CUARTO DOMINGO DE PASCUA
Me voy a Aquel que me ha enviado, y
ninguno de vosotros me pregunta: "¿Dónde vas?" Sino que por haberos
dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la
verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al
mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no han creído en mí; en
lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo
referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado. Mucho tengo
todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el
Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad; pues no hablará por su
cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me
dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.
El Domingo pasado trató el Señor de consolarnos, prometiéndonos una
pronta vuelta. Hoy da un paso más: Os conviene
que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si
me voy, os lo enviaré.
Jesús no quiere dejarnos huérfanos, ni siquiera durante este poquito
de tiempo
de nuestra vida terrena. Se va, pero nos envía un Consolador, el Espíritu de
Verdad.
Dos cosas, se ofrecen en el presente Evangelio a nuestra consideración:
1ª - La
relación que supone Cristo entre su partida y la venida del Consolador. 2ª - La obra del Consolador en
el mundo y en su Iglesia.
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Si Yo no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros. No se trata de
imposibilidad metafísica. Sólo existe aquí un plan providencial que cumplir.
Así como la obra de la Redención pertenecía al Hijo, la de
santificación de las almas se confirió al Espíritu Santo.
El Reino de Cristo debía ser un reino espiritual. La presencia corporal
y visible de Jesús en su Iglesia, tal como esta Esposa Inmaculada gozó de ella
en los días de la vida mortal del Esposo, podía atar a los cristianos a la vida
de los sentidos.
Convenía, pues, que Cristo subiese a los cielos y que su misión fuese
continuada en la tierra por el Espíritu Santo.
Su nombre indica y predica ya sus efectos. Sabemos cómo transformó a
los discípulos el día de su venida, espiritualizándolos por completo.
Os conviene que Yo me vaya. Es ésta una doctrina de que
difícilmente nos convenciéramos, si no fuera el mismo Jesús quien nos la expone
sin dejar lugar a dudas.
Y, sin embargo, no es más que una conclusión de los principios
formulados en el Evangelio.
El Salvador dice de Sí que es el Camino, no el término final; con otras
palabras, por la humanidad hemos de llegar a la Divinidad, como nos dicen los
autores místicos.
Dios es espíritu, y sus adoradores en espíritu y en verdad deben
adorarle,
dijo Nuestro Señor a la samaritana.
Lo sensible no es más que sombra de lo Inmutable. Debemos desapegarnos
de esta sombra para unirnos cada vez más a Dios, para espiritualizarnos por completo.
Religiosidad no es sensiblería; religiosidad es elevación del alma por
encima de lo que nos rodea.
He aquí la consecuencia práctica que debemos sacar de esta doctrina.
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La acción del Consolador en el mundo convencerá al mundo en orden
al pecado, en orden a la justicia y en orden al juicio.
El Hijo de Dios bajó a este mundo; pero el mundo no le reconoció como
tal. Lo trató de blasfemo, porque se proclamaba Dios; se levantó contra Él,
combatió su divina misión, y a los ojos de los simples mortales le ganó el
combate, acabando con Él al levantarle en una cruz.
Pues bien, el Espíritu de Verdad es enviado ahora al mundo:
* para convencerle del pecado que cometió al no reconocer la
misión divina del Salvador;
* para persuadirle de la justicia e inocencia que asistía a
Jesús, Quien recibió en premió de su Redención un trono de gloria a la diestra del
Padre;
* en fin, para hacerle ver que, cuando en su locura estaba
persuadido de que vencía a Cristo clavándole en una cruz, el juicio se
pronunciaba en favor del Ajusticiado, porque por la muerte de Jesús fue vencido
y sentenciado el Príncipe de este mundo.
Esa obra de convencimiento la realizó el Espíritu Santo por medio de la
Iglesia, vivificada por Él.
A pesar de las iras del averno, se levantó ésta a los pies de la Cruz,
y, esparciéndose por todo el orbe, ha venido a ser el espejo donde el mundo ve
retratada su maldad; el gusano roedor de la conciencia del mundo, al que
continuamente le está recordando su malicia, sus pecados.
¿Qué tormento mayor para el pecador que el reproche que le están dirigiendo
las buenas obras del justo?
Los mundanos se han rebelado y aún se levantan contra ese gusano
roedor; pero la condena del Espíritu Santo obra a su pesar, y, quiéranlo o no,
se ven obligados a reconocer en el fondo de su conciencia la verdad de Cristo:
algunos pocos, convirtiéndose humildemente; otros, pretendiendo ahogarla entre
sus manos de verdugo. Estos últimos son los perseguidores de la Iglesia.
¡Qué consuelo para nosotros, poder contemplar y ser testigos del
triunfo de la Iglesia por el Espíritu Santo, de la victoria del Espíritu de
Cristo contra todas las armas infernales!
Demos rienda suelta a nuestro júbilo exclamando con la Iglesia: Cantad
al Señor un cántico nuevo, ¡Aleluya! Porque el Señor ha obrado maravillas, ¡Aleluya!
Ha manifestado su justicia ante las naciones, ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! (Introito)
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Sin embargo, el infierno ha desplegado toda se rabia, y ha montado la
revolución anticristiana. De este modo, a través de pasos cada vez más
demoníacos, ha llevado a las naciones a la apostasía y ha introducido en la
misma Iglesia un germen de autodestrucción.
No es el momento de desarrollar este tema sobre el cual, por otra
parte, ya nos hemos explayados suficientemente en otros lugares.
Pero sí es importante subrayar ahora que debemos coadyuvar a esta obra
del Espíritu Santo. Nuestra resistencia por medio de nuestras buenas obras será
un reproche para el mundo pecador. Si logramos convertir a algunos, habremos
aumentado el ejército de Cristo.
De todos modos, será con ello proclamada la justicia de Cristo ante el
mundo.
¡Qué buen aliciente para continuar firmes en el bien!
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La acción del Consolador en las almas las reduce el Señor a dos
efectos:
1°- Él os enseñará todas las verdades. El Espíritu Santo, viviendo en la
Iglesia, será su Maestro y Preceptor.
Renovemos nuestra fe en esta Maestra infalible. Y hoy, cuando ese
Magisterio está silenciado, atacado y bastardeado, tanto más debemos adherir a
todo lo que la Iglesia enseñó siempre y en todo lugar.
2°- Él me glorificará. Santificando los fieles, hará de ellos hombres nuevos
según el modelo, Cristo.
Abandonémonos, por tanto, a la operación del Espíritu Santo; por medio
de las maravillas que obre en nosotros, contribuiremos a la glorificación de
Jesucristo.
Cristo Nuestro Señor no nos deja huérfanos. Se va, porque así conviene
a la obra de santificación de las almas; pero nos envía un Consolador. En medio
de la furia con que el mundo nos perseguirá, nos asistirá en la pelea, nos
inspirará en muestras dudas, nos fortalecerá con su aliento vivificador.
¿Comprendemos el estímulo que encierra el Evangelio de hoy? Reflexionemos
sobre ello, y, puesto que nos vamos acercando al gran día de Pentecostés, abramos
ya en nuestro corazón vivas ansias de recibir al Consolador que Cristo nos
promete.
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Me voy a Aquél que me envió… Aun tengo otras muchas cosas que
deciros…
En los cuarenta días que separan la Resurrección de la Ascensión
contemplamos a Nuestro Señor entreteniéndose con sus Apóstoles. Podemos resumir
el tema de aquellas conversaciones y decir que fueron especialmente dos los
puntos de las mismas:
1°- por un lado, Nuestro Señor completó la formación de sus discípulos.
2°- por otra parte, los consolidó sobre las verdades eternas.
Durante esos cuarenta días cómo habrá Nuestro Señor repetido y
explicado a los Apóstoles el sentido profundo de la alegoría de la vid… cómo
retomaría las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo y del buen
pastor, para hacerles ver el valor de las almas, cuánto las ama y la importancia
de la misión que les encomendaba… cómo adelantaría la doctrina que años más
tarde enseñaría San Pablo sobre el Cuerpo Místico, iluminando así la alegoría
de la vid y los sarmientos, y sentando las bases del dogma de la comunión de
los santos…
Fue sin duda en esos días que les hizo comprender en profundidad la
gracia del Sacerdocio, de la Confesión, de la Misa… comprender el misterio de
la gracia en sí misma y, por lo mismo, del Bautismo y de los Sacramentos,
especialmente de la Sagrada Eucaristía.
Días de intimidad, de misterio, de alegría, de gloria...
Pero también ocupó esos días en afirmar y consolidar la fe de los
Apóstoles en las verdades eternas.
La oración colecta de esta Misa nos hace pedir: para que allí
estén fijos los corazones donde están los verdaderos goces.
Por eso mismo, los habrá hecho avanzar en el conocimiento de los
objetos de la fe, esto es, del mundo que no se ve, como si fuera visible, y de
las cosas futuras, como si estuvieran presentes; es decir, les habrá dado una
percepción clara y estable de las cosas que no se ven, de modo tal que se
hicieran como sensibles y palpables; y de las cosas futuras, como si ya
hubieran sucedido o estuvieran ante sus ojos.
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Cuarenta días de orden sobrenatural y sobrenaturalizante. ¡Qué dicha
para esos Apóstoles! ¡Qué paz!
Pues bien, nosotros también debemos, al igual que los Apóstoles, completar
nuestra formación y profundizar nuestra fe, para defenderla hoy, tan atacada y
confundida como está…
También debemos crecer en el conocimiento de las verdades eternas, de
ese mundo invisible pero tan real.
Debemos hacer presentes y actuales por la contemplación esas realidades
eternas. Tenemos que andar por la fe, ser almas sobrenaturales.
Repitamos con la oración colecta de hoy: Oh Dios, da a tus
pueblos el amar lo que mandas, el desear lo que prometes, para que, entre las
mundanas variedades, nuestros corazones estén fijos allí donde están los
verdaderos goces.
Pidamos esta gracia a Nuestra Señora del Cenáculo; fue en su compañía
que los Apóstoles permanecían unánimes en la oración para recibir el Don del
Espíritu Santo.