domingo, 13 de junio de 2010

Infraoctava del Sagrado Corazón


DOMINGO DE LA INFRAOCTAVA
DEL SAGRADO CORAZÓN

Los publicanos y los pecadores se allegaban a Nuestro Señor Jesucristo; una atracción misteriosa los llevaba hacia Él, como a su Médico, a su Salvador.

Estos pobres hombres se acercaban a Él, lo escuchaban porque los recibía con bondad, les hablaba del Reino de Dios, les hacía esperar su perdón y los convertía por su gracia.

Mientras tanto, los fariseos y los escribas, hombres orgullosos, hipócritas y celosos, se escandalizaban de la condescendencia y de la bondad del Salvador; murmuraban contra Él, sin comprender su misión divina.

Para confundirlos y probarles cuán grande es su bondad y su misericordia, Nuestro Señor les presenta tres hermosas parábolas; las dos primeras de ellas nos las propone el Evangelio de hoy. La tercera, la del Hijo Pródigo, que las completa, se lee en la Misa del Sábado de la Segunda Semana de Cuaresma.

Estas Parábolas valen también para nuestra instrucción. Nuestro Señor nos descubre en ellas su Corazón y quiere inspirarnos la confianza.

En la Parábola de la Oveja Perdida Nuestro Señor muestra la misericordia divina previniente, que busca a los pobres pecadores hasta encontrarlos y traerlos nuevamente al redil.

Esta oveja perdida es el género humano todo entero, toda alma infiel y culpable, cada uno de nosotros en particular.

El Pastor es Jesús, el Buen Pastor, que busca las almas perdidas por las cuales derramó su Sangre.

¡Qué alegría cuando las encuentra! ¡Qué desolación, qué tristeza, por el contrario, cuando éstas se apartan de su misericordia!

La Parábola de la Dracma Perdida expresa la misma idea que la precedente, pero con algunas diferencias.

Esta dracma significa el alma, marcada por la efigie divina y perteneciente a Dios por el Bautismo.

Por el pecado, esta imagen divina se ensucia, se desfigura y se borra.

Esta Mujer es la Iglesia, que como buena madre busca a la luz de la verdad y por sus divinas enseñanzas las almas tristemente perdidas; y que, habiéndolas reencontrado, invita a todos los Santos del Cielo y a las almas justas de la tierra a alegrarse con ella y agradecer al Señor.

Todos sentimos cómo la emoción se apodera de nosotros cada vez que releemos las dos primeras Parábolas de la Misericordia, que San Lucas ha colocado como introducción al relato maravilloso del Hijo Pródigo.

La alegría del Buen Pastor que encuentra a su oveja perdida nos recuerda, quizá, tal período de indiferencia o de pecado de nuestra vida, del que el Señor nos sacó para reconciliarnos con Él.

Y ahora, de regreso al redil, pensamos en aquellos que todavía están lejos de Él y rezamos por la conversión de los pobres pecadores, y seguimos nuestra vida como si la lectura evangélica de este Domingo no nos plantease a nosotros ningún problema.

La Parábola de la Dracma Perdida, si sabemos escucharla con atención, nos enseña la incansable paciencia con que el amor de Dios busca a cada uno de aquellos a quienes se digna hacer hijos suyos.

¿Podemos pensar que la Iglesia haría leer esas dos Parábolas si ellas no contuvieran para nosotros una lección siempre actual?

¿Podemos pensar que Nuestro Señor no habría hecho más que repetir dos veces la misma enseñanza en dos Parábolas de construcción simétrica?

¿No es más probable que cada una encierre una significación particular?

La ambientación de cada una de ellas es, en efecto, muy diferente.

La oveja número cien se había extraviado lejos del rebaño, en una región desierta; corría el peligro de despeñarse por un precipicio o de ser devorada por los lobos. Su situación era trágica; y el Buen Pastor la ha realmente arrancado a una muerte cierta.


La segunda Parábola nos lleva a una modesta casa de Galilea. El perjuicio es menor. Una mujer del pueblo se percata de que ha perdido una dracma; el hecho es que ha salido rodando y se ha metido debajo de algún mueble. La verdad es que no se trata de nada grave; seguramente la encontrará un día u otro.

Lo mismo sucede con Nuestro Señor; si bien está sin descanso tras las huellas del pecador hasta que lo encuentra y se lo lleva de nuevo al redil, no es menor la inquietud que siente por el fiel que, sin haber abandonado su Iglesia, en cierto modo se le ha escapado de las manos.

En consecuencia, es de nosotros de quien se trata en la Parábola de la Dracma Perdida. De nosotros, fieles que practicamos la religión; de nosotros, que incluso somos asiduos en la frecuencia de los Sacramentos y que, sin embargo, pretendemos vivir para nosotros mismos; de nosotros, cristianos que, en vez de servir a Dios con nuestra obediencia, de glorificarlo con nuestra caridad, nos preocupamos mucho más de satisfacer nuestros deseos y de defender nuestros intereses temporales.

Estamos, entonces, perdidos para la causa del Evangelio. Y no nos puede utilizar. Hemos escapado de sus manos.

Eso es precisamente el pecado. El pecado consiste esencialmente en un rechazo del amor. Pues bien, hay con frecuencia un rechazo muy explícito, muy calculado, muy mezquino, en nuestros “pecadillos deliberados”.

Cuando el Evangelio nos habla de los pecadores, no pensemos de inmediato que los pecadores son los demás. Si no somos la oveja perdida, tal vez sí somos la dracma perdida.

¿Podríamos imaginar que nuestras negaciones no entristecen el Corazón de Jesús? Cada uno de nosotros es como una moneda, acuñada con la efigie de la Santísima Trinidad y con el año de nuestro bautismo. Formamos parte de su tesoro. Nos echa de menos. Nos busca. Necesita encontramos, volver a tomar en su mano a ese cristiano que se hurta parcialmente a su influencia.

Pensemos si no tendrá Dios que estar buscándonos con insistencia, como la mujer de la parábola buscaba su dracma perdida.

Dios nos busca. Ha enviado al mundo la Luz que ilumina a todo hombre. La pone ante nuestros ojos a cada momento: la palabra tan clara, tan persuasiva del Evangelio, que nos recuerda el designio de Dios sobre nosotros, la obra precisa que espera de cada uno; ahí, en el lugar que nos ha asignado a cada uno en sus planes.

Nos da su Luz: Quien me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

Pero prestemos atención al comentario de San Juan: El hombre que hace el mal no ama la luz. No viene a la luz, por miedo a que sus obras sean desveladas.

Cristianos mediocres. ¿Por qué nos escondemos? Porque querríamos pertenecer a Jesús y, al mismo tiempo, ser independientes. Y no podemos serlo.

No nos apartemos de fa Luz... Dios nos busca, y porque cerramos los ojos a su Luz, tiene que recurrir a otros métodos para que la miremos, para encontrarnos.

Por eso, de repente, pone todo patas arriba en nuestra casa, remueve nuestras costumbres, barre nuestros pretextos egoístas y despeja nuestra conciencia. Hace limpieza general.

¿Por qué las pruebas zarandean nuestras vidas? Las contradicciones, los reveses, la enfermedad, el duelo... No comprendemos la causa de todas esas pruebas… Y su finalidad es providencial…

La paz y la alegría huyen de nosotros, la tierra nos decepciona, los hombres nos desilusionan y no sabemos cuál es el motivo.

Pero sabemos bien cómo podemos utilizar esos sufrimientos: su finalidad es que tornemos a Dios para encontrar a su lado lo que el mundo no nos da o lo que nos arranca.

Leamos y releamos a los Profetas de Israel; ellos nos enseñan que los castigos de Dios son otras tantas muestras de su “amor celoso”.

Igual que la mujer que busca cuidadosamente hasta que encuentra su dracma, el Señor tampoco abandona la partida; no deja de reclamamos hasta que hayamos vuelto enteramente a Él.

En la terrible Secuencia del Dies iræ surge de repente esa estrofa patética: Quarens me sedisti lassus, buscándome sin descanso, Señor, te has cansado, tanto que no puedes ni tenerte en pie, como cuando tuviste que sentarte, molido por el cansancio, en el brocal del pozo donde convertiste a la pecadora de Samaría.

Quaerens me sedisti lassus ¡Cuántas veces me has llamado! ¡Cuántas veces me has esperado! Y yo no fui…

Tantus labor non sit cassus, no permitas que ese gran esfuerzo tuyo sea inútil.

El canto de la Oración de la Comunión de la Misa de hoy trae este pasaje evangélico: Hay más alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte.


¿No queremos proporcionarle esa alegría a Nuestro Señor Jesucristo? ¿Al Sagrado Corazón de Jesús?

Preguntémonos con toda sencillez sobre lo que le hemos negado al Señor durante la Semana que acaba de terminar. Será poca cosa, tal vez; pero es demasiado el habernos negado, el habernos una vez más, varias veces, escapado de sus manos.

Lo que no le hemos entregado, prometámoselo ahora. Démoselo dentro de unos momentos, en la Sagrada Comunión.

Y habrá gran alegría en el Cielo…

Y habrá gran alegría en el Corazón de Jesús…

Y habrá gran alegría también en nuestros propios corazones…