sábado, 12 de diciembre de 2009

Domingo de Gaudete


TERCER DOMINGO DE ADVIENTO


“Alegraos en el Señor siempre;
otra vez lo digo, alegraos”


Viendo cercana la fiesta de Navidad, la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, nos llama la atención sobre la alegría que debe reinar en nuestras almas con motivo del nacimiento de Nuestro Señor.

San Pablo fundamenta la alegría cristiana sobre la certidumbre de que Cristo nos trae la salvación.

Esta verdad debe despejar toda inquietud, toda tristeza, todo temor. Nada debe turbar el alma, sino que una gran paz debe reinar en ella.

El pensamiento de San Pablo hace referencia, obviamente, no a la alegría por el nacimiento de Jesús en Belén, sino a su Segunda Venida.

La gran alegría de los cristianos radica en ver acercarse el día en que el Señor vendrá con gloria para trasladarnos a su reino.

La Iglesia toma este texto paulino y lo inserta en la liturgia del Adviento, aplicándolo a la alegría que nos trae el Niñito Jesús.


Alegría de la Primera Venida... Alegría por la vuelta definitiva... Bien podemos hablar también, siguiendo a San Bernardo, del gozo por una tercera venida, la alegría de un tercer adviento...


“Ierusalem, gaude gaudium magno, quia veniet tibi Salvador”... Alma mía, ¡alégrate con una gran alegría, porque viene a ti tu Salvador!

Alegraos en el Señor siempre... Alegraos porque Jesús nace en Belén..., porque Jesús viene pronto con gloria y majestad..., porque Jesús viene hoy a nuestras almas con su gracia...

Alegraos, vosotros todos, porque Jesús vino, viene y vendrá... vendrá pronto y cesará toda tristeza y nos otorgará una alegría interminable.


Consideremos, ahora, la verdadera alegría, el gozo auténtico.

La alegría y el gozo, para ser genuinos, deben ser espirituales y su motivo sobrenatural.

¿En qué consiste esta alegría espiritual? San Pablo, en el texto de la epístola de hoy, nos lo dice; ella debe ser recta, continua, multiplicada y moderada: “Gaudete in Domino semper, iterum dico, gaudete. Modestia vestra nota sit omnibus hominibus”...

Recta: “Gaudete in Domino” = en el Señor.

Continua: “Gaudete semper” = siempre. Contraria al pecado, a la tristeza y a la alegría del mundo, que son efímeras.

Multiplicada: “Iterum dico, gaudete” = otra vez os digo, alegraos.

Moderada: “Modestia vestra nota sit omnibus hominibus” = que vuestra modestia sea manifiesta a todos los hombres. Se trata, pues, de una alegría interior, modesta, sobria; contraria a la disipación y a la alegría exuberante y vacía.


San Pablo nos indica la causa de esta alegría espiritual = “Dominus prope est” = El Señor está cerca.

El Apóstol indica también el efecto de este gozo = la paz, la quietud = “nihil solliciti sitis”.


Para entender bien estos pensamientos debemos tener en cuenta que del amor nace tanto el gozo como la tristeza.

En efecto, el gozo se debe, sea a la presencia del bien amado, es decir la complacencia, sea a que el bien amado disfruta de su bien, es decir la benevolencia.

Del mismo modo, la tristeza surge, sea de la ausencia del amado, sea que el amado está privado de su bien.

El gozo cumplido se dará cuando no haya nada más que desear...; alcanzaremos lo deseado y se saciará todo deseo: obtendremos más de lo que hayamos podido desear, es decir, lo que Dios ha preparado para aquellos a los cuales ama.



En contra de esta verdadera alegría tenemos la falsa alegría del mundo.

Existen hoy muchas personas tristes, ¿por qué? Porque hay en ellas poca virtud.

El mundo ríe con la boca, pero está hastiado en el alma.

La alegría, más que gozo del cuerpo es sentimiento del alma, gozo que proporciona la posesión del bien amado.

La alegría del cuerpo es nerviosa, alborotada, ruidosa, superficial. Como no llega al alma, estalla en carcajadas sucesivas; pero discontinuas y superficiales.

La alegría del alma, en cambio, es sobria, silenciosa, íntima, profunda, continua.

La alegría espiritual y la corporal están en razón inversa: cuando una crece, la otra disminuye.

La alegría del alma nace de la pureza del corazón, del deber cumplido, de la gracia de Dios.

Un cristiano debe ser alegre, reidor, con risa espontánea y sonrisa habitual..., pero no debe ser alborotador, con carcajadas nerviosas, estridentes e incesantes.

La alegría desubicada, el jolgorio tonto y vacío del mundo, nos daña mucho. No notamos sus heridas porque precisamente la primera y más grave de ella es la de sacarnos de nosotros, exteriorizarnos, volcarnos fuera de nosotros mismos, de modo tal que no prestemos atención a lo que sucede en nuestro interior. Nos impide reconocerla como trivial y no nos permite comprobar los estragos que produce.

Alegría inconsiderada, que nos disipa, nos desordena; que es enemiga de la modestia y de la templanza.

Alegría loca, que abre todas las puertas del alma, por las cuales nos volcamos al exterior y permitimos que todos los objetos externos entren en nuestro santuario, sembrando el ruido, el tumulto, y turbando la paz y el orden.

Debemos combatir este jolgorio y excitar en nuestras almas una sana alegría, fruto del Espíritu Santo.



Otro punto importante a tener en cuenta en la elección de las recreaciones es que las diversiones no pueden juzgarse por el placer que ofrecen, sino por la alegría que proporcionan.

La alegría es tan distinta del placer como la joya del estuche. El placer es una satisfacción material, mientras la alegría una satisfacción espiritual. El placer es llamativo, pasajero, inestable, mezquino, extenuante a veces, a menudo turbador; en tanto que la alegría es profunda, estable, absoluta, vigorizadora.

El placer nos es ofrecido de fuera, mientras que la alegría procede del interior, del alma.


Los jóvenes, especialmente, aunque no solamente ellos, confunden muchas veces diversión y placer. Por eso hay que repetirles que la alegría produce satisfacción distinta al placer; que la alegría puede prescindir fácilmente del placer.

El placer disminuye la voluntad, hace aborrecer el esfuerzo, rehuir el dolor, evitar el obstáculo, tener poca estima del deber.

El placer engendra pereza, cansa, deprime o desemboca en un apetito imposible de satisfacer; por eso siempre causa amargura y, a veces, remordimientos. Esta es la tortura del hombre esclavo de los placeres.

Hoy se prefiere el bullicio, el ruido, la agitación exterior. Se busca en las distracciones:

* aquello que puede excitar más la imaginación: quimeras, espectáculos, novelas, cines...

* aquello que precipita los latidos del corazón: lecturas sentimentales, aventuras amorosas...

* aquello que desquicia los sentidos: bailes, competiciones deportivas...


Tantas excitaciones acarrean un profundo malestar progresivo en vez de procurar bienestar y recreación.

Estas pretendidas distracciones acaban con las energías, agotan las fuerzas físicas a la vez que debilitan moralmente y rebajan el sentido del ideal.


La sana distracción, por el contrario, es aquella que al procurar el descanso de las habituales ocupaciones, conduce a la perfecta alegría.

Inculquemos en la juventud el gusto de la alegría sana y de la diversión sencilla.

Convenzamos a la juventud de que las distracciones de calidad valen la pena el esfuerzo que exigen.


Cierto horticultor de bastante experiencia mantuvo un día el siguiente diálogo:

— Esta planta se muere; ¿por qué no la riega más?

— Con el fin de que nos dé más flores. Si le damos toda el agua que puede absorber, abundará en hojas verdes y exuberantes, mas no florecerá. Para lograr esto, es preciso escatimarle el agua, hacerle pasar sed...


La planta humana, de igual modo, debe ser protegida del excesivo placer, con el fin de obligarla a dar flores.

¡Qué tarea más noble habremos asumido cuando hayamos sabido hacer asimilar por la juventud este principio: que las recreaciones que más alegría producen en la vida son, precisamente, aquellas de las que hayamos alejado el placer!


“Alegraos en el Señor siempre; otra vez lo digo, alegraos”

Causa nostræ letitiæ, ora pro nobis = Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.