domingo, 19 de septiembre de 2010

Domingo 17º post Pentecostés


DOMINGO DECIMOSÉPTIMO

DESPUÉS DE PENTECOSTÉS


Fariseos y Herodianos se habían confabulado para plantear a Jesús la difícil cuestión del tributo; siguen después los Saduceos con la no menos delicada de la resurrección de los muertos; ahora se juntan en consejo los Fariseos y mandan uno de su gremio, Escriba él, para proponerle otra cuestión, que resolverá Jesús con la misma sabiduría de siempre.

Mas los Fariseos, cuando oyeron que había hecho callar a los Saduceos, cerrándoles el camino a toda réplica, no sin íntima satisfacción porque tenían en los Saduceos sus más formidables adversarios doctrinales, se mancomunaron: la envidia y la malevolencia son madres de la audacia imprudente; la derrota de los contrarios debía haberlos hecho más cautos.

Como callaron los Saduceos, así deberán callar avergonzados los fatuos Fariseos, que no han sabido medir las fuerzas de su presunto adversario.

¡Sí!, ante Jesús han debido callar y ¡callarán todos los sabios de todos los tiempos!, aunque se mancomunen acumulando errores sobre errores, siglo tras siglo.

El momento y la ocasión de la escena relatada por el Evangelio de este domingo es de capital importancia: fue durante la Semana Santa, el Martes Santo, más precisamente, dos días después de la entrada triunfal del Salvador en Jerusalén, y tres antes de su crucifixión.

El triunfo del Domingo de Ramos llevó al extremo la rabia furiosa de sus enemigos. De este modo, buscaban la oportunidad de confundirlo y hacerlo odioso a la gente y atraer su condenación.

Además, los Herodianos y los Saduceos acababan de ser refutados, persuadidos de ignorar las Escrituras y reducidos al silencio.

Es entonces que los Fariseos se reunieron y encargaron a uno de sus más hábiles y calificados doctores de tentar y avergonzar a Nuestro Señor con una cuestión que consideraban insoluble.

Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?”

Esta pregunta nos parece a nosotros, cristianos, la más simple y fácil. Sin embargo, no era así entre los judíos.

La pregunta que hace el Escriba a Jesús es capital y capciosa al mismo tiempo.

Para quienes admitían 613 preceptos (248 positivos y 365 negativos); y para quienes habían establecido una serie complicada de reglas para determinar la categoría, grave o leve, mayor o menor, de dichos preceptos, no era fácil una respuesta sencilla y categórica; y menos aún lo era no chocar con algunas de las preocupaciones rabínicas sobre precedencia y categoría de los preceptos.

Algunos, subrayaban el postulado del Sábado por encima de todo; otros, el de la circuncisión; algunas minorías se repartían entre otros requisitos relativos a los sacrificios.

Este doctor, si bien enviado por los Fariseos para tentar a Jesús, parece que no compartía todas sus malas disposiciones; o, tal vez fue tocado por la respuesta del Salvador, puesto que admira y elogia su respuesta.

Por esto, viendo Jesús, a su vez, que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios.

Los Fariseos que habían enviado al Escriba para tentar a Jesús, se acercan curiosamente al grupo para presenciar los incidentes de la discusión. Y con esto los redujo también a silencio, de modo que ya nadie osaba preguntarle.

Ahora, Nuestro Señor, queriendo iluminarlos acerca de su divinidad, les propone la gran cuestión de la filiación del Mesías.

Jesús los pone a prueba, no con malignidad, sino para enseñarles la verdad: Y estando reunidos los Fariseos, Jesús les preguntó, diciendo: ¿Qué os parece del Cristo?

Es una pregunta general, para concentrar la atención de sus oyentes en ésta, más concreta: ¿De quién es hijo?

Pensaban ellos que Jesús era un puro hombre, y por esto le tentaban; si hubiesen creído que era Dios, no lo hubiesen instigado.

Por ello, queriendo indicarles que conocía el engaño de su corazón y manifestarles que era Dios, no quiso enseñarles la verdad en forma manifiesta, para que no tomaran como pretexto su doctrina y lo acusasen de blasfemo (como lo harían el Viernes Santo), ni se enfureciesen más.

Pero tampoco quiso callarla, porque había venido para anunciar la verdad.

La respuesta fue fácil, porque eran copiosos en la Escritura los testimonios sobre la filiación davídica del Mesías, y era éste el común sentir de los contemporáneos. Por eso responden inmediatamente: de David.

Pero Jesús trata de arrancar un prejuicio del espíritu de sus oyentes: creen ellos que será un simple descendiente de aquel Rey, que restaurará el trono de su progenitor y que arrojará a los romanos, injustos dominadores.

Jesús quiere elevar su consideración a una filiación más alta: Díceles: Pues, ¿cómo David mismo lo llama Señor, en el libro de los Salmos, inspirado por el Espíritu Santo, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que yo haga de tus enemigos escabel de tus pies?

Jesús les plantea una objeción que no esperaban. Esta profecía de David contiene tres verdades de importancia crítica:

1ª: Dixit Dominus Domino meo David, inspirado, dice: el Señor, Dios Padre, dijo a mi Señor, Cristo su Hijo…

Conclusión: el Mesías será más que un hombre, porque es Dios.

2ª: Sede a dextris meis. Esta expresión figurada, adoptada por la iglesia en el símbolo de los Apóstoles, afirma la igualdad de autoridad, poder, gloria.

Así, el Cristo, el Mesías, es Dios, igual a su Padre.

3ª: Donec ponam inimicos tuos. Es decir, el Cristo será infinitamente poderoso y, por numerosos y fuertes que sean sus enemigos, por muy coaligados que estén los deicidas judíos con los Césares perseguidores, con los cismáticos y obstinados herejes…, triunfará de todos ellos y su reinado será eterno: Cuius regni non erit finis

Esta magnífica exposición de la doble naturaleza, humana y divina, del Mesías y de su reinado eterno, era un misterio para los fariseos.

Demuestran las palabras de Jesús que el Salmo 109 es divinamente inspirado, que su autor es David, y que era tenido como mesiánico.

En estas palabras del Salmo funda Jesús su argumento irrebatible: Si, pues, el mismo David lo llama Señor, al Mesías, ¿cómo es su hijo?

Si aquel gran Rey, divinamente inspirado, levantado por ello sobre toda dignidad humana, reconoce como Señor suyo a su hijo, como tal inferior a él, ¿cómo no reconocer que este hijo suyo debía tener una filiación superior a la suya por otro concepto?

¿Cómo no decir que lo reconocía como Dios, y no como un simple dominador temporal, por glorioso que se lo suponga?

No tiene réplica el argumento.

Nuestro Señor presenta un texto indiscutible y fulmina un argumento imposible de refutar.

¡Cómo fijaría Jesús sus ojos en los ojos falaces de sus adversarios al hacerles la trascendental pregunta!… Él, que se había presentado ante ellos como Mesías y que de ellos había requerido tantas veces el reconocimiento de su divinidad… Recordemos que estamos en el Martes Santo…

Vencidos, quedarán mudos ante Jesús; pero, orgullosos, no querrán caer a sus pies para adorarlo…

Como los Herodianos y los Saduceos, también se reducen al silencio ante todo el pueblo estos Fariseos orgullosos; humillados en un punto esencial de la religión, como es la naturaleza del Mesías…

Con un poco de humildad y de buena voluntad habrían podido pedir al manso Salvador que los iluminase y les explicase este gran misterio.

Pero no, cegados por Satanás, quien aviva aún más su odio, se endurecen cada vez más en su malicia y su incredulidad; y, en lugar de reconocer la divinidad de Jesús y rendirle culto como a Cristo, Mesías y Dios, están a la espera para atraparlo, maltratarlo y matarlo…

Es la posición mental de muchos millares que vendrán, después de los fariseos, a tentar a Jesús…

Y, por esto, nadie podía responderle palabra: ni se atrevió alguno, desde aquel día, a preguntarle jamás.

Vencidos los adversarios en toda la línea, cuando creían triunfar de Jesús, lejos de confesarlo y admitir su doctrina, se retiran, temerosos de su poder, dejando el campo de las disputas doctrinales para perderlo en el de la intriga política y religiosa, en que eran maestros.

Porque la verdad se impone con tal fuerza al espíritu del hombre, hecho para la verdad, que, por una natural exigencia, debe el hombre enmudecer cuando la razón se ve abrumada de razón, si puede hablarse así.

Ésta es la gran fuerza de la verdad cristiana: los prejuicios, los errores, las invenciones, los mismos hechos de la historia, dan a veces pie a los espíritus menos rectos, o impacientes, o menos sabios, para impugnar las verdades de la fe; pero éstas definitivamente triunfan.

Mil veces, en el decurso de la historia, han tenido que enmudecer sus enemigos ante la fuerza impetuosa lleva consigo la verdadera doctrina.

¡Y otras tantas enmudecerán!…

Y, en cambio, la numerosa turba del pueblo lo oyó con gusto, por la fuerza, verdad y gracia de su elocuencia, y por los brillantes triunfos que lograba sobre sus adversarios.


Quid vobis videtur de Christo?... ¿Qué pensáis acerca del Cristo?...

Mis hermanos, meditemos a menudo esta pregunta… Y retengamos la respuesta; pues contiene grandes verdades, preciosas y consoladoras… ¡Máxime para los tiempos que nos tocan vivir!