sábado, 14 de agosto de 2010

Fiesta de la Asunción


ASUNCIÓN GLORIOSA A LOS CIELOS
DE MARÍA SANTÍSIMA

La Inmaculada y la Asunción son dos misterios de la vida de la Santísima Virgen que tienen entre sí íntima relación. La Iglesia señala a los dos y les hace resaltar sobre todos los demás, especialmente en su Santa Liturgia.

La Inmaculada y la Asunción son el principio y el término de la vida de María en la tierra; y estos extremos están tan unidos entre sí, que el uno viene a ser como la causa o razón del otro.

En efecto, si es Inmaculada, no puede quedar en el sepulcro; necesariamente ha de subir al Cielo.

La Concepción Inmaculada, es un privilegio, una excepción de la regla general del pecado con el que todos nacemos. La Asunción es otra excepción de la regla general que todos hemos de seguir en nuestra muerte y corrupción en el sepulcro.

Por eso, María Inmaculada deja su mortalidad en la tumba; y así como fue concebida a la gracia a través de la muerte del pecado, venciendo al demonio; así fue concebida a la gloria, venciendo a la muerte.

Nunca fue esclava del pecado, ni en su Concepción, por eso fue Inmaculada. No pudo ser esclava de la muerte jamás, por eso fue asunta al Cielo en cuerpo y alma.

Así pues, la Asunción de la Santísima Virgen, es el complemento necesario de su Concepción Inmaculada.


Todos hemos de resucitar, y esperamos ir al Cielo. Pero, ¿no es justo que María se adelantase? ¿No es Ella la Capitana? Pues debe ir siempre delante del ejército.

Fue la primera en la gracia, en la santidad, en la pureza; pues ¿qué cosa más natural que lo fuera en la Asunción?

¿Dónde está el cuerpo de María, dónde sus reliquias, dónde el sepulcro magnífico, la urna riquísima donde se guardan sus restos? No existe nada de esto, ni puede existir.

Concluye, pues, cristiano con un acto de fe y de agradecimiento al Señor, que inspiró al Papa Pío XII la definición de este Dogma. El cual, en un acto hasta entonces no igualado en la Historia Eclesiástica por la afluencia de peregrinos de todo el mundo, y la asistencia inusitada de Prelados y Príncipes de la Iglesia declaró con palabra infalible, ser una verdad revelada por Dios, que la Santísima Virgen al terminar su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a ocupar el sitio que la corresponde en el Reino de Dios.

Y, en efecto, llegó el momento dichoso en que Dios quiso dar cumplimiento a los deseos del Cielo, y aquel cuerpo, vivificado con la vida de la inmortalidad, comenzó a remontarse al Cielo.

Contemplemos el sinnúmero de Ángeles que, en legiones apretadas, bajan del Cielo para acompañar el triunfo de María, su Reina.

Sus músicas e himnos de gloria hienden los aires con las más suaves y dulces armonías.
El gozo que experimentan es inexplicable.
Dios ha aumentado ese día su gloria y felicidad.
¡Qué cortejo tan hermosísimo!
Todos brillan con nueva luz en este día y, no obstante, en medio de ellos, se destaca el brillo, el esplendor, la purísima hermosura de la Virgen, que va lentamente dejando la tierra.

Ella asciende de la mano de su Hijo, Quien quiso en persona bajar a buscarla y hacer con su presencia más solemne, más grande el triunfo de su Madre.

Asciende entre las nubes y atravesando las más altas esferas llega a las mismas puertas del Cielo, donde nuevos Ángeles, impacientes, salen a esperar junto con las almas de los Santos la llegada de aquella magnífica procesión.

Así acaba la escena de la tierra y comienza la gloria del Cielo.

¿Quién podrá, desde aquí abajo, conocer lo que allí pasaría al entrar la Virgen Inmaculada?


Escuchemos cómo, tomando todos en sus bocas angélicas las palabras del arcángel San Gabriel, entonaría en un coro unísono, formidable, que haría temblar de emoción y entusiasmo al Cielo todo, diciéndole: Dios te salve, la llena de gracia, bienvenida seas a esta gloria a llenarla con tu hermosura y santidad, porque Tú siempre estás con Dios y Dios siempre contigo; por eso eres la bendita entre todas las criaturas y vas ahora a sentarte en el trono más alto, el más cercano que puede existir junto a Dios.

Unámonos a los Ángeles, alegrémonos con ellos, más que ellos aún, pues si ellos la llaman Reina, nosotros podemos llamarla Madre.

Tengamos un santo orgullo, al ver así a nuestra Madre más espléndida que la aurora, más bella que la luna, más clara y brillante que el sol, temible como un ejército en orden de batalla, aclamada por todas las jerarquías y coros angélicos.


Todo esto, con ser tan hermoso, no era al fin, sino el comienzo; ya que la gran apoteosis se verificó cuando el Señor del Cielo, saliendo a su encuentro, la invitó a sentarse en el trono que a su dignidad de Madre de Dios correspondía, y a ser coronada como Reina.


Recordemos las palabras de San Pablo cuando, hablando del Cielo, decía que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre puede llegar a comprender lo que Dios tiene preparado para los que lo aman”. Pues, ¿quién podrá llegar a imaginarse lo que tendría preparado para la que desde el primer instante de su Concepción ya lo amó más que todos los Santos y Ángeles juntos?

Escuchemos la respuesta que a esto da la Iglesia, cuando dice: Fue exaltada sobre todos los coros de los Ángeles.


Pensemos que Dios da el premio según los méritos, que conforme sea el grado de santidad de un alma, así será el de la gloria…, y abismémonos en el mar sin fondo, verdaderamente inmenso, para nosotros inconmensurable e infinito, de las gracias y méritos de la Santísima Virgen.

Así nos podremos dar una idea de la inmensidad e infinidad también inconmensurable de su gloria en el Cielo.

Contemplémosla, modestísima, recogida en su interior, avanzar de la mano de Dios, subir las gradas de su Trono, sentarse en él y allí ser coronada por el Padre con la corona de Potestad; por el Hijo con la corona de Sabiduría; y por el Espíritu Santo, con la corona de Amor.


Así coronada, recibe el homenaje de todos los habitantes del Cielo.

En seguida llegarían las Vírgenes y la saludarían como a Virgen de Vírgenes; los Mártires como a Capitana, que al pie de la Cruz les había dado ejemplo de sufrimiento y de martirio; los Profetas la reconocieron como a la mujer prodigiosa que ellos anunciaron; los Patriarcas, como al objeto de sus esperanzas y santas impaciencias; los Ángeles, con todas sus jerarquías, como a su Reina y Señora; y llegarían Adán y Eva, y la bendecirían por lo bien que había sabido reparar su pecado, pues por Ella habían dejado de ser sus descendientes hijos de maldición; y su prima Santa Isabel; y sus padres queridos San Joaquín y Santa Ana; y su mismo esposo San José…


Contemplemos a la humildísima Virgen, así exaltada y sublimada, repitiendo sin cesar su cántico de agradecimiento a Dios: Magníficat…

¡Qué bien se entienden ahora aquellas palabras: “Porque miró la humildad de su esclava, por eso ha hecho en mí grandes cosas el que es Todopoderoso, y así me llamarán bienaventurada todas las generaciones”!

No nos contentemos con admirarla en su grandioso triunfo, ni en cantar su poder y grandeza. Aprovechemos y pidámosle que nos enseñe el camino de la más profunda humildad e imitación suya, pues María, coronada en el Cielo, es la encarnación y el cumplimiento más exacto de las palabras de Dios: “El que se humilla, será ensalzado”.


Hemos dicho que María Santísima fue coronada en su Gloriosa Asunción con la triple corona de Poder, de la Sabiduría y del Amor.

Detengámonos unos instantes a considerar la grandeza y la hermosura de esta triple corona.

Recordemos, ante todo, el poder infinito de Dios. Con razón se lo llama Omnipotente. Todo lo puede, no hay nada que se oponga a su voluntad.

Pues bien, contemplemos ahora esta omnipotencia toda entera, comunicada a la Santísima Virgen.

El Padre Eterno se goza en coronar, con corona de poder, las sienes de la Virgen; la eleva a la altura de su misma omnipotencia, y la da parte en los secretos de su potestad.

Ya María tiene todo poder sobre las criaturas del Cielo, de la tierra y de los abismos, para que así como Dios es omnipotente por naturaleza, María lo sea también por gracia.

Ahora sí que la podemos llamar, con toda verdad, Emperatriz del Cielo, Reina de la tierra, Señora de todo lo creado.

¡Qué consuelo para nuestra alma y nuestro corazón pensar en que nuestra Madre es una Reina tan poderosa!

¡Qué santo orgullo debemos tener por ello!

¡Qué confianza debe inspirarnos!

Alegrémonos con nuestra Madre querida, al verla de este modo exaltada hasta participar del poder del mismo Dios. Y repitamos muchas veces: La Reina del Cielo es mi Madre.


El Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Sabiduría de Dios; es a la vez Hijo de María. Por consiguiente, ¿qué cosa más natural que al coronar a su Madre, se apresurara a colocar en aquella magnífica corona, su don peculiar de la Sabiduría?

Levantemos los ojos a Dios y contemplemos aquella Sabiduría que todo lo sabe, todo lo conoce, lo de ahora presente, lo pasado y lo futuro, lo actual y lo posible, lo que será y lo que no será...

Escuchemos a San Pablo: “Todas las cosas están abiertas y patentes a sus ojos, aun los secretos más ocultos de los corazones”.

Pues ahora tratemos de abismarnos en el misterio incomprensible de la comunicación de esta Sabiduría que hace el Verbo divino a la Santísima Virgen.

¿Cuál será la sabiduría de la Santísima Virgen, después de admitida al conocimiento de los arcanos de la divinidad, de tal modo que para Ella tampoco, en cuanto es posible decir esto de una criatura, haya secretos en Dios, que Ella no sepa y conozca?

¡Cómo comprendería entonces todo el plan de la creación y el de la Redención, en todos sus más mínimos detalles!

¡Qué bien entendería ahora el por qué de todas las cosas que había vivido Ella en la tierra, así como la razón de ser de todos los acontecimientos que entonces pasaron!

¡Cómo alabaría a Dios al ver la infinita Sabiduría que todo tan magníficamente lo ha concebido y dispuesto con tanto orden, tanta armonía, aunque ésta, muchas veces, no aparezca a los ojos del pobre entendimiento humano!

Por eso a Ella hemos de acudir a pedirle la luz de la fe; es la Maestra nuestra.

Es nuestra Maestra en todas las virtudes, sabe muy bien las dificultades que nos rodean, conoce muy bien la violencia de las tentaciones que tenemos que sufrir, la fuerza exaltada de nuestras pasiones desbordadas, no ignora nuestra debilidad y miseria; por eso a Ella tenemos que acudir.

Nadie mejor nos enseñará lo que hemos de hacer, el plan de combate, nuestra línea de conducta. ¡Qué seguridad da a los soldados el saberse bien conducidos por un experto y valiente caudillo! Así debemos confiar en nuestra Madre, Maestra y Capitana.


Dios es amor. Es la dulcísima y exactísima definición de Dios. Por tanto, si el amor es la vida de Dios, necesaria y esencialmente se ha de encontrar en las Tres divinas Personas. Sin embargo, se da este nombre especialmente al Espíritu Santo, porque así, por vía del amor, procede del Padre y del Hijo.

Pues bien, si el Padre corona a María con su Omnipotencia, y el Hijo la da participación de su Sabiduría, justo era que el Espíritu Santo, al coronarla, la introdujera en el seno, que es origen y fuente de todo amor.

Contemplemos a nuestra Madre querida, hermosísima con la magnífica corona de la Omnipotencia y con la de la Sabiduría… Pero mirémosla ¡cómo brilla ahora con la fuerza interior del fuego del Amor divino!

¡Qué gusto, qué alegría da el pensar que hay un Corazón que así ama a Dios!

¿Y qué diremos del amor que nos tiene? Nos ama con amor de Madre, y esto basta.

No olvidemos que si tiene conocimiento y sabe perfectamente todas nuestras necesidades por su corona de Sabiduría, y si le sobra poder para remediarlas con su Omnipotencia, tampoco la falta la voluntad de hacerlo así, por su Amor.

Repitamos muchas veces el título de Reina y Madre de misericordia. Si es Reina, sabe y puede. Si es Madre de misericordia, quiere remediarnos y ayudarnos. Luego, así será.

Dios Te salve, Reina y Madre de misericordia. Vida, dulzura y esperanza nuestra. Dios Te salve. Oh clementísima… Oh piadosa… Oh dulce Virgen María…