domingo, 21 de julio de 2013

Pentecostés 9


NOVENO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


I Corintios, 10: 1-13: Pues no debéis de ignorar, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos a la sombra de aquella nube, que todos pasaron el mar; y que todos, al mando de Moisés, fueron en cierta manera bautizados en la nube, y en el mar; que todos comieron el mismo manjar espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual (porque ellos bebían del agua que salía de la misteriosa piedra, y los iba siguiendo; mas la piedra era Cristo); pero, a pesar de eso, la mayoría de ellos desagradaron a Dios; y así quedaron muertos en el desierto. Cuyos sucesos eran figura de lo que atañe a nosotros, a fin de que no nos dejemos arrastrar de los malos deseos, como ellos se dejaron.
No seáis adoradores de los ídolos, como algunos de ellos, según esta escrito: se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantaron para danzar.
Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y murieron en un día como veintitrés mil.
Ni tentemos a Cristo, como hicieron algunos de ellos, los cuales perecieron mordidos de las serpientes.
Ni tampoco murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y fueron muertos por el Ángel exterminador.
Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos.
Mire, pues, no caiga el que piensa estar en pie.
Hasta ahora no habéis tenido sino tentaciones humanas u ordinarias; pero fiel es Dios, que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que de la misma tentación os hará sacar provecho para que podáis sosteneros.


San Lucas, 19: 41-47: Y cuando llegó Jesús cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.


La Epístola de este Domingo hace desfilar ante los ojos de nuestro espíritu una extraordinaria e impresionante procesión: la del pueblo israelita, peregrinando a través del desierto.

Ha pasado bastante tiempo después de los grandes y prodigiosos sucesos de la salida de Egipto y del tránsito por el Mar Rojo. Los israelitas se encuentran ya en medio de la inmensa vastedad del desierto, el cual oprime sus corazones y fatiga su vista con su aridez y su eterna monotonía.

Por eso se vuelven nostálgicos hacia los pasados placeres de Egipto. Pero llegan incluso a cosas peores: algunos fabrican un becerro de oro y comienzan a danzar en torno de él, mientras tanto, otros se entregan frenéticamente a la lujuria y a la idolatría más abominables; en fin, no faltan lo que se insubordinan y comienzan a murmurar de Dios y de Moisés.

Estas infidelidades atraen sobre ellos el castigo de Dios. En un solo día perecen veintitrés mil de los que se entregaron a la lujuria; otros mueren mordidos por misteriosas serpientes; y los murmuradores son exterminados por un Ángel vengador.

El Evangelio, por su parte, nos ofrece un cuadro paralelo: nos presenta al Salvador en el Monte de los Olivos, llorando sobre la ciudad de Jerusalén. Al contemplar la bella y soberbia ciudad, orgullosa de su grandioso Templo, Jesús no puede reprimir las lágrimas y un postrer llamamiento misericordioso: ¡Ah, Jerusalén! ¡Ojalá conocieras, al menos en este último día que se te da, de dónde puede venir tu paz!

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¡Atención! Lo que leemos en la Epístola, acerca del pueblo de Israel en el desierto, y en el Evangelio, acerca de la Jerusalén infiel, puede suceder también con nosotros.

Por eso San Pablo dice: Todas estas cosas que les sucedían eran figuras; y están escritas para escarmiento de nosotros, que nos hallamos al fin de los siglos. Mire, pues, no caiga el que piensa estar en pie.

Hemos sido sacados del Egipto del mundo extraño a Dios, hemos sido arrancados a la esclavitud del Faraón Satanás, hemos cruzado el Mar Rojo, salvándonos así del poder del enemigo...

Pero también es cierto que hemos sido internados en el árido desierto de la vida, por el cual tendremos que peregrinar durante largos años. También es cierto que hemos contraído muchas y graves obligaciones, a las que tenemos que permanecer constantemente fieles...

No menos cierto es que nuestro nombre y estado de cristianos nos exige una vida dedicada por completo a Dios, alejada de todo falso ídolo; y nos prohíbe entregarnos a la lujuria, nos obliga a no tentar al Señor, a no murmurar de Dios...

¿No fue Israel escogido entre todos los demás pueblos de la tierra? ¿No poseyó las promesas de Dios, los Patriarcas, la Revelación, el culto del verdadero Dios y el sacrificio? ¿No poseyó Jerusalén su magnífico Templo, el altar de los sacrificios, sobre el cual ardía constantemente el fuego sagrado de los holocaustos? ¿No habitó el mismo Dios en el Sancta Sanctorum de su Templo?

Por todo esto, precisamente, se creía Jerusalén segura... Y, sin embargo, cayó.

¿No fue el mismo Dios quien, por medio de la nube y de la columna de fuego, condujo a Israel a través del desierto? ¿No poseyó este pueblo el Arca de la Alianza y el sacrificio? ¿No fue su conductor y guía un santo varón, Moisés, escogido por el mismo Dios?

Y, a pesar de todo esto, Israel claudicó en el desierto...

¿Bastarán el Bautismo, el pertenecer a la Santa Iglesia, formar parte de la Tradición, para preservarnos de la caída y de la ruina?

El que crea estar firme, tenga cuidado no caiga...

Lo que se nos dio en el Santo Bautismo, en la Confirmación y todo lo que hemos recibido hay que conservarlo, protegerlo, robustecerlo y desarrollarlo mediante una constante y encarnizada lucha.

El pueblo peregrinando a través del desierto, que nos presenta la Epístola, y la Jerusalén, de que nos habla el Evangelio, somos nosotros mismos. Reconozcamos humildemente que también nosotros hemos dado más de un motivo a Nuestro Salvador para llorar sobre nuestra alma y para decir de ella: ¡Ojalá conocieras tú, al menos en este supremo día que se te da, de dónde puede venir tu paz!

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Con el Bautismo y la Confirmación se realizó con nosotros una misteriosa y divina selección. Hoy se nos estimula a ser fieles a nuestra gracia bautismal, a que respondamos realmente a nuestro nombre de cristianos. También nosotros podemos menospreciar la gracia y hacernos infieles a nuestra vocación.

La Epístola y el Evangelio de hoy se esfuerzan en que pongamos toda nuestra atención en el pueblo de Israel, en el pueblo otrora escogido por Dios y enriquecido por Él con un sinnúmero de gracias.

Israel se sabe elegido; se abandona confiado a su elección: somos hijos de Abrahán, poseemos el Templo del Señor. Se cree seguro...

Pero, prevaricación tras prevaricación, cuando llega el Mesías anunciado por los Profetas lo desprecia y rechaza... El pueblo escogido no correspondió a su elección...

¡Israel cayó! Fue abandonado y desheredado por Dios. ¡Cuánto se preocupó el Señor por él! ¡Con qué amor solicita a Jerusalén! Llora sobre la ciudad y hace un último y patético llamado...

Lo profetizado, exactamente, fue lo que sucedió cuarenta años más tarde. Jerusalén, la ciudad elegida y colmada de beneficios por Dios, cayó por no haber conocido el tiempo de su visitación, por haber menospreciado las gracias de Dios.

¡Terrible lección para nosotros! ¡Escarmentemos en cabeza ajena! No basta la elección.

Se requiere, además, que correspondamos a todas las gracias que nos han sido dadas en la incorporación a la Santa Iglesia.

Se requiere que guardemos una constante y cada vez más perfecta fidelidad a nuestra elección, a nuestra vocación, a nuestros deberes de cristianos.

Se requiere que muramos completamente al propio espíritu, a los sentimientos individuales y egoístas, para que el reino de Dios pueda alcanzar en nuestra alma su pleno desarrollo.

Todas estas cosas les sucedieron a ellos de un modo figurado, y han sido escritas para escarmiento de los que vivimos ahora, en estos últimos tiempos... Ojalá no tenga que decirnos el Señor, como a Jerusalén: Desconociste el tiempo de tu visitación y no correspondiste a la gracia...

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Sentóse el pueblo a comer y a beber, y levantóse a danzar. Y eso que se trata del pueblo escogido por Dios, salvado por Él en medio de innumerables portentos, conducido milagrosamente a través del desierto, alimentado con maná y colmado de gracias sin cuento.

A pesar de todo esto, menosprecia la gracia, se olvida de la Tierra Prometida, hacia la cual se dirige, y vuelve su vista hacia los pasados placeres de Egipto, de cuya esclavitud acaba de ser arrancado milagrosamente.

Más aún; no contento con esto, fabrica un becerro de oro y se pone a comer, a beber y a bailar en torno de él...

Todas estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento... Jerusalén, Jerusalén...

¿Qué no hizo Dios por su pueblo escogido? ¡Con qué frecuencia le envió Profetas, para instruirlo, para corregirlo, para apartarlo de la idolatría y para conducirlo por el buen camino! ¡Qué gracias tan copiosas y extraordinarias!

Y Jerusalén responde a ellas apedreando y matando a los Profetas, a los enviados de Dios.

He aquí una admirable pintura de la constancia con que Dios nos ha colmado de gracias a todos nosotros. Grande, extraordinaria, inapreciable es la gracia santificante... Vivimos sumergidos constantemente en una atmósfera sobrenatural, rodeados de la gracia por todas partes...

Pero desatendemos, menospreciamos la gracia y la invitación de Dios. Preferimos seguir nuestros propios deseos e inclinaciones y respondemos a las llamadas, a los dones de Dios con un desdeñoso o, cuando menos, con un frío ¡no!

Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación...

Jerusalén, el alma, quedará abandonada a sí misma; le serán retirados todos los auxilios, todas las gracias y bendiciones de Dios. Quedará expedito el camino para todos sus enemigos; para los enemigos internos —orgullo, amor propio, pasiones— y para los enemigos externos —Satanás, espíritu mundano, etc.

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Todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura, para escarmiento nuestro. Esta es la gran verdad que la Sagrada Liturgia quiere grabar hoy profundamente en nuestros corazones.

El que crea estar seguro, tenga cuidado no caiga. Olvido, menosprecio de la gracia: he aquí nuestro gran mal.

¡Insondable misterio! Necesitamos constantemente de la gracia actual para poder obrar rectamente, como conviene a un hijo de Dios, y, sin embargo, respondemos casi habitualmente con un seco ¡no! a las excitaciones de dicha gracia.

¿Es que Jerusalén no tuvo medios más que suficientes para poder conocer claramente el tiempo de su visitación? Si la ciudad no conoce el tiempo de su visitación, es únicamente por su propia culpa. Lo desprecia consciente, voluntariamente.

Tiene fijas sus esperanzas en un Mesías temporal, en un Mesías que la liberte del yugo romano y le devuelva su esplendor y grandeza políticas, su poderlo terreno.

Por eso no quiere reconocer al Mesías verdadero, menosprecia el tiempo de su misericordiosa visita. Por eso también le sobrevendrá más tarde el justo castigo.

Todas estas cosas han sido escritas para nuestro escarmiento. La visita del Señor, ignorada por nuestra propia culpa, y las gracias, olvidadas o menospreciadas por nosotros con tanta frecuencia, claman venganza, castigo y expiación.

No tentemos a Cristo, como lo tentaron algunos de ellos en el desierto. Conocían bien las órdenes, la voluntad de Dios. Sin embargo, la menospreciaron, no le dieron importancia.

No tentemos a Cristo; no menospreciemos su gracia, sus exhortaciones, sus mociones, sus mandamientos, su Voluntad.

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Por la gracia santificante el alma se hace toda luz, toda belleza, toda claridad. Adquiere un modo de ser traslucido, puro, espiritual, semejante al mismo ser de Dios. ¡Ojalá conocieses tú el don de Dios! ¡Ojalá conocieses el valor de la gracia santificante y el de las demás virtudes infusas que crecen con ella, es a saber: la fe, la esperanza y la caridad!

Preferimos a éstas otras muchas cosas terrenas, mundanas, temporales y, a veces, hasta ilícitas o abiertamente pecaminosas, sin preocuparnos del peligro a que nos exponemos al obrar así.

Desdeñamos el pensar y el juzgar de las cosas y de la vida inspirados por la fe. Al contrario, preferimos pensar y juzgar de un modo puramente natural y humano. Valoramos las cosas y los sucesos como lo hace el vulgo gregal e inculto de un modo groseramente materialista, rastrero, interesado.

Es que nos olvidamos de santificar, por medio de una intención sobrenatural, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras obras. Sólo así podrá ser provechosa nuestra existencia. Sólo así podremos ser verdaderamente útiles a nosotros mismos, a la Iglesia y a las almas de los otros.

Sí; nosotros menospreciamos la gracia, desdeñamos lo sobrenatural, no damos importancia a los Sacramentos, a las enseñanzas y preceptos de la Iglesia.

¡Esta es la verdadera causa de nuestra esterilidad, de nuestro estancamiento, cuando no de nuestro retroceso en la vida espiritual!

¡Cómo debe llorar sobre nosotros el Señor, al ver que despreciamos así su gracia y su amor, al ver que posponemos todo esto a las vanidades y ridiculeces de esta vida!

Clamemos al Señor y pidámosle nos libre de menospreciar la filiación divina y su gracia.