sábado, 26 de junio de 2010

Domingo 5º post Pentecostés


QUINTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.

Este pasaje del Evangelio está tomado del magnífico Sermón de la Montaña.

Habiendo enumerado las ocho Bienaventuranzas y dicho a sus discípulos que estaban destinados a ser la sal de la tierra y la luz del mundo, Nuestro Señor proclama solemnemente que viene a este mundo con la misión de explicar, complementar y perfeccionar la Ley: No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro, el cielo y la tierra pasarán antes que pase una iota o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los Cielos.

A continuación, empieza a refutar la enseñanza errónea de los falsos doctores y a declarar la verdadera y correcta interpretación de la Ley.

Seis veces seguidas, el divino orador citará la Ley para mostrar, por medio de ejemplos concretos y claros, su misión de perfeccionarla.

El pasaje del Evangelio de este Domingo se refiere al quinto mandamiento: tú no matarás.


¿Qué quiere decir Nuestro Señor por estas palabras: Si no abundare vuestra justicia más que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos?

Es como si dijese o a sus discípulos: instruidos por boca de la Verdad misma y colmados de gracias, vosotros debéis superan a los escribas y a los fariseos en la ciencia y en la santidad; vuestro cumplimiento de la Ley debe ser más completo y más perfecto.

Los escribas eran los doctores de la Ley, responsables de explicarla al pueblo sencillo; los fariseos constituían una secta, y afectaban una gran santidad y un cumplimiento rígido de la legislación.

Sin embargo, estos susodichos médicos y santas figuras distorsionan la Ley; la alteraban y la corrompían por sus interpretaciones falsas y llenas de hipocresía.

Su justicia era toda exterior, sin preocuparse del interior. Según ellos, la mala voluntad no es pecado, mientras ella no se manifieste al exterior.

Su justicia, minuciosa, ocupada de nimiedades y naderías, de observancias ridículas, descuidaba lo esencial.

Su santidad era hipócrita, buscando sólo la estima de los hombres, sin preocuparse de Dios.

Sin embargo, con esta justicia y santidad no se puede entrar en el Cielo.

Por lo tanto, Nuestro Señor dice a sus discípulos, si vosotros no practicáis una verdadera virtud, más perfecta; que cumpláis la Ley de manera más digna que los escribas y fariseos.

Es decir, cumpliéndola:

En toda su extensión, y no limitándoos aproximadamente a la letra, descuidando su espíritu;

En toda su verdad, sin seguir las interpretaciones absurdas y falsas; con toda sinceridad, por la única razón de desinteresado amor a Dios, y no por la hipocresía y el orgullo, como ellos.


Nuestro Señor fundamenta su enseñanza en varios ejemplos, de los cuales el primero de ellos está expuesto en el Evangelio del día, y se refiere al perfecto cumplimiento del quinto mandamiento de la Ley: no matarás.

Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás; y aquel que matare será reo ante el juicio. Pero yo os digo que todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo de juicio. Y el que llame a su hermano “raca”, será reo ante el Consejo. Y el que le llame “fatuo”, será reo de la gehena de fuego.

Habéis oído que se dijo a los antiguos… Pero yo os digo…

Cada ejemplo es introducido por esta fórmula.

Los auditores con frecuencia habían oído la lectura de la Ley en las sinagogas.

Majestuosa fórmula: Habéis oído que se dijo a los antiguos Pero yo os digo por la que Jesús que confronta la Antigua Ley con la Nueva, mucho más perfecta, que Él mismo trajo al mundo.

Aquella concernía especialmente los hechos externos; la Nueva prescribe preceptos a las facultades más íntimas del alma.


Los escribas y fariseos, en la explicación del quinto mandamiento, enseñaban que Dios prohibía la muerte; que solamente el homicidio propiamente dicho caía bajo la fuerza de la ley. Por lo tanto, permitían la ira, el odio, el rencor y el deseo de venganza.


Nuestro Señor, que es la Justicia, el Legislador Supremo, venido a la tierra para enseñarnos la Ley divina en todo su alcance y perfección, declara aquí que la Ley prohíbe no sólo el hecho material, el hecho exterior del homicidio, sino también la mala voluntad de cometerlo y las funestas pasiones que conducen a él, tales como la ira, el odio, los insultos y las palabras injuriosas...

Por lo tanto, peca contra el quinto mandamiento el que mantiene y fomenta en su alma sentimientos de ira, de animosidad, de odio contra su vecino; o el que lo desprecia por medio de palabras de indignación u ofensivas.


Lamentablemente, no son pocos los cristianos que imitan a los fariseos y parecen ignorar completamente esta lección del Salvador.


Tengamos en cuenta que Jesucristo establece aquí tres grados del pecado contra este mandamiento:

1º: Un sentimiento, un movimiento consentido de ira.

2º: Después, la cólera, expresada por palabras de desprecio: Raca. Es el vocablo arameo Reqa y el hebreo Rîq, que significa vacío, cabeza vacía.

3º: En fin la cólera manifestada par la injuria o el ultraje: Fatuo. Lo cual era considerado muy injurioso entre los judíos. Epíteto que debe ser tomado figuradamente, en el sentido de impío.


Debemos considerar ahora, ¿qué significan las expresiones: “será reo de juicio”, “será reo ante el Consejo” y “será reo de la gehena de fuego”?


Nuestro Señor se refiere a la administración de la justicia en las diversas jurisdicciones en uso entre los judíos.

En cada ciudad había un tribunal, de 23 miembros, que juzgaba los casos de homicidio.

Ahora bien, Nuestro Señor declara que la simple cólera merece ser llevada ante este tribunal, tanto como el homicidio consumado: todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo de juicio.


En los casos más graves, relacionados con las cuestiones religiosas y políticas, el asunto era llevado a Jerusalén, ante el Consejo o el Sanedrín, compuesto por 72 miembros.

Nuestro Señor dice que aquel que llama a su hermano cabeza vacía llevado de la ira, es digno de ser presentado ante el Consejo: Y el que llame a su hermano “raca”, será reo ante el Consejo.


En fin, para aquel que llega hasta arrojar en la cara a su hermano la fuerte injuria de impío, no queda para castigarlo otra cosa que el suplicio del fuego: Y el que le llame “fatuo”, será reo de la gehena de fuego.

La palabra gehena viene del nombre de un valle o barranco cerca de Jerusalén, que fue llamado el Valle de Hinnom, ghé Hinnom. Es allí que los infieles de Israel ofrecían los niños a Moloch por el fuego.

Era, además, como el basurero de Jerusalén. Los judíos consideraban este valle como un lugar de horror y de maldición. Por eso, su nombre ha sido usado para referirse al infierno.


Por lo tanto, si todos estos pecados de pensamiento y de palabra merecen tal castigo, ¿qué decir de los pecados de acción, como golpear y matar?

Nuestro Señor no se pronuncia sobre ellos, porque quiere hacer comprender que entre sus discípulos no puede suponerse incluso la posibilidad de tales delitos...

¡Cuánta materia para la reflexión!


La enseñanza del Señor continúa con las palabras que siguientes: Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda.

Después de haber mostrado lo que encierra el precepto no matarás, y cuán culpable es ante Dios la cólera, Nuestro Señor, que ama mucho más las almas que los presentes, quiere enseñarnos a cerrar la puerta a todo sentimiento de odio y de rencor contra el prójimo.

A este efecto, nos presenta un sorprendente caso de conciencia, muy práctico.

Advirtamos bien y tengamos en cuenta estas palabras; Nuestro Señor no dice: Si tienes algo en contra de su hermano...; sino, si tú piensas que, como resultado de cualquier palabra contra la caridad, o cualquier acción, has herido a tu hermano y él tiene algo contra tí... deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu ofrenda puesto que tu ofrenda no puede ser agradable a Dios, mientras no hayas hecho las paces con su hermano.

Por lo tanto, ve primero a ofrecer tus disculpas; después podrás con confianza ofrecer tu presente, y Dios lo recibirá con agrado.

Incluso si ofreciésemos la mitad de nuestros bienes a Dios, si al mismo tiempo no sacrificamos nuestros resentimientos contra nuestros hermanos, nuestras ofrendas no podrían ser agradables a Dios.


Ved, exclama San Juan Crisóstomo, ved la misericordia de Dios, que busca más nuestro bien que el culto que le es debido. Prefiere la caridad fraterna a las oblaciones.

Mientras los fieles permanezcan desunidos, sus sacrificios no han de ser aprobado, ni sus oraciones escuchadas.

Solamente la caridad da valor a todo lo que hacemos.


Por lo tanto, el primer sacrificio que debe ser ofrecido a Dios es un corazón puro de cualquier enemistad, de cualquier rencor, de cualquier odio contra el prójimo.


Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos… Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda.


Y por eso San Pedro nos dice, en la Epístola de este Domingo: No devolváis mal por mal, ni maldición por maldición; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición. Por lo tanto, quien quiera amar la vida y ver días felices, guarde su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas; apártese del mal y haga el bien; busque la paz y corra tras ella. Pues los ojos del Señor miran a los justos y sus oídos escuchan su oración, pero el rostro del Señor está sobre los que obran el mal.


Pidamos, pues, junto con la Liturgia de la Santa Iglesia: Oh Dios, que has preparado bienes invisibles para los que te aman, infunde en nuestros corazones el afecto de tu amor; para que, amándote a Ti en todo y sobre todo, consigamos tus promesas, que superan todo anhelo… Suplicámoste, Señor, hagas que los que has saciado con tu celestial don, nos purifiquemos de nuestras manchas ocultas, y nos libremos de las asechanzas de los enemigos…

sábado, 19 de junio de 2010

IVº domingo desp. de Pentecostés


CUARTO DOMINGO
DE PENTECOSTÉS

Duc in altum et laxate retia in capturam... Rema mar adentro... dirígete hacia aguas profundas... y echa las redes para pescar...

He aquí, manifestada por estas pocas palabras, la vocación de San Pedro.

Rema mar adentro... Lanza las redes... De hoy en adelante serás pescador de hombres...

Duc in altum... dirígete hacia aguas profundas... ¡Cuántas veces nosotros, de una o de otra manera, hemos escuchado esas mismas palabras! Y no sólo los sacerdotes, sino también ustedes, padres y madres de familia; ustedes, jóvenes...

Duc in altum, nos dijo Nuestro Señor al llamarnos a la vocación sacerdotal...

Rema mar adentro, les dijo Nuestro Señor, les dice aún ahora, a ustedes, padres y madres, al pedirles que formen un hogar cristiano...

Dirígete hacia aguas profundas, les dice Jesús a ustedes, jóvenes de ambos sexos, muchachos y chicas, al pedirles que se preparen seriamente para asumir las responsabilidades que pronto recaerán sobre sus vidas...

Sí, Duc in altum, nos dijo Jesucristo al invitarnos a formar parte de sus discípulos y apóstoles; y aún hoy continúa con su exhortación cuando la realidad del apostolado, con sus dificultades internas y externas, ha reemplazado las ilusiones de nuestros años de Seminario.

Sí, Rema mar adentro, les dice Jesús a ustedes, padres y madres, al pedirles que se guarden mutua fidelidad y respeto; al exigirles que reciban y no impidan venir al mundo los hijos que Él quiere mandarles; al reclamarles que eduquen cristianamente, con la doctrina y la moral católicas, los hijos que ya les concedió y los que aún desea confiarles; al mendigarles que hagan de su hogar una barrera infranqueable contra esta avalancha de secularización, de profanación, de descristianización... ¡Y todo esto incluso hoy!, en medio de una sociedad infiel, adúltera, divorcista, abortera... y, además, para peor de males, cuando las fantasías de la juventud y del noviazgo han desaparecido ante la dura realidad de dos temperamentos y caracteres que no congenian del todo y, sin embargo están llamados a ser, no ya dos, sino una sola carne; lo cual implica, con mayor razón, un solo corazón y una sola alma, es decir, unos mismos ideales, idénticos deseos...

Sí, Dirígete hacia aguas profundas, les dice Jesús a ustedes, muchachos y chicas, al pedirles que asuman con seriedad la tarea de formarse para ser hombres y mujeres de temple, capaces de encarar la vida, sea de familia, sea religiosa, con ardor de cruzados; al exigirles la pureza del cuerpo y del alma; al invitarlos a escalar la montaña de la santidad, abandonando el fango de la mediocridad y de la comodidad; al exhortarlos a buscar el verdadero ideal y a tener grandes deseos, magnanimidad, y rechacen, por lo mismo, los dictámenes del mundo, de la moda, de las ideas efímeras... ¡Y todo esto hoy!, inmersos como están, queridos muchachos y chicas, en un mundo corrompido y corruptor, que hace de lo degradante un honor y que vitupera todo lo noble, todo lo puro y todo lo elevado...


¡Cuántas veces hemos escuchado todos nosotros, de una o de otra manera, esa apremiante invitación!: Rema mar adentro y arroja las redes...

Rema hacia aguas profundas..., dirígete a las aguas claras, frescas, puras, sanas y saludables... Apártate del fango de la orilla, de las aguas estancadas, tibias, impuras e insalubres...

Duc in altum... significa o se traduce por grandes deseos, ideales nobles y elevados...

¿Y cuál fue la respuesta de San Pedro? Tratemos primero de imaginar la escena: los discípulos habían pasado toda la noche en el mar infructuosamente; estaban cansados físicamente, pero especialmente estaban desanimados, con desgano y hasta tedio; consideraban inútil una nueva incursión con la intención de pescar...

Si Nuestro Señor les hubiese sugerido ir a dar un paseo en su barca, pasar toda la tarde juntos contemplando el mar y entreteniéndose en conversaciones espirituales y amistosas..., vaya; pero, ¿lanzar nuevamente las redes?...

¿Qué respondió San Pedro? Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada. Seguramente habrá agregado: Estamos cansados, y es de noche y no de día cuando se ha de pescar. A pesar de todo, agregó: No obstante, fiado en tu palabra, lanzaré las redes...

Midamos toda la profundidad, calculemos toda la fuerza, ponderemos todo el peso de esas palabras: fiado en tu palabra, lanzaré las redes... ¡Cómo calan profundamente en nuestra alma! ¡Qué dulce presión ejercen sobre nuestro corazón! ¡Cómo descarga su peso el lastre de nuestra pusilanimidad y nos elevan por la magnanimidad!

San Pedro conocía bien su oficio..., sabía que, humanamente hablando, era inútil aventurarse nuevamente hacia alta mar y lanzar las redes...; pero también conocía a Nuestro Señor y por eso, en su Nombre, confiado en su palabra que no se engaña ni engaña, se dirigió mar adentro y echó las redes para pescar...

De la misma manera, ¡cuántas veces pensamos nosotros, y estamos seguros, y tenemos razón, de que, humanamente hablando, algo es difícil, inútil y hasta imposible!

Pero, ¡cuán pocas son las ocasiones en que reaccionamos sobrenaturalmente y, confiados en su palabra, apoyados en la acción divina de Nuestro Señor, emprendemos lo que Él nos pide y que a nosotros nos parece un disparate!

¡Qué escasas son las oportunidades en las que en nuestra vida sacerdotal, matrimonial, familiar, laboral, social, de estudio, de recreación..., en nuestra vida de adultos o de jóvenes, confiamos en Jesucristo, confiamos en su palabra y, contra toda esperanza, contra todo cálculo humano, remamos mar adentro y lanzamos las redes!


Cuando llega el momento de conducir nuestras vidas hacia alta mar, cuando después de días y años de trabajo infructuoso el Señor insiste una vez más, cuando las dificultades aprietan y los hombros son débiles para cargar la Cruz..., preferimos la orilla, la playa; la seguridad que ofrece la tierra firme, sí; pero que implica la tibieza, el fango, la suciedad de la ribera...

En la vida familiar, por ejemplo, si Dios me impone una nueva carga, en la cual no pensaba; si me exige un nuevo embarazo con todas sus complicaciones; si el cónyuge elegido porque había visto en él o en ella los designios de Dios, ya no me parece la ayuda ideal para santificarme; si a pesar de todos los esfuerzos, los hijos no se comportan como yo había soñado; si el dinero no alcanza; si la escuela de los chicos; si...

En el noviazgo, en el estudio, en la profesión, en el trabajo, en las diversiones, en las vacaciones....

En la crisis de la Iglesia y en las obligaciones que impone el ideal tradicionalista...

¿Por qué esa tristeza en tantos corazones de cristianos? ¿Por qué ese buscar perenne y anhelante de la dicha fuera de nuestra religión, teniéndola tan abundante dentro? ¿Por qué ese perpetuo quejarse y ese constante querer ser lo que no se es, estar donde no se está y tener lo que no se tiene?

Que cada uno conteste con sinceridad en su corazón: ¿soy feliz? ¿encuentro la alegría y la paz siendo católico y sometiéndome a la doctrina católica y, especialmente, a su moral? ¿acepto lo que soy, el lugar y lo que tengo por ser católico?

¡Andamos tan desasosegados, tan agitados, tan tristes, tan destemplados de genio, con tantas inquietudes y miedos!

¡Nos faltan tanto la paz y la alegría!..., ¡cuando en realidad tenemos mil motivos para vivir alegres y sin inquietudes!

¿Por qué, pues, esa tristeza de cara y de corazón de tantos católicos? ¿Por qué ese tenerse muchos de ellos por desgraciados, y desubicados?

La respuesta está en que no se aceptan los cómo, los cuándo, los dónde, los con quién y los hasta cuándo de la divina voluntad sobre nosotros.

¡Qué pequeños y mezquinos son nuestros deseos! ¡Qué bajos y mediocres son nuestros ideales! Y ¿por qué? Porque discutimos el cómo, el cuándo, el dónde, el con quién, el hasta cuándo de la voluntad de Jesús...

El secreto de nuestra felicidad está en el reconocimiento de la voluntad de Jesús sobre cada uno; en la aceptación sin reservas y en el abandono sin condiciones en esa voluntad.

Debemos decir sí, el sí de nuestro reconocimiento, de nuestra aceptación y de nuestro abandono ante todos los cómo, dónde, cuándo, con quién y hasta cuándo de Jesús...

¡Cómo contrarían nuestra voluntad esos cómo...!

¡Cómo hieren nuestro amor propio esos dónde...!

¡Cómo se oponen a nuestro criterio humano esos cuándo...!

¡Cómo molestan a nuestra mediocridad esos con quién...!

¡Cómo chocan contra nuestro temor esos hasta cuándo...!

Y sin embargo, Jesús tiene todo el derecho de mandar lo que quiere, cómo quiere, cuándo quiere, dónde quiere, con quién quiere y hasta cuándo quiera...

El tiene todo el derecho de decirnos duc in altum sin consultar ni tener en cuenta nuestra voluntad, nuestros criterios, nuestro amor propio, nuestra mediocridad, nuestra tibieza, nuestros temores...

Jesús tiene derecho a mandar a uno que le sirva ganando batallas y fortalezas, y al otro perdiéndolas. Tiene derecho a presentar a uno de una sola vez todo el camino que ha de recorrer en su vida, y descubrir al otro sólo el palmo de tierra donde ha de dar el paso inmediato. Tiene derecho de honrar con ignominias, elevar con abatimientos, enriquecer con escaseces, inundar de gozo hartando de hiel...

Pues, si es así, ¿qué tanto escudriñar, discutir, lamentar, protestar, huir los cómo, dónde, cuándo, con quién y hasta cuándo de los divinos designios de Jesús? ¿No nos damos cuenta que en ese buscar lo nuestro, lo que nosotros creemos nuestro bien, tratamos de demostrar a Jesús que sabemos mejor que Él lo que nos conviene...?

No nos cansemos, pobres ignorantes, no nos cansemos en buscar la paz y la alegría por esos senderos... ¡Ahí no está! Y si nos empeñamos en ello, estaremos condenados a inquietud perpetua.

Debemos abandonarnos a la divina voluntad sin reparos; y cuando el amor propio, el gran ladrón de la paz y de la alegría, nos pida cuenta o razón, no le demos más que ésta: porque Jesús me dijo duc in altum.


Santa Teresita del Niño Jesús había comprendido bien todo esto. Ella pudo decir:

“Me había ofrecido al Niño Jesús para ser su juguetito. Le había dicho que no me tratase como un juguete caro que los niños se contentan con mirar sin atreverse a tocarlo, sino como a una pelotita sin ningún valor a la que Él podía tirar al suelo, golpear con el pie, agujerear, abandonar en un rincón, o bien estrechar contra su Corazón, si le venía en gana. En una palabra, yo quería divertir al pequeño Jesús, complacerle, entregarme a sus caprichos infantiles... Él había escuchado mi oración... Jesús agujereó a su juguetito. Quería ver lo que había dentro; y después de haberlo visto, satisfecho de su descubrimiento, dejó caer al suelo a su pelotita y se quedó dormido... En cuanto a la pelotita, ya comprenderéis cuán triste se sentiría al verse tirada por el suelo... Sin embargo, no cesé de esperar contra toda esperanza...”


Tiempo después compuso esta oración: “¡Oh, Niñito Jesús, mi único tesoro!, me abandono a tus divinos caprichos. No quiero otra alegría que la de hacerte sonreír...”


Y si hiciéramos así, si nos sometiésemos a los divinos caprichitos de Jesús, si contra toda esperanza remásemos mar adentro y lanzásemos las redes, ¡cuántas serían las oportunidades en las cuales, rendidos por la evidencia, vencidos por el milagro, tendríamos que caer a los pies del Señor, como San Pedro, diciéndole: ¡Apártate... apártate de mí, porque soy un pobre pecador!... ¡Apártate!, porque no merezco el milagro de tu gracia, ni los milagros de tu misericordia y tu bondad.


¿Acaso no lo hemos ya experimentado? ¿Acaso no deseamos volver a hacer la prueba? ¿No queremos, una vez más, remar hacia aguas profundas y lanzar las redes para pescar milagrosamente?


Termino aquí, para que cada uno responda en el silencio de la meditación y en el fondo de su corazón a estas respuestas.


Para ayudarnos, les recuerdo una oración que algunos de ustedes deben conocer:

Dame, Dios mío, lo que te queda.

Dame lo que jamás se te pide.

No te pido reposo, ni tranquilidad,


ni la del alma, ni la del cuerpo.

No te pido la riqueza, ni el éxito, ni la salud.

Tantos te piden esto, Dios mío, que ya no debes tenerlo.


Dame, Dios mío, lo que te queda.


Dame lo que se te rechaza.


Quiero la inseguridad y la inquietud,


quiero la tormenta y la lucha.


Que Tú me lo des, Dios mío, definitivamente;


que yo esté seguro de tenerlo siempre;


porque no siempre tendré el coraje de pedírtelo.


Dame, Dios mío, lo que te queda.


Dame lo que otros no quieren.


Pero, dame también el coraje, la fortaleza y la fe.

Sí, rememos mar adentro; y cuando estemos en alta mar, incluso si el corazón sufre y el pulso tiembla, respiremos el aire puro y fresco; y nuestras almas se sentirán dichosas de saber que es en Nombre de Jesús y para Él que lanzamos las redes...

Duc in altum!

domingo, 13 de junio de 2010

Infraoctava del Sagrado Corazón


DOMINGO DE LA INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN

Los publicanos y los pecadores se allegaban a Nuestro Señor Jesucristo; una atracción misteriosa los llevaba hacia Él, como a su Médico, a su Salvador.

Estos pobres hombres se acercaban a Él, lo escuchaban porque los recibía con bondad, les hablaba del Reino de Dios, les hacía esperar su perdón y los convertía por su gracia.

Mientras tanto, los fariseos y los escribas, hombres orgullosos, hipócritas y celosos, se escandalizaban de la condescendencia y de la bondad del Salvador; murmuraban contra Él, sin comprender su misión divina.

Para confundirlos y probarles cuán grande es su bondad y su misericordia, Nuestro Señor les presenta tres hermosas parábolas; las dos primeras de ellas nos las propone el Evangelio de hoy. La tercera, la del Hijo Pródigo, que las completa, se lee en la Misa del Sábado de la Segunda Semana de Cuaresma.

Estas Parábolas valen también para nuestra instrucción. Nuestro Señor nos descubre en ellas su Corazón y quiere inspirarnos la confianza.

En la Parábola de la Oveja Perdida Nuestro Señor muestra la misericordia divina previniente, que busca a los pobres pecadores hasta encontrarlos y traerlos nuevamente al redil.

Esta oveja perdida es el género humano todo entero, toda alma infiel y culpable, cada uno de nosotros en particular.

El Pastor es Jesús, el Buen Pastor, que busca las almas perdidas por las cuales derramó su Sangre.

¡Qué alegría cuando las encuentra! ¡Qué desolación, qué tristeza, por el contrario, cuando éstas se apartan de su misericordia!

La Parábola de la Dracma Perdida expresa la misma idea que la precedente, pero con algunas diferencias.

Esta dracma significa el alma, marcada por la efigie divina y perteneciente a Dios por el Bautismo.

Por el pecado, esta imagen divina se ensucia, se desfigura y se borra.

Esta Mujer es la Iglesia, que como buena madre busca a la luz de la verdad y por sus divinas enseñanzas las almas tristemente perdidas; y que, habiéndolas reencontrado, invita a todos los Santos del Cielo y a las almas justas de la tierra a alegrarse con ella y agradecer al Señor.

Todos sentimos cómo la emoción se apodera de nosotros cada vez que releemos las dos primeras Parábolas de la Misericordia, que San Lucas ha colocado como introducción al relato maravilloso del Hijo Pródigo.

La alegría del Buen Pastor que encuentra a su oveja perdida nos recuerda, quizá, tal período de indiferencia o de pecado de nuestra vida, del que el Señor nos sacó para reconciliarnos con Él.

Y ahora, de regreso al redil, pensamos en aquellos que todavía están lejos de Él y rezamos por la conversión de los pobres pecadores, y seguimos nuestra vida como si la lectura evangélica de este Domingo no nos plantease a nosotros ningún problema.

La Parábola de la Dracma Perdida, si sabemos escucharla con atención, nos enseña la incansable paciencia con que el amor de Dios busca a cada uno de aquellos a quienes se digna hacer hijos suyos.

¿Podemos pensar que la Iglesia haría leer esas dos Parábolas si ellas no contuvieran para nosotros una lección siempre actual?

¿Podemos pensar que Nuestro Señor no habría hecho más que repetir dos veces la misma enseñanza en dos Parábolas de construcción simétrica?

¿No es más probable que cada una encierre una significación particular?

La ambientación de cada una de ellas es, en efecto, muy diferente.

La oveja número cien se había extraviado lejos del rebaño, en una región desierta; corría el peligro de despeñarse por un precipicio o de ser devorada por los lobos. Su situación era trágica; y el Buen Pastor la ha realmente arrancado a una muerte cierta.


La segunda Parábola nos lleva a una modesta casa de Galilea. El perjuicio es menor. Una mujer del pueblo se percata de que ha perdido una dracma; el hecho es que ha salido rodando y se ha metido debajo de algún mueble. La verdad es que no se trata de nada grave; seguramente la encontrará un día u otro.

Lo mismo sucede con Nuestro Señor; si bien está sin descanso tras las huellas del pecador hasta que lo encuentra y se lo lleva de nuevo al redil, no es menor la inquietud que siente por el fiel que, sin haber abandonado su Iglesia, en cierto modo se le ha escapado de las manos.

En consecuencia, es de nosotros de quien se trata en la Parábola de la Dracma Perdida. De nosotros, fieles que practicamos la religión; de nosotros, que incluso somos asiduos en la frecuencia de los Sacramentos y que, sin embargo, pretendemos vivir para nosotros mismos; de nosotros, cristianos que, en vez de servir a Dios con nuestra obediencia, de glorificarlo con nuestra caridad, nos preocupamos mucho más de satisfacer nuestros deseos y de defender nuestros intereses temporales.

Estamos, entonces, perdidos para la causa del Evangelio. Y no nos puede utilizar. Hemos escapado de sus manos.

Eso es precisamente el pecado. El pecado consiste esencialmente en un rechazo del amor. Pues bien, hay con frecuencia un rechazo muy explícito, muy calculado, muy mezquino, en nuestros “pecadillos deliberados”.

Cuando el Evangelio nos habla de los pecadores, no pensemos de inmediato que los pecadores son los demás. Si no somos la oveja perdida, tal vez sí somos la dracma perdida.

¿Podríamos imaginar que nuestras negaciones no entristecen el Corazón de Jesús? Cada uno de nosotros es como una moneda, acuñada con la efigie de la Santísima Trinidad y con el año de nuestro bautismo. Formamos parte de su tesoro. Nos echa de menos. Nos busca. Necesita encontramos, volver a tomar en su mano a ese cristiano que se hurta parcialmente a su influencia.

Pensemos si no tendrá Dios que estar buscándonos con insistencia, como la mujer de la parábola buscaba su dracma perdida.

Dios nos busca. Ha enviado al mundo la Luz que ilumina a todo hombre. La pone ante nuestros ojos a cada momento: la palabra tan clara, tan persuasiva del Evangelio, que nos recuerda el designio de Dios sobre nosotros, la obra precisa que espera de cada uno; ahí, en el lugar que nos ha asignado a cada uno en sus planes.

Nos da su Luz: Quien me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

Pero prestemos atención al comentario de San Juan: El hombre que hace el mal no ama la luz. No viene a la luz, por miedo a que sus obras sean desveladas.

Cristianos mediocres. ¿Por qué nos escondemos? Porque querríamos pertenecer a Jesús y, al mismo tiempo, ser independientes. Y no podemos serlo.

No nos apartemos de fa Luz... Dios nos busca, y porque cerramos los ojos a su Luz, tiene que recurrir a otros métodos para que la miremos, para encontrarnos.

Por eso, de repente, pone todo patas arriba en nuestra casa, remueve nuestras costumbres, barre nuestros pretextos egoístas y despeja nuestra conciencia. Hace limpieza general.

¿Por qué las pruebas zarandean nuestras vidas? Las contradicciones, los reveses, la enfermedad, el duelo... No comprendemos la causa de todas esas pruebas… Y su finalidad es providencial…

La paz y la alegría huyen de nosotros, la tierra nos decepciona, los hombres nos desilusionan y no sabemos cuál es el motivo.

Pero sabemos bien cómo podemos utilizar esos sufrimientos: su finalidad es que tornemos a Dios para encontrar a su lado lo que el mundo no nos da o lo que nos arranca.

Leamos y releamos a los Profetas de Israel; ellos nos enseñan que los castigos de Dios son otras tantas muestras de su “amor celoso”.

Igual que la mujer que busca cuidadosamente hasta que encuentra su dracma, el Señor tampoco abandona la partida; no deja de reclamamos hasta que hayamos vuelto enteramente a Él.

En la terrible Secuencia del Dies iræ surge de repente esa estrofa patética: Quarens me sedisti lassus, buscándome sin descanso, Señor, te has cansado, tanto que no puedes ni tenerte en pie, como cuando tuviste que sentarte, molido por el cansancio, en el brocal del pozo donde convertiste a la pecadora de Samaría.

Quaerens me sedisti lassus ¡Cuántas veces me has llamado! ¡Cuántas veces me has esperado! Y yo no fui…

Tantus labor non sit cassus, no permitas que ese gran esfuerzo tuyo sea inútil.

El canto de la Oración de la Comunión de la Misa de hoy trae este pasaje evangélico: Hay más alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte.


¿No queremos proporcionarle esa alegría a Nuestro Señor Jesucristo? ¿Al Sagrado Corazón de Jesús?

Preguntémonos con toda sencillez sobre lo que le hemos negado al Señor durante la Semana que acaba de terminar. Será poca cosa, tal vez; pero es demasiado el habernos negado, el habernos una vez más, varias veces, escapado de sus manos.

Lo que no le hemos entregado, prometámoselo ahora. Démoselo dentro de unos momentos, en la Sagrada Comunión.

Y habrá gran alegría en el Cielo…

Y habrá gran alegría en el Corazón de Jesús…

Y habrá gran alegría también en nuestros propios corazones…

viernes, 11 de junio de 2010

Fiesta del Sagrado Corazón


SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS


Del Rvdo. Padre Leonardo Castellani
8 de junio de 1945
Domingueras Prédicas II


El corazón del hombre representa todo el hombre, porque el corazón son los afectos, y nuestros afectos producen nuestros actos; y nuestros actos traducen todo nuestro interior; y el hombre es un ser interior, a diferencia del animal que es un ser exterior, volcado al exterior, gobernado por el exterior.

Para calificar rápidamente a un hombre, el pueblo califica su corazón: “Es un gran corazón”, “es un hombre de corazón”, “tiene buen corazón”, “tiene mal corazón”, “no tiene corazón”.

Lo primero se dice de un gran hombre; lo segundo, de un hombre valiente; lo tercero, de un buen hombre; lo cuarto, de un mal hombre; y lo quinto, de un perverso.

Y tiene razón el pueblo: porque “las cosas que salen del corazón del hombre son las que manchan al hombre”, así como las cosas que salen del Corazón de Dios son las que salvan al hombre.

Jesucristo durante su vida mostró que era un hombre de gran Corazón.

He aquí doce palabras que he tomado al azar del Santo Evangelio para mostrar cómo era el Corazón de ese hombre llamado Jesús, que atestiguó de Sí Mismo que era Hombre-Dios:


Corazón a la vez heroico y manso,
Que unió la fuerza con la dulcedumbre;
Valle florido, cuesta altiva y cumbre,
Del hombre de hoy el único descanso.


PALABRAS

I. Yo soy manso y humilde de corazón. (San Mateo, 11, 29)
El Buen Pastor da la vida por sus ovejas. (San Juan, 10, 11)
Ninguno ama mejor que el que da la vida por su amigo. (San Juan, 15, 13)

II. Amad a vuestros enemigos. (San Mateo, 5, 44)
Alegraos cuando os persiguen. (San Mateo, 5, 11)
No temáis a quienes pueden matar el cuerpo. (San Mateo, 10, 28)

III. Me compadezco de las turbas. (San Marcos, 6, 34)
El que esté puro que tire la primera piedra. (San Juan, 8, 7)
Vine a llamar a los pecadores. (San Lucas, 5, 32)

IV. ¡Ay de vosotros los ricos! (San Lucas, 6, 24)
¡Hipócritas, sepulcros blanqueados! (San Mateo, 23, 27)
Quien blasfema contra el Espíritu Santo no tiene perdón. (San Marcos, 3, 29)

¡Oh, míranos en este mal remanso,
Privado el mundo de tu voz y tu lumbre!
De tu obra te atribuyen el herrumbre,
Y hablar te sienten por boca de ganso.

Corazón blando y testa fuerte fuiste,
Cuando el blanco corcel salió triunfando,
Después, cuando en el rojo te escondiste,
Cabeza dura y duro pecho; y cuando
Al fin dejaste solo al mundo triste,
Andamos con el amarillo bando,
Corazón duro y seso blando.

Todo el Evangelio salió del Corazón de Cristo, naturalmente. Pero hay algunas palabras que lo retratan mejor, que parecen eso que llamamos “gritos del corazón”.

Y la traducción de esos gritos del corazón al mundo de hoy son las promesas del Corazón de Cristo “para estos últimos tiempos”, contenidas en las visiones de Santa Margarita María, que vivió en Francia al final del siglo XVII, antes de la Revolución Francesa.

Esas promesas constituyen lo que llaman una revelación privada, no lo que se llama una revelación pública. No son objeto directo de la fe, como la revelación de Cristo y sus Apóstoles, contenida en el Credo y en los dogmas.

Son objeto directo de la virtud de la religión, y sólo indirectamente de la fe. El que las despreciara cometería una falta; pero el que no pudiera creerlas, no cometería ninguna falta; sin eso se podría salvar: el mundo vivió sin ellas hasta hace tres siglos.


Las promesas, puestas en la forma más difundida, son éstas:

1. Les daré todas las gracias necesarias a su estado.
2. Pondré paz en sus familias.
3. Las consolaré en todas sus aflicciones.
4. Seré su amparo y asilo seguro en la vida y principalmente, en la hora de la muerte.
5. Bendeciré abundantemente sus empresas.
6. Los pecadores hallarán en mi Corazón la fuente y el océano infinito de la misericordia.
7. Las almas tibias se harán fervorosas.
8. Las almas fervorosas se elevarán con rapidez a gran perfección.
9. Daré a los sacerdotes la gracia de mover aun a los más endurecidos corazones.
10. Bendeciré las casas en que la imagen de mi Corazón sea expuesta y honrada.
11. Las personas que propaguen esta devoción tendrán escrito su nombre en mí Corazón, y de él jamás será borrado.
12. Mi amor todopoderoso concederá a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes consecutivos, la gracia de la penitencia final.


En estas promesas se basa la devoción al Sagrado Corazón, que la Iglesia ha acogido y fomentado tanto que hoy día decir cristiano fiel y fervoroso es decir devoto del Sagrado Corazón.

Ésta es la devoción de estos últimos tiempos, dijo el Señor a la Santa.

En todos los tiempos la Iglesia ha tenido la devoción a la divina Persona de Cristo, a la cual venera incluso cuando venera a los Santos; así como cuando adora a Cristo, no adora a una criatura sino a la Divinidad en Él, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, al Dios invisible, inmenso e inaccesible, Criador del cielo y de la tierra.

Esto es para los protestantes, que por no entender ni lo que es adoración, veneración, intercesión, dicen que adoramos a los santos y nos acusan de idólatras; o como dicen los impíos de hoy, de “cardiólatras”, que adoramos un corazón, un músculo, un pedazo de carne.

¡Adoramos a Dios! Por suerte para nosotros, Dios se hizo hombre, fue un hombre como nosotros, pero mucho mejor que nosotros. Fue un hombre de gran corazón.


“Las cosas que salen del corazón del hombre ensucian al hombre”, y las palabras que salen del Corazón de Dios salvan al hombre, y el hombre de hoy no tiene más salvación que el Corazón de Jesucristo, ya que como sabéis no es otro que la Palabra de Dios hecha carne.

Entonces se acercan a Jesús algunos fariseos y escribas venidos de Jerusalén, y le dicen: “¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antepasados?; pues no se lavan las manos a la hora de comer”. Él les respondió: “Y vosotros, ¿por qué traspasáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y: El que maldiga a su padre o a su madre, sea castigado con la muerte. Pero vosotros decís: El que diga a su padre o a su madre: «Lo que de mí podrías recibir como ayuda es ofrenda», ése no tendrá que honrara su padre y a su madre. Así habéis anulado la Palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres”. Luego llamó a la gente, y les dijo: “Oíd y entended. No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre”. Entonces se acercan los discípulos y le dicen: “¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oír tu palabra?” Él les respondió: “Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz. Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo”. Tomando Pedro la palabra, le dijo: “Explícanos la parábola”. Él dijo: “¿También vosotros estáis todavía sin inteligencia? ¿No comprendéis que todo lo que entra en la boca pasa al vientre y luego se echa al excusado? En cambio lo que sale de la boca viene de dentro del corazón, y eso es lo que contamina al hombre”. (Mt 25, 1-18)

Vemos en esta Parábola a Nuestro Señor agresivo y duro casi hasta rayar en la grosería; lo vemos también pesimista respecto del corazón del hombre.

¿Por qué es duro? Porque Cristo fue un hombre y no un merengue; y porque se encontraba delante del fariseísmo, que fue la cosa que más odió Cristo en su vida, por ser la cosa más repugnante y más peligrosa que existe, la falsificación de la religión, la hipocresía más sutil y profunda.

Jesucristo era un hombre capaz de odiar, porque era capaz de amar y el que puede amar puede también odiar y odia todo lo que sea contrario a su amor.

Cristo amaba a Dios, la religión, los hombres; y los fariseos eran los peores enemigos de Dios, de la religión y de los hombres. Tomaban el nombre de Dios como un comodín; tomaban la religión como un negocio; y a sus prójimos los despreciaban y los tomaban como animales para ordeñar.

Cristo, que siendo Hombre-Dios fue el hombre más religioso que ha existido (religión: unión del hombre con Dios), no les mandaba palabras dulces: los caló, los denunció, los increpó.

Ellos mataron a Cristo.

No penséis que esta clase de hombres se ha acabado. El fariseísmo es eterno. La decadencia de la religión es fariseísmo, y la religión decae continuamente por fuera mientras Dios la vivifica por dentro, como un árbol que crece de por la raíz y echa sus cortezas viejas y sus hojas secas.

Justamente la cosa que más me aterra y entristece del mundo actual es esa falsificación de la religión, y aun de la misma Iglesia, que empieza a brotar por todas partes. Dios odia eso.

¿Por qué Cristo describió tan feo el corazón del hombre, lo comparó a una letrina? Es claro que si lo que mancha al hombre es lo que sale del corazón, también lo que salva al hombre sale de su corazón, lo que lo purifica, lo que lo hermosea, lo que lo endiosa, sale de su corazón.

¿Por qué pues no dijo Cristo las dos cosas: el hombre es lo que es su corazón; de su corazón salen todos sus pecados; pero también en su corazón pueden habitar todas las virtudes? El corazón de un hombre puede ser el trono del Espíritu Santo.

Creo que dijo una sola parte porque de suyo, dejado solo, sin la gracia de Dios, el corazón del hombre segrega podredumbre. El hombre nace en pecado y es inclinado al mal desde su niñez. Sin el auxilio de Dios llamado la gracia, que se nos da invisiblemente, principalmente por medio de la oración y los sacramentos, el hombre no puede ser santo, una; no puede ser del todo recto, otra; y tercero, no puede salvarse, alcanzar su último fin y ser feliz.

No de solo pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios; y la Palabra Máxima de la boca y del corazón de Dios es Cristo.

No me puedo salvar yo solo a mí mismo, no me pueden salvar mi padre ni mi madre, no me puede salvar el Presidente Farrel, no me pueden salvar Churchill ni Roosevelt: el único que puede salvarme a mí es Cristo. El único que puede salvar al mundo es Cristo. No hay nadie Grande más que Dios, y los que están unidos con Dios, Cristo primero, después los Santos, después todos los que están en gracia de Dios.

Los fariseos pensaban que ellos se autosalvaban con las grandes virtudes que tenían o creían tener. El mundo de hoy está exactamente en el mismo tren: es un tren que anda descarrilando y chocando cada rato; es un tren que perdió la mano, que anda a contramano.

Fíjense en todo lo que se hace y se dice y verán cómo Dios está ausente (a veces está en los labios pero no en el corazón), y está lleno de hombres que están salvando la Humanidad, la Civilización, la Nación, sin necesidad de Dios.

Nos prometen restituir en la tierra el Paraíso Terrenal, sin necesidad de Dios. Se proponen reedificar la Torre que llegue hasta el cielo, el gran rascacielos, sin necesidad de Dios.

Más aún, vuelan por el cielo y se proponen hacer lo mismo que hizo el primero que voló y dijo: “Pondré mi trono más arriba de las estrellas, seré igual que Dios” (Isaías, 14, 13-14); y se vino abajo. Tuvo un accidente del que todavía no se ha compuesto. No tiene compostura.

Pues bien, el mundo anda por ese camino: prescinde del Corazón de Dios, de lo que salió de la boca de Dios, de la Esposa terrenal que salió del Costado de Cristo, la Iglesia, como Eva salió del costado de Adán.

Y naturalmente, del corazón del hombre sale hoy día lo que dijo Cristo: crímenes, crueldades, injusticias y porquerías.

Amados hermanos, yo no quiero asustaros ni preocuparos más de lo justo, demasiadas cosas tristes y trabajosas tenemos los que estamos aquí; los que vienen a oír un sermón del Sagrado Corazón el Viernes después de la Octava de Corpus no son los adúlteros, los ladrones, los prepotentes ni los que se dan la gran vida en este mundo a costa del trabajo ajeno.

Pero yo os digo que si el mundo sigue en este tren, vamos al último choque. Yo espero que el mundo enderezará sus caminos, aunque no veo quién puede hacer eso fuera de una gran efusión milagrosa y gratuita del amor de Cristo.

Yo espero en esa efusión, porque todavía no se han cumplido todas las profecías, por ejemplo, la conversión de los judíos. Pero si el mundo no endereza sus caminos, es cierto que vamos a los tiempos del Anticristo, a la última persecución, la más terrible de todas; a los tiempos que no los hubo peores desde el día del Diluvio, en que desfallecerán, si fuera posible, hasta los mismos escogidos, en que el mundo agonizará esperando la Segunda Venida del Salvador, y aparecerá un falso Salvador, hijo del Demonio, y el Demonio tendrá sobre el hombre un poder como nunca lo ha tenido, “a causa de que muchos harán la injusticia, y por eso se enfriará en sus corazones el amor”.

¿Y qué hemos de hacer? Lo primero, saber que no podemos hacer nada sin Cristo: “Sine Me nihil potestis facere”: sin Mí nada podéis hacer.

Lo segundo, obrar enérgicamente nuestra salvación; y por medio de la nuestra, la del prójimo.

Lo tercero, confiar inmensamente en la bondad y generosidad de Cristo.

Éste es el sentido de las doce promesas. En el Evangelio hay promesas tan grandes como ésas, solamente que no son tan concretas. Cristo dijo: “El que dejare por Mí padre y madre, esposa, hijos, casa y posesiones, le daré el ciento por uno y después la vida eterna”. Cristo dijo: “Un vaso de agua que deis a un pobrecito por Mi Nombre no quedará sin recompensa”.

La misma Gran Promesa que asusta a muchos no es nada inconcebible dentro de la Teología Católica. La Gran Promesa no significa que al que comulgue nueve primeros viernes de cualquier manera, Cristo lo va a llevar al Cielo, aunque después cometa todos los pecados que quiera.

Eso es absurdo.

Significa que al que haga ese esfuerzo notable (que en nuestros días es esfuerzo notable) de vivir un año entero rindiendo a Jesucristo ese gran homenaje, Cristo le dará gracias para vivir toda la vida sin pecado mortal, o por lo menos, de no morir con pecado mortal. ¿Acaso Cristo no ve desde ya todo lo que va a suceder? ¿Acaso Cristo no puede mandar la muerte después de la Nona Comunión a un hombre que Él viese que se había de perder si viviese muchos años?

El sentido de las doce promesas es éste: refugiaos del Diluvio de pecados de hoy día en la vida interior, en el cuidado de vuestra salvación; haced todo lo que podáis porque venga mi Reino, a pesar del poder del Reino de Satán; todos los demás asuntos vuestros, incluso el asunto temeroso de vuestra salvación, dejadlos por mi cuenta; yo respondo de todo.

O sea, amadme sinceramente, imitad mi modo de ser, escondeos en mi Corazón y echad de vosotros todo temor.

Yo soy el Principio y el Fin, el Alfa y el Omega: todo el que se confía a Mí no puede perecer.

sábado, 5 de junio de 2010

Infraoctava Corpus


DOMINGO EN LA INFRAOCTAVA
DEL CORPUS CHRISTI



El Evangelio de este domingo está tomado de San Lucas, capítulo XIV, y lo cito desde el versículo 15 hasta el 24:
Cuando uno de los que comían a la mesa oyó esto, le dijo: “Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios”. Y Él le dijo: “Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos. Y cuando fue la hora de la cena, envió uno de los siervos a decir a los convidados que viniesen, porque todo estaba aparejado: Y todos a una comenzaron a excusarse. El primero le dijo: He comprado una granja y necesito ir a verla; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes, y quiero ir a probarlas; te ruego que me tengas por excusado. Y dijo otro: He tomado mujer, y por eso no puedo ir allá. Y volviendo el siervo, dio cuenta a su señor de todo esto. Entonces airado el padre de familias dijo a su siervo: Sal luego a las plazas, y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos hallares. Y dijo el siervo: Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar. Y dijo el señor al siervo: Sal a los caminos, y a los cercados, y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa. Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron llamados gustará mi cena”.

Les propongo como comentario un resumen de los Santos Padres, tal como los cita Santo Tomás en la Catena Áurea, más una pizquita del Padre Castellani.

Lo primero que se preguntan los Padres de la Iglesia es: ¿Cuál fue para el Señor la ocasión de hablar de este banquete?

En un festín, donde habían invitado al Salvador, uno de los huéspedes había exclamado: “¡Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios!”

Los versículos anteriores a los citados, nos refieren que el Señor había enseñado a invitar a un convite a los que no pudieran retribuir con otro agasajo, a fin de recibir la recompensa en la resurrección de los justos; y, por tanto, creyendo uno de los convidados que era lo mismo la resurrección de los justos y el Reino de Dios, enaltece la antedicha recompensa: Cuando uno de los que comían en la mesa oyó esto, le dijo: “¡Bienaventurado el que comerá pan en el reino de Dios!”

Este pan, por el cual suspiraba este huésped, le parecía lejos de su alcance, y sin embargo estaba a la mesa ante él.

¿Cuál es, en efecto, el Pan del Reino de Dios si no el que dice Soy el Pan vivo, descendido del cielo?

Y por eso los Santos Padres dicen: he aquí lo que da tanto valor a este banquete. Creemos en Jesucristo y lo recibimos con fe. Sabemos cómo alimentar nuestro espíritu. Tomamos poco y nuestra alma se ceba. Lo que nos consolida no es lo que se revela a los sentidos, sino lo que prueba la fe.


Este hombre era todo carnal, no comprendía lo que Jesús había dicho y creía que los premios de los santos eran materiales.

Como muchos perciben por la fe el olor de este pan, y les hastía su dulzura gustándolo, declara el Señor en la parábola siguiente que esta indiferencia no es digna de los banquetes celestiales. Sigue, pues: Y Él le dijo: Un hombre hizo una grande cena y convidó a muchos.

Los Padres nos enseñan que, conforme a la verdad figurada en estas imágenes, este hombre es Dios Padre. Y que celebró una gran cena porque nos preparó la saciedad de su eterna dulzura; llamó a muchos pero vienen pocos. Porque sucede con frecuencia que aun los mismos que le están sometidos por la fe contradicen con su vida el convite eterno.


Aquí hacen una advertencia importante: hay una diferencia entre las complacencias del cuerpo y las del espíritu.

Las del cuerpo, cuando no se disfrutan, se tiene un gran deseo de ellas; y cuando se obtienen, hastían por la saciedad al que las alcanza.

Lo contrario sucede con las delicias espirituales. Cuando no se tienen, parecen desagradables; y cuando se alcanzan, se desean más.

La Suprema Piedad, Dios Padre, nos recuerda y ofrece a nuestros ojos las delicias desdeñadas y nos excita a que rechacemos el disgusto que nos causan. Por esto sigue: Y envió a uno de sus siervos.


Este siervo que envió fue el mismo Jesucristo, el cual, siendo por naturaleza Dios y verdadero Hijo de Dios, se humilló a sí mismo tomando la forma de siervo.

Fue enviado a la hora de la cena. El Verbo del Padre no tomó, pues, nuestra naturaleza en el principio, sino en los últimos tiempos.

Añade, pues, Porque todo estaba aparejado. El Padre había preparado en Jesucristo los bienes dados por Él al mundo: el perdón de los pecados, la participación del Espíritu Santo y el brillo de la adopción. A esto nos llamó Jesucristo por las enseñanzas de su Evangelio.

Envió a que viniesen los invitados, esto es, los llamó por los Profetas enviados con este fin, los cuales en otro tiempo invitaban a la cena de Jesucristo.

Fueron enviados en varias ocasiones al pueblo de Israel. Muchas veces los llamaron para que viniesen a la hora de la cena; aquéllos recibieron a los que los invitaban, pero no aceptaron la cena.

Leyeron a los Profetas y mataron a Cristo.

Y entonces prepararon, sin darse cuenta de ello, esa cena para nosotros.
Si no lo dijeran los Padres… muchos no se atreverían a expresarlo…


Una vez preparada la cena (esto es, una vez sacrificado Jesucristo), fueron enviados los Apóstoles a los mismos a quienes antes habían sido enviados los Profetas.


Dios nos ofrece, pues, lo que debía ser rogado. Quiere dar lo que casi no podía esperarse y, sin embargo, todos evaden la invitación. Sigue, pues: Y empezaron todos a una a excusarse.

He aquí que un hombre rico es quien convida, y los pobres se apresuran a excusarse: somos invitados al convite de Dios y nos excusamos.


Los Santos Padres nos explican que tres fueron las excusas que se dieron.

En la granja comprada, se da a conocer el dominio, las propiedades; se representan los bienes de la tierra. Sale, pues, a verla el que sólo fija su atención en la sustancia de los bienes de la tierra.

Así, pues, se prescribe al varón de la milicia santa que menosprecie los bienes de la tierra. Porque el que atendiendo a cosas de poco mérito compra posesiones terrenas, no puede alcanzar el Reino del Cielo. Porque dice el Señor: Vende todo lo que tienes y sígueme.


Prosigue: Y dijo otro: He comprado cinco yuntas de bueyes y quiero ir a probarlas.

Las cinco yuntas de bueyes, dicen los Padres, son los cinco sentidos corporales. Se llaman yuntas de bueyes porque por medio de estos sentidos carnales se buscan todas las cosas terrenas y los bueyes están inclinados hacia la tierra.

Y los hombres que no tienen fe, consagrados a las cosas de la tierra, no quieren creer otra cosa más que aquellas que perciben por cualquiera de estos cinco sentidos corporales. ¡No!, dicen, nosotros no creemos más que lo que vemos.

Cuando pensamos de tal modo, aquellas cinco yuntas de bueyes nos impiden ir a la cena.

Para que conozcáis, sin embargo, que la complacencia de estos cinco sentidos no es la que más arrastra y deleita, sino cierta curiosidad, no dijo: he comprado cinco yuntas de bueyes y voy a darles de comer, sino, voy a probarlas.


Los Santos Padres nos hacen advertir que el que por haber comprado una granja y el que por probar las yuntas de los bueyes se excusan de ir a la cena del que los convida, confunden las palabras de humildad. Porque cuando dicen ruego y menosprecian el ir, en la palabra aparece la humildad, pero en la acción la soberbia.


Prosigue: Y otro dijo: He tomado mujer y por eso no puedo ir allá.

Esta es la pasión carnal que estorba a muchos. ¡Ojalá que sólo fuese exterior y no interior! El que dice: He tomado mujer, se goza en la voluptuosidad de la carne y se excusa de ir a la cena.

Dice también: No puedo venir, porque cuando el entendimiento humano se fija en las complacencias del mundo, se incapacita para las obras divinas.

Aunque el matrimonio es bueno y ha sido establecido por la Divina Providencia para propagar la especie, muchos no buscan esta propagación, sino la satisfacción de sus voluptuosos deseos; y por tanto, convierten una cosa justa en injusta.


Cuando dijo San Juan: todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del siglo, empezó por donde el Evangelio acaba.

Concupiscencia de la carne, he tomado mujer.

Concupiscencia de los ojos, he comprado cinco yuntas de bueyes.

Ambición del siglo, he comprado una granja.


Y ahora los Padres preguntan: ¿Quiénes diremos que fueron los que no quisieron venir por las causas predichas, sino los príncipes de los judíos, a quienes vemos reprendidos en todo este pasaje de la Sagrada Escritura?


Por tanto, aquél que compró la granja no es apto para el reino de los cielos, ni el que prefirió el yugo de la ley al don de la gracia, ni el que se excusa por haber tomado mujer. Prosigue: Y volviendo el siervo dio cuenta a su señor de todo esto.


Habiendo renunciado a su vocación los príncipes de los judíos, se indignó el padre de familia contra ellos, como acreedores a su indignación y a su ira. Por esto sigue: Entonces airado el padre de familia.

Así, pues, se dice que se indignó el padre de familia contra los príncipes de los judíos y fueron llamados en lugar de ellos los que eran de entre los judíos más sencillos y de inteligencia más limitada.

Por esto añade: Dijo a su siervo: “Sal luego a las plazas y a las calles de la ciudad y tráeme acá cuantos pobres y lisiados y ciegos y cojos hallares”.

El Señor elige a los que el mundo desprecia, porque muchas veces sucede que el desprecio hace al hombre fijarse en sí mismo y algunos oyen la voz del Señor tanto más pronto cuanto menos complacencias les ofrece el mundo.


Prosigue: Y dijo el siervo: “Señor, hecho está como lo mandaste y aún hay lugar”.

Había entrado ya gran número de judíos, pero aún queda mucho lugar en el Reino donde debe recibirse multitud de gentiles.

Por esto sigue: Y dijo el señor al siervo: “Sal a los caminos y a los cercados y fuérzalos a entrar”.

Cuando mandó recoger a sus convidados de los cercados y de los caminos buscó al pueblo bárbaro, esto es, al pueblo gentil.


Todos los que son obligados por las adversidades del mundo a volver al amor de Dios, son obligados a entrar. Pero es muy terrible la sentencia que sigue: Mas os digo, que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados gustará mi cena.

Por tanto, que ninguno lo desprecie, no sea que si se excusa cuando se lo llame, no pueda entrar cuando él quiera.


En otro lugar del Santo Evangelio hay tres respuestas rudas de Nuestro Señor Jesucristo: El “Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”… “Deja a los muertos enterrar a sus muertos”… “Ninguno que pone mano al arado y mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios”…

En todos los casos se trata de una frase que al mismo tiempo que deniega, enseña; deniega para enseñar, justamente.

¿Qué enseña? Que la salvación es algo absoluto, que está por encima de todas las consideraciones terrenas; en otro plano, simplemente.

Para Jesucristo, Nuestro Señor, el que no lo sigue a Él, está muerto; el que lo sigue mirando atrás, no sirve para el Reino; y el que condiciona su llamado para Apóstol a la retención de sus bienes materiales, no puede ser Apóstol.

Si Cristo respondió como respondió, es porque los candidatos pensaban mal y ponían una condición.

No se puede poner condiciones a lo Incondicional. El que pone condiciones a lo Incondicional está mal dispuesto a lo Incondicional, y por tanto, no lo puede recibir: no lo conoce siquiera.


El Cristianismo es algo absoluto, que no sufre el compromiso.

Hoy día hay bastantes prosélitos de una religión pastelera que relativiza el Cristianismo.

Para muchos la religión es un poco de moralina y un poco de mitología; y ella es lo bastante razonable y maleable para adaptarse a las exigencias de la vida, es decir, a las exigencias del mundo.

Para ésos pronunció Jesucristo esas tres frases netas y rudas.


La relación del hombre con Dios es un Absoluto, una cosa que introduce la Eternidad en el Instante.

“Teme a Jesús que pasa y no vuelve”, decían los antiguos…

Cuando Dios nos llama, nunca sabemos si ésta no será la última llamada.

Así aconteció en la vida apostólica del Maestro: una vez pasó por Corozaín, una vez pasó por Bethsaida. No lo recibieron. Y no volvió…


Mientras los primeros huéspedes, disculpándose, merecieron ser rechazados, están aquellos que se volvieron en el momento prescrito.


Por lo tanto, lejos de nosotros las excusas, inútiles y desastrosas, vayamos a este banquete para alimentar nuestra alma.

No nos dejemos detener ni por el orgullo que podría inflarnos, ni por una curiosidad culpable que podría asustarse y alejarnos de Dios, ni por las voluptuosidades carnales que nos privarían de las delicias espirituales.

Vengamos y reparemos nuestras fuerzas.

Hoy es el Domingo Infraoctava de Corpus Christi… La Sagrada Eucaristía es nuestro Pan Vivo bajado del Cielo, gaje de nuestra vida eterna bienaventurada.