domingo, 14 de julio de 2013

Octavo de Pentecostés


OCTAVO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Romanos 8: 12-17: Hermanos, somos deudores no a la carne, para vivir según la carne. Porque si viviereis según la carne, moriréis. Mas si por el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos cuantos obran por el Espíritu de Dios éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis el espíritu de esclavitud para obrar de nuevo por temor, sino que recibisteis el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: ¡Abba! Padre. Porque el mismo Espíritu da testimonio, juntamente con el espíritu nuestro, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo. Con tal, no obstante, que padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados.


San Lucas 16: 1-9: Y decía también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un mayordomo, y éste fue acusado delante de él como disipador de sus bienes. Y le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo decir de ti? Da cuenta de tu mayordomía porque ya no podrás ser mi mayordomo. Entonces el mayordomo dijo entre sí: ¿Qué haré porque mi señor me quita la mayordomía? Cavar no puedo, de mendigar tengo vergüenza. Yo sé lo que he de hacer, para que cuando fuere removido de la mayordomía me reciban en sus casas. Llamó, pues, a cada uno de los deudores de su señor, y dijo al primero: ¿Cuánto debes a mi señor? Y éste le respondió: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu escritura, y siéntate luego, y escribe cincuenta. Después dijo a otro: ¿Y tú, cuánto debes? Y él respondió: Cien coros de trigo. Él le dijo: Toma tu vale y escribe ochenta". "Y alabó el señor al mayordomo infiel, porque lo hizo prudentemente; porque los hijos de este siglo, más sabios son en su generación, que los hijos de la luz. Y yo os digo: Que os ganéis amigos de las riquezas de iniquidad, para que cuando falleciereis, os reciban en las eternas moradas.



La vocación cristiana impone al hombre gravísimos deberes y le sitúa ante una gran tarea a realizar. Y ello, no sólo por unos días o por unos años, sino por toda la vida y por todos los instantes de ella.

En la Epístola de hoy, San Pablo nos explica las obligaciones contraídas: no somos deudores de la carne, para vivir según la carne; al contrario, somos hijos de Dios, herederos suyos y coherederos de Cristo.

Por lo tanto, hemos sido llamados a mortificar con el espíritu las obras de la carne y estamos obligados a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios, a vivir enteramente para lo divino, para lo sobrenatural, para lo eterno.

Esto nos costará lucha y sacrificios sin cuento, hasta que logremos dominar y poner al servicio del espíritu el poder de la carne.

Por el contrario, ¡cómo lucha el hombre terreno, mundano, en defensa de sus intereses! ¡Cómo lo pone todo en juego para poder conseguir sus propósitos, sus aspiraciones terrenas, temporales!

Buena prueba de ello la tenemos en el mayordomo de la parábola del Evangelio de hoy.

Sin embargo, en su género y dada su mentalidad, es un hombre realmente activo, diligente, celoso, previsor: es un verdadero modelo de prudencia y de sabia actividad, que bien podrían imitar los hijos de la luz en sus afanes y luchas por la perfección espiritual, por su salvación eterna.

Pero, desgraciadamente, los hijos de este mundo son más prudentes en sus cosas que los hijos de la luz en las suyas.

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Somos hijos de Dios y, por lo tanto, herederos suyos y coherederos de Cristo. ¿Qué más queremos? ¿Nos falta algo todavía?

Para convencernos plenamente de nuestra inconcebible grandeza en Cristo la Sagrada Liturgia presenta hoy ante nuestros ojos este doble modelo, diametralmente opuestos: el del hombre carnal y el fiel hombre espiritual, el del hijo del mundo y el del hijo de Dios, el del hombre que vive en Cristo y el del hombre separado de Cristo.

El hombre carnal es el hombre de lo presente, de lo perecedero. Sus sentimientos, sus aspiraciones y toda su mentalidad se ciñen exclusivamente a lo que existe aquí en la tierra. Está magistralmente retratado en el administrador del Evangelio de hoy.

Es un hombre que sólo se preocupa de sacar provecho de las cosas temporales y de los medios que para ello habrá de utilizar.

En cambio, le tiene sin cuidado el que estos medios sean justos o injustos, lícitos o ilícitos.

Es un hombre que pertenece por completo a los hijos de este mundo. Para él no significan absolutamente nada la vida futura, los mandamientos de Dios y una vida conforme al ejemplo de Cristo, a las máximas y principios del Evangelio.

Los que son carnales no encuentran gusto más que en lo que es de la carne. La prudencia de la carne es muerte. Es enemiga de Dios, pues no se somete a su Ley. Los que son carnales no pueden agradar a Dios.


En los hombres espirituales, en aquellos que están en Cristo, que no caminan según la carne, no se encuentra nada digno de condenación, nada pecaminoso y digno de castigo. Porque la ley del espíritu les ha dado la vida en Cristo y los ha libertado de la ley del pecado y de la muerte.

El Espíritu de Dios, que animó a Jesús, vive en los bautizados. Este Espíritu es el mismo aliento de Dios, es su llama vivificante, es el mismo Dios. Él es quien obra en nosotros, quien nos inunda de su vida divina, quien nos inflama con el fuego del amor divino, quien inspira en nuestro corazón los sentimientos de filial amor al Padre.

Él es quien nos hace contemplar la vida con ojos sobrenaturales, desde el punto de vista de la eternidad. Él es quien nos hace valorar todas las cosas a la luz de los designios de Dios, quien hace que encontremos nuestro contento en todo aquello, y sólo en aquello, que aprecia Dios.

Él nos incita a renunciar, a despreciar todos los intereses terrenos, todo lo que aprecian y aman los hombres carnales y el mundo.

Grande, sublime es la vida del espíritu. Aunque exteriormente parezca pobre, sin embargo, en su íntima esencia, es algo enorme y extraordinariamente rico.

Obscura, insignificante, inadvertida al exterior, interiormente es, sin embargo, muy poderosa y elevada. Ella nos inocula la misma vida de Dios; nos da una santa libertad, una paz y un definitivo sosiego en Dios.

¿Quién más dichoso, más libre, más imperturbable y más fuerte que el hombre vivificado por el Espíritu de Dios? Este tal comparte realmente la misma vida de Dios.

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Vosotros habéis recibido el Espíritu de filiación. El Espíritu Santo creó en nosotros la vida de la gracia, como también fue Él quien, en el instante de la Anunciación, descendió sobre la Virgen de Nazaret y obró en Ella el prodigio de la Encarnación del Hijo de Dios.

Esto fue lo que pasó en el gozoso y bienaventurado instante de nuestro Bautismo. Desde entonces el Espíritu Santo habita en nuestra alma, y expande en nosotros su efusión amorosa, el torrente de su amor, que es Él mismo.

En virtud de este amor, hemos sido hechos miembros vivos de Cristo, hemos sido incorporados a Cristo, a la Cabeza, se nos ha comunicado la nueva vida en Cristo.

Impulsados por este amor, nos dirigimos, en Cristo, con Cristo y por Cristo hacia el Padre, como verdaderos hijos suyos. El Espíritu que nos ha sido dado nos encamina, nos conduce a Dios.

Mas, los hijos de este mundo son más prudentes en sus negocios que los hijos de la luz en los suyos.

Los hijos de este mundo viven la vida del hombre natural. Piensan de un modo humano. Impulsados por esta mentalidad puramente terrena, no aspiran más que a poseer bienes, a conseguir su bienestar y su honra, a vivir de lleno y exclusivamente para los negocios e intereses puramente temporales. Viven según el espíritu del mundo.

En cambio, los que han recibido el Espíritu de filiación, se dejan animar y conducir, lo mismo en sus pensamientos que en sus deseos y en sus obras, por el Espíritu de Dios.

Impulsados por la fuerza del Espíritu Santo, que habita y obra en ellos, mortifican en sí mismos las obras de la carne, es decir, el pecado, el espíritu humano y sus obras.

Cuando este amor se apodera del alma, la obliga a despojarse de todos sus pensamientos, de todos sus deseos y de todas; sus aspiraciones puramente humanas y naturales. La llena de luz divina. Le hace apreciar y valorar las cosas y los sucesos según el criterio y los principios de la fe, conforme a las enseñanzas y al ejemplo de Cristo.

Si alguien, en otro tiempo, creyó que podía confiar en la carne, en su origen y nacimiento, en su educación y cultura, en sus talentos y habilidades, en su carácter, en su poder y en sus grandes obras, ahora el Espíritu le transforma de tal manera, que no puede menos que repetir con Pablo: Lo que tuve en otro tiempo por ganancia, lo desprecié más tarde por amor de Cristo.

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Si viviereis según la carne, moriréis. Y, al contrario, viviréis, si mortificáis las obras de la carne por medio del Espíritu.

El Señor envía a nuestra alma, mientras nosotros no lo impedimos con el pecado mortal, el Espíritu Santo, el Espíritu de filiación y de amor. Este Espíritu de filiación nos empuja constantemente hacia el Padre, nos impulsa a vivir, en Cristo y con Cristo, en una filial, gozosa y confiada entrega al Padre y a sus intereses.

Existe en nosotros mucho de bajo, de innoble, de carnal, de pecaminoso, que lucha encarnizadamente contra el espíritu. El alma pugna constantemente por elevarse a la espiritualidad. Tantas veces como no logra triunfar y no puede revestirse de sentimientos puros, nobles y santos, otras tantas vuelven a levantar de nuevo su cabeza las pasiones del hombre bestial, carnal, animal.

Por eso se encuentra siempre entre esta doble alternativa: o luchar incansablemente contra el bajo hombre, o sucumbir ante el poder de las pasiones bestiales y convertirse en prisionera, en esclava de lo innoble, de lo abyecto, de la carne y de sus concupiscencias.

Si quisiera renunciar a la lucha, se convertiría en traidora de su propia espiritualidad, se haría enemiga de su propia vida, atentaría contra su misma existencia...

En ese caso, renunciaríamos a convertirnos en hombres verdaderos, nobles, completos; despreciaríamos el ser hijos de Dios; renunciaríamos a la nobleza, a la libertad, a la dicha de los hijos de Dios.

La filiación divina sólo puede obtenerse mediante una encarnizada y constante lucha contra la ley del pecado, contra la concupiscencia de la carne, contra la concupiscencia de los ojos y contra la soberbia de la vida.

El Espíritu Santo nos enseña que el verdadero y único camino para la nobleza natural y para la espiritualidad sobrenatural se encuentra en la lucha, en la austera y continua ascesis, en el constante vencimiento de uno mismo.

En la santa Confirmación se nos dio el Espíritu Santo como Espíritu de fortaleza; Él no quiere otra cosa que conducirnos, por el triunfo sobre la ley de la carne, a la perfecta filiación divina.

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La ley del Espíritu Santo es la ley de la santa libertad. Es la ley de los hombres, a los cuales hace vivir según la medida y las normas establecidas por Dios. Él abraza, domina, desarrolla y fecundiza todo cuanto de grande, de noble y de santo ha puesto Dios en el corazón humano.

Esta ley del espíritu es la que nos libera del pecado y de las faltas. Es la que engendra en nosotros un alma clarividente y perspicaz, capaz de ver y descubrir lo divino en todas las cosas, inclinada siempre a lo recto, a lo noble, a lo divino.

Es la que nos libera de las cadenas del egoísmo y de las malas pasiones, y la que nos eleva hasta la santa libertad de los hijos de Dios.

La ley del espíritu es la ley de la santa libertad, es la ley real que nos eleva por encima de los limitados horizontes del mundo presente, nos llena de fuerza, de superioridad y de triunfal convencimiento y nos reviste de sentimientos regios e imperiales.

La ley del espíritu quebranta las cadenas de nuestra natural indolencia, de nuestra tibieza para el bien, de nuestra desgana para todo lo religioso, para el cultivo del hombre interior. Nos hace libres, ágiles, expeditos, fuertes.

Respetemos, pues, la ley del espíritu. No nos sometamos a ella a la fuerza. Al contrario, abracémosla con entera libertad, fervorosamente, con plena y gozosa generosidad.

La ley del espíritu constituye toda nuestra vida. Convenzámonos bien de esta verdad. Es una ley que responde a las más hondas exigencias de nuestra naturaleza, sedienta de Dios, de verdad, de bondad, de belleza y de perfección.

Es una ley que sólo aspira a hacernos libres, a redimirnos, a elevarnos, a saturarnos de fuerza y de vida divinas.

En la ley del espíritu residen nuestra vida, nuestra libertad y la plenitud de nuestra filiación divina.


No olvidemos que somos hijos de Dios y coherederos de Cristo... pero que los hijos de este siglo son más sabios su generación, que los hijos de la luz...