domingo, 25 de agosto de 2013

Pentecostés 14


DECIMOCUARTO DOMINGO
DE PENTECOSTÉS


Gálatas, 5, 16-25: Andad en el Espíritu, y no cumpliréis los apetitos de la carne. Porque la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne. Porque estas cosas son opuestas entre sí, a fin de que no hagáis cuanto queráis. Y si vosotros sois conducidos por el espíritu, no estáis sujetos a la Ley. Y manifiestas son las obras de la carne, las cuales son fornicación, impureza, impudicia, lujuria, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, cóleras, riñas, disensiones, sectas, envidias, homicidios, embriagueces, crápula, y otras cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales cosas hacen no alcanzarán el reino de Dios. En cambio, los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad. Contra los tales no hay Ley. Pues los que son de Cristo han crucificado su carne con vicios y concupiscencias. Si vivimos por el espíritu, procedamos también en el espíritu.


San Mateo, 6, 24-33: Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
Por lo tanto os digo: No andéis afanados por vuestra alma qué comeréis, ni por vuestro cuerpo qué vestiréis. ¿No es más el alma que la comida y el cuerpo más que el vestido?
Mirad las aves del cielo que no siembran, ni siegan, ni amontonan en graneros; y vuestro padre celestial las alimenta. ¿Pues no sois vosotros más que ellas? ¿Y quién de vosotros discurriendo puede añadir un codo a su estatura?
¿Y por qué andáis acongojados por el vestido? Considerad los lirios del campo cómo crecen, no trabajan ni hilan: os digo, pues, que ni Salomón con toda su gloria fue cubierto como uno de éstos. Pues si al heno del campo, que hoy es, y mañana es echado en el horno, Dios así lo viste, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Porque los gentiles se afanan por estas cosas, y vuestro Padre celestial sabe que necesitáis de todas ellas. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura.
Y no andéis cuidadosos por el día de mañana. Porque el día de mañana a sí mismo se traerá su cuidado: le basta a cada día su propia aflicción.


Al Domingo actual se le llamaba antiguamente Domingo de la divina Providencia. En él se proclama la amorosa Providencia de Dios sobre los pájaros del cielo, los lirios de los campos y sobre los hijos de Dios.

Ante todo, debemos recordar que no existe nada, absolutamente nada, en el universo, en la historia del mundo y en la vida del hombre, que no sea querido o, por lo menos, permitido por Dios.

Dios no puede querer ni obrar el mal; pero lo permite. Todo lo demás, fuera del mal, es querido, realizado, ordenado y dirigido por Él. Y eso, con una sabiduría divinamente certera y universal; con un poder absoluto, ilimitado e incontrastable; con una bondad y un amor que sólo aspiran al mayor bien y perfección del todo y de los individuos.

Existe una Providencia. Por encima de la providencia universal hay, además, una providencia individual y particular. Esta última es la que se preocupa de todos aquellos que buscan sinceramente a Dios. Es la que cuida de los hijos de Dios, de los que le aman y viven para Él.

Para todos estos tiene el Padre celestial una mirada singularmente atenta y vigilante. Se muestra con ellos de un modo particularmente pródigo, cariñoso y amable. Trabaja en ellos y para ellos día y noche, sin interrupción alguna.

Todo cuanto sucede en el mundo les sirve para su mayor bien. Todo lo han previsto, ponderado, ordenado, dirigido y concatenado la sabiduría, el poder y la bondad de Dios de tal modo que contribuya a su santificación.

Todo, absolutamente todo, sin excepción de ningún género, lo ha puesto Dios al servicio de la salvación eterna de sus hijos. Todo lo ha ordenado a su crecimiento en la vida interior, a su perfección, a su felicidad y a su bien sobrenaturales.

En nuestra vida pasada hemos experimentado muchas veces la grande y manifiesta preocupación que tiene Dios por nuestra alma e incluso por nuestro bienestar temporal. Fijémonos sólo un poco, y en seguida advertiremos la gran bondad y misericordia que Él nos ha demostrado a cada paso; los grandes y numerosos peligros de que nos ha preservado, así en el alma cómo en el cuerpo; las muchas ocasiones de caer que nos ha evitado; la gran paciencia y benignidad con que siempre nos ha tratado.

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Domingo de la divina Providencia. La Santa Liturgia subraya la fe en la acción de la Providencia divina sobre los fieles.

Los hombres somos débiles, somos absolutamente incapaces de evitar lo nocivo y de practicar lo saludable. Pero, por encima de nuestra debilidad, de nuestra flaqueza y de nuestra impotencia naturales, se cierne sobre nosotros la amorosa y sabia Providencia de Dios, que todo lo rige y gobierna.

Ella es la que aleja de nosotros todo lo perjudicial y la que nos hace aspirar a todo lo saludable.

Nuestra herencia, aquí en la tierra, es la fragilidad humana. Ignoramos en absoluto todo cuanto está ante nosotros, y todo cuanto nos ha de suceder, bueno o malo. Estamos sumergidos en una atmósfera de impotencia, de ignorancia, de fragilidad, de ceguera y de imprevisión absolutas.

¿Cómo podremos preservarnos de todo lo dañino? Realmente, nuestra previsión, nuestras precauciones, nuestra vigilancia y todos nuestros esfuerzos son completamente impotentes para lograrlo.

Existe por encima de nuestra impotencia otro ser que, lleno de compasión y de misericordia ante nuestra fragilidad y ceguera, nos tiende su amorosa mano y nos aleja de todo lo que quiere perdernos. Este compasivo y amoroso ser no es otro que la Providencia de Dios, de nuestro Padre celestial.

Además, la Providencia de Dios nos hace aspirar a todo lo saludable. Siempre está ocupada en encaminarnos a todo aquello que pueda favorecer nuestra salvación.

Pero, se preguntan algunos: ¿qué quiere Dios con las contrariedades, reveses, fracasos, humillaciones, persecuciones, sufrimientos, dolores, pruebas, tentaciones y dificultades de la vida interior y exterior? ¿Qué quiere con las enfermedades y las miserias corporales? ¿Qué quiere incluso con las faltas y pecados en que permite que caigamos con frecuencia? ¿Qué quiere, qué busca con todo esto?

Sólo una cosa: conducirnos a lo verdaderamente saludable.

¿Sabemos acaso nosotros mismos qué cosa es la más conveniente para nuestra salud sobrenatural? ¿Sabríamos escoger nosotros solos los medios más aptos, sabríamos aprovechar en cada instante el momento más oportuno, sabríamos seguir siempre el camino más conveniente para nuestra salvación? ¿Sabríamos discernir en cada momento lo mejor y lo más saludable para nuestra alma? ¿Podríamos practicar nosotros solos en cada momento lo verdaderamente bueno y saludable?

Realmente, no. ¿Quién puede hacerlo, pues? ¿Quién lo hace realmente? Dios, el Padre celestial, su Providencia infinitamente sabia, amorosa, omnisciente y omnipotente.

¿Por qué hemos de temer? Dios mismo se preocupa de nosotros. ¡Fuera, pues, todo temor! Temamos, sí, y evitemos el apoyarnos en nosotros mismos.

Los caminos de Dios son, por lo general, muy distintos de los caminos del hombre. La perspicacia, la previsión, los planes y la providencia del hombre difieren mucho de los caminos de la Providencia divina. Y sólo estos últimos son los que nos apartan verdaderamente de todo lo nocivo y los que nos conducen a lo saludable.

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La Epístola de hoy describe el camino de la carne y el camino del espíritu. El del espíritu es diametralmente opuesto al de la carne. No se puede servir a la vez a dos señores, a la carne por un lado y al espíritu por otro.

En la hora de nuestro Bautismo escogimos el servicio del espíritu. Es verdad que estamos en medio del mundo; es verdad que estamos obligados a trabajar; pero, ante todo y sobre todo, estamos obligados a caminar en el espíritu; nuestra principal obligación consiste en buscar primero el reino de Dios. Todo lo demás se nos dará por añadidura.

Nuestro Padre conoce muy bien todas nuestras necesidades. No nos preocupemos, pues, angustiosamente. Busquemos ante todo, en primer lugar, el reino de Dios, lo que es de Dios.

El preocuparse excesivamente del problema de la vida es paganismo. El cristiano cree; lo que le distingue del no cristiano es su fe en Dios, en el Padre, en el Dios que todo lo rige y gobierna y que vela sobre nosotros con su paternal providencia.

Ser cristiano significa renunciar al mundo y a toda angustiosa preocupación por lo temporal y terreno; significa arrojarse ciegamente en Dios como en un abismo misterioso y profundo, pero lleno de luz y de divina seguridad.

Buscad ante todo lo que es de Dios, lo que es justo delante de Él, lo que Él quiere, establece y ordena.
Arrojaos ciegamente en sus manos, en las manos de la amorosa y paternal Providencia.

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Si vivimos del espíritu, caminemos también en el espíritu; tal es la urgente exhortación que nos hace San Pablo. Ahora bien: nosotros vivimos la vida divina, pues el Espíritu Santo mora y actúa en nuestra alma. Luego caminemos también en el espíritu, es decir, en ese mismo Espíritu Santo que recibimos en el Bautismo y en la Confirmación.

Caminamos en el espíritu siempre que permanecemos en estado de gracia. Cuando cometemos un pecado mortal obligamos al Espíritu Santo a abandonarnos. Hacemos imposible su morada en nuestra alma. Expulsamos de nosotros a nuestro Huésped divino.

Caminamos en el espíritu siempre que respondemos con perfecta sumisión y fidelidad a las iluminaciones, a los impulsos, a las insinuaciones y a la dirección del Espíritu Santo que vive y actúa en nosotros.

Esto no podemos hacerlo sin una generosa y total renuncia a nosotros mismos, sin una perfecta mortificación de todos los pensamientos y juicios puramente humanos y naturales, sin una constante y amorosa atención a las excitaciones e insinuaciones del Espíritu Santo que actúa en nosotros y sin una gran pureza de corazón.

Esto no podemos hacerlo sin poseer antes una voluntad generosamente dispuesta a someterse y a aceptar la santa voluntad de Dios en todo cuanto nos suceda en la vida.

Al caminar en el espíritu  se oponen cuatro poderosos enemigos: el espíritu propio, el espíritu del hombre viejo, el espíritu del mundo y el mal espíritu.

El espíritu propio nos impulsa a obrar independientemente de la acción del Espíritu Santo y de la gracia en nosotros. Es decir, nos induce a obrar por motivos y consideraciones puramente humanas y naturales.

El espíritu del hombre viejo nos impele a seguir los gustos, las inclinaciones y los deseos del hombre caído y corrompido. Este espíritu nos hace caer en muchos pecados y nos sumerge en un profundo abismo de miseria moral.

El espíritu del mundo es concupiscencia de los ojos (avaricia, sed de placeres), concupiscencia de la carne y soberbia de la vida: es la atmósfera de que vivimos rodeados y que influye sobre nosotros.

Finalmente, el mal espíritu, el demonio, nos molesta y atormenta con sus continuas tentaciones.

En el Espíritu Santo, que nos ha sido dado, poseemos la fuerza necesaria para resistir y vencer al propio espíritu, al espíritu del hombre, al espíritu del mundo y al mal espíritu con todas sus tentaciones.

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Nadie puede servir a la vez a dos señores. No podéis servir a Dios y a Mammón. He aquí una disyuntiva tajante: o vivimos para Dios, o vivimos para Mammón, para la tierra, para el polvo.

No podemos servir a la vez a dos señores opuestos; ello equivaldría a una división, a un substancial desgarramiento de nosotros mismos.

La primera preocupación del cristiano consiste en vivir para Dios. Ante todo y sobre todo Dios, los mandamientos, la voluntad, el beneplácito de Dios. Dios nos ha hecho para sí, es el único fin de nuestra vida.

Vivir para Dios, vivir sólo y enteramente para Él; he aquí la única preocupación, el único afán del verdadero cristiano. Va en ello, no ya nuestro honor, nuestra dicha o nuestra desgracia temporal, sino nuestro destino eterno.

Vivir enteramente para Dios; tal debe ser nuestra única y absorbente preocupación. Ante ella deben ceder todos los demás afanes y preocupaciones.

No debemos, no podemos descuidarla, ni un solo día, ni un solo momento. Es necesario que nos estimule y aguijonee sin descanso.

Vivir para Dios: he aquí la verdadera, la única misión del hombre sobre la tierra. Todo lo que no responda a esta misión, a este fin, será muerte, nada, vanidad. Todo lo que nos enfrente con Dios, todo lo que vaya contra su santa voluntad será malo, será corrupción, aniquilamiento de vida: será pecado.

Viviendo para Dios cumpliremos nuestras obligaciones y realizaremos todos nuestros actos únicamente porque Dios así lo quiere y así lo ordena. Es decir, que el único móvil de nuestra conducta será, la santa voluntad de Dios.

Viviendo para Dios, al mismo tiempo que le agradamos á Él, hacemos todo lo nuestro. Dios quiere que al hacer nuestras cosas y al preocuparnos de nuestros intereses, lo hagamos por Él, no por las cosas ni por nosotros mismos.

De este modo, al hacer lo nuestro, vivimos para Él y, viceversa, viviendo para Él, hacemos lo nuestro.

Ambas cosas son compatibles y solidarias, pero con tal de que nuestros actos respondan a lo que Dios quiere de nosotros, es decir, con tal de que todo lo hagamos como Él lo quiere y porque Él lo quiere.

Haciéndolo así, Dios nos proveerá entonces de todo cuanto necesitemos: Contemplad los pájaros del cielo. No siembran, ni recogen, ni amontonan en graneros y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta a todos. Contemplad los lirios del campo. No trabajan ni hilan. Sin embargo, ni el mismo Salomón, con toda su gloria, pudo vestirse jamás como uno de ellos.

Vivamos enteramente para Dios. Sometamos a su santa voluntad todos nuestros actos. De este modo haremos al mismo tiempo todo lo nuestro. Si necesitásemos de algo más para poder vivir Dios, nuestro Padre celestial, se preocupará de ello: Vuestro Padre conoce muy bien todas vuestras necesidades. Sabe que necesitáis comida, vestido y habitación.

Busquemos, pues, primero el reino de Dios y su Justicia. Busquemos y ejecutemos ante todo lo que es justo delante de Dios, lo que Él ama, lo que Él quiere, lo que Él ordena, lo que Él desea.

Si vivimos por el espíritu, procedamos también en el espíritu.