ASCENSIÓN DEL SEÑOR
En aquel tiempo, estando a la mesa
los once discípulos, se les apareció Jesús y les echó en cara su incredulidad y
su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado.
Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la
creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se
condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre
expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus
manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los
enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles,
fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios. Ellos salieron a
predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la
Palabra con las señales que la acompañaban.
Durante las últimas semanas, la Santa Liturgia nos
hizo asistir a los postreros días de la estancia de Jesús aquí en la tierra.
Y como no nos resignábamos a dejar la agradable
compañía del Maestro adorado, poco a poco, como hiciera con los Apóstoles, ha
ido dejando caer sobre nuestras almas dulces gotas de consuelo, para aligerar
la amargura de la despedida.
Nos ha dado asimismo lecciones admirables para el
futuro, para cuando nos falte su presencia.
Por fin, ha llegado ya la hora de la separación. Yo
estoy de partida: Ya no estoy en el mundo, y
estos están en el mundo, y yo voy a Ti; así termina el Evangelio de la
Vigilia de la Ascensión.
¿Qué nos dice, pues, en esta última hora?
Contemplémosle con atención. Su rostro llénase de fulgores supraterrenos;
abstraído de todo pensamiento de aquí abajo, eleva los ojos al Padre y pronuncia
la oración del Sumo Sacerdote, del Mediador entre el Padre y los hombres.
Padre mío, glorifica a tu Hijo. El Verbo eterno, había descendido de
las alturas de la gloria para reparar la honra del Padre acá en la tierra.
Como venía a batallar, húbose de vestir del humilde ropaje de la
mortalidad.
Su obra está, por fin, consumada. En lucha con el príncipe de las
tinieblas, ha quedado éste vencido: Jesús ha terminado su misión, y pide que le
sea devuelta la gloria de que se despojó para el tiempo de la pelea.
Es decir, pide que su Humanidad sacratísima, que desde el principio de
su concepción venía dotada de derechos de realeza, sea elevada al estado de glorificación
que se le debe ahora por un doble título: por derecho de herencia y por el derecho
de conquista.
Jesús pide ser glorificado... No hemos de permanecer sordos a sus
deseos. Encendamos nuestro corazón en santos fervores y, en nombre de todas las
criaturas, tributémosle la gloría que le es propia y que ha merecido por la Redención.
El día de su Pasión y ante Pilato Cristo se proclamó Rey. La mañana de
la Resurrección fue el día de su victoria. El infierno, la muerte y el pecado estaban
vencidos; Jesús había conquistado el cetro de cielos y tierra.
Mas así como acá en la tierra suelen fijar los pueblos un día en que
aquel que es ya rey por derecho, obtenga el trono de una manera oficial y
solemne, y reciba el primer acto de acatamiento por parte de sus vasallos; así
también quiso el Padre que el Cielo celebrase de manera solemne el momento en que
Cristo tomaba oficialmente el poder y ocupaba el trono de cielos y tierra, el
día de su coronamiento. Esa fecha es la de su Ascensión.
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Terminada la recitación del Evangelio de la Ascensión, se apaga el
Cirio Pascual, significando que Cristo ha subido al Padre.
Asistamos en espíritu a la escena que se desarrolló ese día sobre el monte
de los Olivos. Los discípulos acompañan a Cristo resucitado en aquel su último
paso por los caminos que tantas veces frecuentara durante su vida.
Ha sonado ya la hora de la Providencia; Jesús va a abandonar la tierra
que ha sido testigo de sus lágrimas, que ha presenciado su Pasión; pero que
también se estremeció con su resurrección.
¡Qué sentimientos embargarían en dichos momentos el Corazón de Nuestro
Señor!
Padre, ya es, llegada la hora, glorifica a tu Hijo con aquella gloria
que como Dios tengo Yo en Ti antes de que el mundo fuese. Así ora con rostro
iluminado de gloria.
El Padre acepta su deseo, y Jesús se remonta a las alturas no sin dejar
antes impresa la huella de su divino pie en aquel santo Monte de los Olivos.
¡Qué sentimientos tan encontrados los de los discípulos en aquel
momento! Gozo por el triunfo del Señor; embelesamiento por el inesperado
milagro, al propio tiempo que comenzaban a sentir su orfandad, la soledad en que
les dejaba el Maestro adorado.
Procuremos compartir los sentimientos de los
discípulos; de vivir de lleno la hora de la Ascensión; saborear sus indecibles
maravillas... Nos hemos de regocijar en el Señor por el triunfo de este día...
Finalmente, nos dejaremos influir por las nostalgias de Cielo que despierta en
ellos la vista de Jesús subiendo a las alturas.
Jesús ya se ha elevado en los aires, levanta su
brazo poderoso, y con augusta majestad hace la señal de la cruz para
bendecirnos.
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En los momentos augustos en que nos encontramos,
cabe muy bien imaginar a la milicia angélica dividida en dos escuadrones.
Junto al trono de la Majestad divina, trono que iba
a ocupar el Vencedor del infierno, Cristo Jesús, asisten millares de millares
de espíritus bienaventurados.
Otros tantos millares, en cambio, han abandonado aquellas
mansiones celestiales para acompañar a su Rey y formar su deslumbrante cortejo
en su entrada triunfal en los cielos y en su coronación como Rey de todo lo
creado.
En nuestra ascensión a las alturas hemos llegado ya a las puertas de la
Eternidad. El salmista pone en boca de los Ángeles que las custodian y de los
que acompañan al Salvador un vibrante diálogo. Escuchémoslo con religioso
silencio:
— Levantad, oh Príncipes, vuestras puertas, y elevaos vosotras,
oh puertas de la eternidad, y entrará el Rey de la Gloria.
— ¿Quién es ese Rey de la Gloria?
— Es el Señor fuerte y poderoso, el Señor poderoso en las
batallas.
A pesar de la categórica respuesta, las puertas del Cielo permanecen cerradas.
Parece como si sus guardianes hubieran quedado arrobados ante la Majestad y
grandeza del que sube sobre tronos de Querubines; y así instan esto de nuevo y
repiten su demanda:
— Levantad, oh Príncipes, vuestras puertas, y elevaos vosotras,
oh puertas eternales, y entrará el Rey de la Gloria.
— ¿Quién es ese Rey de la Gloria?
— Es el Señor de los ejércitos, ese es el Rey de la Gloria.
Así contesta el cortejo de Cristo, y al momento se abren aquellas
puertas, cerradas desde el pecado de nuestro común padre Adán.
¡Gracias sean dadas al Redentor, que con su copiosa Redención nos dejó expedita
la entrada al Paraíso!
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Perseveremos por unos momentos en aquellas alturas; contemplemos con el
natural embeleso los misterios que van realizándose, y escuchemos los cánticos
que entonan los espíritus bienaventurados, cuando el Rey supremo del Empíreo
hace su aparición en la región de la luz, es coronado por el Padre con una
corona de piedras preciosas y recibe asiento a la diestra del Todopoderoso.
No dejemos pasar inadvertida ninguna circunstancia de acto tan sublime,
y felicitemos cada vez de nuevo al Rey de la Gloria. Tributémosle honor en
nombre de toda la creación.
Volvamos ahora a la tierra, aunque sintamos apartar la vista y despedirnos
del espectáculo embelesador que hemos contemplado en las alturas.
En el Monte de los Olivos encontramos todavía la magna asamblea que abandonamos
para acompañar a Jesús en su triunfal Ascensión. Apóstoles, discípulos y
devotas mujeres; todos están fuera de sí. Comprendemos fácilmente que quedasen encandilados
cara al Cielo y fijos sus ojos en la nube que había ocultado de su vista al divino
Maestro.
Fue necesario que unos Ángeles les sacasen de aquel ensimismamiento: Varones
de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Señor, que separándose de
vosotros se ha subido al Cielo, vendrá de la misma manera que le habéis visto
subir allá.
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Cuadro admirable y aleccionador, viva imagen de lo que es la vida de la
Iglesia, mirando siempre a las alturas, donde mora Cristo, esperando el momento
en que se rasguen las nubes y aparezca nuevamente su Esposo.
Aunque, siguiendo la indicación del Ángel, baja del monte y se ocupa en
las cosas de este «valle de lágrimas», su corazón está en el Cielo, y
sus labios musitan constantemente la misma plegaria: Veni, Domine Jesu..., Ven, Señor Jesús...
Esa debe ser nuestra vida. Nuestro Señor ha subido al Cielo. Debemos,
como los Apóstoles, abandonar ahora el Monte donde hemos contemplado la gloria
de Dios; pero nuestro corazón debe quedar allá, donde Cristo reside.
Caminemos por este mundo con los ojos fijos siempre en la Patria,
vuelto el rostro al Cielo, suspirando continuamente por ver a Aquél que ha de sintetizar
nuestras delicias por toda la eternidad.
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La fiesta de la Ascensión es fiesta de despedida; y, no obstante, no
hemos notado en la liturgia sentimiento alguno de tristeza. Al contrario, el aleluya
pascual
vibra en dicha fiesta con más fuerza que de ordinario.
Y es que ella conmemora no sólo la glorificación del Señor, sino también
la nuestra propia. En este sentido nos hablan a una los Santos Padres:
Hemos penetrado con Cristo en los cielos, dice San León Magno, e
insiste de este modo: La Ascensión de Cristo es nuestro encumbramiento.
Y San Agustín completa: La Ascensión del Señor es nuestra
glorificación.
No pasemos, pues, de corrida por verdad tan consoladora y fecunda en
consecuencias teológicas.
El pecado de Adán trajo la maldición sobre la naturaleza entera; la
glorificación de Cristo, en cambio, llena de honor y gloria a la naturaleza de
la que Él tomó su carne. Esa glorificación se realizó de una manera solemne el
día de su subida a los cielo.
Con la Ascensión de Cristo, su naturaleza humana ha sido elevada al más
alto puesto de los, cielos; ha sido encumbrada sobre los Ángeles, los Arcángeles,
los Querubines, Serafines, en fin, sobre toda la jerarquía celeste.
Esa misma naturaleza de la que se dijo Polvo eres y en polvo te has de
convertir,
es hoy adorada en el trono de la Divina Majestad a la diestra del Omnipotente
por todos los espíritus bienaventurados.
Dice el Communicantes de esta Fiesta: celebramos el sacratísimo día
en que Nuestro Señor, tu Unigénito Hijo, colocó a la diestra de tu gloria la
sustancia de nuestra fragilidad.
Pero aun hay más. El pecado de Adán no trajo tan sólo un oprobio
nominal sobre la naturaleza humana, sino también su perdición real. Y esto porque
Adán pecó como cabeza del género humano. Por la misma razón, la gloria de Cristo
se extiende a todos los elegidos, no sólo en cuanto son partícipes de su propia
naturaleza específica, sino de una manera realísima, por ser Él su Cabeza, y
ser ellos sus miembros.
Hoy no solamente se nos ha confirmado en la posesión del Paraíso,
sino que hemos penetrado también en los cielos en Cristo, dice San León Magno.
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Gozo por la glorificación del Señor y gratitud por la nuestra propia...
Digamos con la Santa Liturgia: Verdaderamente es digno y justo,
equitativo y saludable, darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor Santo,
Padre Todopoderoso, Dios Eterno, por Jesucristo Nuestro Señor. Quien, después
de su Resurrección se apareció manifiestamente a todos sus discípulos, y viéndole
ellos, se elevó al cielo, para hacernos partícipes de su Divinidad.
Debemos, empero, enseña San Agustín, tener entendido que con
Cristo no asciende la soberbia, ni la avaricia, ni la lujuria; ningún vicio asciende
con nuestro Médico. Depongamos, pues, los vicios y pecados, si deseamos celebrar
nuestra ascensión, pues ellos son los que nos oprimen y nos tienen ligados a la
tierra. Rompamos esas cadenas.
Y una vez en aquellas alturas, no bajemos a la tierra, separándonos violentamente
de nuestra Cabeza. Al contrario, procuremos que nuestra unión con Ella sea cada
vez más íntima, a fin de que nuestra ascensión sea más perfecta; vivamos vida
de Cielo, ya que en el Cielo reside la Cabeza de los elegidos.
Pidamos con la Santa Iglesia: Oh Dios Omnipotente, concédenos, te
rogamos, que así como creemos que tu Unigénito Hijo, Redentor nuestro, subió en
este día a los cielos, habitemos también nosotros con el espíritu en las
celestiales moradas.
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No podemos terminar sin decir al menos unas palabras sobre respuesta de
Nuestro Señor respecto del Reino, tal como nos lo narra San Lucas en la
Epístola de hoy, tomada de los Hechos de los Apóstoles:
Los que estaban reunidos le preguntaron: “Señor, ¿es en este momento
cuando vas a restablecer el Reino de Israel?” El les contestó: “A vosotros no
os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad,
sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines
de la tierra”.
Tanto de la pregunta como de la respuesta podemos sacar una vez más la
necesidad que tenemos del Espíritu Santo que promete el Señor.
En efecto, tres años de convivencia con el Maestro divino no habían
podido extirpar los prejuicios del reinado temporal del Mesías, en que soñaban los
judíos.
Aun ahora, a punto de subir Jesús a los cielos, y después de ver
fallidos sus cálculos por la Pasión, se les ocurre a aquellos espíritus
terrenos el pensamiento del reinado temporal de Jesús: Señor, ¿es este acaso el
tiempo prefijado para restituir el reino de Israel?
El Salvador, bondadosísimo en extremo, en todo momento, pero más, si
cabe, en estos supremos y últimos instantes, les hace ver que el Espíritu que
vendrá sobre ellos, les aclarará el misterio del Reino de Dios.
Sí, llegará un día en que será restablecido el verdadero Reino, en que Jesús victorioso
llamará al mundo a juicio; pero ese día está escondido en los secretos divinos.
Mientras tanto, el Reino de los cielos sufre violencia y sólo los
violentos lo arrebatan. En vez de honrosos lugares junto a los potentados de la
tierra, espera a los discípulos de Cristo la persecución cruel y atroz; pero la
virtud del Espíritu Santo les dará fuerza para dar testimonio de la fe ante los
príncipes y magistrados de la tierra; y a pesar de las persecuciones más
terribles, se extenderá con la virtud de ese Divino Espíritu el reinado de
Cristo por toda la tierra.
Finalmente, el mismo Verbo de Dios en persona vendrá para vencer a sus
enemigos, recapitular todas las cosas en Él, establecer su Reino y entregárselo
a su Padre.
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¡Oh Jesús bondadoso! Ese Espíritu y ese Reino es lo que Te pedimos como
último favor en ocasión tan memorable.
Extiende tu mirada sobre esta desgraciada tierra. Recorre uno por uno
los pueblos todos, y verás cuán contados son los que respetan tus leyes, los
que se gobiernan por tu Espíritu, los que se rigen por tu código, por tu
Evangelio.
Porque Te amamos y nuestras ansias se cifran en ceñirte la diadema de
tu Reinado universal sobre el mundo entero, Te rogamos con todo el fervor de
nuestro corazón en estos instantes de despedida en que Te muestras tan manso, y
Te clamamos que remedies tanto mal.
Tú sólo puedes hacerlo. Mira que el error ha cobrado el cetro de los
espíritus; las personas cultas Te motejan con sarcasmo; las ignorantes Te
blasfeman con ira diabólica; la impiedad ha logrado revestir las formas más
escalofriantes que imaginarse puedan...
Y es que el infierno ha ocupado el trono que pertenece al Espíritu.
Sin embargo, no arrojes aún, Señor, sobre el mundo los rayos de tu
justa cólera, como pide tanta abominación, tanta profanación, tamaños
sacrilegios. Da todavía lugar a la misericordia. Y si la malicia humana, burlándose
de tu indulgencia, no permite que Te muevas a compasión, mira a tantos inocentes.
Atiende, Señor, a nuestros ruegos. Tú sólo puedes remediar tanto mal.
Pero, Señor, fíjate también en el gran número de los que se dicen
cristianos, pero que viven en la indiferencia. Sacude su espíritu indolente;
despiértalos del letargo en que yacen postrados.
Te rogamos particularmente por tus almas fidelísimas, por tus santos de
acá abajo, aquellos que se dejan conducir fielmente por tu Espíritu, aquellos
que son la sal de la tierra y la luz del mundo. Reina más y más en ellos y
aumenta su número.
Por sus méritos, por el valor de tu Preciosísima Sangre, por la alegría
que en un día tan señalado como el de tu Ascensión cupo a tu Madre Inmaculada y
por la que recibieron las jerarquías angélicas y los bienaventurados todos,
envía, Señor, al mundo tu Espíritu, que lo transforme y vivifique.
Venga a nosotros tu reino...
Ven, Señor Jesús...
Oh Rey de la Gloria y Señor de los ejércitos, que Te has elevado hoy
triunfalmente sobre todos, los cielos; no nos dejes huérfanos, sino envía al
Prometido del Padre, al Espíritu de Verdad.