas las cosas.

En ese momento, la voluntad, movida por la gracia, se esfuerza en practicar ese amor y esa reverencia, y aborrece lo que ha hecho movida solamente por el amor y obligaciones que tiene para con Dios.

Ésta es la contrición perfecta.

San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, pone dos meditaciones para hacernos alcanzar esta gracia de la verdadera contrición.

En la primera pretende mover a dolor con el temor de la pena; nos hace pedir vergüenza y confusión de nosotros mismos, viendo cuántos han sido condenados por un solo pecado mortal.

Hace esto para que escarmentemos en cabeza ajena, considerando la pena que se ha ejecutado en otros.

Si Dios ha castigado por un solo pecado mortal a personas tan excelsas como los ángeles y el primer hombre, cualquier pecador se puede desengañar sobre que no se ha de tener con él mayor cortesía.


Si le parece que sus pecados, si bien graves, son pocos, piense que por un solo pecado mortal se han condenado niños, jóvenes y doncellas.


En la segunda meditación, San Ignacio tiene por objetivo hacernos avanzar a mayor dolor y contrición. De este modo, nos hace pedir crecido dolor y lágrimas por nuestros pecados. Y propone dos motivos: la fealdad y malicia del pecado en sí mismo, y las que tiene contra Dios.

El castigo y la pena quiere que se consideren en los pecados ajenos, para escarmentar en ello; la fealdad y malicia, quiere que las consideremos en los pecados propios, para detestarlos y acusarnos de ellos.

La fealdad y la malicia del pecado aparecen con toda su realidad, si se considera primero quién lo cometió…

Debemos llegar al fondo de nuestra miseria y nada, y preguntarnos: ¿quién soy yo?

Pero esa fealdad y malicia crece, si consideramos la Persona contra la cual se cometió la falta, la Persona ofendida… ¿Quién es Dios?, contra Quien pequé…

Llegados a este punto, debemos admirarnos y juzgarnos merecedores de que todas las criaturas nos castiguen por nuestros pecados…

De este modo, partiendo del temor de un infierno, ahora, olvidados de nosotros mismos y mirando lo que merece una ofensa hecha contra Dios, nos maravillamos de no ser tragados por mil infiernos…

¡Sí!… Nuestras ofensas son muy graves por ser ultrajes contra un Dios tan bueno y tan grande.

¡Sí!… Merecemos el Infierno y, aunque nos hubiese Infierno, igual debemos dolernos por haber ofendido a un Dios tan bondadoso:

No me mueve, mi Dios, para quererte

el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Comencemos hoy mismo a considerar nuestros pecados; detengámonos en el punto en que se halla nuestra alma y por donde Dios quiere hacerla avanzar: ¿Temor del Infierno?…, ¿Deseo del Cielo?… ¿Fealdad del pecado?… ¿Amor puro de Dios?

Durante este tiempo de Septuagésima, y luego durante la Cuaresma, hagamos un profundo examen de conciencia, examinemos nuestra alma, consideremos las faltas y pecados habituales…

Tratemos de despertar en nosotros un vivo dolor y arrepentimiento, proponiendo hacer una buena confesión por medio de un serio y eficaz propósito de enmienda…

Hagamos penitencia por nuestros pecados…

Vayamos pensando desde ahora en la ceremonia del Miércoles de Ceniza y lo que ella encierra. Memento homo quia pulvis es, et in pulverem reverteris…

Y recordemos la lección de hoy de San Pablo:

¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno solo recibe el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis!

Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual… Pero la mayoría de ellos no fueron del agrado de Dios.

domingo, 13 de febrero de 2011

Domingo 6º post Epifanía


SEXTO DOMINGO DE EPIFANÍA


Semejante es el Reino de los Cielos a un grano de mostaza… Semejante es el Reino de los Cielos a un poco de levadura…

La Doctrina Cristiana, la Iglesia Católica, es como el grano de mostaza: muy pequeña en su comienzo, tan insignificante que apenas fue tenida en cuenta; y sin embargo llegó a convertirse en la más grande, gloriosa e importante de las instituciones.

La Doctrina Cristiana, la Iglesia Católica, es también semejante a un poco de levadura, pues con su acción transforma los individuos, las familias, las naciones y la sociedad toda entera.

Para sacar algún provecho espiritual, resumamos la historia de esa semilla y de esa medida de levadura.

1º) Durante la primera edad de la Iglesia tuvo lugar la impetuosa predicación apostólica. La semilla se sembró a manos llenas y la levadura se mezcló con prodigalidad. Riquísima en “obras, trabajos y paciencia” fue la Iglesia de los tiempos apostólicos, que se difundió en poco más de un siglo por todo el Imperio.


2º) Le siguió la edad de las Persecuciones, desde Nerón a Diocleciano.
La persecución atroz sobrellevada por Cristo es la riqueza de la Iglesia de los mártires.

Las persecuciones fueron de carácter satánico: crueldad superhumana, iniquidad, para hacer renegar de la fe; pero esparcieron la semilla y mezclaron la levadura: la sangre de los mártires es simiente de cristianos…

En las Actas de los Mártires podemos leer los testimonios de aquellos cristianos que derramaron su sangre por Cristo, vencieron a los paganos y convirtieron el mundo.


3º) Llegamos a la Iglesia de los Doctores y de las herejías.

La fuerza del paganismo era su violencia y su cultura. La Iglesia se enfrenta en esta época con una prueba no menos peligrosa y más sutil: la pululación de las herejías.
Ella está sosteniendo el nombre de Cristo en el corazón mismo del paganismo; y lo que es más de notar, arrebatándole a Satán sus arsenales: la cultura y las letras, que los Apologistas y Doctores convierten, purificándolas; trabajos que culminan en la genial obra de la sabiduría cristiana que es la Ciudad de Dios, de San Agustín.


4º) Todo esto fue preparando la Iglesia del dominio, desde Carlomagno hasta el Emperador de la Contrarreforma, Carlos V.

La Iglesia Católica llega entonces a su apogeo; son los años de la Alta Edad Media, de las Cruzadas, de las Catedrales, de las Universidades, de la Suma Teológica y la Divina Comedia, de la Reconquista de España, de los grandes descubrimientos y conquistas.

Realmente, la Iglesia engrandece y sus obras se magnifican. Los Santos, doctores, misioneros, reyes cristianos y la caballería fundan la Cristiandad Europea, detienen al Islam, crean las modernas naciones católicas, fijan la Doctrina y el Culto y, al fin, difunden la Fe en el Nuevo Mundo y la hacen arribar a Asia y África.

Todas las actividades del hombre y todas las instituciones humanas, cual pájaros del cielo, recurrieron a las ramas de la Iglesia para anidar en ellas, para encontrar en esa doctrina y en esa institución un lugar de refugio y de progreso.

Gracias a la Iglesia Católica y a la levadura de su doctrina todo cambió en el mundo: la teología, el dogma, la moral, las costumbres, la filosofía, el derecho, la política, la ciencia, las artes (literatura, música, pintura, escultura, arquitectura), la educación, la economía... todo, toda la vida del hombre quedó transformada…

Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados, dice concisa y magníficamente León XIII…

Hubo un tiempo en que la doctrina católica iluminaba toda la vida del hombre y dirigía todas sus empresas.

De este modo llegó a forjarse la Civilización Cristiana.

Pensemos… confesores, sacerdotes, fundadores y reformadores de Órdenes, monjes y religiosas, misioneros, reyes y padres de familia, intelectuales y simples campesinos, catedráticos y amas de casa, hombres de armas y artistas, mujeres ejemplares, vírgenes y viudas, jóvenes y ancianos, niños y adultos…

Así se fundó, se construyó, se conservó y llegó a su apogeo la Ciudad Católica, la Civilización Cristiana.

Pero la Iglesia Medieval tuvo su veneno: el cesaropapismo de los reyes, que se hacían pontífices o profetas; y el poder feudal de los eclesiásticos, que originó muchas veces lascivias, mundanismo, prepotencias, perjurios y simonía.

Esa fue la llaga que realmente deshizo la Cristiandad, ocasionando primero y nutriendo luego la gran rebelión religiosa del protestantismo, precedida de muchas otras rebeliones parciales, como la virulentísima de los albigenses.

El siglo XIV sufrió una gran tribulación: guerras nacionales, cisma de Occidente, guerras feudales, conflictos eclesiásticos, corrupción del clero, divisiones en las familias, amenazas de los turcos, epidemias, hambres, sediciones…

Así, pues, contra esa Sociedad Católica se levantó la Revolución Anticristiana, el proceso revolucionario: Humanismo - Renacimiento - Protestantismo - Masonería - Filosofismo - Revolución Francesa - Siglo Estúpido - Revolución Comunista - Modernismo - Concilio Vaticano II… Y aquí estamos…

¿Qué hacer, entonces? Solamente, guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga.

La Tradición, lo que tenéis, conservadlo, reforzadlo, hacedlo fuerte.

El Concilio de Trento fija las instituciones de la Iglesia Medieval, y desde entonces no se deben hacer cambios, en el sentido de reformas, reestructuraciones, creaciones.

La consigna de la Iglesia desde aquel momento es conservar, no crear nada nuevo. Y de hecho la Iglesia desde entonces así procede; mira hacia atrás y aspira a una restauración. No crea nada nuevo.

La Iglesia Antigua y la Iglesia Medieval conforman el culto, la liturgia, el derecho canónico, las costumbres cristianas, la monarquía católica…: de todo eso, definitivamente dado, vivimos nosotros.

Esta recomendación de aferrarse a lo tradicional se repite en forma más apremiante y dramática más tarde.

Ante el proceso revolucionario anticristiano que se iniciara hace seis siglos y que hoy parece arrasar y aniquilar todo, sólo se opone aquella fértil semilla y aquella transformante levadura, que apenas son percibidas, sí, pero que perdurarán hasta el fin de los tiempos y obrarán la restauración final, a más tardar cuando Cristo venga a instaurar su Reino, precedido por el Reino del Corazón Inmaculado de María.

Todo aquello que entendemos por el nombre de Tradición Occidental, toda la herencia de Occidente, que podríamos llamar Romanidad (el Obstáculo al Anticristo), a partir del Renacimiento comienza a ir a la muerte; y el esfuerzo de la Iglesia debe emplearse en fortalecerlo.

“Con todo, tienes en Sardes algunos pocos hombres…” Los hombres verdaderamente religiosos comienzan a ser una minoría en medio de multitudes mundanizadas.

Hay una notable constelación o pléyade de Santos que comienza a fines del siglo XIV y termina en el siglo XVIII. Su predicación y penitencia impidieron que la Cristiandad fuese borrada ya del Libro de la vida y que viniese entonces el Anticristo.

La semilla y la levadura son conservadas en los que son verdaderamente cristianos, genuinos católicos, auténticos hijos de la Iglesia y discípulos de Nuestro Señor Jesucristo.

Éstos se asemejan a aquellos que forjaron la Civilización Cristiana.

Como dice el Padre Castellani: “Tenemos que luchar por todas las cosas buenas que han quedado hasta el último reducto, prescindiendo de si esas cosas serán todas integradas de nuevo en Cristo, como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo”.

Debemos resistir con los mismos ideales, con los mismos principios, con el mismo programa, con idéntico estilo de vida de católicos de todos los tiempos, con la consigna propia dada para nuestro tiempo.

Así como la semilla y la levadura del Evangelio transformaron el mundo pagano, y fundaron las universidades, y edificaron las catedrales, y organizaron las cruzadas… del mismo modo, también hoy, aquella semilla y aquella levadura pueden resistir contra el mundo posmoderno, apóstata y neopagano…

También hoy pueden resistir… fundando escuelas y universidades, mientras se pueda…

También hoy pueden resistir… construyendo capillas u oratorios, mientras se pueda…

También hoy pueden resistir… organizando una moderna cruzada contra los enemigos del nombre cristiano; cruzada no ya de arremetida, sino de trinchera… y esto siempre se puede…

También hoy pueden resistir, levantando un baluarte en el hogar y contrarrestando la mala influencia de la teología, filosofía, ciencia, moral, costumbres, derecho, política, artes, economía…

También hoy pueden resistir atrincherándose contra las instituciones, el poder, las modas, la enseñanza, los espectáculos, la prensa, la radio, la televisión, el cine, la atmósfera de la calle…

En una palabra, también hoy pueden resistir contra la arremetida infernal que influye sobre la vida toda entera, sin olvidar la muerte y la forma de morir…


Pero, para esto hacen falta sembradores y mezcladores, es decir idénticos cristianos… católicos como los primeros mártires… cristianos con los mismos principios de los hombres y mujeres de la Edad Media…, católicos con espíritu de cruzados… hijos de la Iglesia como los vendeanos de Francia, los carlistas y requetés de España y los cristeros de México… católicos enamorados de la Iglesia, de Cristo y de la Civilización Cristiana…

El espíritu del Evangelio, la vida de Cristo conocida y vivida, el ideal cristiano hecho carne, sigue siendo aún hoy en día una semilla capaz de germinar y una levadura con virtud de transformar las almas y las costumbres…

Sólo se trata de conservar esa semilla e ir sembrándola dónde y cuándo se pueda en buena tierra y regándola con la oración y los Sacramentos.

Sembrarla en tierra espaciosa, en almas grandes, magnánimas, no en macetas, no en la mezquindad y la pusilanimidad… porque el resultado es un cristianismo en bandeja, es decir, un bonsai del Evangelio…

No hay más que mezclar esa levadura con los buenos sentimientos e ideales de un alma sedienta de nobleza, de honor, de decoro, de orden, de jerarquía, de valor…, en fin, de todos esos valores que hacen grande una sociedad.

Si estamos dispuestos a conservar esa semilla y esa levadura; si nuestro propósito es sembrar esa semilla y mezclar esa levadura dónde y cuándo podamos, entonces estarán dadas las condiciones humanas para un resurgimiento del espíritu cristiano, para un florecimiento de la Iglesia y para una restauración de la Cristiandad…

Estarán dadas las condiciones humanas y, si Dios dispone otra cosa, al menos nuestros hogares no habrán sido vencidos y así habrán cumplido la consigna de la cual nos habla el Padre Castellani: "Mas nosotros, defenderemos hasta el final esos parcelamientos naturales de la humanidad, esos núcleos primigenios; con la consigna no de vencer sino de no ser vencidos. Es decir, sabiendo que si somos vencidos en esta lucha, ése es el mayor triunfo; porque si el mundo se acaba, entonces Cristo dijo verdad, Y entonces el acabamiento es prenda de resurrección”.


Si no estamos dispuestos a conservar la semilla y la levadura; si no queremos sembrarla y mezclarla ni siquiera en nuestras familias…, pues entonces, poco a poco, lo que aún queda de catolicidad irá desapareciendo y hará su irrupción el hijo de perdición…

Que María Santísima, vencedora de todas las batallas de la Cristiandad, nos conceda las gracias de la fidelidad y de la perseverancia.

sábado, 5 de febrero de 2011

Domingo Vº post Epifanía


QUINTO DOMINGO DE EPIFANÍA


El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: “Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” Él les contestó: “Algún enemigo ha hecho esto”. Dícenle los siervos: “¿Quieres, pues, que vayamos a recogerla?” Díceles: “No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo. Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo recogedlo en mi granero”.


Hace tres meses, el 7 de noviembre pasado, tuve que comentar este mismo Evangelio; y lo hice siguiendo a los Padres de la Iglesia.

Me parece oportuno, hoy, hacer una aplicación práctica a nuestros días, teniendo como perspectiva los veinte siglos que han pasado desde que Nuestro Señor pronunciara esta parábola, y diese personalmente su explicación (cfr. San Mateo, 13: 24-30 y 36-43).

¿Cómo se verifica, hoy, esta parábola? ¿En qué punto concreto nos encontramos de esta mezcla perversa de buen trigo y cizaña? ¿Prevalece el trigo? ¿La cizaña está asfixiando casi por completo al buen grano?

El misterio de la iniquidad está en marcha desde ahora, le escribía San Pablo a la joven cristiandad de Tesalónica, hace ya veinte siglos, dando el significado y la aplicación de la parábola de la mala hierba: Porque el ministerio de la iniquidad ya está actuando. Tan sólo con que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida.

Santo Tomás, comentando estas palabras dice así: “El Apóstol explica la causa de la demora del Anticristo. Y este texto tiene muchas interpretaciones, porque misterio puede estar en nominativo o en acusativo.
En el primer caso, el sentido es éste: digo que a su tiempo se dará a conocer, porque incluso el misterio, esto es, figuradamente ocultado, ya está obrando en los hipócritas, que parecen buenos y, en realidad son malos, y están haciendo el oficio del Anticristo, «mostrando, sí, apariencia de piedad, pero renunciando a su espíritu» (2 Tm 3, 5).
En el segundo caso, o en acusativo, se interpreta así: porque el diablo, con cuyo poder vendrá el Anticristo, ya empezó ocultamente a perpetrar sus iniquidades, por medio de los tiranos y engañadores; porque las persecuciones a la Iglesia de este tiempo presente son figura de esa última persecución contra todos los buenos; y, en comparación con aquélla, son como una copia imperfecta respecto del original”.

Es evidente que, al comprobar el poder de la apostasía, universalmente invasora, que se aplica por tantos medios a corromper las instituciones, y finalmente ha penetrado hasta en el seno mismo de la Iglesia de Dios, es fácil desanimarse, perder el equilibrio y dejarse abatir.

Sea que consideremos el misterio de iniquidad como obrando ya en los hipócritas, que están haciendo el oficio del Anticristo…, sea que atendamos a las persecuciones a la Iglesia de este tiempo presente como figura de aquella última persecución…, hay motivos de preocupación…

¿Qué podemos hacer para no caer en el desánimo, para permanecer de pie y poder hacer frente a la acción del cizañero?

Debemos meditar los datos que nos proporcionan la Sagrada Escritura y la Tradición; así como también las enseñanzas de la Teología respecto de la historia de la Iglesia, dejándonos esclarecer y fortalecer por esa viva luz.

Ahora bien, esta doctrina de la Revelación y de la Teología nos suministra datos claros y precisos.

Un primer punto se refiere a las realidades que se encuentran comprometidas, las sociedades que entran en juego.

Primero, la Ciudad de Dios, tal como Jesús la ha instituido para siempre: santa, inmaculada, invencible; pero destinada a serle configurada por la Cruz; destinada a llevar la Cruz todo el tiempo que dure su peregrinación; y, por lo mismo, igualmente segura de su victoria.

Por otro lado, su enemiga irreductible, la ciudad de Satanás, con sus falsas doctrinas y su prestigio mundano y sus complicidades eclesiásticas. Ella se ensaña contra la Ciudad de Dios, pero sus tentativas siempre terminan en fracasos.

La explicación de la parábola, hecha por Nuestro Señor a sus Apóstoles, nos descubre esta realidad: el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró es el Diablo.

Si aceptamos esta realidad, si reconocemos el estado de hecho de la Iglesia, con esa mezcla de trigo y cizaña hasta el fin, estaremos inmunizados contra la ilusión que espera un tiempo en que la Iglesia no contará más con pecadores, al abrigo de los traidores, sin tener que cargar con la Cruz junto con su Divino Esposo.

Tampoco podemos esperar una época en que la sociedad temporal se transforme en un nuevo y renovado paraíso terrenal…

Siempre, de una u otra manera, la Iglesia y la Sociedad estarán inficionadas por los venenos diabólicos, la cizaña, a pesar de que la Iglesia, incansablemente, se esfuerce por contrarrestarlos, no cesando de inspirar su restauración en Cristo y por Cristo.

La lucha entre el demonio y la Ciudad Santa durará hasta la Parusía… No podemos soslayarlo ni olvidarlo…

Esta lucha no se aplacará ni endulzará progresivamente… No hay reconciliación posible…

Siempre la cizaña intentará sofocar y oprimir al trigo, aunque se organicen muchos Congresos Interreligiosos de Asís y muchas Jornadas Internacionales por la Paz…, menos aún si la estructura y disposición de éstos es irreverente, sacrílega y blasfema…, simple y pura cizaña…

En cuanto a la Iglesia en sí misma, el Evangelio nos enseña que, lejos de encontrar un trigo de calidad superior, que iría mejorando de siglo en siglo, por el contrario, siempre se encontrará mezclada con el buen grano la cizaña, la cual, a medida que nos vayamos acercando del fin, crecerá en poder y malignidad, a punto de sofocar completamente al trigo…

Del mismo modo que el Evangelio, el Apocalipsis no nos descubre una domesticación progresiva de las famosas Bestias…

Resulta gracioso, pero al mismo tiempo grotesco, observar a ciertos clérigos y seglares arrojando cacahuetes a los orangutanes apocalípticos con la intención de aplacarlos, incluso civilizarlos…

El Diablo, la Bestia y su Falso Profeta, a medida que nos acercamos del fin de los tiempos, perfeccionan sus métodos, mejoran su cizaña y organizan más inteligente y eficazmente su terrible contra-Iglesia…

El Diablo ataca la Iglesia desde fuera y desde el interior. San Pablo lo dice: peligro de bandidos y peligro de compatriotas..., peligro de los paganos y peligro de los falsos hermanos…

La lucha que se lleva a cabo desde afuera consiste especialmente en pervertir la Sociedad temporal para organizar la contra-Iglesia.

La lucha desde el interior radica en la autodestrucción de la Iglesia.

Esto es lo que nos enseñan la Revelación y la Teología… lo que la simple experiencia y observación atenta de la realidad nos muestra…

Algunos encuentran decepcionante, pesimista y negativa esta prédica…

Nosotros, incluso en ese período en que todo se fundirá ante el avance irresistible de las fuerzas del mal, debemos recordar que el Señor estará presente, a pesar de las apariencias… Tal vez durmiendo, como en la barca en medio de la tormenta…

Lo que Él nos pide es que permanezcamos unidos a Él, para hacer todo lo posible para ayudar a la perseverancia o a la conversión de nuestros compañeros de lucha y de infortunio.

Cuando la soldadesca de Caifás y Pilato conducía a Nuestro Señor al Calvario, a la Cruz, a la muerte…, no les fue pedido a los Apóstoles ni a las Santas mujeres impedir un suplicio en ese momento inevitable, ni oponerse a la apostasía de un pueblo sumido en la anarquía…

Pero sí se le pidió a los fieles del rebañito no temer, conservar la fe, perseverar en la caridad, sostenerse mutuamente, confesar la misión divina del Crucificado...

Debemos continuar nuestro pequeño servicio, por muy limitado que sea.

Santa Verónica no se encerró en su casa; ella se escurrió entre la multitud y los soldados, para enjugar el Divino Rostro. Tal vez, este sea el único gesto que pueda llevar a cabo el cristiano en ciertos períodos de la historia…

¡Que lo realice, pues, cuando su vocación sea la de avanzar audazmente y dar testimonio!

Esta actitud, este estado de alma, es posible, si tenemos en cuenta que la historia dura propter electos; si la consideramos en relación a Jesucristo y a la eternidad, y no en primer lugar en relación a este mundo; si comprendemos que, incluso en la gran apostasía del fin de los tiempos, el Señor viene, y nada ni nadie puede impedirle que reúna a sus elegidos.

En efecto, ¿por qué la duración de los tiempos? ¿Por qué la sucesión de los siglos? ¿Por qué la continuación de la historia, de las pruebas y de las victorias de la Iglesia, de los esfuerzos de la cristiandad y de las traiciones cizañeras?

La respuesta es simple, pero tan profunda como difícil de digerir: en vista del perfeccionamiento del Cuerpo Místico, para el bien de los elegidos, propter electos.

A fin de que la Santa Iglesia alcance su perfección última por el número y el mérito de sus hijos; a fin de que los dones inagotables del Corazón de Jesús sean participados por los Santos hasta el día deseado en que, ante la fidelidad de la Iglesia, consumida en las tribulaciones del fin de los tiempos, el Señor haga cesar la historia, introduciendo a su Esposa en la Jerusalén celestial, encierre al demonio y a sus secuaces en el lago eterno de fuego y de azufre, en el lugar de la segunda muerte… el trigo recogedlo en mi granero…

Así lo enseña Nuestro Señor, al dar la explicación de la parábola: la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles. De la misma manera, pues, que se recoge la cizaña y se la quema en el fuego, así será al fin del mundo. El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga.

¡Sí!… El que tenga oídos, que oiga…

La finalidad suprema de la historia, aquella a la cual todo le está subordinado, no es temporal sino eterna: es la manifestación, por la Iglesia, de la gloria de Cristo y del poder de su Cruz en todos los Santos y en todos los espíritus bienaventurados.

Porque el Señor quiso darnos la luz acerca de los últimos días y de las circunstancias extraordinarias que los ponen aparte, no podemos prescindir ni posponer el considerarlas de frente.

Más allá del carácter incomprensible y temible de estos tiempos del ocaso definitivo, lo que debe conmovernos es su carácter común con los siglos que los han precedido hasta el Medioevo y con los que los han preparado desde el siglo XIV.

Estos últimos tiempos se injertan en la plenitud de los tiempos, como todos los demás siglos de la era cristiana desde la Encarnación.

El don que ha sido hecho al mundo por la Encarnación del Verbo no será retirado; el poder con el cual está revestido Cristo no será atenuado; el jinete del Apocalipsis que se lanzó como vencedor montando un corcel blanco seguirá recorriendo la tierra y reportando la victoria.

Es por un designio de amor que el Señor quiere que su Esposa, la Santa Iglesia, sea configurada a su Pasión, que pase, en cierta medida, por la experiencia de las tinieblas y de la agonía del Huerto de Getsemaní.

La Iglesia debe sentir, en su medida, el alcance misterioso de este sinite usque huc que Jesús pronunciara en su Santa Agonía.

Si el Señor quiso para su Esposa, al fin de los tiempos, una experiencia más profunda de la Agonía de Getsemaní, conforme al dejad haced hasta el fin, es también porque quiso darle pruebas todavía más profundas de la eficacia de su poder y de la intensidad de su caridad.

La Iglesia no deja de compartir la Pasión de su Esposo… ¡Ni tampoco de su victoria!

El día del regreso del Señor está cerca. Después de este día, el Diablo no tendrá más la manera de acechar el talón de las murallas de la Ciudad Santa para intentar seducir y corromper.

Cristo obtuvo la victoria por la Cruz, en unión con la Iglesia su Esposa, que es custodiada en oración junto a la Virgen Inmaculada.

En sus luchas, la Santa Iglesia no cesa de ser asistida por la Santísima Virgen, que desde el momento de su Inmaculada Concepción ha aplastado cabeza de la serpiente y por su Compasión ha obtenido la gracia de interceder universalmente por los hombres.

Y en la medida que el demonio, desde hace casi cuatro siglos, redobla su acción y su violencia, la Santísima Virgen nos da pruebas más vivas de su intercesión. Incluso por sus apariciones en Rue du Bac, Lourdes, Fátima… nos da pruebas milagrosas.

Además, estos mensajes se reducen a una sola cosa: reactualizar el mensaje inmutable del Evangelio en las luchas de nuestro tiempo.

Si en lugar de soñar con ilusionadas restauraciones o en quiméricos triunfos temporales de la Iglesia, escuchásemos con plena docilidad las solicitudes de la Virgen Santísima, seríamos mucho más fuertes para aplastar con Ella la cabeza de la serpiente.

Nosotros creemos y confiamos en que la Virgen Inmaculada, Reina de los Mártires, nos rodea con una ternura tanto más fuerte, tanto más atenta, cuanto más y más seamos hostigados por los enemigos.

La Virgen del Huerto y del Calvario, es la misma que la de las grandes visitas milagrosas sobre nuestra tierra miserable… Ella es la Virgen victoriosa de todas las batallas de Dios, como la llamara Pío XII.

Que estas reflexiones sobre la historia humana en presencia de Jesucristo, que es el Soberano Señor de ella, nos persuadan de que somos amados y custodiados por Dios.

Que, a través de todas las contingencias de la vida y las vicisitudes del mundo, nos sea dado el ser vencedores en Jesucristo por su Cruz, junto a su Santísima Madre.

El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, que recogerán de su Reino todos los escándalos y a los obradores de iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre…