domingo, 25 de agosto de 2013

Pentecostés 14


DECIMOCUARTO DOMINGO
DE PENTECOSTÉS


Gálatas, 5, 16-25: Andad en el Espíritu, y no cumpliréis los apetitos de la carne. Porque la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne. Porque estas cosas son opuestas entre sí, a fin de que no hagáis cuanto queráis. Y si vosotros sois conducidos por el espíritu, no estáis sujetos a la Ley. Y manifiestas son las obras de la carne, las cuales son fornicación, impureza, impudicia, lujuria, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, cóleras, riñas, disensiones, sectas, envidias, homicidios, embriagueces, crápula, y otras cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen no alcanzarán el reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad. Contra los tales no hay Ley. Pues los que son de Cristo han crucificado su carne con vicios y concupiscencias. Si vivimos por el espíritu, procedamos también en el espíritu.


San Mateo, 6, 24-33: Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Por lo tanto os digo: No andéis afanados por vuestra alma qué comeréis, ni por vuestro cuerpo qué vestiréis. ¿No es más el alma que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni amontonan en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta. ¿Pues no sois vosotros más que ellas? ¿Y quién de vosotros discurriendo puede añadir un codo a su estatura?
¿Y por qué andáis acongojados por el vestido? Considerad los lirios del campo cómo crecen, no trabajan ni hilan: os digo, pues, que ni Salomón con toda su gloria fue cubierto como uno de éstos. Pues si al heno del campo, que hoy es, y mañana es echado en el horno, Dios así lo viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles se afanan por estas cosas, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas ellas. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura.
Y no andéis cuidadosos por el día de mañana. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado: le basta a cada día su propia aflicción.


Al Domingo actual se le llamaba antiguamente Domingo de la divina Providencia. En él se proclama la amorosa Providencia de Dios sobre los pájaros del cielo, los lirios de los campos y sobre los hijos de Dios.

Ante todo, debemos recordar que no existe nada, absolutamente nada, en el universo, en la historia del mundo y en la vida del hombre, que no sea querido o, por lo menos, permitido por Dios.

Dios no puede querer ni obrar el mal; pero lo permite. Todo lo demás, fuera del mal, es querido, realizado, ordenado y dirigido por Él. Y eso, con una sabiduría divinamente certera y universal; con un poder absoluto, ilimitado e incontrastable; con una bondad y un amor que sólo aspiran al mayor bien y perfección del todo y de los individuos.

Existe una Providencia. Por encima de la providencia universal hay, además, una providencia individual y particular. Esta última es la que se preocupa de todos aquellos que buscan sinceramente a Dios. Es la que cuida de los hijos de Dios, de los que le aman y viven para Él.

Para todos estos tiene el Padre celestial una mirada singularmente atenta y vigilante. Se muestra con ellos de un modo particularmente pródigo, cariñoso y amable. Trabaja en ellos y para ellos día y noche, sin interrupción alguna.

Todo cuanto sucede en el mundo les sirve para su mayor bien. Todo lo han previsto, ponderado, ordenado, dirigido y concatenado la sabiduría, el poder y la bondad de Dios de tal modo que contribuya a su santificación.

Todo, absolutamente todo, sin excepción de ningún género, lo ha puesto Dios al servicio de la salvación eterna de sus hijos. Todo lo ha ordenado a su crecimiento en la vida interior, a su perfección, a su felicidad y a su bien sobrenaturales.

En nuestra vida pasada hemos experimentado muchas veces la grande y manifiesta preocupación que tiene Dios por nuestra alma e incluso por nuestro bienestar temporal. Fijémonos sólo un poco, y en seguida advertiremos la gran bondad y misericordia que Él nos ha demostrado a cada paso; los grandes y numerosos peligros de que nos ha preservado, así en el alma cómo en el cuerpo; las muchas ocasiones de caer que nos ha evitado; la gran paciencia y benignidad con que siempre nos ha tratado.

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Domingo de la divina Providencia. La Santa Liturgia subraya la fe en la acción de la Providencia divina sobre los fieles.

Los hombres somos débiles, somos absolutamente incapaces de evitar lo nocivo y de practicar lo saludable. Pero, por encima de nuestra debilidad, de nuestra flaqueza y de nuestra impotencia naturales, se cierne sobre nosotros la amorosa y sabia Providencia de Dios, que todo lo rige y gobierna.

Ella es la que aleja de nosotros todo lo perjudicial y la que nos hace aspirar a todo lo saludable.

Nuestra herencia, aquí en la tierra, es la fragilidad humana. Ignoramos en absoluto todo cuanto está ante nosotros, y todo cuanto nos ha de suceder, bueno o malo. Estamos sumergidos en una atmósfera de impotencia, de ignorancia, de fragilidad, de ceguera y de imprevisión absolutas.

¿Cómo podremos preservarnos de todo lo dañino? Realmente, nuestra previsión, nuestras precauciones, nuestra vigilancia y todos nuestros esfuerzos son completamente impotentes para lograrlo.

Existe por encima de nuestra impotencia otro ser que, lleno de compasión y de misericordia ante nuestra fragilidad y ceguera, nos tiende su amorosa mano y nos aleja de todo lo que quiere perdernos. Este compasivo y amoroso ser no es otro que la Providencia de Dios, de nuestro Padre celestial.

Además, la Providencia de Dios nos hace aspirar a todo lo saludable. Siempre está ocupada en encaminarnos a todo aquello que pueda favorecer nuestra salvación.

Pero, se preguntan algunos: ¿qué quiere Dios con las contrariedades, reveses, fracasos, humillaciones, persecuciones, sufrimientos, dolores, pruebas, tentaciones y dificultades de la vida interior y exterior? ¿Qué quiere con las enfermedades y las miserias corporales? ¿Qué quiere incluso con las faltas y pecados en que permite que caigamos con frecuencia? ¿Qué quiere, qué busca con todo esto?

Sólo una cosa: conducirnos a lo verdaderamente saludable.

¿Sabemos acaso nosotros mismos qué cosa es la más conveniente para nuestra salud sobrenatural? ¿Sabríamos escoger nosotros solos los medios más aptos, sabríamos aprovechar en cada instante el momento más oportuno, sabríamos seguir siempre el camino más conveniente para nuestra salvación? ¿Sabríamos discernir en cada momento lo mejor y lo más saludable para nuestra alma? ¿Podríamos practicar nosotros solos en cada momento lo verdaderamente bueno y saludable?

Realmente, no. ¿Quién puede hacerlo, pues? ¿Quién lo hace realmente? Dios, el Padre celestial, su Providencia infinitamente sabia, amorosa, omnisciente y omnipotente.

¿Por qué hemos de temer? Dios mismo se preocupa de nosotros. ¡Fuera, pues, todo temor! Temamos, sí, y evitemos el apoyarnos en nosotros mismos.

Los caminos de Dios son, por lo general, muy distintos de los caminos del hombre. La perspicacia, la previsión, los planes y la providencia del hombre difieren mucho de los caminos de la Providencia divina. Y sólo estos últimos son los que nos apartan verdaderamente de todo lo nocivo y los que nos conducen a lo saludable.

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La Epístola de hoy describe el camino de la carne y el camino del espíritu. El del espíritu es diametralmente opuesto al de la carne. No se puede servir a la vez a dos señores, a la carne por un lado y al espíritu por otro.

En la hora de nuestro Bautismo escogimos el servicio del espíritu. Es verdad que estamos en medio del mundo; es verdad que estamos obligados a trabajar; pero, ante todo y sobre todo, estamos obligados a caminar en el espíritu; nuestra principal obligación consiste en buscar primero el reino de Dios. Todo lo demás se nos dará por añadidura.

Nuestro Padre conoce muy bien todas nuestras necesidades. No nos preocupemos, pues, angustiosamente. Busquemos ante todo, en primer lugar, el reino de Dios, lo que es de Dios.

El preocuparse excesivamente del problema de la vida es paganismo. El cristiano cree; lo que le distingue del no cristiano es su fe en Dios, en el Padre, en el Dios que todo lo rige y gobierna y que vela sobre nosotros con su paternal providencia.

Ser cristiano significa renunciar al mundo y a toda angustiosa preocupación por lo temporal y terreno; significa arrojarse ciegamente en Dios como en un abismo misterioso y profundo, pero lleno de luz y de divina seguridad.

Buscad ante todo lo que es de Dios, lo que es justo delante de Él, lo que Él quiere, establece y ordena.
Arrojaos ciegamente en sus manos, en las manos de la amorosa y paternal Providencia.

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Si vivimos del espíritu, caminemos también en el espíritu; tal es la urgente exhortación que nos hace San Pablo. Ahora bien: nosotros vivimos la vida divina, pues el Espíritu Santo mora y actúa en nuestra alma. Luego caminemos también en el espíritu, es decir, en ese mismo Espíritu Santo que recibimos en el Bautismo y en la Confirmación.

Caminamos en el espíritu siempre que permanecemos en estado de gracia. Cuando cometemos un pecado mortal obligamos al Espíritu Santo a abandonarnos. Hacemos imposible su morada en nuestra alma. Expulsamos de nosotros a nuestro Huésped divino.

Caminamos en el espíritu siempre que respondemos con perfecta sumisión y fidelidad a las iluminaciones, a los impulsos, a las insinuaciones y a la dirección del Espíritu Santo que vive y actúa en nosotros.

Esto no podemos hacerlo sin una generosa y total renuncia a nosotros mismos, sin una perfecta mortificación de todos los pensamientos y juicios puramente humanos y naturales, sin una constante y amorosa atención a las excitaciones e insinuaciones del Espíritu Santo que actúa en nosotros y sin una gran pureza de corazón.

Esto no podemos hacerlo sin poseer antes una voluntad generosamente dispuesta a someterse y a aceptar la santa voluntad de Dios en todo cuanto nos suceda en la vida.

Al caminar en el espíritu  se oponen cuatro poderosos enemigos: el espíritu propio, el espíritu del hombre viejo, el espíritu del mundo y el mal espíritu.

El espíritu propio nos impulsa a obrar independientemente de la acción del Espíritu Santo y de la gracia en nosotros. Es decir, nos induce a obrar por motivos y consideraciones puramente humanas y naturales.

El espíritu del hombre viejo nos impele a seguir los gustos, las inclinaciones y los deseos del hombre caído y corrompido. Este espíritu nos hace caer en muchos pecados y nos sumerge en un profundo abismo de miseria moral.

El espíritu del mundo es concupiscencia de los ojos (avaricia, sed de placeres), concupiscencia de la carne y soberbia de la vida: es la atmósfera de que vivimos rodeados y que influye sobre nosotros.

Finalmente, el mal espíritu, el demonio, nos molesta y atormenta con sus continuas tentaciones.

En el Espíritu Santo, que nos ha sido dado, poseemos la fuerza necesaria para resistir y vencer al propio espíritu, al espíritu del hombre, al espíritu del mundo y al mal espíritu con todas sus tentaciones.

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Nadie puede servir a la vez a dos señores. No podéis servir a Dios y a Mammón. He aquí una disyuntiva tajante: o vivimos para Dios, o vivimos para Mammón, para la tierra, para el polvo.

No podemos servir a la vez a dos señores opuestos; ello equivaldría a una división, a un substancial desgarramiento de nosotros mismos.

La primera preocupación del cristiano consiste en vivir para Dios. Ante todo y sobre todo Dios, los mandamientos, la voluntad, el beneplácito de Dios. Dios nos ha hecho para sí, es el único fin de nuestra vida.

Vivir para Dios, vivir sólo y enteramente para Él; he aquí la única preocupación, el único afán del verdadero cristiano. Va en ello, no ya nuestro honor, nuestra dicha o nuestra desgracia temporal, sino nuestro destino eterno.

Vivir enteramente para Dios; tal debe ser nuestra única y absorbente preocupación. Ante ella deben ceder todos los demás afanes y preocupaciones.

No debemos, no podemos descuidarla, ni un solo día, ni un solo momento. Es necesario que nos estimule y aguijonee sin descanso.

Vivir para Dios: he aquí la verdadera, la única misión del hombre sobre la tierra. Todo lo que no responda a esta misión, a este fin, será muerte, nada, vanidad. Todo lo que nos enfrente con Dios, todo lo que vaya contra su santa voluntad será malo, será corrupción, aniquilamiento de vida: será pecado.

Viviendo para Dios cumpliremos nuestras obligaciones y realizaremos todos nuestros actos únicamente porque Dios así lo quiere y así lo ordena. Es decir, que el único móvil de nuestra conducta será, la santa voluntad de Dios.

Viviendo para Dios, al mismo tiempo que le agradamos á Él, hacemos todo lo nuestro. Dios quiere que al hacer nuestras cosas y al preocuparnos de nuestros intereses, lo hagamos por Él, no por las cosas ni por nosotros mismos.

De este modo, al hacer lo nuestro, vivimos para Él y, viceversa, viviendo para Él, hacemos lo nuestro.

Ambas cosas son compatibles y solidarias, pero con tal de que nuestros actos respondan a lo que Dios quiere de nosotros, es decir, con tal de que todo lo hagamos como Él lo quiere y porque Él lo quiere.

Haciéndolo así, Dios nos proveerá entonces de todo cuanto necesitemos: Contemplad los pájaros del cielo. No siembran, ni recogen, ni amontonan en graneros y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta a todos. Contemplad los lirios del campo. No trabajan ni hilan. Sin embargo, ni el mismo Salomón, con toda su gloria, pudo vestirse jamás como uno de ellos.

Vivamos enteramente para Dios. Sometamos a su santa voluntad todos nuestros actos. De este modo haremos al mismo tiempo todo lo nuestro. Si necesitásemos de algo más para poder vivir Dios, nuestro Padre celestial, se preocupará de ello: Vuestro Padre conoce muy bien todas vuestras necesidades. Sabe que necesitáis comida, vestido y habitación.

Busquemos, pues, primero el reino de Dios y su Justicia. Busquemos y ejecutemos ante todo lo que es justo delante de Dios, lo que Él ama, lo que Él quiere, lo que Él ordena, lo que Él desea.

Si vivimos por el espíritu, procedamos también en el espíritu.

domingo, 18 de agosto de 2013

13º después de Pentecostés


DECIMOTERCER DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Gálatas, 3, 16-22: A Abraham y a su descendencia fueron dadas las promesas. No dice: Y a sus descendientes, como si se tratase de a muchos, sino como a uno. Y a tu descendencia, el cual es Cristo. Digo, pues, esto: un testamento ratificado por Dios, no lo hace nulo la Ley que es hecha cuatrocientos treinta años después, de manera que deje sin efecto la promesa. Porque si por la Ley es la herencia, ya no es por la promesa. Y sin embargo a Abraham se la dio Dios por reiterada promesa. Entonces ¿para qué la Ley? A causa de la transgresión fue puesta, hasta que viniese el descendiente a quien se le hizo la promesa, ordenada por ángeles por mano de un mediador. Mas no hay mediador de uno solo. Y Dios es uno solo. Luego ¿la Ley es contra las promesas de Dios? De ninguna manera. Porque si se hubiera dado una Ley capaz de vivificar, realmente la justicia procedería de la Ley. Pero la Escritura lo ha encerrado todo bajo el pecado, a fin de que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo.


San Lucas, 17, 11-19: Y aconteció que yendo Jesús a Jerusalén, pasaba por medio de Samaria y de Galilea. Y entrando en una aldea, salieron a Él diez hombres leprosos, que se pararon de lejos. Y alzaron la voz diciendo: Jesús, maestro, ten misericordia de nosotros. Y cuando los vio, dijo: Id y mostraos a los sacerdotes. Y aconteció, que mientras iban quedaron limpios. Y uno de ellos cuando vio que había quedado limpio volvió glorificando a Dios a grandes voces. Y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias; y éste era samaritano. Y respondió Jesús, y dijo: ¿Por ventura no son diez los que fueron limpios? ¿Y los nueve dónde están? ¿No hubo quien volviese, y diera gloria a Dios, sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo.


Con los textos de este Domingo, vuelve a plantearse hoy otra vez, como en el Domingo Undécimo, el problema de la Fe; esta vez desde el punto de vista de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento.

En realidad, es una cuestión que gira toda entera en torno al mismo Cristo, el Mesías prometido. Se trata de saber, en efecto, si nuestra salvación eterna depende sólo de Cristo (es decir, de Cristo en, con y por la Iglesia por Él fundada) o si, al lado y por encima de Cristo, produce también la vida la Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento; y, por consiguiente, si éste conserva todavía su valor y su fuerza obligatoria.

La Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, da a esta cuestión una respuesta tajante, categórica: ¡Cristo, sólo Cristo! Sólo en Él está la salvación.

En la Epístola de hoy nos dice San Pablo que las promesas fueron hechas a Abrahán y su descendiente. Este descendiente no puede ser Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, porque la Ley mosaica es incapaz de perdonar el pecado y de dar la vida de la gracia.

Solamente Cristo puede cumplir las promesas de vida, y sólo los que creen en Cristo pueden participar de esas promesas y de esa vida.

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Las promesas fueron hechas a Abrahán y a su descendiente. He aquí las promesas: Deja tu patria y tu familia. Abandona tu casa y vete a la tierra que yo te indicaré. Quiero hacerte tronco de un gran pueblo y te bendeciré copiosamente; en ti serán bendecidas todas las naciones de la tierra.

Abrahán espera su descendencia durante largos años y sólo en su edad avanzada es cuando le nace su hijo Isaac, el hijo de la promesa.

Pero, poco después, el padre es obligado a sacrificar a Dios sobre el Monte Moria a su hijo. Así se lo ordena el mismo Dios. Abrahán obedece. Ya fulgura en el aire el cuchillo que va a degollar a Isaac; pero, en este mismo instante, Dios se interpone y retiene el brazo del padre. En lugar del hijo le manda sacrificar un carnero que Él mismo le proporciona allí mismo.

Ahora el Señor vuelve a renovar su promesa al obediente Abrahán: Puesto que tú, por mi Nombre, no me has negado a tu propio hijo, yo te bendeciré grandemente. Por haber obedecido mi mandato, serán bendecidas en tu descendiente todas las naciones de la tierra.

Como advierte San Pablo en la Epístola de hoy, Dios no dijo: En tus descendientes, en plural, como si fueran muchos, sino que dijo: En tu descendiente, en singular.

Pues bien: este único descendiente de Abrahán, en el cual serán bendecidos todos los pueblos, en el cual encontrarán su salud, su vida y su redención todas las generaciones, no es otro, no puede ser otro que Cristo.

Sólo en Él residen la salud y la gracia sobrenaturales. Todos pecaron, lo mismo los judíos que los paganos, para que así la promesa, es decir la redención prometida, fuese comunicada solamente a los creyentes, a los que tuviesen fe en Jesucristo. El que creyere y fuese bautizado, se salvará. El que no creyere, se condenará...

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Ahora bien, cuando Jesús, el Mesías prometido, el descendiente de Abrahán, el depositario de las promesas, se dirigía hacia Jerusalén, se detuvo en una pequeña villa. Allí se le presentaron diez leprosos, los cuales le suplicaron que los curase.

Él les dijo, conforme a la Ley mosaica: Id y mostraos a los sacerdotes. Ellos obedecen. Mientras se dirigen a los sacerdotes, quedan curados en el camino.

La Ley de Moisés, es decir, el Antiguo Testamento, con sus sacerdotes y sus sacrificios, no puede curar a los pobres leprosos. El mundo enfermo y pecador sólo puede ser curado por Cristo. En Él serán bendecidas todas las naciones...

Todas, menos la Sinagoga hasta que reconozca a Cristo como verdadero Mesías. La Sinagoga forma parte de los nueve leprosos, que no volvieron a Cristo...

La Sinagoga, el Judaísmo, atribuye los bienes recibidos, no a Cristo, sino a sus propios méritos, a su fiel custodia de la Ley, a sus esfuerzos personales. Para la Sinagoga la salvación no reside en Cristo.

La Ley de Moisés ordenaba que todo leproso curado de su enfermedad debía presentarse ante un sacerdote, para que este expidiera el certificado oficial de dicha curación. Los leprosos del Evangelio de hoy, al dirigirse a la ciudad más próxima, para cumplir este requisito de la Ley, se sienten curados súbitamente.

Nueve de ellos continúan su viaje y se presentan a los sacerdotes, para cumplir exactamente lo preceptuado por la Ley de Moisés. Son unos judíos celosos de la Ley. Confían en las obras de la Ley. Creen que su curación es efecto de la fiel observancia de la Ley. Toda su gratitud es para las obras de la Ley. Comparten la funesta ilusión y ceguera del pueblo de Israel acerca del valor justificativo de la Ley.

Es la misma ilusión de todos los que creen que la vida de la gracia, que la verdadera salud de los hombres puede proceder de otra fuente distinta de la fe en Jesucristo.

Es la misma ceguera y la misma funesta ilusión de todos aquellos que esperan y creen poder alcanzar la vida sobrenatural con sus propios esfuerzos, con sus talentos y cualidades personales, con las fuerzas y la industria del puro hombre natural, sin apoyarse para nada en el único fundamento verdadero de esa vida, que es la fe en Cristo, en el Hijo de Dios.

Sólo uno de los diez leprosos curados vuelve al Señor. Este leproso no era judío, era un samaritano. Alaba a Dios en voz alta; atribuye su curación a Dios, a Jesús; reconoce que la salud reside solamente en Cristo, no en los actos del hombre, no en las obras ni en el fiel cumplimiento de la Ley del Antiguo Testamento.

Este leproso curado no se presenta ante los sacerdotes. Está plenamente convencido de que su curación no se debe a las obras de la Ley ni a sus propios méritos o esfuerzos. Cree en Jesús. Por eso, tan pronto como se ve curado se vuelve a Jesús y glorifica a Dios con grandes voces; y se postra a los pies del Señor.

Este samaritano leproso abandona la Ley de Moisés y se une a Cristo. Es un acabado modelo de la Santa Iglesia. Ésta ha sido llamada del mundo de los gentiles y de los pecadores y se halla edificada sobre la fe en Cristo.

La Iglesia cree que la Redención y la salvación se encuentran únicamente en Jesús. Por eso nunca se cansa de tornar a Él, para manifestar su adoración, junto con su hondo y cordial agradecimiento. Siempre sus labios están ensalzando la grandeza y la misericordia divinas.

¡Sólo Cristo! No se ha dado a los hombres bajo el cielo ningún otro nombre, fuera del de Cristo, en el cual podamos salvarnos.

Convenzámonos profundamente de lo que nos enseña hoy la Sagrada Liturgia. Creamos en Jesucristo y a Jesucristo. En Cristo, sólo en Cristo podremos salvarnos. Sólo la fe en Cristo es quien puede alcanzarnos la salud espiritual. Sólo ella puede asegurarnos la vida eterna.

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Este es el Cáliz de mi Sangre, la Sangre del Nuevo y Eterno Testamento... A la Antigua Alianza entre Dios e Israel ha sucedido una Nueva Alianza entre Dios y la humanidad.

Esta Nueva Alianza, perfecta, definitiva, está fundada en Jesucristo, en Nuestro Señor.

Es una Alianza irrevocable, llena de gloria y de gracia y de un valor eterno. ¡Una Alianza entre el Padre y el Hijo de Dios humanado! ¡Una Alianza para salvarnos a nosotros!

El Señor penetra en este mundo. En su Encarnación se reviste de nuestra naturaleza humana y comienza la gran obra a que se ha comprometido: Vengo, oh Dios, a cumplir tu voluntad.

Esta es mi Sangre, la Sangre de la Nueva Alianza... El Nuevo Testamento ha sido firmado y sellado con la Sangre de Jesucristo.

La ira del Padre se ha serenado y aplacado. Ha sido quebrantado el poder del pecado y del infierno; el Cielo se ha vuelto a franquear. Nosotros somos ahora hijos del Padre, somos los amados y elegidos de Dios; nuestros son los Sacramentos con sus gracias; nuestra es la Iglesia con su inagotables tesoros de verdad, de vida y de fuerza sobrenaturales...

Todo esto se deriva y está fundado en la Alianza que Dios estipuló con nosotros en Cristo y por Cristo. Todo ello, sin ningún mérito y sin ningún esfuerzo nuestro. Todo ello fue realizado mucho antes de que nosotros existiéramos y mucho antes de que nadie, excepto Dios, pensase en nosotros. Todo está fundado en la inquebrantable firmeza y constancia de un pacto establecido por Dios.

Nosotros somos el pueblo de la Nueva Alianza, del Nuevo Testamento. Somos el pueblo del Testamento de la gracia y de la salvación, las cuales nos han sido aseguradas, por medio de un solemne pacto establecido por el mismo Dios.

¡Démosle, pues, cordiales gracias por ello! ¡Juzguémonos felices de pertenecer al pueblo de la Nueva Alianza, al pueblo del Nuevo Testamento!

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En Cristo, y sólo en Él, está la salvación. En Él se encuentra la plenitud de todos los bienes sobrenaturales que Dios ha determinado dar a toda la humanidad en general y a cada uno de los hombres en particular.

Tal ha sido y es el plan salvador de Dios: nos lo ha dado y nos lo da todo en su Hijo Jesucristo. Quiere unirse con nosotros y quiere que nosotros nos unamos con Él, sólo en Cristo y por medio de Cristo.

Nadie puede ir al Padre a no ser por medio de mí, dice Nuestro Señor. Él es el único camino que conduce al Padre.

Nadie puede colocar otro fundamento que el puesto por Dios, es decir, Jesucristo. Sobre este fundamento tenemos que construir todos. Dios Padre ha depositado, pues, la plenitud de su vida divina en la sacratísima humanidad de Jesucristo. Por medio de esta Santa Humanidad la derrama sobre la Iglesia y sobre cada alma en particular.

Por lo tanto, nuestra participación de la vida divina y de la santidad cristiana será tanto mayor cuanto más íntima sea nuestra incorporación con Cristo, cuanto más viva Cristo en nosotros.

Dios no quiere más que esta clase de santidad. Por consiguiente, o nos santificamos en Cristo y por Cristo, o, de lo contrario, no conseguiremos nada.

Cristo es, pues, el centro, la meta, la fuente, el resumen y el perfecto cumplimiento de todas las promesas de Dios. Sólo en Él residen la salvación, toda salud, toda grada, toda redención y toda esperanza.

Vivamos de esta Fe y en esta Fe.

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Las promesas serán participadas únicamente por los que crean en Jesucristo. Pero Nuestro Señor Jesucristo también hizo promesas. Nos hizo promesas cuyo cumplimiento se realizará en lo futuro.

A su Iglesia le prometió que las puertas del Infierno no prevalecerían nunca contra ella; le prometió también su continua asistencia en medio de Ella hasta el fin de los tiempos. Nos prometió que volvería un día a este mundo, envuelto en todo su poder y majestad...

Nos hizo, además, otra serie de promesas referentes a todos en general y a cada uno en particular. Estas promesas nos auguran la ayuda y la protección divina para nuestra vida y para nuestras aspiraciones sobrenaturales. El que permanezca en mí y yo en él, producirá mucho fruto; El que me ame a mí, será amado también por mi Padre, y yo, a mi vez, le amaré y me manifestaré a él

Jesucristo nos ha hecho promesas referentes a los que lo abandonan todo por su amor: En verdad os digo: Todo el que abandonare casa, hermanos, hermanas, padre, madre, mujer, hijos y hacienda por mi nombre, recibirá aquí el ciento por uno y después la vida eterna.

Las promesas de Dios Padre y de Cristo no son palabras vanas: son promesas divinas, infalibles. No podemos despreciarlas ni pasarlas por alto. Dios y Cristo son y serán eternamente fieles a lo que han prometido.

A nosotros sólo nos resta creer ciegamente en sus promesas y aceptarlas con un corazón henchido de júbilo.

Las promesas hechas a los Patriarcas han sido plenamente cumplidas en Cristo, sólo en Él. Por consiguiente, sólo en Cristo alcanzaremos la redención, las bendiciones y la herencia celestiales.

Unámonos, pues, a Cristo. Digamos con San Pablo: bien sé a quién he creído, y estoy seguro de que Él puede custodiar hasta el día de la eternidad el depósito, los bienes espirituales, que le he confiado.

Ya no se nos harán más promesas en lo sucesivo. Las promesas hechas hasta aquí por Dios y por Cristo son tan sublimes y tan acabadas, que el mundo ya no puede ambicionar cosa más grande.

¡Ojalá las tuviéramos siempre ante nuestros ojos! Si nuestra piedad y nuestra vida interior son tan raquíticas y miserables, se debe precisamente a que nos olvidamos casi por completo de las promesas que nos han hecho Dios y Jesucristo.

No tenemos fe, una fe profunda, viva, convencida. Por lo mismo, carecemos también de la paz, de la dicha, del vigor y del fuego interiores que ella comunica.

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Cuanto más honda, cuanto más constante y más perfecta sea nuestra Fe en Jesucristo, más derecho tendremos a ser hijos de Dios y a participar de la vida divina.

Con razón, pues, afirma el Concilio de Trento: Sin la fe es imposible conseguir la filiación divina.

Esta Fe la encontraremos en la Santa Iglesia, sólo en Ella. El mejor medio para conseguirla es vivir en la más estrecha unión con la Iglesia y en la más humilde sumisión a su Magisterio divino.

Levántate, vete, que tu fe te ha hecho salvo. El samaritano, curado de su lepra por Jesús, vuelve al Salvador y, postrándose a sus pies, le da gracias ante todos por el beneficio recibido. El Señor le dice entonces: tu fe es la que te ha curado.

Fe; he aquí lo único que pide y desea Jesús, el Hijo de Dios, Nuestro Señor.

Hágase según vuestra fe, dice Él a los dos ciegos que le pedían los curase. Ten solamente un poco de fe, dice también al príncipe de la sinagoga, cuya hija acaba de morir...

La Fe excita infaliblemente el poder milagroso de Jesús; ejerce sobre Él una atracción irresistible.

La Fe que pide y desea el Señor es la Fe en el Hijo de Dios hecho hombre para salvarnos a nosotros. Es la Fe en el triple testimonio que dio el Padre desde el cielo acerca de Jesús: Este es mi Hijo muy amado; en él tengo todas mis complacencias. ¡Escuchadle!

Tanto amó Dios al mundo, que hasta le envió a su mismo Hijo Unigénito para que el que crea en Él no perezca, sino que posea la vida eterna. El que crea en Él, no será juzgado; pero, el que no crea en Él, ya está juzgado, porque no cree en el Hijo de Dios.

La fe en Jesús, en el Hijo de Dios, es la primera condición para poder poseer la vida divina. La fe en la divinidad de Cristo implica en sí la admisión de todas las demás verdades reveladas.

El samaritano del Evangelio de hoy creyó ciegamente en Cristo. Por eso mereció escuchar estas confortadoras palabras: Levántate y vete; tu fe te ha salvado.

La Iglesia cree en Jesús, en el Hijo de Dios. Durante el largo curso de su historia han brotado en su seno muchas sectas y herejías contra la divinidad de Jesús. Sin embargo, la Iglesia ha permanecido siempre fiel a su divino Fundador. Su fe en Él es inquebrantable.

Hoy, cuando la fe es atacada al interior mismo de la Iglesia, imitemos también nosotros esta invencible fe de la Santa Iglesia.

Hoy, cuando no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados, sino que se ocultan en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados, creamos firmemente en Jesús, en el Hijo de Dios.

Todo el que crea en el Hijo de Dios, poseerá la vida eterna; en este testimonio está encerrada toda la verdad revelada. Toda nuestra fe depende de la aceptación de este testimonio.

Creamos, pues, en Jesús, en el Hijo de Dios. Creyendo en Él, creeremos por el hecho mismo en toda la Revelación contenida en el Antiguo Testamento y realizada en Cristo. Creyendo en Él, creeremos al mismo tiempo en toda la Revelación del Nuevo Testamento, creeremos en todas las verdades predicadas por los Apóstoles y conservadas por la Santa Iglesia.

En efecto, las enseñanzas de los Apóstoles y de la Santa Iglesia no son más que la explicación y la prolongación de las verdades enseñadas por el mismo Cristo.

El que crea en Cristo, creerá en toda la divina Revelación. El que rechace a Cristo, rechazará forzosamente toda la Revelación divina.

La fe en Cristo, la honda convicción de que Cristo es el Hijo de Dios constituye la base de la vida sobrenatural y, por ende, de la verdadera santidad

Este es el firmísimo fundamento sobre el cual levanta la Iglesia todo el edificio de su vida.

Por tener fe en Cristo, se le comunican a Ella las promesas... y sólo a Ella...

domingo, 4 de agosto de 2013

11 post Pentecostés


UNDÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


De I Corintios 15: 1-4: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras...


San Marcos, 7: 31-37: Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de Decápolis. Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su mano. Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: Efeta, que quiere decir: abríos. Y al momento se le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su admiración, y decían: Todo lo ha hecho bien; ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.


Escuchemos a San Pablo, que nos dice: Permitidme que vuelva a recordaros otra vez el Evangelio que yo os prediqué. Vosotros lo aceptasteis entonces con gusto, permanecéis todavía en Él, y Él os salvará. Si no os salva, es porque lo habréis olvidado. Ante todo os inculco, como lo hice también entonces, que Cristo murió por nuestros pecados, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras.

Tal es la predicación de San Pablo. En su punto central aparece el hecho de la Resurrección del Señor. Lo más importante para nosotros, lo único que puede salvarnos es la Fe: la fe ciega en el Evangelio que nos es anunciado por los Apóstoles, por la Tradición, por la Iglesia.

¡Una sola fe! Fuera toda diversidad de miras y pareceres; fuera toda clase de sectas y escuelas humanas; fuera los sistemas y opiniones individuales; fuera las evoluciones y adaptaciones a las diversas épocas...

Frente a lo revelado por Dios, frente a lo que Jesucristo nos enseña por medio de sus Apóstoles, de la Tradición o de su Iglesia, frente a su Evangelio no cabe más que un ciego y absoluto sí de nuestra débil razón.

No cabe más que un sí, rotundo, incondicional, de nuestra inteligencia a la Verdad sobrenatural.

Este sí es el que hemos pronunciado y debemos pronunciar aún todos los hijos de la Santa Iglesia.

Hoy, cuando el Santo Evangelio es negado o cambiado, debe brotar de nuestros corazones y de nuestras almas el mismo impetuoso y triunfal sí a los misterios de Dios, Uno y Trino, y de Jesucristo, el Verbo Encarnado.

Hoy, cuando se nos quiere inculcar otra doctrina, debemos profesar gallardamente las verdades y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia; debemos adherir a la doctrina sobre las Santas Escrituras, la Tradición, los Sacramentos..., en fin, a los dogmas que confesaban los mártires del siglo primero, los cristianos de Jerusalén y de Roma, de Corinto y de Éfeso, de Filipos y de Tesalónica..., y que más tarde predicaron los santos misioneros en estas tierras y por todo el orbe...

Nuestra Fe es la misma que profesaron los cristianos de las grandes persecuciones romanas y la que empurpuraron con su sangre los gloriosos mártires de los primeros siglos, y luego los vandeanos, requetés, cristeros o los hijos de la Iglesia del Silencio....

Una misma es la Fe que dominó en Europa y la que triunfó en la lejana Oceanía.

Un solo Credo es el que modularon miles de lenguas, un mismo Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto es el que distinguió a todos los hijos da la Santa Iglesia...

En esta misma Fe nos salvaremos también nosotros, siempre que la conservemos y la practiquemos como se nos predicó.

La Fe de la Santa Iglesia, sólo Ella, sin hermenéuticas de ninguna naturaleza, ni de la ruptura ni de la continuidad...: he aquí el único verdadero camino que lleva al Cielo.

Permaneced, pues, constantes en el Evangelio que nos fue predicado. La Santa Iglesia y su Liturgia ponen todo su empeño en que nosotros permanezcamos fieles y en que hagamos efectiva la fe que recibimos en nuestro Santo Bautismo. ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? ¡La Fe!

Los católicos de los pasados siglos, cuando recitaban su Credo, se sentían tan seguros en el terreno de la Fe como un niño en los brazos de su padre. Estaban tan convencidos de la presencia de Dios en medio de ellos como de la presencia del propio padre corporal. Cristo y sus Santos les inspiraban más confianza aún que los mismos hermanos carnales o que el amigo más querido. La Iglesia les parecía tan amable y cariñosa como la misma madre natural. El día de la eternidad brillaba ante sus ojos con claridad más viva que la del sol natural. El mundo de lo sobrenatural les era más familiar e íntimo que todas las cosas de este mundo terreno.

Hoy, en cambio, el Credo de la Iglesia se ha convertido en un verdadero grito de guerra... Nuestra Fe es combatida en todo el mundo, incluso en la misma Roma y en cada diócesis y parroquia...

Aquí, se convierte a Cristo en un puro mito; allí, el hombre se constituye a sí mismo en dios o se fabrica el dios que mejor le conviene; más allá, se escarnece toda religión y se desprecia hasta lo más santo.

Hoy se afirma que la Iglesia no es más que una creación puramente humana, un inverosímil conglomerado de los elementos más exóticos y dispares, una inexplicable amalgama... Se substituye la Fe en la Providencia divina por la superstición más grosera o por las extravagancias y truculencias de un espiritismo diabólico....

Uno predica que no existe más mundo que el presente, otro afirma que el Cielo y el Infierno son pura quimera....

En fin, se ha inventado una "nueva fe", en contraposición con la Fe de la Iglesia.

Esta nueva fe tiene una ventaja sobre la antigua: sus adeptos y propagandistas nacieron ayer, son hombres de nuestro tiempo. Además, esta nueva fe ha escalado ya las más elevadas cátedras y se cierne sobre los más altos poderes.

Se la oye hablar todos los días por la boca de muchos libros y periódicos; dirige invisiblemente las decisiones de miles de conferencias y deliberaciones... Se afirma que es la única apropiada a la sutil, a la exquisita cultura de nuestro tiempo.

Por eso, el que todavía quiera seguir aferrado al Credo de los Apóstoles, al Credo de la Santa Iglesia, al Credo católico, no tendrá más remedio que renunciar a todo prestigio y a toda influencia; será irrevocablemente excluido de la comunión con los que ocupan la Iglesia... e incluso de la comunión con los llamados otrora a preservar la sana doctrina y los genuinos Sacramentos...

Es más, él mismo deberá auto-excomulgarse, no tener ninguna parte, nada que ver con esos innovadores o traidores...

Precisamente, por esto, la Fe católica exige firmeza de carácter, generosidad para el sacrificio, valentía hasta el heroísmo.

Si queremos vivir al compás del tiempo, si queremos pasar por hombres del día, por hombres verdaderamente modernos, liberales, comprensivos..., entonces tendremos forzosamente que renunciar a nuestro Credo.

Nuestra Fe no tiene tiempo y no depende del tiempo. El que quiera permanecer fiel a Ella tiene que lanzarse a la heroica lucha de los pocos contra los muchos, de los intransigentes y obscurantistas contra los contemporizadores y progresistas, de los convencidos contra los de cabecita fofa y los de voluntad de alfeñique.

El católico de hoy ha de ser un verdadero mártir. Vive en medio de una terrible y continua persecución moral; por todas partes encuentra miserias espirituales, tribulaciones, hostilidad, frialdad, vacío.

Sus contemporáneos, incluyendo antiguos compañeros de combate, le consideran como un ser anacrónico, como un rebelde, un sectario. Por eso tratan con todas sus fuerzas de eliminarlo, de hacerle callar.

De aquí la oportunidad con que la Iglesia nos recuerda las palabras del Apóstol: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo anuncié...

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Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó un suspiro y díjole: Efeta, que quiere decir: abríos.

La Iglesia también recuerda hoy con júbilo y agradecimiento el instante en que el Señor tomó a sus hijos y les dio un nuevo oído, un oído interior, un sensus fidei para que pudiesen escuchar y retener la Palabra divina, como se requiere para el verdadero acto de Fe sobrenatural.

Sin este misterioso Efeta no hubiéramos podido pronunciar nuestro Credo, el Evangelio que se nos predicó.

La Fe que nos predica la Iglesia es el punto de partida, el principio de la salvación, el fundamento y la raíz de la justificación.

El Señor infundió en nuestras almas esta Fe para que, por Ella, alcanzásemos nuestra salud sobrenatural.

Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras...

He aquí la predicación de un Apóstol: una predicación sencilla, clara, convencida, básica, viril. El punto central, en torno al cual gira todo lo demás, es el hecho de que Jesús, el Hijo del hombre, es el verdadero Hijo de Dios, el cual se encarnó, vivió sobre la tierra y murió por nuestra redención y por nuestra salvación.

Dice San Juan Evangelista: el que cree en el Hijo, posee la vida eterna. Mas, el que no crea en Él, no verá la vida eterna, sino que descenderá sobre él la ira de Dios.

La ira de Dios envolverá, ya desde esta misma vida, al que no crea en la divinidad de Jesús. ¡Tanto aprecia Dios la fe en su divino Hijo! Dios amó tanto al mundo, que le envió a su propio Hijo Unigénito, para que todos los que crean en Él no perezcan, sino que alcancen la vida eterna.

Y el Evangelista aclara todavía más su pensamiento, diciendo: Dios no envió su Hijo al mundo para que juzgase al mundo, sino para que lo salvase. El que crea en el Hijo no será juzgado; pero, el que no crea en Él, ya está juzgado, porque no cree en el Hijo de Dios.

Este tal ya está juzgado, ya está condenado; si no cree en Jesús, en el Hijo de Dios, es inútil que trate de salvar su alma.

Está bien claro: la primera condición, la condición indispensable para poder participar de la vida divina, para poder alcanzar la salud sobrenatural, es la Fe en el Hijo de Dios. No podremos salvarnos de ningún modo si antes no creemos que el Hijo de Dios se encarnó, y murió por nosotros, y resucitó al tercer día de entre los muertos.

Tres veces hizo resonar su voz el Padre, y cada vez fue para proclamar ante los hombres la divinidad de su Hijo, de nuestro Señor Jesucristo, en quien Él tiene todas sus complacencias. Como vemos, el mismo Padre nos exige la fe en su divino Hijo. El que acepte este testimonio del Padre y crea que Jesús es el verdadero Hijo de Dios, este tal poseerá la vida eterna.

Por eso, si nosotros queremos poseer la verdadera Fe, tenemos que aceptar este testimonio del Padre. En este testimonio está contenida toda la Verdad revelada.

Creamos en Jesucristo, creamos a Jesucristo, que nos habla por los Apóstoles, por la Tradición, por la Iglesia.

Creamos que Jesucristo es Hijo de Dios que se hizo hombres, que murió por nosotros, que resucitó de entre los muertos...

Si creyéramos todo esto, sólo esto, habremos creído con ello toda la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, todo el Evangelio de los Apóstoles, toda la Tradición y todo el Magisterio de la Iglesia.

La Fe católica no es otra cosa que la aceptación y la profesión de esta Verdad proclamada por la voz del Padre: Este es mi Hijo muy amado.

El Hijo no es más que la inteligencia, la comprensión que el Padre tiene de sí mismo, de su esencia, de su ser. Ahora bien, esta inteligencia se identifica con la misma esencia, con el mismo ser divino: es una exacta reproducción de la esencia del Padre.

Por lo tanto, el testimonio que dio el Padre ante el mundo al decir Este es mi Hijo muy amado, no es otra cosa que el eco, la expresión exterior de aquella otra palabra, interior e inefable, que pronuncia eternamente, en el seno de la Santísima Trinidad, al entenderse, al comprenderse a sí mismo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.

Por eso, el que cree en el Hijo de Dios posee en sí mismo el testimonio de Dios; es decir, posee la Palabra eterna, al Verbo, al Hijo de Dios.

Cuando aceptamos el testimonio del Padre; cuando creemos y confesamos que el Niño del pesebre, que el joven carpintero de Nazaret, que el Varón de dolores —escarnecido, condenado a muerte, azotado, coronado de espinas y crucificado— es el Hijo de Dios; cuando doblamos nuestra rodilla ante la Santa Eucaristía y creemos que en Ella está presente el Hijo de Dios, con su Cuerpo, con su Sangre y con su Alma, con su Humanidad y con su Divinidad; cuando nos acercamos con Pedro a Jesús y le decimos Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo; cuando consagramos a Jesús nuestro corazón, todas nuestras obras y también toda nuestra vida...; cuando hacemos todo esto aceptamos, pues el testimonio del Padre y nuestra confesión es una verdadera reproducción externa, un eco, una perfecta resonancia de la vida del Padre, de la eterna e inefable Palabra con que el Padre pronuncia, es decir, engendra a su divino Hijo.

¡Nada más! Y, ¡nada menos!

¡Que no vengan, pues, con hermenéuticas...!

Cuando aceptamos el testimonio del Padre, poseemos en nosotros mismos la vida del Padre. Cuando hacemos esto, nuestra vida no es sino una prolongación de la misma vida del Padre: El que cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo el testimonio de Dios (I Jo., V) y, por lo tanto, posee la misma vida de Dios, la misma vida con que el Padre engendra a su divino Hijo.

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La Iglesia cree... Toda su vida y todo su ser no son otra cosa que un convencido y fervoroso Creo... Creo en Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, concebido del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, crucificado, muerto, sepultado y resucitado de entre los muertos...

La Iglesia posee en sí misma el testimonio de Dios. A nosotros nos toca unirnos a Ella y compartir su misma fe en Jesús, en el Hijo de Dios hecho hombre y muerto por nosotros.

El catolicismo no es más que un ciego y tajante sí a Jesús, al Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.

Es un absoluto sí a todo lo que se deriva, para nosotros del hecho de la divinidad de Cristo.

Es un incondicional sí a la doctrina de Jesús y a las enseñanzas de la Iglesia.

Cuanto más honda y convencida sea nuestra fe en Jesús, en el verdadero Hijo de Dios, más crecerá y más se robustecerá en nuestras almas el reino, la vida de Dios, la santidad.

Toda nuestra vida espiritual debe estar animada por la firmísima persuasión de que Jesús es Dios, es el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.

Esta persuasión es la que debe impulsarnos a rendir a Cristo el homenaje de nuestra adoración y de nuestra total sumisión a su santa, a su divina voluntad.

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano.