UNDÉCIMO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
De I Corintios 15: 1-4:
Os recuerdo,
hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual
permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo
anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. Porque os transmití, en primer
lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las
Escrituras...
San
Marcos, 7: 31-37: Dejando Jesús otra vez los confines de Tiro, se fue por
los de Sidón, hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de Decápolis.
Y presentáronle un hombre sordo y mudo, suplicándole que pusiese sobre él su
mano. Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos en las
orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo arrojó
un suspiro y díjole: Efeta, que
quiere decir: abríos. Y al momento se
le abrieron los oídos y se le soltó el impedimento de la lengua, y hablaba
claramente. Y mandóles que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo
mandaba, con tanto mayor empeño lo publicaban, y tanto más crecía su
admiración, y decían: Todo lo ha hecho
bien; ha hecho oír a los sordos y hablar a los mudos.
Escuchemos a San Pablo, que nos dice: Permitidme
que vuelva a recordaros otra vez el Evangelio que yo os prediqué. Vosotros lo
aceptasteis entonces con gusto, permanecéis todavía en Él, y Él os salvará. Si
no os salva, es porque lo habréis olvidado. Ante todo os inculco, como lo hice
también entonces, que Cristo murió por nuestros pecados, que fue sepultado y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras.
Tal es la predicación de San Pablo. En su
punto central aparece el hecho de la Resurrección del Señor. Lo más importante
para nosotros, lo único que puede salvarnos es la Fe: la fe ciega en el Evangelio
que nos es anunciado por los Apóstoles, por la Tradición, por la Iglesia.
¡Una
sola fe! Fuera toda diversidad de miras y pareceres; fuera
toda clase de sectas y escuelas humanas; fuera los sistemas y opiniones
individuales; fuera las evoluciones y adaptaciones a las diversas épocas...
Frente a lo revelado por Dios, frente a lo
que Jesucristo nos enseña por medio de sus Apóstoles, de la Tradición o de su Iglesia,
frente a su Evangelio no cabe más que un ciego y absoluto sí de nuestra débil
razón.
No cabe más que un sí, rotundo,
incondicional, de nuestra inteligencia a la Verdad sobrenatural.
Este sí es el que hemos pronunciado y debemos
pronunciar aún todos los hijos de la Santa Iglesia.
Hoy, cuando el Santo Evangelio es negado o
cambiado, debe brotar de nuestros corazones y de nuestras almas el mismo
impetuoso y triunfal sí a los misterios de Dios, Uno y Trino, y de Jesucristo, el
Verbo Encarnado.
Hoy, cuando se nos quiere inculcar otra
doctrina, debemos profesar gallardamente las verdades y las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia; debemos adherir a la doctrina sobre las Santas Escrituras,
la Tradición, los Sacramentos..., en fin, a los dogmas que confesaban los
mártires del siglo primero, los cristianos de Jerusalén y de Roma, de Corinto y
de Éfeso, de Filipos y de Tesalónica..., y que más tarde predicaron los santos
misioneros en estas tierras y por todo el orbe...
Nuestra Fe es la misma que profesaron los
cristianos de las grandes persecuciones romanas y la que empurpuraron con su
sangre los gloriosos mártires de los primeros siglos, y luego los vandeanos,
requetés, cristeros o los hijos de la Iglesia del Silencio....
Una misma es la Fe que dominó en Europa y
la que triunfó en la lejana Oceanía.
Un solo Credo
es el que modularon miles de lenguas, un mismo Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto es el que distinguió a
todos los hijos da la Santa Iglesia...
En esta misma Fe nos salvaremos también nosotros,
siempre que la conservemos y la practiquemos como se nos predicó.
La Fe de la Santa Iglesia, sólo Ella, sin hermenéuticas de ninguna naturaleza, ni
de la ruptura ni de la continuidad...: he aquí el único verdadero camino que
lleva al Cielo.
Permaneced, pues, constantes en el Evangelio
que nos fue predicado. La Santa Iglesia y su Liturgia ponen todo su empeño en
que nosotros permanezcamos fieles y en que hagamos efectiva la fe que recibimos
en nuestro Santo Bautismo. ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? ¡La Fe!
Los católicos de los pasados siglos, cuando
recitaban su Credo, se sentían tan
seguros en el terreno de la Fe como un niño en los brazos de su padre. Estaban
tan convencidos de la presencia de Dios en medio de ellos como de la presencia
del propio padre corporal. Cristo y sus Santos les inspiraban más confianza aún
que los mismos hermanos carnales o que el amigo más querido. La Iglesia les
parecía tan amable y cariñosa como la misma madre natural. El día de la
eternidad brillaba ante sus ojos con claridad más viva que la del sol natural.
El mundo de lo sobrenatural les era más familiar e íntimo que todas las cosas
de este mundo terreno.
Hoy, en cambio, el Credo de la Iglesia se ha convertido en un verdadero grito de guerra... Nuestra Fe es
combatida en todo el mundo, incluso en la misma Roma y en cada diócesis y
parroquia...
Aquí, se convierte a Cristo en un puro
mito; allí, el hombre se constituye a sí mismo en dios o se fabrica el dios que
mejor le conviene; más allá, se escarnece toda religión y se desprecia hasta lo
más santo.
Hoy se afirma que la Iglesia no es más que
una creación puramente humana, un inverosímil conglomerado de los elementos más
exóticos y dispares, una inexplicable amalgama... Se substituye la Fe en la Providencia
divina por la superstición más grosera o por las extravagancias y truculencias
de un espiritismo diabólico....
Uno predica que no existe más mundo que el
presente, otro afirma que el Cielo y el Infierno son pura quimera....
En fin, se ha inventado una "nueva fe", en contraposición con
la Fe de la Iglesia.
Esta nueva
fe tiene una ventaja sobre la antigua: sus adeptos y propagandistas nacieron
ayer, son hombres de nuestro tiempo. Además, esta nueva fe ha escalado ya las más elevadas cátedras y se cierne sobre
los más altos poderes.
Se la oye hablar todos los días por la boca
de muchos libros y periódicos; dirige invisiblemente las decisiones de miles de
conferencias y deliberaciones... Se afirma que es la única apropiada a la sutil,
a la exquisita cultura de nuestro tiempo.
Por eso, el que todavía quiera seguir
aferrado al Credo de los Apóstoles,
al Credo de la Santa Iglesia, al Credo católico, no tendrá más remedio
que renunciar a todo prestigio y a toda influencia; será irrevocablemente excluido
de la comunión con los que ocupan la Iglesia... e incluso de la comunión con los
llamados otrora a preservar la sana doctrina y los genuinos Sacramentos...
Es más, él mismo deberá auto-excomulgarse,
no tener ninguna parte, nada que ver con esos innovadores o traidores...
Precisamente, por esto, la Fe católica
exige firmeza de carácter, generosidad para el sacrificio, valentía hasta el
heroísmo.
Si queremos vivir al compás del tiempo, si queremos
pasar por hombres del día, por hombres verdaderamente modernos, liberales,
comprensivos..., entonces tendremos forzosamente que renunciar a nuestro Credo.
Nuestra Fe no tiene tiempo y no depende del
tiempo. El que quiera permanecer fiel a Ella tiene que lanzarse a la heroica
lucha de los pocos contra los muchos, de los intransigentes y obscurantistas contra
los contemporizadores y progresistas, de los convencidos contra los de cabecita
fofa y los de voluntad de alfeñique.
El católico de hoy ha de ser un verdadero
mártir. Vive en medio de una terrible y continua persecución moral; por todas
partes encuentra miserias espirituales, tribulaciones, hostilidad, frialdad,
vacío.
Sus contemporáneos, incluyendo antiguos
compañeros de combate, le consideran como un ser anacrónico, como un rebelde,
un sectario. Por eso tratan con todas sus fuerzas de eliminarlo, de hacerle callar.
De aquí la oportunidad con que la Iglesia
nos recuerda las palabras del Apóstol: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que
habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si
lo retenéis tal como yo os lo anuncié...
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Y apartándole Jesús del bullicio de la gente, le metió los dedos
en las orejas, y con la saliva le tocó la lengua, y alzando los ojos al cielo
arrojó un suspiro y díjole: Efeta,
que quiere decir: abríos.
La Iglesia también recuerda hoy con júbilo
y agradecimiento el instante en que el Señor tomó a sus hijos y les dio un nuevo oído, un oído interior, un sensus fidei para que pudiesen escuchar
y retener la Palabra divina, como se requiere para el verdadero acto de Fe
sobrenatural.
Sin este misterioso Efeta no hubiéramos podido pronunciar nuestro Credo, el Evangelio que se nos predicó.
La Fe que nos predica la Iglesia es el
punto de partida, el principio de la salvación, el fundamento y la raíz de la
justificación.
El Señor infundió en nuestras almas esta Fe
para que, por Ella, alcanzásemos nuestra salud sobrenatural.
Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras...
He aquí la predicación de un Apóstol: una
predicación sencilla, clara, convencida, básica, viril. El punto central, en torno
al cual gira todo lo demás, es el hecho de que Jesús, el Hijo del hombre, es el
verdadero Hijo de Dios, el cual se encarnó, vivió sobre la tierra y murió por
nuestra redención y por nuestra salvación.
Dice San Juan Evangelista: el que cree en el Hijo, posee la vida
eterna. Mas, el que no crea en Él, no verá la vida eterna, sino que descenderá
sobre él la ira de Dios.
La ira de Dios envolverá, ya desde esta
misma vida, al que no crea en la divinidad de Jesús. ¡Tanto aprecia Dios la fe
en su divino Hijo! Dios amó tanto al mundo,
que le envió a su propio Hijo Unigénito, para que todos los que crean en Él no
perezcan, sino que alcancen la vida eterna.
Y el Evangelista aclara todavía más su
pensamiento, diciendo: Dios no envió su
Hijo al mundo para que juzgase al mundo, sino para que lo salvase. El que crea
en el Hijo no será juzgado; pero, el que no crea en Él, ya está juzgado, porque
no cree en el Hijo de Dios.
Este tal ya está juzgado, ya está condenado;
si no cree en Jesús, en el Hijo de Dios, es inútil que trate de salvar su alma.
Está bien claro: la primera condición, la
condición indispensable para poder participar de la vida divina, para poder
alcanzar la salud sobrenatural, es la Fe en el Hijo de Dios. No podremos
salvarnos de ningún modo si antes no creemos que el Hijo de Dios se encarnó, y
murió por nosotros, y resucitó al tercer día de entre los muertos.
Tres veces hizo resonar su voz el Padre, y
cada vez fue para proclamar ante los hombres la divinidad de su Hijo, de
nuestro Señor Jesucristo, en quien Él tiene todas sus complacencias. Como
vemos, el mismo Padre nos exige la fe en su divino Hijo. El que acepte este
testimonio del Padre y crea que Jesús es el verdadero Hijo de Dios, este tal
poseerá la vida eterna.
Por eso, si nosotros queremos poseer la
verdadera Fe, tenemos que aceptar este testimonio del Padre. En este testimonio
está contenida toda la Verdad revelada.
Creamos en Jesucristo, creamos a
Jesucristo, que nos habla por los Apóstoles, por la Tradición, por la Iglesia.
Creamos que Jesucristo es Hijo de Dios que
se hizo hombres, que murió por nosotros, que resucitó de entre los muertos...
Si creyéramos todo esto, sólo esto, habremos
creído con ello toda la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, todo el
Evangelio de los Apóstoles, toda la Tradición y todo el Magisterio de la
Iglesia.
La Fe católica no es otra cosa que la
aceptación y la profesión de esta Verdad proclamada por la voz del Padre: Este es mi Hijo muy amado.
El Hijo no es más que la inteligencia, la comprensión
que el Padre tiene de sí mismo, de su esencia, de su ser. Ahora bien, esta
inteligencia se identifica con la misma esencia, con el mismo ser divino: es
una exacta reproducción de la esencia del Padre.
Por lo tanto, el testimonio que dio el Padre
ante el mundo al decir Este es mi Hijo muy
amado, no es otra cosa que el eco, la expresión exterior de aquella otra
palabra, interior e inefable, que pronuncia eternamente, en el seno de la Santísima
Trinidad, al entenderse, al comprenderse a sí mismo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.
Por eso, el que cree en el Hijo de Dios
posee en sí mismo el testimonio de Dios; es decir, posee la Palabra eterna, al
Verbo, al Hijo de Dios.
Cuando aceptamos el testimonio del Padre;
cuando creemos y confesamos que el Niño del pesebre, que el joven carpintero de
Nazaret, que el Varón de dolores —escarnecido, condenado a muerte, azotado, coronado
de espinas y crucificado— es el Hijo de Dios; cuando doblamos nuestra rodilla ante
la Santa Eucaristía y creemos que en Ella está presente el Hijo de Dios, con su
Cuerpo, con su Sangre y con su Alma, con su Humanidad y con su Divinidad;
cuando nos acercamos con Pedro a Jesús y le decimos Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo; cuando consagramos a Jesús
nuestro corazón, todas nuestras obras y también toda nuestra vida...; cuando
hacemos todo esto aceptamos, pues el testimonio del Padre y nuestra confesión
es una verdadera reproducción externa, un eco, una perfecta resonancia de la
vida del Padre, de la eterna e inefable Palabra con que el Padre pronuncia, es decir, engendra a su
divino Hijo.
¡Nada más! Y, ¡nada menos!
¡Que no vengan, pues, con hermenéuticas...!
Cuando aceptamos el testimonio del Padre,
poseemos en nosotros mismos la vida del Padre. Cuando hacemos esto, nuestra
vida no es sino una prolongación de la misma vida del Padre: El que cree en el Hijo de Dios, posee en sí mismo
el testimonio de Dios (I Jo., V) y, por lo tanto, posee la misma vida de
Dios, la misma vida con que el Padre engendra a su divino Hijo.
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La Iglesia cree... Toda su vida y todo su
ser no son otra cosa que un convencido y fervoroso Creo... Creo en Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, concebido del
Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, crucificado, muerto, sepultado y
resucitado de entre los muertos...
La Iglesia posee en sí misma el testimonio de
Dios. A nosotros nos toca unirnos a Ella y compartir su misma fe en Jesús, en
el Hijo de Dios hecho hombre y muerto por nosotros.
El catolicismo no es más que un ciego y
tajante sí a Jesús, al Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.
Es un absoluto sí a todo lo que se deriva,
para nosotros del hecho de la divinidad de Cristo.
Es un incondicional sí a la doctrina de
Jesús y a las enseñanzas de la Iglesia.
Cuanto más honda y convencida sea nuestra
fe en Jesús, en el verdadero Hijo de Dios, más crecerá y más se robustecerá en
nuestras almas el reino, la vida de Dios, la santidad.
Toda nuestra vida espiritual debe estar
animada por la firmísima persuasión de que Jesús es Dios, es el Hijo de Dios
hecho hombre por nosotros.
Esta persuasión es la que debe impulsarnos
a rendir a Cristo el homenaje de nuestra adoración y de nuestra total sumisión
a su santa, a su divina voluntad.
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis
recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo
retenéis tal como yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano.