sábado, 25 de septiembre de 2010

Domingo XVIIIº post Pentecostés


DECIMOOCTAVO DOMINGO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


¡Levántate y anda!


El Evangelio de este 18º domingo después de Pentecostés presenta a nuestra consideración la curación milagrosa de un paralítico.

Ciertamente que, más allá del milagro en sí mismo, Nuestro Señor quiere darnos una lección espiritual, algo que sea provechoso para nuestra vida interior y para el adelanto en la perfección.

En la persona del paralítico de Cafarnaúm podemos encontrar materia para meditar y sacar enseñanzas sobre la parálisis espiritual…, es decir, sobre la tibieza.

En efecto, el alma tibia no avanza; se ha situado en la mediocridad; se encuentra sin fuerzas para adelantar; sólo le preocupa no caer; y para todo lo demás manifiesta un constante abandono… Está paralizada…

De esto resulta que es de suma importancia para nosotros analizar, considerar esta parálisis espiritual y meditar sobre ella y sus consecuencias. Tal vez estemos instalados en la tibieza y ni siquiera sospechemos cuál sea el estado de nuestra vida espiritual.

¿En qué consiste la tibieza? Según explican los Santos Padres y los maestros espirituales, la tibieza espiritual es una flaqueza o esterilidad del alma que, cansada de las cosas espirituales o atemorizada por las dificultades que se le presentan en el camino de la virtud, no procura avanzar, ni busca ni desea más la perfección.

Es un estado sin celo por parte de la voluntad, que se muestra apática, indolente y abandonada, que rehúye el esfuerzo y el sacrificio.

Es como una negligencia duradera, permanente, en el cumplimiento del deber propio, en el ejercicio de la caridad y de las virtudes.

Es una vida de piedad a medias, mediocre. Es un estado habitual en que uno quiere sacar el mejor partido de las ventajas de la vida espiritual, sin perder nada de las mundanas: disfrutar lo más posible en esta vida, sin perder la eterna.

Es un estado espiritual que, en general, se caracteriza principalmente por no tomar en serio el pecado venial; evitar justito el pecado mortal, y nada más. Exponerse a lo que sea, mientras no sea claramente pecado mortal.


Elementos constitutivos. Analizando más en concreto, podemos señalar los siguientes elementos de la tibieza:

a) Debilidad de la voluntad. Es lo más característico. El tibio nunca dice un verdadero, sino más bien un “quiero”“querría” Es una veleidad, pero no una voluntad.

El tibio todavía se impresiona cuando oye las verdades relativas a la salvación…, y propone…, mas después no se esfuerza por cumplir los propósitos y las resoluciones.

Lo más alarmante de la tibieza es que la voluntad no se esfuerza, y el alma queda, además, tranquila y como justificada de que tiene razón para no esforzarse.

Poco a poco, la voluntad se va haciendo débil por ceder en cosas pequeñas, sea por sensibilidad, sea por comodidad, sea por sensualidad… Pronto se llega a no ser exacto en cosas más importantes. Por fin se termina de modo que cualquier esfuerzo se hace pesado, y, entonces, se descuida todo.


b) Abandono de la oración. Al debilitarse la voluntad, se deja la oración. Se comienza por dejar lo supererogatorio, lo que nos habíamos impuesto más allá de lo obligatorio y necesario. Luego se omite lo más dificultoso…; ya no se medita…; las oraciones diarias se dicen por rutina hasta ser abandonadas…; se espacía la Confesión hasta que se la deja…; lo mismo ocurre con la Comunión… Y por fin, pasan temporadas enteras sin tener relación y trato con Nuestro Señor. El tibio no sabe lo que son las alegrías hondas de la unión con Dios; el gozo y tranquilidad de una consciencia recta y pura.


c) Falta de examen de conciencia. Es típico del tibio el examinarse de paso y superficialmente, sin dolor ni propósito de enmienda.

El tibio tiene miedo de reconocerse paralítico. El panorama de su vida no es tan halagüeño y triunfante como él pondera en sus teorías. Tiene en el fondo una honda tristeza, un hondo vacío interior. Su superficialidad, activismo, ansias de noticias, viajes, conversaciones, no son más que recursos para desviar la atención de sí mismo para no ver el vacío.


Las causas. Entre las causas de la tibieza podemos señalar la rebeldía de las pasiones mal mortificadas y el horror a las dificultades inherentes a la práctica de la virtud.

La causa de esta enfermedad está clara: consiste en haber abandonado la vida mundana, pero sin haber mortificado los afectos desordenados; los cuales, como están vivos, se ceban y se sustentan en las cosillas del mundo y sin las cuales parece que no se puede pasar esta vida.

Tras esto entran las distracciones, los cuidados, los temores, las pretensiones y codicias, y todas las demás espinas que acompañan los bienes de este mundo.


Graves peligros. Jugando con fuego, uno se quema. Cuando uno se pone a llegar al máximo de la elasticidad, se rompe la cuerda y se cae al abismo.

La tibieza conlleva grandes y graves peligros.

a) El primer lugar lo ocupa el de regresar a la vida mundana que se llevaba antes de la conversión, porque haciéndose desabrida e impracticable la senda de la virtud, se retrocede y se vuelve pronto al camino abandonado.

En la vida espiritual, enseñan los maestros, si no se avanza, se retrocede.


b) El segundo peligro para el tibio es el de perder todo lo bueno que ha hecho en su vida pasada, a la par de méritos escasos o nulos en el presente, que hacen la vida inútil.

Marcharse de este mundo con las manos vacías; con lo cual el proyecto propuesto sale completamente al revés: ni saca partido del mundo, ni de la vida religiosa; sufre humanamente y sin mérito alguno sobrenatural.


c) El tercer peligro es el de caer en pecados graves, perder la gracia de Dios e incluso la esperanza de la salvación, cayendo en la desesperación.

Se empieza con escrúpulos, que duran poco. Viene luego el atrevimiento en afrontar ocasiones peligrosas. Le siguen caídas dudosas. Más tarde comienzas las caídas claras pero ocultas. Y se remata inevitablemente con las caídas descaradas y escandalosas.

La tibieza de tal forma modifica la conciencia que muchas veces hasta los pecados graves se consideran como pequeñeces sin importancia e insignificantes.

La experiencia enseña cómo las almas no bajan de un salto y súbitamente del fervor al pecado mortal, sino que lo hacen gradualmente, a través de una vida tibia. Goteras que van reblandeciendo los muros y hunden la casa. Nadie se hace pésimo de repente.


¿Qué piensa Dios del tibio? Échase de ver cuánto aborrece Dios la tibieza por algunas expresiones de la Sagrada Escritura.

En el capítulo tercero del Apocalipsis mandó Dios advertir al obispo de la iglesia de Laodicea: No eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy pronto a vomitarte de mi boca.

¡Ojalá fueras frío o caliente!… O abiertamente malo, o del todo bueno… Pero por cuanto eres tibio, y con esto pones más obstáculos a mi gracia y empeoras con lo mismo con que debías curarte, empezaré a arrojarte de mi boca, porque has llegado ya a darme náuseas con tu vida.

Y en el capítulo segundo del mismo Apocalipsis, dice al obispo de la iglesia de Éfeso: Tengo contra ti que has perdido el fervor de tu primera caridad. Recuerda, pues, de qué altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque si no vengo a ti y moveré de su lugar tu candelero.

Es decir: tengo contra ti este cargo: que has dejado aquel tu primer fervor y caridad; ya no eres el que solías ser, el fervoroso, el piadoso, el diligente en mi servicio, fiel en las cosas pequeñas, laborioso, infatigable.

Ya no rezas como antes, ya no te preparas como antaño para confesarte o has abandonado la confesión, ya no comulgas con la frecuencia y la piedad con que lo hacías hace unos años, ya no prolongas tu acción de gracias, ya no combates contra el pecado y los defectos… ¡Cuán cambiado estás! ¡Cuánto me alegrabas y cuánto te amaba Yo! ¡Cuánto me disgustas ahora!


Remedios. Quien haya caído en tan miserable estado de tibieza, ¿qué debe hacer? ¿Cómo saldrá de semejante peligro?

Cierto es que es muy difícil ver al alma tibia recobrar el primitivo fervor… No es fácil la cura cuando uno ha llegado a una tibieza avanzada. Es más fácil que se convierta un pecador que tuvo caídas graves de apasionamiento, a que un tibio salga de ese estado de abulia, dejadez, pasividad, somnolencia.

Mas también es cierto que el Señor dijo que lo que los hombres no pueden, puédelo Dios. Muchas veces manda Dios al tibio una sacudida violenta para despertarlo: una enfermedad, un serio disgusto, una humillación, una situación heroica. De este modo se ve forzado a reaccionar o apostatar.

El que ruega y emplea los medios a ello conducentes, presto alcanza lo que desea.

La inapetencia no se cura dejando de comer; al contrario, comiendo; aunque sea a la fuerza; ya irá entrando poco a poco el apetito.

El tibio se ha de resolver a cumplir todas sus obligaciones, aunque sea con desgana. El gusto espiritual irá entrando con el ejercicio, y Dios premiará con ello el esfuerzo.

Cinco son los medios o remedios para salir de la tibieza y adelantar en la perfección, a saber: desear la santidad, resolverse a ello, la oración vocal, la meditación y la Confesión y Comunión frecuentes.


a) desear la santidad: ¿qué tengo que hacer para ser santo? Desearlo.

Firme resolución. “Los deseos del perezoso lo matan”. Estar dispuestos a morir antes que cometer un pecado deliberado. Determinarse a escoger el mejor medio.


b) resolverse a ello: lo más importante es atacar de frente al egoísmo, columna vertebral de la tibieza.

Cuantos más actos de abnegación y sacrificio realice el tibio, más irá venciendo la tibieza. La actitud pasiva infecunda, típica de la tibieza, de ningún modo se ataca mejor que con una decidida iniciativa de vencerse y dominarse.


c) la oración vocal: oración intensa y perseverante, de cada día e incluso muchas veces al día.

Es aconsejable hacer como en la cocina: guisar con condimentos distintos las comidas de siempre; es decir, saber combinar los distintos elementos de que hacemos uso en la vida de oración, para que la monotonía no seque el esfuerzo.

Como ejemplo, diferentes modos de seguir la Santa Misa, diversas lecturas, distintas intenciones y motivaciones de nuestras oraciones y actos.


d) la meditación: la tibieza puede convivir con la oración vocal, con la Confesión y con la Comunión; pero no hay convivencia posible entre tibieza y meditación, o se deja una, o se abandona la otra.


e) la Confesión y Comunión frecuentes.


Conclusión: Para concluir, una pregunta: el “levántate” que hizo andar al paralítico, ¿qué ha conseguido en mi alma?

Es cierto que el “levántate” de aquel milagro ha llegado más de una vez a mis oídos en los buenos ratos que siguen a una lectura, una meditación, una prédica, una buena confesión, una comunión…

Pero también es cierto que después he seguido tullido o cojeando, con una vida de frecuentes caídas y recaídas, o me he vuelto a dormir en el sueño de la tibieza.

¡Qué diferencia entre el paralítico del Evangelio y mi vida espiritual!

Allá, al “levántate” de la misericordia y del poder divino dicho una sola vez, respondió el hombre con el salto de su curación radical y de su vida nueva.

Aquí, al “levántate” del divino amor paciente, repetido tantas veces cuantas horas tiene el día, respondo unas veces con el bostezo del perezoso, otras con el encogimiento de hombros del indiferente, cuando no con nuevas ofensas e ingratitudes.

Y sin embargo, sin levantarnos, nada podemos hacer, ni en la obra de Dios, que es su gloria, ni en la obra nuestra y del prójimo, que es nuestra santificación y salvación.

A la luz de esta consideración tan rudimentaria hemos de ver la causa de la infecundidad de no pocas acciones y empresas nuestras. El secreto de esa infecundidad está en que los que así obramos, nos empeñamos en practicar este contrasentido: andar y hacer andar sin levantarnos de la tibieza o del pecado…


¡Levántate y anda!

¡Hemos de empezar por levantarnos!

Y entonces, sí, al ver esto, las gentes temerán y alabarán a Dios, que da tal poder a los hombres…

Y de este modo no sólo caminaremos nosotros, sino que también haremos caminar a los que Dios ha puesto a nuestro cuidado.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Domingo 17º post Pentecostés


DOMINGO DECIMOSÉPTIMO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Fariseos y Herodianos se habían confabulado para plantear a Jesús la difícil cuestión del tributo; siguen después los Saduceos con la no menos delicada de la resurrección de los muertos; ahora se juntan en consejo los Fariseos y mandan uno de su gremio, Escriba él, para proponerle otra cuestión, que resolverá Jesús con la misma sabiduría de siempre.

Mas los Fariseos, cuando oyeron que había hecho callar a los Saduceos, cerrándoles el camino a toda réplica, no sin íntima satisfacción porque tenían en los Saduceos sus más formidables adversarios doctrinales, se mancomunaron: la envidia y la malevolencia son madres de la audacia imprudente; la derrota de los contrarios debía haberlos hecho más cautos.

Como callaron los Saduceos, así deberán callar avergonzados los fatuos Fariseos, que no han sabido medir las fuerzas de su presunto adversario.

¡Sí!, ante Jesús han debido callar y ¡callarán todos los sabios de todos los tiempos!, aunque se mancomunen acumulando errores sobre errores, siglo tras siglo.

El momento y la ocasión de la escena relatada por el Evangelio de este domingo es de capital importancia: fue durante la Semana Santa, el Martes Santo, más precisamente, dos días después de la entrada triunfal del Salvador en Jerusalén, y tres antes de su crucifixión.

El triunfo del Domingo de Ramos llevó al extremo la rabia furiosa de sus enemigos. De este modo, buscaban la oportunidad de confundirlo y hacerlo odioso a la gente y atraer su condenación.

Además, los Herodianos y los Saduceos acababan de ser refutados, persuadidos de ignorar las Escrituras y reducidos al silencio.

Es entonces que los Fariseos se reunieron y encargaron a uno de sus más hábiles y calificados doctores de tentar y avergonzar a Nuestro Señor con una cuestión que consideraban insoluble.

Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?”

Esta pregunta nos parece a nosotros, cristianos, la más simple y fácil. Sin embargo, no era así entre los judíos.

La pregunta que hace el Escriba a Jesús es capital y capciosa al mismo tiempo.

Para quienes admitían 613 preceptos (248 positivos y 365 negativos); y para quienes habían establecido una serie complicada de reglas para determinar la categoría, grave o leve, mayor o menor, de dichos preceptos, no era fácil una respuesta sencilla y categórica; y menos aún lo era no chocar con algunas de las preocupaciones rabínicas sobre precedencia y categoría de los preceptos.

Algunos, subrayaban el postulado del Sábado por encima de todo; otros, el de la circuncisión; algunas minorías se repartían entre otros requisitos relativos a los sacrificios.

Este doctor, si bien enviado por los Fariseos para tentar a Jesús, parece que no compartía todas sus malas disposiciones; o, tal vez fue tocado por la respuesta del Salvador, puesto que admira y elogia su respuesta.

Por esto, viendo Jesús, a su vez, que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios.

Los Fariseos que habían enviado al Escriba para tentar a Jesús, se acercan curiosamente al grupo para presenciar los incidentes de la discusión. Y con esto los redujo también a silencio, de modo que ya nadie osaba preguntarle.

Ahora, Nuestro Señor, queriendo iluminarlos acerca de su divinidad, les propone la gran cuestión de la filiación del Mesías.

Jesús los pone a prueba, no con malignidad, sino para enseñarles la verdad: Y estando reunidos los Fariseos, Jesús les preguntó, diciendo: ¿Qué os parece del Cristo?

Es una pregunta general, para concentrar la atención de sus oyentes en ésta, más concreta: ¿De quién es hijo?

Pensaban ellos que Jesús era un puro hombre, y por esto le tentaban; si hubiesen creído que era Dios, no lo hubiesen instigado.

Por ello, queriendo indicarles que conocía el engaño de su corazón y manifestarles que era Dios, no quiso enseñarles la verdad en forma manifiesta, para que no tomaran como pretexto su doctrina y lo acusasen de blasfemo (como lo harían el Viernes Santo), ni se enfureciesen más.

Pero tampoco quiso callarla, porque había venido para anunciar la verdad.

La respuesta fue fácil, porque eran copiosos en la Escritura los testimonios sobre la filiación davídica del Mesías, y era éste el común sentir de los contemporáneos. Por eso responden inmediatamente: de David.

Pero Jesús trata de arrancar un prejuicio del espíritu de sus oyentes: creen ellos que será un simple descendiente de aquel Rey, que restaurará el trono de su progenitor y que arrojará a los romanos, injustos dominadores.

Jesús quiere elevar su consideración a una filiación más alta: Díceles: Pues, ¿cómo David mismo lo llama Señor, en el libro de los Salmos, inspirado por el Espíritu Santo, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que yo haga de tus enemigos escabel de tus pies?

Jesús les plantea una objeción que no esperaban. Esta profecía de David contiene tres verdades de importancia crítica:

1ª: Dixit Dominus Domino meo David, inspirado, dice: el Señor, Dios Padre, dijo a mi Señor, Cristo su Hijo…

Conclusión: el Mesías será más que un hombre, porque es Dios.

2ª: Sede a dextris meis. Esta expresión figurada, adoptada por la iglesia en el símbolo de los Apóstoles, afirma la igualdad de autoridad, poder, gloria.

Así, el Cristo, el Mesías, es Dios, igual a su Padre.

3ª: Donec ponam inimicos tuos. Es decir, el Cristo será infinitamente poderoso y, por numerosos y fuertes que sean sus enemigos, por muy coaligados que estén los deicidas judíos con los Césares perseguidores, con los cismáticos y obstinados herejes…, triunfará de todos ellos y su reinado será eterno: Cuius regni non erit finis

Esta magnífica exposición de la doble naturaleza, humana y divina, del Mesías y de su reinado eterno, era un misterio para los fariseos.

Demuestran las palabras de Jesús que el Salmo 109 es divinamente inspirado, que su autor es David, y que era tenido como mesiánico.

En estas palabras del Salmo funda Jesús su argumento irrebatible: Si, pues, el mismo David lo llama Señor, al Mesías, ¿cómo es su hijo?

Si aquel gran Rey, divinamente inspirado, levantado por ello sobre toda dignidad humana, reconoce como Señor suyo a su hijo, como tal inferior a él, ¿cómo no reconocer que este hijo suyo debía tener una filiación superior a la suya por otro concepto?

¿Cómo no decir que lo reconocía como Dios, y no como un simple dominador temporal, por glorioso que se lo suponga?

No tiene réplica el argumento.

Nuestro Señor presenta un texto indiscutible y fulmina un argumento imposible de refutar.

¡Cómo fijaría Jesús sus ojos en los ojos falaces de sus adversarios al hacerles la trascendental pregunta!… Él, que se había presentado ante ellos como Mesías y que de ellos había requerido tantas veces el reconocimiento de su divinidad… Recordemos que estamos en el Martes Santo…

Vencidos, quedarán mudos ante Jesús; pero, orgullosos, no querrán caer a sus pies para adorarlo…

Como los Herodianos y los Saduceos, también se reducen al silencio ante todo el pueblo estos Fariseos orgullosos; humillados en un punto esencial de la religión, como es la naturaleza del Mesías…

Con un poco de humildad y de buena voluntad habrían podido pedir al manso Salvador que los iluminase y les explicase este gran misterio.

Pero no, cegados por Satanás, quien aviva aún más su odio, se endurecen cada vez más en su malicia y su incredulidad; y, en lugar de reconocer la divinidad de Jesús y rendirle culto como a Cristo, Mesías y Dios, están a la espera para atraparlo, maltratarlo y matarlo…

Es la posición mental de muchos millares que vendrán, después de los fariseos, a tentar a Jesús…

Y, por esto, nadie podía responderle palabra: ni se atrevió alguno, desde aquel día, a preguntarle jamás.

Vencidos los adversarios en toda la línea, cuando creían triunfar de Jesús, lejos de confesarlo y admitir su doctrina, se retiran, temerosos de su poder, dejando el campo de las disputas doctrinales para perderlo en el de la intriga política y religiosa, en que eran maestros.

Porque la verdad se impone con tal fuerza al espíritu del hombre, hecho para la verdad, que, por una natural exigencia, debe el hombre enmudecer cuando la razón se ve abrumada de razón, si puede hablarse así.

Ésta es la gran fuerza de la verdad cristiana: los prejuicios, los errores, las invenciones, los mismos hechos de la historia, dan a veces pie a los espíritus menos rectos, o impacientes, o menos sabios, para impugnar las verdades de la fe; pero éstas definitivamente triunfan.

Mil veces, en el decurso de la historia, han tenido que enmudecer sus enemigos ante la fuerza impetuosa lleva consigo la verdadera doctrina.

¡Y otras tantas enmudecerán!…

Y, en cambio, la numerosa turba del pueblo lo oyó con gusto, por la fuerza, verdad y gracia de su elocuencia, y por los brillantes triunfos que lograba sobre sus adversarios.


Quid vobis videtur de Christo?... ¿Qué pensáis acerca del Cristo?...

Mis hermanos, meditemos a menudo esta pregunta… Y retengamos la respuesta; pues contiene grandes verdades, preciosas y consoladoras… ¡Máxime para los tiempos que nos tocan vivir!

domingo, 12 de septiembre de 2010

Domingo 16º post Pentecostés


DECIMOSEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



El Evangelio de este domingo narra otro milagro de Nuestro Señor Jesucristo, ocasión de un nuevo enfrentamiento con los fariseos y doctores de la Ley.

Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando.

Nuestro Señor aceptó las invitaciones de los fariseos, aunque conocía sus maliciosas intenciones para con Él.

Por este medio quería, ya sea desarmar sus argumentos por su conducta, llena de bondad y gentileza, ya sea iluminarlos por sus instrucciones saludables.

Se hizo su invitado para ser útil, por sus palabras y sus milagros, a los anfitriones y a aquellos que estaban en el convite.

La circunstancia del Sábado es recalcada a propósito por el Evangelista, pues tiene relación con el resto de la historia.

Mientras Jesús acepta su invitación por caridad y para aprovechar la ocasión de ejercer su benevolencia, estos hombres, hinchados de orgullo y llenos de envidia, no piensan otra cosa que presentarle escollos y encontrarlo en falta.

Lo miraban, espiaban con malignidad la menor de sus palabras y acciones, con la esperanza de encontrar una ocasión propicia para criticarlo y condenarlo.

Los milagros que operó, especialmente el Sábado, fueron, como todos sabemos, una de sus principales objeciones.

La oportunidad pareció entonces muy buena para ellos: Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando…

¡Necios! No saben que tienen que tratar con Aquel que sabe todo, que todo lo ve y Quien todo lo puede. Podía confundirlos y destruirlos; busca sólo, sin embargo, hacerse escuchar, para convencerlos de su divinidad y convertirlos.

Había allí, delante de él, un hombre hidrópico… Entonces preguntó Jesús a los legistas y a los fariseos…


Jesús responde a sus pensamientos íntimos. Él lee en sus almas y conoce su malicia secreta.

Sin lugar a dudas se habrán dicho: “miremos lo que habrá de hacer; si cura a este hidrópico, viola el Sábado, es un transgresor de ley; si no lo cura, podremos acusarlo de ser insensible y despiadado...”

Nuestro Señor, infinitamente bueno y misericordioso, es también la infinita sabiduría. Él frustra los pensamientos insidiosos y todos los cálculos farisaicos, mediante una simple pregunta: A ver, vosotros, doctores de la ley y fariseos, vamos a ver, ¿qué opináis?, ¿es permitido curar en el día de reposo? ¿Es lícito curar en Sábado, o no?

Un niño habría contestado sin dudar a esa pregunta; pero estos orgullosos sectarios se sienten desconcertados.

Porque, por un lado, si admiten que está permitido, se contradecirían a sí mismos, habiendo veinte veces culpado al Salvador por curar en el día de reposo, y, además, le proporcionarían la mejor oportunidad para un nuevo milagro.

Por otra parte, si responden que está prohibido, quedarían como ridículos y serían acusados de crueldad por el pueblo.

Pues no sabiendo qué responder, toman el partido de guardar silencio: Pero ellos se callaron.

Completamente justificado por el silencio farisaico (porque si lo que Él quería hacer hubiese sido ilegal, estos maestros de Israel, consultados públicamente, hubiesen tenido la obligación de decirlo), Jesús responde de una manera práctica e imperativa a la cuestión planteada: Entonces lo tomó, lo curó, y lo despidió.

Para hacerles ver que la caridad está por encima de todo y que Él es el legislador, dueño y señor incluso del Sábado, toca con sus manos divinas al hidrópico, lo sana y lo envía a su casa, con gran admiración de los testigos de este milagro.

Nuestro Señor nos enseña a sobreponernos al respeto humano, ignorar el escándalo farisaico y despreciar la censura mezquina e injusta, así como los murmullos de los inicuos, siempre que la mayor gloria de Dios esté en juego o cuando se trate del cumplimiento de un deber o de la caridad fraterna.


Los fariseos vieron el milagro, externamente no se atreven a decir nada por temor de la gente; pero es de creer que internamente, en su corazón, murmuraron la actitud del misericordioso Jesús, Quien ya en otra ocasión les había dicho: el Hijo del hombre es Señor del Sábado.

Entonces, para completar su enseñanza, les preguntó: ¿Y quién de vosotros, si se le cae un hijo o un buey a un pozo en día de Sábado, no lo saca al momento?

Es a esos pensamientos desleales y odiosos que Jesús responde, utilizando un argumento ad hominem, no tanto para justificar su comportamiento, sino para hacerles tocar con el dedo su inconsistente y despreciable conducta: ¿Y quién de vosotros…?

Es decir, si vosotros prestáis auxilio a un niño en Sábado; e incluso, por pura codicia, no dudáis en socorrer en Sábado a un animal, ¿cómo podéis encontrar mal que por caridad y misericordia cure en día Sábado a los hijos de Abraham?

Ya en otra oportunidad, al curar al hombre de la mano seca, les había preguntado:

¿Es lícito en Sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?

¿Quién de vosotros que tenga una sola oveja, si ésta cae en un hoyo en Sábado, no la agarra y la saca? Pues, ¡cuánto más vale un hombre que una oveja!


A pesar de su confusión interior, no pueden satisfacer a un argumento tan simple y tan decisivo. Y no pudieron replicar a esto…

Silencio de malignidad y de orgullo, de perfidia y ceguera…

Jesús hizo un milagro palpable e incontrastable delante de ellos; los instruye con una amabilidad sin igual para curar su hipocresía y corregir su camino equivocado en interpretar la Ley… ¡y estos miserables cierran los ojos de su espíritu ante la claridad de los hechos, así como la puerta de sus corazones a la bondad del Salvador!; no se quieren convertir y reconocerlo como el Mesías.

¡Oh, misterio de rencor, de envidia y de orgullo!


Nuestro Señor nos da otra lección aún.

La hidropesía, que acaba de curar, es la terrible figura de otra enfermedad mucho peor, una enfermedad espiritual: el orgullo, que hincha el corazón y mata el alma.

Los fariseos y los escribas están atacados por ella; y el Salvador quiere curarlos. Es a ellos, los invitados a la fiesta, a quienes aplica el remedio.

Los fariseos, dice el Evangelio, miraban a Jesús por malicia, tratando de encontrarlo en falta. Nuestro Señor, mientras tanto, también los observa, y mira con pena sus mezquinas pretensiones y sus miserables maniobras para adjudicarse los puestos de honor.

Queriendo darles otra buena lección. sin herirlos y sin hacer referencia a lo que está sucediendo, utiliza una alegoría, como si fuese dirigida a un personaje invitado a un banquete de bodas.

Pero, en realidad, la parábola va directamente al centro y da, a ellos como a nosotros, una profunda lección de modestia y humildad.

En efecto, sería rebajar singularmente el pensamiento de Jesús el ver aquí indicado sólo una lección de educación mundana o de hipócrita humildad afectada, consistente en humillarse para merecer ser ensalzado, o ponerse en el último lugar para ser honrado con el primero.

El objetivo de Nuestro Señor, digno de Él, es esconder, debajo de esta alegoría simple y graciosa, una lección de humildad profunda y sincera, de alta sabiduría cristiana.

En su sentido literal, esta alegoría fue dirigida especialmente a los fariseos, que estaban presentes.

Pero, en el sentido espiritual, es para todos nosotros.

Nuestro Señor quiere enseñarnos a evitar la confusión eterna, que el orgullo nos causaría delante de Dios y de sus elegidos, y a buscar gloria real, que será el precio de la humildad…

Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “Deja el sitio a éste”, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa.


Todos estamos invitados a las Bodas del Cordero; pero sólo los humildes serán admitidos; e incluso serán mejor emplazados y más honrados los que más se hayan humillado en la tierra y más hayan participado del desprecio y desconsideración.

Aquellos que están llenos de estima de sí mismos, que se prefieren a los demás y que buscan elevarse, serán rebajados por Dios y rechazados.

Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.


Lucifer quería subir hasta la igualdad con Dios, y fue precipitado desde la cima del Cielo a la parte inferior del infierno.

La más Santa de las criaturas, la Bienaventurada Virgen María, considerándose la sierva del Señor, fue elevada a la sublime dignidad de Madre de Dios.

Es la humildad la que abre la puerta del Cielo; si queremos ser allí exaltados, hagámonos pequeños en la tierra; permitamos ser despreciados aquí, para ser honrados en el Reino de los Cielos.

Retengamos bien y meditemos a menudo esta gran lección de humildad que aquí nos da Nuestro Señor: todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Domingo XVº post Pentecostés


DOMINGO DECIMO QUINTO
DESPUES DE PENTECOSTES

El Justo Job
la fortaleza y la paciencia


En estas semanas, la Santa Iglesia nos hace leer, recitar y meditar en el Breviario el Libro del Justo Job.

Me parece apropiado compartir con vosotros las lecciones que podemos sacar de esta lectura, la cual recomiendo vivamente, así como la del comentario que de este santo Libro hizo Fray Luís de León, de quien tomo prácticamente todo el material que os propongo para la meditación de esta semana.

Job, natural de Hus, provincia vecina a Idumea y Arabia, entre gente pagana, gran siervo de Dios, para mayor bien suyo y para ejemplo de virtud a los venideros, es entregado por Dios al demonio, a petición de éste, para que lo tiente y azote.

Le quita la hacienda, le mata los hijos, lo llaga fea y cruelmente y le trae tanto desprecio que su misma mujer lo humilla y lo incita a que se mate.

Estando así lleno de miseria y armado de paciencia, sentado en un muladar, lo visitan cuatro hombres importantes y sabios, y grandes amigos; con los cuales, después de un largo silencio, al fin, comenzando él y respondiendo ellos, se traba entre todos un reñido razonamiento en el cual muchas veces parece que Job y sus amigos dicen lo mismo, siendo los intentos contrarios.

Job, lamentándose, dio a entender que padecía sin culpa.

Sus amigos, ofendidos, porfían que se engaña y que es pecador; y pretenden probarlo de este modo:

Dios es justo; por lo tanto castiga en esta vida con miserables sucesos sólo a los pecadores.
Ahora bien, tú eres castigado por Dios.
Luego, eres pecador.

Sobre este argumento, se concentra o gira todo lo que dicen los primeros tres amigos de Job. Y en lo que más se detienen es en probar lo primero, es decir, la justicia de Dios, que es lo más cierto y lo menos necesitado de prueba.

Mas insisten en ello porque, a su parecer, lo demás nace de allí por fuerza de consecuencia.

Y lo prueban demostrando por diversas maneras que Dios es bueno, sabio y poderoso; puesto que el ser injusto viene, o de saber poco, o de poder menos, o desear mal inclinado. En efecto, las fuentes de todo lo malo son la flaqueza, la ignorancia o la malicia.

A esto responde Job, confesando la justicia de Dios; y no sólo la confiesa, más también él la prueba y se extiende en decir maravillas de estos divinos atributos.

Pero les niega lo que ellos concluyen, y persevera en defender su inocencia, y les prueba que no son pecadores todos los que Dios en esta vida castiga.

En resumen, afirma dos cosas:

1ª) No siempre castiga Dios en esta vida a los pecadores, ni son pecadores todos los que Dios en ella aflige.

2ª) Yo no he pecado de manera que merezca el mal que padezco.

Pero cuando afirma esto, aguzado por el dolor y la porfía de los que sin razón lo condenan, alguna vez parece que se excede en las palabras, volviéndose a Dios y pidiéndole que se ponga con él a juicio y averigüe la causa de este azote.

Por lo cual, por último sale Eliú, el cuarto de los amigos, y no aprobando las razones de los primeros, condena a Job por una nueva razón, diciendo que, a lo menos, peca en ponerse con Dios a juicio.

Y así lo que pretende probar, no es que fue pecador, sino que se debe sujetar a Dios, y callar y tener por bueno lo que hace.

Y lo prueba de este modo:

Las obras de Dios, y lo que Dios pretende en lo que hace, no lo puede saber el hombre.
Luego, debe con paciencia juzgar bien de lo que Dios hace, y no pedirle razón de ello.

La primera de estas dos cosas, de la cual la segunda necesariamente se sigue, pudo Eliú probarla con ejemplos palpables de las cosas que Dios hace, y no las entendemos los hombres.

Mas no la prueba por esta vía, antes bien, multiplicando razones impertinentes, la oscurece y confunde.

Y de este modo, Eliú, si bien no erró en lo principal de su intento y en lo que pretendía probar, erró en no acertar a probarlo.

Por ello, Dios, en fin, se descubre, y lo primero que hace es reprender a Eliú de que no supo probar una cosa tan clara como es no penetrar el hombre las obras y los juicios de Dios.

Lo segundo que hace, vuelto a Job, le prueba, con razones claras, lo que confundía Eliú, es decir, persuade a Job de que tenga por bueno lo que hace con él y de que no quiera saber por qué causa lo hace, ni le pida cuenta o razón.

Y arguye como argüía Eliú:

El hombre no puede alcanzar las obras de Dios ni sus fines.
Luego debe con paciencia juzgar bien de lo que Dios hace, y no pedirle cuenta.

Job reconoce su exceso y se humilla.

Dios, que sabía su sencillez y bondad; y que había defendido con verdad su inocencia; por eso no se enoja con él.

Pero sí se enoja con sus tres amigos, porque hablaron mal en tres cosas:

1ª) que imputaron a Job que era pecador;

2ª) que afirmaron que Dios no azota aquí sino solamente a los malos;

3ª) que de estos dos errores quisieron sacar defensa de la justicia divina, como si Dios no pudiera quedar por justo si quedaba Job por bueno, o si no se valiera de apoyos tan flacos y tan falsos.

Les dice que han afligido sin causa a su amigo, y les manda que se le humillen y le pidan perdón y que ruegue por ellos.

Así lo hacen, y Dios sana a Job y lo restituye a su primer estado, con mayor prosperidad que al principio.


Job es Santo y su fiesta es el 10 de mayo.

Para el tema que nos ocupa, el capítulo tercero es el que más nos interesa.

Job, en el capítulo primero, alaba y bendice a Dios en el infortunio como lo hacía en el tiempo de la prosperidad.

En el capítulo segundo, con ánimo varonil y paciente, reprende a su mujer que lo invita a desesperar.

Luego, en este capítulo tercero, después de siete días, rompe el silencio y maldice el día en que nació y su suerte dura y adversa.

No hace esto por desesperación ni por impaciencia, sino por aborrecimiento de los trabajos de la vida y de su condición miserable, sujeta por el pecado original a tan desastrados reveses.

De este modo dice que es mejor el morir que el vivir, y que la suerte de los muertos es más descansada que la de los vivos.

Algunos se esfuerzan aquí en dorar estas maldiciones de Job y excusarlas de culpa, porque les parece que maldecir uno su nacimiento, en la manera que aquí Job lo maldice, es señal de ánimo impaciente y desesperado. Por eso violentan lo que dice y lo tuercen.

Los que se asombran de estas palabras y le buscan salida, nunca experimentaron lo que en la adversidad se siente ni lo que duele el sufrimiento.

No se contrapone con la paciencia que el que está en la desventura y herido sienta lo que le duele, y publique con palabras y gestos lo que siente.

Ni tampoco es ajeno al buen sufrimiento que desee el que padece, o no haber llegado al mal que tiene, o salir de él pronto.

Esto es todo lo que Job dice aquí.

Si desea no haber nacido para mal semejante: ¿qué razón nos obliga a elegir la vida, si ha de ser para pasarla en la miseria?

Y si el que padece algún mal grave puede, sin exceder la paciencia, pedir a Dios, si es servido, que le acabe el dolor con la vida, también podrá desear, sin traspasar la razón, que, si fuera posible, se la cortaran de antemano.


Jesucristo, ejemplo de perfecta paciencia, aunque en los males que padeció calló siempre, en lo último de ellos al fin se queja, y con voz dolorosa y grande, vuelto a su Padre lo dijo: “Padre, si es posible pasa de Mí este cáliz”, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?”

En lo que mostró que no era impaciencia el quejarse, y que era de hombres el sentir el dolor y el lamentarse de lo que le duele.

Porque el sufrimiento no está en no sentir, ni en no mostrar lo que duele y se siente, sino, aunque duela y por más que duela, en no salir de la ley ni de la obediencia de Dios.


La impaciencia en los males es cuando uno:

o se desespera por librarse de ellos,
o se molesta con Dios que los causa o permite,
o concibe odio contra los hombres con quien Dios castiga,
o tiene rabia de venganza,
o maltrata a los demás con palabras u obras.


En un hombre tan sentido, tan acosado por todas partes y tan nada favorecido por ninguna, como lo es Job aquí, es prueba cierta de su gran virtud que no desespere y que desee no haber venido a tal punto, muriendo antes, o por manera de exceso, nunca haber nacido.

El resto de lo que dice Job se puede entender bajo la condición de que su imaginación le hacía suponer que Dios lo desamparaba y le tenía ordenado al infierno; porque en tal caso era mejor preferir el limbo, adonde hubiese ido de haber muerto en el vientre de su madre, que al infierno, donde lo parecía llevar su sospecha.


Roguemos al Justo Job para que nos alcance, por la intercesión de la Santísima Virgen María, fortaleza y paciencia en las adversidades materiales y espirituales de esta vida, en este valle de lágrimas.