domingo, 12 de septiembre de 2010

Domingo 16º post Pentecostés


DECIMOSEXTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS



El Evangelio de este domingo narra otro milagro de Nuestro Señor Jesucristo, ocasión de un nuevo enfrentamiento con los fariseos y doctores de la Ley.

Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando.

Nuestro Señor aceptó las invitaciones de los fariseos, aunque conocía sus maliciosas intenciones para con Él.

Por este medio quería, ya sea desarmar sus argumentos por su conducta, llena de bondad y gentileza, ya sea iluminarlos por sus instrucciones saludables.

Se hizo su invitado para ser útil, por sus palabras y sus milagros, a los anfitriones y a aquellos que estaban en el convite.

La circunstancia del Sábado es recalcada a propósito por el Evangelista, pues tiene relación con el resto de la historia.

Mientras Jesús acepta su invitación por caridad y para aprovechar la ocasión de ejercer su benevolencia, estos hombres, hinchados de orgullo y llenos de envidia, no piensan otra cosa que presentarle escollos y encontrarlo en falta.

Lo miraban, espiaban con malignidad la menor de sus palabras y acciones, con la esperanza de encontrar una ocasión propicia para criticarlo y condenarlo.

Los milagros que operó, especialmente el Sábado, fueron, como todos sabemos, una de sus principales objeciones.

La oportunidad pareció entonces muy buena para ellos: Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando…

¡Necios! No saben que tienen que tratar con Aquel que sabe todo, que todo lo ve y Quien todo lo puede. Podía confundirlos y destruirlos; busca sólo, sin embargo, hacerse escuchar, para convencerlos de su divinidad y convertirlos.

Había allí, delante de él, un hombre hidrópico… Entonces preguntó Jesús a los legistas y a los fariseos…


Jesús responde a sus pensamientos íntimos. Él lee en sus almas y conoce su malicia secreta.

Sin lugar a dudas se habrán dicho: “miremos lo que habrá de hacer; si cura a este hidrópico, viola el Sábado, es un transgresor de ley; si no lo cura, podremos acusarlo de ser insensible y despiadado...”

Nuestro Señor, infinitamente bueno y misericordioso, es también la infinita sabiduría. Él frustra los pensamientos insidiosos y todos los cálculos farisaicos, mediante una simple pregunta: A ver, vosotros, doctores de la ley y fariseos, vamos a ver, ¿qué opináis?, ¿es permitido curar en el día de reposo? ¿Es lícito curar en Sábado, o no?

Un niño habría contestado sin dudar a esa pregunta; pero estos orgullosos sectarios se sienten desconcertados.

Porque, por un lado, si admiten que está permitido, se contradecirían a sí mismos, habiendo veinte veces culpado al Salvador por curar en el día de reposo, y, además, le proporcionarían la mejor oportunidad para un nuevo milagro.

Por otra parte, si responden que está prohibido, quedarían como ridículos y serían acusados de crueldad por el pueblo.

Pues no sabiendo qué responder, toman el partido de guardar silencio: Pero ellos se callaron.

Completamente justificado por el silencio farisaico (porque si lo que Él quería hacer hubiese sido ilegal, estos maestros de Israel, consultados públicamente, hubiesen tenido la obligación de decirlo), Jesús responde de una manera práctica e imperativa a la cuestión planteada: Entonces lo tomó, lo curó, y lo despidió.

Para hacerles ver que la caridad está por encima de todo y que Él es el legislador, dueño y señor incluso del Sábado, toca con sus manos divinas al hidrópico, lo sana y lo envía a su casa, con gran admiración de los testigos de este milagro.

Nuestro Señor nos enseña a sobreponernos al respeto humano, ignorar el escándalo farisaico y despreciar la censura mezquina e injusta, así como los murmullos de los inicuos, siempre que la mayor gloria de Dios esté en juego o cuando se trate del cumplimiento de un deber o de la caridad fraterna.


Los fariseos vieron el milagro, externamente no se atreven a decir nada por temor de la gente; pero es de creer que internamente, en su corazón, murmuraron la actitud del misericordioso Jesús, Quien ya en otra ocasión les había dicho: el Hijo del hombre es Señor del Sábado.

Entonces, para completar su enseñanza, les preguntó: ¿Y quién de vosotros, si se le cae un hijo o un buey a un pozo en día de Sábado, no lo saca al momento?

Es a esos pensamientos desleales y odiosos que Jesús responde, utilizando un argumento ad hominem, no tanto para justificar su comportamiento, sino para hacerles tocar con el dedo su inconsistente y despreciable conducta: ¿Y quién de vosotros…?

Es decir, si vosotros prestáis auxilio a un niño en Sábado; e incluso, por pura codicia, no dudáis en socorrer en Sábado a un animal, ¿cómo podéis encontrar mal que por caridad y misericordia cure en día Sábado a los hijos de Abraham?

Ya en otra oportunidad, al curar al hombre de la mano seca, les había preguntado:

¿Es lícito en Sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla?

¿Quién de vosotros que tenga una sola oveja, si ésta cae en un hoyo en Sábado, no la agarra y la saca? Pues, ¡cuánto más vale un hombre que una oveja!


A pesar de su confusión interior, no pueden satisfacer a un argumento tan simple y tan decisivo. Y no pudieron replicar a esto…

Silencio de malignidad y de orgullo, de perfidia y ceguera…

Jesús hizo un milagro palpable e incontrastable delante de ellos; los instruye con una amabilidad sin igual para curar su hipocresía y corregir su camino equivocado en interpretar la Ley… ¡y estos miserables cierran los ojos de su espíritu ante la claridad de los hechos, así como la puerta de sus corazones a la bondad del Salvador!; no se quieren convertir y reconocerlo como el Mesías.

¡Oh, misterio de rencor, de envidia y de orgullo!


Nuestro Señor nos da otra lección aún.

La hidropesía, que acaba de curar, es la terrible figura de otra enfermedad mucho peor, una enfermedad espiritual: el orgullo, que hincha el corazón y mata el alma.

Los fariseos y los escribas están atacados por ella; y el Salvador quiere curarlos. Es a ellos, los invitados a la fiesta, a quienes aplica el remedio.

Los fariseos, dice el Evangelio, miraban a Jesús por malicia, tratando de encontrarlo en falta. Nuestro Señor, mientras tanto, también los observa, y mira con pena sus mezquinas pretensiones y sus miserables maniobras para adjudicarse los puestos de honor.

Queriendo darles otra buena lección. sin herirlos y sin hacer referencia a lo que está sucediendo, utiliza una alegoría, como si fuese dirigida a un personaje invitado a un banquete de bodas.

Pero, en realidad, la parábola va directamente al centro y da, a ellos como a nosotros, una profunda lección de modestia y humildad.

En efecto, sería rebajar singularmente el pensamiento de Jesús el ver aquí indicado sólo una lección de educación mundana o de hipócrita humildad afectada, consistente en humillarse para merecer ser ensalzado, o ponerse en el último lugar para ser honrado con el primero.

El objetivo de Nuestro Señor, digno de Él, es esconder, debajo de esta alegoría simple y graciosa, una lección de humildad profunda y sincera, de alta sabiduría cristiana.

En su sentido literal, esta alegoría fue dirigida especialmente a los fariseos, que estaban presentes.

Pero, en el sentido espiritual, es para todos nosotros.

Nuestro Señor quiere enseñarnos a evitar la confusión eterna, que el orgullo nos causaría delante de Dios y de sus elegidos, y a buscar gloria real, que será el precio de la humildad…

Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “Deja el sitio a éste”, y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto. Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba.” Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa.


Todos estamos invitados a las Bodas del Cordero; pero sólo los humildes serán admitidos; e incluso serán mejor emplazados y más honrados los que más se hayan humillado en la tierra y más hayan participado del desprecio y desconsideración.

Aquellos que están llenos de estima de sí mismos, que se prefieren a los demás y que buscan elevarse, serán rebajados por Dios y rechazados.

Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.


Lucifer quería subir hasta la igualdad con Dios, y fue precipitado desde la cima del Cielo a la parte inferior del infierno.

La más Santa de las criaturas, la Bienaventurada Virgen María, considerándose la sierva del Señor, fue elevada a la sublime dignidad de Madre de Dios.

Es la humildad la que abre la puerta del Cielo; si queremos ser allí exaltados, hagámonos pequeños en la tierra; permitamos ser despreciados aquí, para ser honrados en el Reino de los Cielos.

Retengamos bien y meditemos a menudo esta gran lección de humildad que aquí nos da Nuestro Señor: todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado.