sábado, 28 de agosto de 2010

Domingo XIV post Pentecostés


DÉCIMO CUARTO DOMINGO
DESPUÉS DEL PENTECOSTÉS



Para combatir en nosotros la solicitud terrena y sus desastrosos efectos, en esta parábola Nuestro Señor nos propone como ejemplo los pájaros del cielo y los lirios de los campos: No andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?

El hombre justifica la solicitud terrena con esta objeción evidente: “¡Es necesario el dinero para vivir!”

Desgraciadamente, esta solicitud implica con ella el deseo de las riquezas y toda una comitiva de males innumerables.

La avidez se esconde hasta en los repliegues más secretos del alma humana.

Por eso, el Divino Maestro nos amonesta: Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.


Jesucristo no nos pide ser imprevisores, nos pide superar en nosotros la solicitud terrena: No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos a vestirnos?, pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Así que no os preocupéis del mañana: el mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta su propia pena.

El Padre celestial alimenta a los pequeños pajarillos y viste a los lirios de los campos; y si el Padre toma tal cuidado de los animales y de las flores, ¡con qué solicitud proporcionará la comida y la prenda de vestir a sus propios hijos!, esos que cada día lo llaman con el dulce nombre de Padre…


La conclusión de esta doctrina es que no es necesario preocuparnos por la pena del día siguiente, es decir, del tiempo por venir.

El “día siguiente”, en el estilo de la Escritura, es simplemente el tiempo futuro. Pero como el tiempo futuro comienza a partir de mañana, Nuestro Señor lo llama, justamente, “el día siguiente”.


Esta expresión “el día de mañana” está en perfecta armonía con la oración del Padre Nuestro, donde decimos a Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.

Lo pedimos “para hoy”; ya que hoy no tenemos necesidad del pan “de mañana”. El pan de mañana sólo nos será necesario mañana.

En esta actitud ante al Padre celestial hay para nosotros una doble ventaja:

En primer lugar, la de estar en una dependencia absoluta respecto de Dios.

En segundo lugar, la de ser perfectamente libres y no esclavos respecto de las solicitudes de la vida presente.


Pero, observemos bien, Nuestro Señor, que nos prohíbe y nos libera de la solicitud del día de mañana, no nos priva de aquélla del día presente.

Hoy mismo debemos ser solícitos para el pan de hoy.

Ese pan cotidiano debemos pedirlo a Dios; y Él nos lo dará, pero con dos condiciones: el rezo y el trabajo.

El rezo pide a Dios y espera de Él.

El trabajo pide, por decirlo así, a la tierra, y espera de ella su fruto.

El hombre es cuerpo y alma. Y en la solicitud que Dios le prescribe para hoy, hay una parte para su cuerpo y una parte también para su alma.

La parte que le corresponde al cuerpo es el trabajo; la parte que le corresponde al alma es el rezo.

No era ésta la condición del hombre antes del pecado original.


Se ve por allí que el abandono a la providencia de Dios dista mucho de ser la holgazanería.

El hombre perezoso peca contra Dios y contra sí mismo: ofende a Dios no rogando; él mismo se ofende no trabajando.

“Ayúdate, y el cielo te ayudará”. Trabaja, y Dios, bendiciendo tu trabajo, te dará el pan de cada día, con la alegría de ganarlo.


Pero la legítima solicitud que debemos tener por el presente dejaría de ser legítima y se volvería excesiva si se extendiese al día siguiente.

Dios nos da nuestros días uno a uno, y nos da también de este modo las solicitudes de la vida.

No podemos vivir a la vez dos días, no debemos tampoco sobrellevar a la vez las penas de hoy y las de mañana. Llevemos hoy las penas presentes; mañana, si las hay, llevaremos las de mañana.

“¡A cada día le basta su aflicción!”

El mal de ayer ya no es; el de mañana no es aún. Permanece, pues, la aflicción de hoy. Y es necesario saber tomarla, por decirlo así, en todo su detalle.

Dios permite el mal sucesivamente; aprendamos a llevarlo como Dios lo permite.

De este modo, tendrá cada día bastante aflicción para cada día, cada hora bastante para cada hora, cada minuto bastante para cada minuto.

Cada momento tiene lo que le basta, lo suficiente.

No añadamos el mal pasado al presente; no vayamos añadir a este mal presente el mal futuro. La carga superaría nuestras fuerzas; y Dios nos prohíbe esta clase de operaciones.

A cada día su aflicción, y así tenemos bastante. Por lo tanto no debe haber solicitud por el día de mañana.


Este precepto, tan importante para todos los cuidados de la vida, lo es más aún para los asuntos espirituales y los intereses de la salvación.

Hay almas que se atormentan diciendo: me confesé, comencé a convertirme, pero ¡cuántas aflicciones vinieron como consecuencia!, ¡cuántas tentaciones!, ¡cuántos problemas no habré de resistir!; la vida es larga, ¡sucumbiré bajo tanto trabajos!…

A estas almas Nuestro Señor les dice: Ve, hijo mío, ve hija mía, supera las dificultades de este día, no te preocupes por las de mañana; unas después de otras, las superarás todas.

También en la vida espiritual, a cada día le basta su aflicción. Y Quien nos ha ayudado hoy, no nos abandonará mañana...


Santa Teresita decía: Me gozo en que Dios me permita sufrir todavía por su amor. ¡Ah, qué dulce es abandonarse entre sus brazos, sin temores ni deseos!


Y un alma muy teresiana, el Hermano Rafael, monje trapense de la abadía de San Isidro de Dueñas, muerto en 1938 a la edad de 27 años, escribió en el mismo sentido de Teresita:

¿Qué más te da padecer o gozar? ¿No tienes a Dios? Tú, ¿quién eres? No te preocupes de ti, pobre criatura; ni sabes padecer, ni puedes gozar. Deja que Dios se apodere de ti y, entonces, no tendrás ni lo uno ni lo otro…, tendrás paz…, tu corazón estará quieto, puesto en Dios, y tu vida será una espera, una espera serena, sin impaciencias y sin temores. Esa es la vida y la única alegría del vivir (…) No te importe sufrir, no te importe gozar. ¿Qué más da? Sólo Dios basta. Él lo llena todo (…) Y el estar colgado de la mano de Dios es la gran felicidad de la tierra. Ahora me he dado cuenta de que mi enfermedad es mi tesoro en el mundo. ¡Qué grande es Dios! ¡Qué bien dispone las cosas, cómo va haciendo su obra! No hay más que dejarse llevar; créeme, es muy fácil, y cuando llegues a no tener más deseos que los deseos de Dios, entonces está todo hecho; no hay más que esperar (…) En la Trapa, al monje lo que fue ya no le importa. Solamente tiene el inmenso consuelo de saber que lo que aún le queda ha de pasar. ¿Qué hacer, pues, sino esperar? Y ¡con qué alegría y paz se espera lo que es cierto ha de venir! ¡Qué paz da al alma pensar que lo que espera ni los hombres ni los acontecimientos pueden impedir su llegada! Cada día que pasa es un día más que nos acerca al comienzo de la verdadera vida. Lo que para el mundo es el fin, para el monje es el principio. Todo llega, todo pasa…, sólo Dios permanece (…) Un día que me parecía muy grande la pequeña cruz que Jesús me enviaba… Un día que al pensar en lo que aún me queda de vida, me parecía muy larga… Un día en que sufría pareciéndome penoso y largo mi camino, leí unas palabras que decían: “Nada de lo que tiene fin es grande”.


Por esa misma razón, Santa Teresita había escrito:

Si pienso en el mañana, temo mi inconstancia, siento nacer en mi corazón la tristeza y el tedio. Pero acepto voluntariamente la prueba, el sufrimiento ¡nada más que por hoy!

Sólo sufro el instante presente…


Así, pues, ¡nada de solicitud terrena y mundana!, ni por las cosas materiales, ni por las necesidades espirituales…


Padre Nuestro que estás en los Cielos. Santificado sea tu Nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día, dánosle hoy… Así sea.