sábado, 28 de agosto de 2010

Domingo XIV post Pentecostés


DÉCIMO CUARTO DOMINGO
DESPUÉS DEL PENTECOSTÉS



Para combatir en nosotros la solicitud terrena y sus desastrosos efectos, en esta parábola Nuestro Señor nos propone como ejemplo los pájaros del cielo y los lirios de los campos: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?

El hombre justifica la solicitud terrena con esta objeción evidente: “¡Es necesario el dinero para vivir!”

Desgraciadamente, esta solicitud implica con ella el deseo de las riquezas y toda una comitiva de males innumerables.

La avidez se esconde hasta en los repliegues más secretos del alma humana.

Por eso, el Divino Maestro nos amonesta: Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.


Jesucristo no nos pide ser imprevisores, nos pide superar en nosotros la solicitud terrena: No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?, pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta su propia pena.

El Padre celestial alimenta a los pequeños pajarillos y viste a los lirios de los campos; y si el Padre toma tal cuidado de los animales y de las flores, ¡con qué solicitud proporcionará la comida y la prenda de vestir a sus propios hijos!, esos que cada día lo llaman con el dulce nombre de Padre…


La conclusión de esta doctrina es que no es necesario preocuparnos por la pena del día siguiente, es decir, del tiempo por venir.

El “día siguiente”, en el estilo de la Escritura, es simplemente el tiempo futuro. Pero como el tiempo futuro comienza a partir de mañana, Nuestro Señor lo llama, justamente, “el día siguiente”.


Esta expresión “el día de mañana” está en perfecta armonía con la oración del Padre Nuestro, donde decimos a Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.

Lo pedimos “para hoy”; ya que hoy no tenemos necesidad del pan “de mañana”. El pan de mañana sólo nos será necesario mañana.

En esta actitud ante al Padre celestial hay para nosotros una doble ventaja:

En primer lugar, la de estar en una dependencia absoluta respecto de Dios.

En segundo lugar, la de ser perfectamente libres y no esclavos respecto de las solicitudes de la vida presente.


Pero, observemos bien, Nuestro Señor, que nos prohíbe y nos libera de la solicitud del día de mañana, no nos priva de aquélla del día presente.

Hoy mismo debemos ser solícitos para el pan de hoy.

Ese pan cotidiano debemos pedirlo a Dios; y Él nos lo dará, pero con dos condiciones: el rezo y el trabajo.

El rezo pide a Dios y espera de Él.

El trabajo pide, por decirlo así, a la tierra, y espera de ella su fruto.

El hombre es cuerpo y alma. Y en la solicitud que Dios le prescribe para hoy, hay una parte para su cuerpo y una parte también para su alma.

La parte que le corresponde al cuerpo es el trabajo; la parte que le corresponde al alma es el rezo.

No era ésta la condición del hombre antes del pecado original.


Se ve por allí que el abandono a la providencia de Dios dista mucho de ser la holgazanería.

El hombre perezoso peca contra Dios y contra sí mismo: ofende a Dios no rogando; él mismo se ofende no trabajando.

“Ayúdate, y el cielo te ayudará”. Trabaja, y Dios, bendiciendo tu trabajo, te dará el pan de cada día, con la alegría de ganarlo.


Pero la legítima solicitud que debemos tener por el presente dejaría de ser legítima y se volvería excesiva si se extendiese al día siguiente.

Dios nos da nuestros días uno a uno, y nos da también de este modo las solicitudes de la vida.

No podemos vivir a la vez dos días, no debemos tampoco sobrellevar a la vez las penas de hoy y las de mañana. Llevemos hoy las penas presentes; mañana, si las hay, llevaremos las de mañana.

“¡A cada día le basta su aflicción!”

El mal de ayer ya no es; el de mañana no es aún. Permanece, pues, la aflicción de hoy. Y es necesario saber tomarla, por decirlo así, en todo su detalle.

Dios permite el mal sucesivamente; aprendamos a llevarlo como Dios lo permite.

De este modo, tendrá cada día bastante aflicción para cada día, cada hora bastante para cada hora, cada minuto bastante para cada minuto.

Cada momento tiene lo que le basta, lo suficiente.

No añadamos el mal pasado al presente; no vayamos añadir a este mal presente el mal futuro. La carga superaría nuestras fuerzas; y Dios nos prohíbe esta clase de operaciones.

A cada día su aflicción, y así tenemos bastante. Por lo tanto no debe haber solicitud por el día de mañana.


Este precepto, tan importante para todos los cuidados de la vida, lo es más aún para los asuntos espirituales y los intereses de la salvación.

Hay almas que se atormentan diciendo: me confesé, comencé a convertirme, pero ¡cuántas aflicciones vinieron como consecuencia!, ¡cuántas tentaciones!, ¡cuántos problemas no habré de resistir!; la vida es larga, ¡sucumbiré bajo tanto trabajos!…

A estas almas Nuestro Señor les dice: Ve, hijo mío, ve hija mía, supera las dificultades de este día, no te preocupes por las de mañana; unas después de otras, las superarás todas.

También en la vida espiritual, a cada día le basta su aflicción. Y Quien nos ha ayudado hoy, no nos abandonará mañana...


Santa Teresita decía: Me gozo en que Dios me permita sufrir todavía por su amor. ¡Ah, qué dulce es abandonarse entre sus brazos, sin temores ni deseos!


Y un alma muy teresiana, el Hermano Rafael, monje trapense de la abadía de San Isidro de Dueñas, muerto en 1938 a la edad de 27 años, escribió en el mismo sentido de Teresita:

¿Qué más te da padecer o gozar? ¿No tienes a Dios? Tú, ¿quién eres? No te preocupes de ti, pobre criatura; ni sabes padecer, ni puedes gozar. Deja que Dios se apodere de ti y, entonces, no tendrás ni lo uno ni lo otro…, tendrás paz…, tu corazón estará quieto, puesto en Dios, y tu vida será una espera, una espera serena, sin impaciencias y sin temores. Esa es la vida y la única alegría del vivir (…) No te importe sufrir, no te importe gozar. ¿Qué más da? Sólo Dios basta. Él lo llena todo (…) Y el estar colgado de la mano de Dios es la gran felicidad de la tierra. Ahora me he dado cuenta de que mi enfermedad es mi tesoro en el mundo. ¡Qué grande es Dios! ¡Qué bien dispone las cosas, cómo va haciendo su obra! No hay más que dejarse llevar; créeme, es muy fácil, y cuando llegues a no tener más deseos que los deseos de Dios, entonces está todo hecho; no hay más que esperar (…) En la Trapa, al monje lo que fue ya no le importa. Solamente tiene el inmenso consuelo de saber que lo que aún le queda ha de pasar. ¿Qué hacer, pues, sino esperar? Y ¡con qué alegría y paz se espera lo que es cierto ha de venir! ¡Qué paz da al alma pensar que lo que espera ni los hombres ni los acontecimientos pueden impedir su llegada! Cada día que pasa es un día más que nos acerca al comienzo de la verdadera vida. Lo que para el mundo es el fin, para el monje es el principio. Todo llega, todo pasa…, sólo Dios permanece (…) Un día que me parecía muy grande la pequeña cruz que Jesús me enviaba… Un día que al pensar en lo que aún me queda de vida, me parecía muy larga… Un día en que sufría pareciéndome penoso y largo mi camino, leí unas palabras que decían: “Nada de lo que tiene fin es grande”.


Por esa misma razón, Santa Teresita había escrito:

Si pienso en el mañana, temo mi inconstancia, siento nacer en mi corazón la tristeza y el tedio. Pero acepto voluntariamente la prueba, el sufrimiento ¡nada más que por hoy!

Sólo sufro el instante presente…


Así, pues, ¡nada de solicitud terrena y mundana!, ni por las cosas materiales, ni por las necesidades espirituales…


Padre Nuestro que estás en los Cielos. Santificado sea tu Nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día, dánosle hoy… Así sea.

sábado, 21 de agosto de 2010

Corazón Inmaculado


FIESTA DEL CORAZÓN INMACULADO
DE MARÍA SANTÍSIMA



Solemnizamos hoy con gran gozo y confianza la Fiesta del Corazón Inmaculado de María Santísima.

No hay duda de que el objeto de esta devoción del Corazón Purísimo de la Santísima Virgen, puede considerarse de dos maneras: su objeto material y su objeto formal, de suerte que en esta hermosísima devoción debemos distinguir y reconocer bien, para luego unirlos y no separarlos nunca, los dos elementos que la forman.

De otro modo, no llegaremos jamás a penetrar en lo que es y vale esta devoción al Corazón Inmaculado de la Virgen Santísima.

Pues bien, de estos dos elementos, el primero es el material, que es el mismo Corazón físico, real, palpitante, de la Santísima Virgen. Un Corazón de carne, humano, en todo semejante al de los demás hombres, pero Inmaculado desde su misma Concepción.

Y el otro elemento, el formal, es invisible e inmaterial, y consiste en el Amor, en la Caridad de la Virgen Madre, encerrada y simbolizada en ese Purísimo Corazón.

Si llegásemos a separar estos dos elementos, destruiríamos esta devoción, o tendríamos una devoción parcial e incompleta del Corazón de María.

Por tanto, siempre que hablemos, pensemos, meditemos o tengamos alguna devoción a este Purísimo Corazón, entendamos que lo hacemos para honrar el amor de la Virgen Purísima, pero encerrado en su Corazón como en un vaso precioso.

Su Amor es la joya, su Corazón es el cofre que la encierra.


Consideremos primero el objeto material. Y pensemos: a tal joya, tal cofre; a tal perla, tal nácar.

¿Cuál y cómo es el Corazón de la Santísima Virgen? Sabemos que la hermosura física de María es sólo superada por la de su Divino Hijo. Sabemos que Dios la hizo la más hermosa de todas sus criaturas pues iba a ser la Madre de “el más hermoso de todos los hijos de los hombres”.

¿No debió serlo aún más en su Corazón?

Imaginemos esa belleza y hermosura condensada en aquel Corazón Inmaculado. Si todo el Purísimo Cuerpo de la Virgen es digno de devoción, mucho más aún debe serlo su Corazón.

Los cuerpos de los Santos, sus reliquias; especialmente en algunos, como en Santa Teresa de Jesús, su corazón, ¡qué apreciados son de las almas devotas!

¿Qué comparación puede haber entre esas santas reliquias, entre la veneración que merece el corazón de los Santos y el de la Santísima Virgen? Tanto más, cuanto que todo acto de culto que se tributa a este Corazón de María, es un acto que redunda en toda la Persona de la Virgen; son todas sus virtudes, toda su pureza y santidad, las que se veneran y honran.


Así pasamos ya al objeto formal. Esas virtudes, esa santidad, ese amor sobre todo contenido en ese Corazón nobilísimo.

Tengamos en cuenta el Corazón de la Virgen Madre, y no olvidemos que es la Madre de Dios. ¿Qué Corazón habrá puesto en Ella? Si Él se lo dio, ¿cómo será? Y ¿cómo ama este Corazón? Si tiene que amar a Dios y a los hombres con un amor sólo inferior al de Dios, ¿cómo será el Corazón que encierra este amor?


Esta devoción, bien practicada nos debe hacer penetrar en su Corazón, estudiar sus movimientos, conocer sus latidos, descubrir su amor.

Sólo cuando entremos de lleno en Él, podremos comenzar a conocer a nuestra Madre. Para conocer y entender a María hay que encontrar su Corazón.

Cuanto más estudiemos su caridad, más conoceremos a María. ¡Qué dulce es este pensamiento!… ¡Qué suave y dulcísima es esta devoción!

El mismo Dios conoce también así a la Virgen María, así la aprecia y estima, por el amor de su Corazón; porque es Él el autor del uno y del otro.

Pidamos al Señor un poco de esta luz con la que Él penetra en el interior de ese Corazón Inmaculado. Y con esa luz divina tratemos de mirar el Corazón de nuestra Madre.


Penetremos más en particular en los motivos que deben movernos a tener esta devoción al Purísimo Corazón de la Santísima Virgen.

Y sea el primero lo excelente que es en sí misma esta devoción. En cuanto a su objeto material, ¡el Corazón mismo de la Virgen!, salta a la vista cuán digno es de Ella.

Es el instrumento del que se valió el Espíritu Santo para la obra de la Encarnación. De aquel Purísimo e Inmaculado Corazón brotó la Sangre preciosísima de la que se formó el Cuerpo sacrosanto y hasta el mismo Corazón Sacratísimo de Jesucristo. De allí tomó el Señor aquella Sangre que había de ofrecer en la Cruz por la salvación de la humanidad.

En cuanto a su objeto formal, era aquel Corazón el centro y el foco de la vida de la Santísima Virgen; todos sus latidos y pulsaciones, todos sus más mínimos movimientos participaron de los méritos incalculables que en cada instante de su vida mereció María.

Recorramos los pasos principales de esta vida y contemplemos a la vez el Corazón de la Virgen, acusando todas sus impresiones. ¡Cómo se estremecería en la Anunciación!… ¡Qué emoción en la Noche Buena, cuando contempló el rostro de Jesús por primera vez!… ¡Qué encogimientos y ahogos cuando el anciano Simeón le clavó aquella espada de dolor y en los sobresaltos de la huida a Egipto!… ¡Cómo hubieron de acrecentarse estos latidos en la pérdida del Niño… y, sobre todo, en la Pasión y muerte de su Hijo!…

¿No es más que suficiente todo esto para hacer amable y excelente esta devoción?

Y, sin embargo, sube de punto este razonamiento, si contemplamos el Corazón de la Virgen como el órgano sensible de su amor, como al instrumento que recibía todas las impresiones de su cuerpo y de su alma para convertirlas en amor, para encenderse y abrasarse más y más en el fuego del amor.


A esto debemos sumar que esta devoción es voluntad misma del Cielo.

El 13 de junio de 1917, durante la segunda aparición en Fátima, Nuestra Señora dijo a Lucía: “Tú quedas aquí por más tiempo. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Él quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado”.

El 13 de julio de 1917, luego de la visión del Infierno, Nuestra Señora les dijo: “Visteis el infierno, adonde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Corazón Inmaculado”.

El 10 de diciembre de 1925, en Pontevedra, tuvo lugar una aparición de la Santísima Virgen con el Niño Jesús, que le dijo a Sor Lucía: “Ten piedad del Corazón de tu Santa Madre circundado de espinas, que los hombres ingratos le clavan a cada momento”.

En mayo de 1943, en Tuy, Nuestro Señor dijo a Sor Lucía: “Deseo ardientemente que se propague en el mundo el culto y la devoción al Corazón Inmaculado de María, porque este Corazón es el imán que atrae todas las almas a Mí, y el fuego que irradia sobre la tierra el rayo de mi Luz y de mi Amor, es la fuente inagotable que hace brotar sobre la Tierra el agua viva de mi misericordia”.


Entrando en la consideración más particular de este Corazón Inmaculado, descubrimos que es un Corazón de Madre.

Y con eso está dicho todo lo que acerca del amor natural de María puede decirse. ¿Qué cosa más grande, más sublime que el corazón de una madre? ¿Dónde encontrar, en la tierra, un amor que merezca mejor este nombre? ¿Dónde habrá un amor que más se parezca al amor de Dios?

Podemos decir que todo lo que es amor en la tierra está resumido en el corazón de una madre; y que el corazón de madre es la obra maestra salida de las manos del Creador.

El mismo Dios, cuando quiere hablar de su amor a los hombres, se compara a una madre y nos dice “Pues qué, ¿puede quizás una madre olvidar a su hijo?”

¡Cuántas maravillas ha encerrado Dios en el corazón de una madre! Por lo tanto, ¿qué habrá hecho con el Corazón de María? ¿Quién más madre que la Virgen María?

Siendo Madre de Dios y Madre de todos los hombres, ¿qué será entonces ese Corazón? ¿Qué amor habrá en Él?

Corazón de Madre de Dios María, ¡Madre de Dios! ¡Qué cosa más grande y más incomprensible! Tanto de parte de Dios, que haya querido tener a una mujer por Madre suya verdadera, como por parte de María, para llegar a ser ciertamente la Madre de Dios.

Este pensamiento encierra infinitas maravillas. Según él, María fue el principio de la vida terrena de Dios, pues eso es ser madre, dar vida a otro ser. Luego María tuvo que dar la vida humana al Hijo de Dios, que, por lo mismo, comenzó a ser verdadero hijo suyo.

San Agustín pensaba en esto y se extasiaba con esta idea; y trataba de comprender cómo podía ser esta dulcísima realidad de que “la carne de Cristo fuera la carne de María”, como él decía. Y, efectivamente su Carne, su Sangre, su Vida, su Corazón fueron en verdad, la Carne y la Sangre, la Vida y el Corazón de Dios.

¡Un solo Corazón para la Madre e Hijo!…, como solía decir San Juan Eudes…

¡Un solo Corazón dando la misma vida a Dios y a la Virgen!…

¿No es esto el colmo de las maravillas y de las grandezas, de María? El Hijo de Dios era exclusivamente Hijo suyo, sin intervención de ninguna otra paternidad más que la de Dios; por eso es más madre que ninguna otra madre.

De suerte que debemos comprender bien que si Cristo fue Hombre verdadero, si tuvo un Cuerpo pasible capaz de padecer y sufrir como el nuestro, si tuvo un Corazón humano semejante a nuestro corazón, capaz de enternecerse y sentir como propias nuestras penas y miserias, fue por María.

Y aún podemos añadir que todo esto fue por el Corazón Inmaculado de María, pues, como el mismo San Agustín dice, “María es Madre de Jesús, Madre de Dios, mucho más según el espíritu que según la carne”. María, por tanto, concibió a Jesús en su Corazón.


Corazón de Madre de los hombres. Con este mismo amor, verdaderamente divino, nos ama a nosotros la Virgen Santísima.

No puede ser de otra manera. ¡Somos sus hijos! ¡Ella es, en realidad, nuestra Madre!

¡Qué Madre tenemos! ¡Qué amor el de su Corazón maternal para con nosotros! Esta Madre tanto ama a sus hijos que no duda en sufrir y en sacrificarse por ellos.


Debemos tener un corazón filial para con esa Madre que Dios nos ha dado. Sería un contrasentido y el mayor absurdo el que exigiéramos a la Virgen que nos amara con Corazón de Madre, y nosotros no la amásemos con amor de hijos.


Pero nuestra obligación aumenta, si consideramos el principal atributo del Corazón Inmaculado de María: la Misericordia.

La misericordia, lo hemos considerado el Décimo Domingo después de Pentecostés, es el atributo más dulce de Dios, el que más arrastra nuestro corazón y le infunde aliento y confianza.

Dios es un Padre amantísimo, dulcísimo, con entrañas llenas de compasión y misericordia. Una de las mayores pruebas de que esto es así la tenemos en el Corazón Misericordiosísimo de la Santísima Virgen María.

Este Corazón es un efecto de la bondad y del amor de Dios a los hombres…

La misericordia… Tenemos tanta necesidad de ella. Difícilmente encontraremos nada que mejor entendamos y más apreciemos que esta cualidad de la misericordia…

Un corazón compasivo que siente como propias las necesidades y miserias ajenas, un corazón misericordioso que llora con los que lloran y sufre con los que sufren, ¿a quién no encanta y seduce?

Y, si además de sentir así las desgracias ajenas como si fueran propias, se esfuerza y trabaja por remediarlas, ¡mucho más aún!

Pues así, y en un grado de intensidad verdaderamente divina, es el Corazón de la Santísima Virgen. Su Corazón está adornado de todos los caracteres de la más perfecta y sublime misericordia. Su Corazón es el más compasivo de todos los corazones; y cualquier desgracia o tribulación que ve a su alrededor halla eco en él.

Lo hemos contemplado el domingo pasado.

¡En cuántos casos habrá intervenido la Santísima Virgen en favor nuestro!, consiguiéndonos de Jesús algo que nos hacía falta, algo que nos venía muy bien y que nosotros ni nos ocupábamos de pedirlo, sea por ignorar el peligro, sea por tibieza o por malicia de nuestro corazón…


Y es que la misericordia de María, como su Corazón de donde brota, es de una Madre.

El corazón de una madre sentirá palpitar sus entrañas con nuevo cariño, con nuevo y más encendido amor, cuando vea más y más desgracias y miserias en su hijo.

El corazón de una madre nunca desmaya, ni se cansa, siempre espera, siempre confía poder remediar la situación de su hijo.

Y ahora penetremos en el Corazón de la Virgen, más madre que ninguna otra madre, con una bondad y misericordia que resumen todo lo que Dios derramó sobre todas las demás madres de la tierra.

¿Cómo sería y cómo es actualmente su Corazón?

Por otra parte, no es ésta una compasión estéril, como tiene que ser muchas veces la de una madre que quiere, pero no sabe o no puede remediar a su hijo.
María posee la omnipotencia del mismo Dios; y toda ella la emplea generosamente para socorrer a sus hijos.


Y lo más maravilloso es que esta misericordia maternal de la Virgen no se terminó como termina naturalmente la de la madre de la tierra con su muerte.

Ahora que está en el Cielo, su Corazón es el mismo. A pesar de la elevación de su trono tan cercano al de Dios, Ella no se olvida de sus hijos miserables.

Y si hay algún cambio en el Corazón de la Virgen, es para ser aún, desde el Cielo, más compasiva, más clemente y más misericordiosa, y para aprovecharse mejor de su Corazón de emperatriz en bien de los desgraciados de aquí abajo.

En el Cielo, su misericordia es activísima, trabajando sin cesar por las almas, inclinándola unas veces a pedir e interceder por nosotros, derramando otras con sus manos piadosas torrentes de gracias sobre nuestros corazones.

¡Cuántas veces los Ángeles del Cielo habrán sido los mensajeros de paz, de consuelo, de esperanza que la Virgen envía a los que en la tierra la invocan!


Por lo tanto, debemos arrojarnos con una confianza ilimitada en su Corazón Maternal.

Vayamos a los pies de la Virgen. Ante su bondadosísimo Corazón Inmaculado no caben temores ni desconfianzas. ¡Si precisamente para eso le dio Dios ese Corazón!

Como dice el Introito de esta Misa: Lleguémonos confiadamente al trono de la Gracia, a fin de alcanzar Misericordia y hallar el auxilio de la gracia en el tiempo oportuno.

¡Qué nada ni nadie nos arranque esta dulcísima esperanza!

¡Oh Clementísima!… ¡Oh Piadosísima!… ¡Oh Dulcísima, Virgen María!

Corazón Inmaculado de María, ¡sed la salvación del alma mía!

sábado, 14 de agosto de 2010

Fiesta de la Asunción


ASUNCIÓN GLORIOSA A LOS CIELOS
DE MARÍA SANTÍSIMA

La Inmaculada y la Asunción son dos misterios de la vida de la Santísima Virgen que tienen entre sí íntima relación. La Iglesia señala a los dos y les hace resaltar sobre todos los demás, especialmente en su Santa Liturgia.

La Inmaculada y la Asunción son el principio y el término de la vida de María en la tierra; y estos extremos están tan unidos entre sí, que el uno viene a ser como la causa o razón del otro.

En efecto, si es Inmaculada, no puede quedar en el sepulcro; necesariamente ha de subir al Cielo.

La Concepción Inmaculada, es un privilegio, una excepción de la regla general del pecado con el que todos nacemos. La Asunción es otra excepción de la regla general que todos hemos de seguir en nuestra muerte y corrupción en el sepulcro.

Por eso, María Inmaculada deja su mortalidad en la tumba; y así como fue concebida a la gracia a través de la muerte del pecado, venciendo al demonio; así fue concebida a la gloria, venciendo a la muerte.

Nunca fue esclava del pecado, ni en su Concepción, por eso fue Inmaculada. No pudo ser esclava de la muerte jamás, por eso fue asunta al Cielo en cuerpo y alma.

Así pues, la Asunción de la Santísima Virgen, es el complemento necesario de su Concepción Inmaculada.


Todos hemos de resucitar, y esperamos ir al Cielo. Pero, ¿no es justo que María se adelantase? ¿No es Ella la Capitana? Pues debe ir siempre delante del ejército.

Fue la primera en la gracia, en la santidad, en la pureza; pues ¿qué cosa más natural que lo fuera en la Asunción?

¿Dónde está el cuerpo de María, dónde sus reliquias, dónde el sepulcro magnífico, la urna riquísima donde se guardan sus restos? No existe nada de esto, ni puede existir.

Concluye, pues, cristiano con un acto de fe y de agradecimiento al Señor, que inspiró al Papa Pío XII la definición de este Dogma. El cual, en un acto hasta entonces no igualado en la Historia Eclesiástica por la afluencia de peregrinos de todo el mundo, y la asistencia inusitada de Prelados y Príncipes de la Iglesia declaró con palabra infalible, ser una verdad revelada por Dios, que la Santísima Virgen al terminar su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a ocupar el sitio que la corresponde en el Reino de Dios.

Y, en efecto, llegó el momento dichoso en que Dios quiso dar cumplimiento a los deseos del Cielo, y aquel cuerpo, vivificado con la vida de la inmortalidad, comenzó a remontarse al Cielo.

Contemplemos el sinnúmero de Ángeles que, en legiones apretadas, bajan del Cielo para acompañar el triunfo de María, su Reina.

Sus músicas e himnos de gloria hienden los aires con las más suaves y dulces armonías.
El gozo que experimentan es inexplicable.
Dios ha aumentado ese día su gloria y felicidad.
¡Qué cortejo tan hermosísimo!
Todos brillan con nueva luz en este día y, no obstante, en medio de ellos, se destaca el brillo, el esplendor, la purísima hermosura de la Virgen, que va lentamente dejando la tierra.

Ella asciende de la mano de su Hijo, Quien quiso en persona bajar a buscarla y hacer con su presencia más solemne, más grande el triunfo de su Madre.

Asciende entre las nubes y atravesando las más altas esferas llega a las mismas puertas del Cielo, donde nuevos Ángeles, impacientes, salen a esperar junto con las almas de los Santos la llegada de aquella magnífica procesión.

Así acaba la escena de la tierra y comienza la gloria del Cielo.

¿Quién podrá, desde aquí abajo, conocer lo que allí pasaría al entrar la Virgen Inmaculada?


Escuchemos cómo, tomando todos en sus bocas angélicas las palabras del arcángel San Gabriel, entonaría en un coro unísono, formidable, que haría temblar de emoción y entusiasmo al Cielo todo, diciéndole: Dios te salve, la llena de gracia, bienvenida seas a esta gloria a llenarla con tu hermosura y santidad, porque Tú siempre estás con Dios y Dios siempre contigo; por eso eres la bendita entre todas las criaturas y vas ahora a sentarte en el trono más alto, el más cercano que puede existir junto a Dios.

Unámonos a los Ángeles, alegrémonos con ellos, más que ellos aún, pues si ellos la llaman Reina, nosotros podemos llamarla Madre.

Tengamos un santo orgullo, al ver así a nuestra Madre más espléndida que la aurora, más bella que la luna, más clara y brillante que el sol, temible como un ejército en orden de batalla, aclamada por todas las jerarquías y coros angélicos.


Todo esto, con ser tan hermoso, no era al fin, sino el comienzo; ya que la gran apoteosis se verificó cuando el Señor del Cielo, saliendo a su encuentro, la invitó a sentarse en el trono que a su dignidad de Madre de Dios correspondía, y a ser coronada como Reina.


Recordemos las palabras de San Pablo cuando, hablando del Cielo, decía que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre puede llegar a comprender lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”. Pues, ¿quién podrá llegar a imaginarse lo que tendría preparado para la que desde el primer instante de su Concepción ya lo amó más que todos los Santos y Ángeles juntos?

Escuchemos la respuesta que a esto da la Iglesia, cuando dice: Fue exaltada sobre todos los coros de los Ángeles.


Pensemos que Dios da el premio según los méritos, que conforme sea el grado de santidad de un alma, así será el de la gloria…, y abismémonos en el mar sin fondo, verdaderamente inmenso, para nosotros inconmensurable e infinito, de las gracias y méritos de la Santísima Virgen.

Así nos podremos dar una idea de la inmensidad e infinidad también inconmensurable de su gloria en el Cielo.

Contemplémosla, modestísima, recogida en su interior, avanzar de la mano de Dios, subir las gradas de su Trono, sentarse en él y allí ser coronada por el Padre con la corona de Potestad; por el Hijo con la corona de Sabiduría; y por el Espíritu Santo, con la corona de Amor.


Así coronada, recibe el homenaje de todos los habitantes del Cielo.

En seguida llegarían las Vírgenes y la saludarían como a Virgen de Vírgenes; los Mártires como a Capitana, que al pie de la Cruz les había dado ejemplo de sufrimiento y de martirio; los Profetas la reconocieron como a la mujer prodigiosa que ellos anunciaron; los Patriarcas, como al objeto de sus esperanzas y santas impaciencias; los Ángeles, con todas sus jerarquías, como a su Reina y Señora; y llegarían Adán y Eva, y la bendecirían por lo bien que había sabido reparar su pecado, pues por Ella habían dejado de ser sus descendientes hijos de maldición; y su prima Santa Isabel; y sus padres queridos San Joaquín y Santa Ana; y su mismo esposo San José…


Contemplemos a la humildísima Virgen, así exaltada y sublimada, repitiendo sin cesar su cántico de agradecimiento a Dios: Magníficat…

¡Qué bien se entienden ahora aquellas palabras: “Porque miró la humildad de su esclava, por eso ha hecho en mí grandes cosas el que es Todopoderoso, y así me llamarán bienaventurada todas las generaciones”!

No nos contentemos con admirarla en su grandioso triunfo, ni en cantar su poder y grandeza. Aprovechemos y pidámosle que nos enseñe el camino de la más profunda humildad e imitación suya, pues María, coronada en el Cielo, es la encarnación y el cumplimiento más exacto de las palabras de Dios: “El que se humilla, será ensalzado”.


Hemos dicho que María Santísima fue coronada en su Gloriosa Asunción con la triple corona de Poder, de la Sabiduría y del Amor.

Detengámonos unos instantes a considerar la grandeza y la hermosura de esta triple corona.

Recordemos, ante todo, el poder infinito de Dios. Con razón se lo llama Omnipotente. Todo lo puede, no hay nada que se oponga a su voluntad.

Pues bien, contemplemos ahora esta omnipotencia toda entera, comunicada a la Santísima Virgen.

El Padre Eterno se goza en coronar, con corona de poder, las sienes de la Virgen; la eleva a la altura de su misma omnipotencia, y la da parte en los secretos de su potestad.

Ya María tiene todo poder sobre las criaturas del Cielo, de la tierra y de los abismos, para que así como Dios es omnipotente por naturaleza, María lo sea también por gracia.

Ahora sí que la podemos llamar, con toda verdad, Emperatriz del Cielo, Reina de la tierra, Señora de todo lo creado.

¡Qué consuelo para nuestra alma y nuestro corazón pensar en que nuestra Madre es una Reina tan poderosa!

¡Qué santo orgullo debemos tener por ello!

¡Qué confianza debe inspirarnos!

Alegrémonos con nuestra Madre querida, al verla de este modo exaltada hasta participar del poder del mismo Dios. Y repitamos muchas veces: La Reina del Cielo es mi Madre.


El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Sabiduría de Dios; es a la vez Hijo de María. Por consiguiente, ¿qué cosa más natural que al coronar a su Madre, se apresurara a colocar en aquella magnífica corona, su don peculiar de la Sabiduría?

Levantemos los ojos a Dios y contemplemos aquella Sabiduría que todo lo sabe, todo lo conoce, lo de ahora presente, lo pasado y lo futuro, lo actual y lo posible, lo que será y lo que no será...

Escuchemos a San Pablo: “Todas las cosas están abiertas y patentes a sus ojos, aun los secretos más ocultos de los corazones”.

Pues ahora tratemos de abismarnos en el misterio incomprensible de la comunicación de esta Sabiduría que hace el Verbo divino a la Santísima Virgen.

¿Cuál será la sabiduría de la Santísima Virgen, después de admitida al conocimiento de los arcanos de la divinidad, de tal modo que para Ella tampoco, en cuanto es posible decir esto de una criatura, haya secretos en Dios, que Ella no sepa y conozca?

¡Cómo comprendería entonces todo el plan de la creación y el de la Redención, en todos sus más mínimos detalles!

¡Qué bien entendería ahora el por qué de todas las cosas que había vivido Ella en la tierra, así como la razón de ser de todos los acontecimientos que entonces pasaron!

¡Cómo alabaría a Dios al ver la infinita Sabiduría que todo tan magníficamente lo ha concebido y dispuesto con tanto orden, tanta armonía, aunque ésta, muchas veces, no aparezca a los ojos del pobre entendimiento humano!

Por eso a Ella hemos de acudir a pedirle la luz de la fe; es la Maestra nuestra.

Es nuestra Maestra en todas las virtudes, sabe muy bien las dificultades que nos rodean, conoce muy bien la violencia de las tentaciones que tenemos que sufrir, la fuerza exaltada de nuestras pasiones desbordadas, no ignora nuestra debilidad y miseria; por eso a Ella tenemos que acudir.

Nadie mejor nos enseñará lo que hemos de hacer, el plan de combate, nuestra línea de conducta. ¡Qué seguridad da a los soldados el saberse bien conducidos por un experto y valiente caudillo! Así debemos confiar en nuestra Madre, Maestra y Capitana.


Dios es amor. Es la dulcísima y exactísima definición de Dios. Por tanto, si el amor es la vida de Dios, necesaria y esencialmente se ha de encontrar en las Tres divinas Personas. Sin embargo, se da este nombre especialmente al Espíritu Santo, porque así, por vía del amor, procede del Padre y del Hijo.

Pues bien, si el Padre corona a María con su Omnipotencia, y el Hijo la da participación de su Sabiduría, justo era que el Espíritu Santo, al coronarla, la introdujera en el seno, que es origen y fuente de todo amor.

Contemplemos a nuestra Madre querida, hermosísima con la magnífica corona de la Omnipotencia y con la de la Sabiduría… Pero mirémosla ¡cómo brilla ahora con la fuerza interior del fuego del Amor divino!

¡Qué gusto, qué alegría da el pensar que hay un Corazón que así ama a Dios!

¿Y qué diremos del amor que nos tiene? Nos ama con amor de Madre, y esto basta.

No olvidemos que si tiene conocimiento y sabe perfectamente todas nuestras necesidades por su corona de Sabiduría, y si le sobra poder para remediarlas con su Omnipotencia, tampoco la falta la voluntad de hacerlo así, por su Amor.

Repitamos muchas veces el título de Reina y Madre de misericordia. Si es Reina, sabe y puede. Si es Madre de misericordia, quiere remediarnos y ayudarnos. Luego, así será.

Dios Te salve, Reina y Madre de misericordia. Vida, dulzura y esperanza nuestra. Dios Te salve. Oh clementísima… Oh piadosa… Oh dulce Virgen María…


sábado, 7 de agosto de 2010

Domingo XIº post Pentecostés


UNDÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



El Evangelio de hoy comienza por indicar el lugar del milagro: Se marchó de la región de Tiro y vino de nuevo, por Sidón, al mar de Galilea, atravesando la Decápolis.

Jesús no está en Judea; y los nombres de los lugares enumerados en el Evangelio del día indican que la gentilidad se convirtió en el escenario de la salvación.

Es allí donde tendrá lugar la curación del sordomudo: Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan imponga la mano sobre él.

Evidentemente se trata de una enfermedad muy triste; porque el sordo no escucha nada de lo que se dice alrededor de él; y además, como consecuencia, por no haber podido aprender a hablar correctamente, sólo puede comunicar sus pensamientos y sus deseos con mucha dificultad; de modo tal que, viviendo en medio de los hombres, en gran medida se siente frustrado al no poder participar de los beneficios de la sociedad.

Como suele suceder con los milagros de Nuestro Señor, esta dolencia natural representa otra discapacidad mucho más grave, deplorable y peligrosa, a saber, la sordera y el mutismo espirituales.


La sordera espiritual es el estado de un alma que no escucha la Palabra de Dios, de cualquier manera que llegue a ella, ya sea por las inspiraciones del Espíritu Santo, ya por la voz de la conciencia, ya por los avisos del confesor o las exhortaciones del predicador.

Y cuando esta sordera es totalmente voluntaria y afectada, ¡qué desgracia para el alma! Es propiamente un pecado contra el Espíritu Santo, es el endurecimiento del corazón.


El mutismo espiritual normalmente sigue a la sordera, y la hace más culpable, peligrosa y, frecuentemente, incurable.


Jesús hubiese podido realizar esta curación por medio de una sola palabra, y su poder hubiese sido manifestado más maravillosamente.

Pero este milagro esconde un misterio; y Jesucristo, queriendo principalmente instruirnos, subordina el ejercicio de su poder al objetivo educativo que procura.

Así pues, ¿quién es este hombre que traen al Salvador y cuya miseria arrancó suspiros al Verbo divino?

¿Qué representa este sordomudo?

¿Qué significan las inusuales circunstancias con las que se opera su curación?

Los Santos Doctores nos enseñan que este hombre representa la humanidad fuera del pueblo judío: Tiro, Sidón, la Decápolis indican la gentilidad.

Esta gentilidad, abandonada desde hace cuatro mil años en las regiones donde reinaba el Príncipe del mundo, sentía los efectos desastrosos del olvido en que la había dejado su Creador y Padre como consecuencia del pecado original y de sus pecados personales.

Satanás, cuyas artimañas engañosas habían obtenido hacer expulsar al hombre del Paraíso, habiéndose apoderado de los gentiles, superó y perfeccionó la elección de los medios para asegurar su conquista.

La astuta tiranía del opresor redujo a su esclavo a la sordera y al mutismo para estrechar mejor las cadenas de su imperio.

Sordo para escuchar a Dios, mudo para suplicarle, se cierran los dos caminos que podrían conducirlo a su liberación.

El adversario de Dios y del hombre, Satanás, puede alegrarse de su trabajo…


Jesucristo gime ante la miseria extrema de esos pueblos. ¿Y cómo no había de gemir a la vista de la devastación ejercida por el enemigo en esta obra tan bella, para la cual había servido de modelo a la adorable Trinidad al comienzo del mundo?


Tiro, Sidón, la Decápolis… la gentilidad…, tenemos ejemplos palpables de esta miseria espiritual en los pueblos que conocieron los misioneros al llegar a las tierras americanas.

Tienen de qué vanagloriarse los indigenistas en la sordera y el mutismo espirituales, culturales y sociales…

Nosotros nos honramos de cultura greco-romana, y agradecemos la misericordia, la gracia, la cultura y la civilización cristianas aportadas por los santos misioneros.


Decimos que Nuestro Señor quiere, por medio de esta curación milagrosa, dar una enseñanza más que demostrar su divino poder. Él quiere revelar las realidades invisibles producidas por su gracia en el misterio de los Sacramentos.

Por eso, aparta lejos a este hombre que le presentan; lejos de esta tumultuosa muchedumbre de pasiones y de vanos pensamientos que lo habían vuelto sordo y mudo para el Cielo: apartándolo de la gente, a solas.

¿Qué lograría con curarlo, si no fuesen removidas las causas de la enfermedad? Recaería inmediatamente en ella…

Vemos en esto el por qué de tanto paganismo, e incluso tanto salvajismo, en nuestra sociedad, otrora cristiana… Así como se hace hediendo el perro que vuelve a su vómito, de la misma manera causa repulsión la moderna sociedad, apóstata, que regresa al paganismo, se degrada y se torna salvaje…

La causa está en la apostasía de las naciones, y en el retorno del fuerte armado con sus siete demonios peores que él… los siete pecados capitales que dominan a la humanidad alejada de Jesucristo y de su Iglesia…

Pueden vanagloriarse los revolucionarios del estercolero que han forjado…

Nosotros tratamos de mantener los restos de la Civilización Cristiana legada por la España católica, mientras esperamos la restauración final de todas las cosas en Cristo y por Cristo.


Garantizados los frutos futuros de la curación, Jesús pone en los oídos de carne del sordo sus dedos sagrados, que tienen la virtud restauradora del Espíritu Santo y que penetra hasta los oídos del corazón.

Más misteriosamente, porque la verdad a manifestar es más profunda, toca con la saliva de su boca divina la lengua hecha impotente para la confesión y la alabanza.


Dicen los Santos Padres: Le metió los dedos en las orejas, pudiendo curarlo sólo con su voz, para manifestar que su cuerpo, unido a la Divinidad, estaba enriquecido con el poder divino, así como sus obras. Esto demuestra que todos los miembros de su sagrado cuerpo son santos y divinos, como la saliva con que dio flexibilidad a la lengua del mudo.


Por último, levantando los ojos al cielo, dio un gemido, y le dijo: Ephpheta, que quiere decir: ¡Abríos!

Los Padres de la Iglesia enseñan que alzó los ojos al cielo, para enseñarnos que es de allí de donde el sordo debe esperar el oído, el mudo el habla y todos los enfermos la salud.

Levanta, pues, los ojos al cielo, busca y ve el beneplácito del Padre a las intenciones compasivas de su misericordia; y ejerciendo el uso de ese poder creativo que hizo originalmente perfectas todas las cosas, pronuncia, como Verbo divino, la palabra todopoderosa de restauración: Ephpheta!

Se abrieron sus oídos y, al instante, se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente.

La nada, o mejor dicho aquí, algo peor que la nada, la ruina, la degradación, obedece a esta voz conocida.

El oído desafortunado se abre con placer a las enseñanzas pródigas de la ternura triunfante del Salvador…

Y la fe, que penetra al mismo tiempo, produce su efecto: la lengua encadenada se suelta y reanuda el cántico de alabanza a Dios, interrumpido durante siglos por el fatídico pecado…


Aquí se ven de un modo manifiesto las dos distintas naturalezas de Cristo, enseñan los Santos Doctores; porque alzando los ojos al cielo como hombre, ruega a Dios gimiendo y, en seguida, con divino poder y majestad cura con una sola palabra.


Hemos dicho que Jesucristo quería enseñar simbólicamente por esta curación las realidades invisibles producidas por su gracia en los sacramentos.

Por estos símbolos deseaba que comprendiésemos:
  • cuán difícil es la curación de la sordera y del mutismo espirituales,
  • qué tremenda es la situación del pecador endurecido,
  • cuán peligroso es el demonio sordo y mudo, que nos hace sordos a la voz de Dios y que cierra nuestra boca para evitar descubrir nuestra alma herida.

Al mismo tiempo pretendía enseñarnos cuánto respeto y reverencia merecen todas las ceremonias que la Iglesia ha establecido para la administración de los Sacramentos, especialmente del Bautismo, en el cual encontramos las acciones y las palabras que Nuestro Señor utilizó para curar al sordomudo, imagen del alma y de las sociedades todavía no regeneradas por la divina gracia y aún presas bajo el poder del demonio.


De este modo, el Ministro de la Iglesia, antes de la ablución bautismal, impone sobre la lengua del catecúmeno la sal de la sabiduría y le unge sus oídos con su saliva repitiendo la palabra de Cristo: Ephpheta, es decir, abríos.


En la Epístola de este domingo, San Pablo nos dice: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, ¡habríais creído en vano!

Es en primer lugar por el bautismo que el hombre recibe el oído espiritual y la palabra de la fe, que prepara para recibir la prédica evangélica.

Antes del Bautismo éramos sordomudos; no podíamos hablar a Dios en la oración porque no teníamos la fe; no podíamos escuchar la voz de Dios.

Pero por el Bautismo nos convertimos en hijos de Dios, recibimos la gracia santificante.

¡Atención!... Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, por el cual también sois salvados, si lo guardáis tal como os lo prediqué. Si no, ¡habríais creído en vano!


La Palabra del Salvador produce inmediatamente su efecto: el enfermo está curado, se abren sus oídos, su lengua se suelta.

El sordo escucha la voz de su divino Médico y el mudo habla con una facilidad que sorprende y encanta a todos los testigos de este gran milagro, a punto tal que Jesús les mandó que a nadie se lo contaran. Pero cuanto más se lo prohibía, tanto más ellos lo publicaban. Y se maravillaban sobremanera y decían “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”.

La admiración y la gratitud arrancan a la multitud una apología noble y bella del Redentor, opuesta a los murmullos y calumnias de los fariseos: Él ha hecho bien todas las cosas…

Este elogio es una alabanza maravillosa, digna solamente de Dios. Bene omnia fecit… ¡elogio admirable!

Debemos recordarlo y repetirlo a menudo. Dios es infinitamente sabio; infinitamente bueno e infinitamente poderoso: Bene omnia fecit…


Después del Credo, vamos a recitar la oración del Ofertorio: Te alabaré, Señor, porque clamé hacia Ti y Tú me has sanado.

¡Sí!, Señor, Tú has hecho y haces bien todas las cosas…