domingo, 6 de mayo de 2012

IVº después de Pacua


CUARTO DOMINGO DE PASCUA


Me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: "¿Dónde vas?" Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio. En lo referente al pecado, porque no han creído en mí; en lo referente a la justicia porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado. Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.

El Domingo pasado trató el Señor de consolarnos, prometiéndonos una pronta vuelta. Hoy da un paso más: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré.

Jesús no quiere dejarnos huérfanos, ni siquiera durante este poquito de tiempo de nuestra vida terrena. Se va, pero nos envía un Consolador, el Espíritu de Verdad.

Dos cosas, se ofrecen en el presente Evangelio a nuestra consideración: 1ª - La relación que supone Cristo entre su partida y la venida del Consolador. 2ª - La obra del Consolador en el mundo y en su Iglesia.

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Si Yo no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros. No se trata de imposibilidad metafísica. Sólo existe aquí un plan providencial que cumplir.

Así como la obra de la Redención pertenecía al Hijo, la de santificación de las almas se confirió al Espíritu Santo.

El Reino de Cristo debía ser un reino espiritual. La presencia corporal y visible de Jesús en su Iglesia, tal como esta Esposa Inmaculada gozó de ella en los días de la vida mortal del Esposo, podía atar a los cristianos a la vida de los sentidos.

Convenía, pues, que Cristo subiese a los cielos y que su misión fuese continuada en la tierra por el Espíritu Santo.

Su nombre indica y predica ya sus efectos. Sabemos cómo transformó a los discípulos el día de su venida, espiritualizándolos por completo.

Os conviene que Yo me vaya. Es ésta una doctrina de que difícilmente nos convenciéramos, si no fuera el mismo Jesús quien nos la expone sin dejar lugar a dudas.

Y, sin embargo, no es más que una conclusión de los principios formulados en el Evangelio.

El Salvador dice de Sí que es el Camino, no el término final; con otras palabras, por la humanidad hemos de llegar a la Divinidad, como nos dicen los autores místicos.

Dios es espíritu, y sus adoradores en espíritu y en verdad deben adorarle, dijo Nuestro Señor a la samaritana.

Lo sensible no es más que sombra de lo Inmutable. Debemos desapegarnos de esta sombra para unirnos cada vez más a Dios, para espiritualizarnos por completo.

Religiosidad no es sensiblería; religiosidad es elevación del alma por encima de lo que nos rodea.

He aquí la consecuencia práctica que debemos sacar de esta doctrina.

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La acción del Consolador en el mundo convencerá al mundo en orden al pecado, en orden a la justicia y en orden al juicio.

El Hijo de Dios bajó a este mundo; pero el mundo no le reconoció como tal. Lo trató de blasfemo, porque se proclamaba Dios; se levantó contra Él, combatió su divina misión, y a los ojos de los simples mortales le ganó el combate, acabando con Él al levantarle en una cruz.

Pues bien, el Espíritu de Verdad es enviado ahora al mundo:

* para convencerle del pecado que cometió al no reconocer la misión divina del Salvador;

* para persuadirle de la justicia e inocencia que asistía a Jesús, Quien recibió en premió de su Redención un trono de gloria a la diestra del Padre;

* en fin, para hacerle ver que, cuando en su locura estaba persuadido de que vencía a Cristo clavándole en una cruz, el juicio se pronunciaba en favor del Ajusticiado, porque por la muerte de Jesús fue vencido y sentenciado el Príncipe de este mundo.

Esa obra de convencimiento la realizó el Espíritu Santo por medio de la Iglesia, vivificada por Él.

A pesar de las iras del averno, se levantó ésta a los pies de la Cruz, y, esparciéndose por todo el orbe, ha venido a ser el espejo donde el mundo ve retratada su maldad; el gusano roedor de la conciencia del mundo, al que continuamente le está recordando su malicia, sus pecados.

¿Qué tormento mayor para el pecador que el reproche que le están dirigiendo las buenas obras del justo?

Los mundanos se han rebelado y aún se levantan contra ese gusano roedor; pero la condena del Espíritu Santo obra a su pesar, y, quiéranlo o no, se ven obligados a reconocer en el fondo de su conciencia la verdad de Cristo: algunos pocos, convirtiéndose humildemente; otros, pretendiendo ahogarla entre sus manos de verdugo. Estos últimos son los perseguidores de la Iglesia.

¡Qué consuelo para nosotros, poder contemplar y ser testigos del triunfo de la Iglesia por el Espíritu Santo, de la victoria del Espíritu de Cristo contra todas las armas infernales!

Demos rienda suelta a nuestro júbilo exclamando con la Iglesia: Cantad al Señor un cántico nuevo, ¡Aleluya! Porque el Señor ha obrado maravillas, ¡Aleluya! Ha manifestado su justicia ante las naciones, ¡Aleluya, Aleluya, Aleluya! (Introito)

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Sin embargo, el infierno ha desplegado toda se rabia, y ha montado la revolución anticristiana. De este modo, a través de pasos cada vez más demoníacos, ha llevado a las naciones a la apostasía y ha introducido en la misma Iglesia un germen de autodestrucción.

No es el momento de desarrollar este tema sobre el cual, por otra parte, ya nos hemos explayados suficientemente en otros lugares.

Pero sí es importante subrayar ahora que debemos coadyuvar a esta obra del Espíritu Santo. Nuestra resistencia por medio de nuestras buenas obras será un reproche para el mundo pecador. Si logramos convertir a algunos, habremos aumentado el ejército de Cristo.

De todos modos, será con ello proclamada la justicia de Cristo ante el mundo.

¡Qué buen aliciente para continuar firmes en el bien!

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La acción del Consolador en las almas las reduce el Señor a dos efectos:

1°- Él os enseñará todas las verdades. El Espíritu Santo, viviendo en la Iglesia, será su Maestro y Preceptor.

Renovemos nuestra fe en esta Maestra infalible. Y hoy, cuando ese Magisterio está silenciado, atacado y bastardeado, tanto más debemos adherir a todo lo que la Iglesia enseñó siempre y en todo lugar.

2°- Él me glorificará. Santificando los fieles, hará de ellos hombres nuevos según el modelo, Cristo.

Abandonémonos, por tanto, a la operación del Espíritu Santo; por medio de las maravillas que obre en nosotros, contribuiremos a la glorificación de Jesucristo.

Cristo Nuestro Señor no nos deja huérfanos. Se va, porque así conviene a la obra de santificación de las almas; pero nos envía un Consolador. En medio de la furia con que el mundo nos perseguirá, nos asistirá en la pelea, nos inspirará en muestras dudas, nos fortalecerá con su aliento vivificador.

¿Comprendemos el estímulo que encierra el Evangelio de hoy? Reflexionemos sobre ello, y, puesto que nos vamos acercando al gran día de Pentecostés, abramos ya en nuestro corazón vivas ansias de recibir al Consolador que Cristo nos promete.

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Me voy a Aquél que me envió… Aun tengo otras muchas cosas que deciros…

En los cuarenta días que separan la Resurrección de la Ascensión contemplamos a Nuestro Señor entreteniéndose con sus Apóstoles. Podemos resumir el tema de aquellas conversaciones y decir que fueron especialmente dos los puntos de las mismas:

1°- por un lado, Nuestro Señor completó la formación de sus discípulos.

2°- por otra parte, los consolidó sobre las verdades eternas.

Durante esos cuarenta días cómo habrá Nuestro Señor repetido y explicado a los Apóstoles el sentido profundo de la alegoría de la vid… cómo retomaría las parábolas de la oveja perdida, del hijo pródigo y del buen pastor, para hacerles ver el valor de las almas, cuánto las ama y la importancia de la misión que les encomendaba… cómo adelantaría la doctrina que años más tarde enseñaría San Pablo sobre el Cuerpo Místico, iluminando así la alegoría de la vid y los sarmientos, y sentando las bases del dogma de la comunión de los santos

Fue sin duda en esos días que les hizo comprender en profundidad la gracia del Sacerdocio, de la Confesión, de la Misa… comprender el misterio de la gracia en sí misma y, por lo mismo, del Bautismo y de los Sacramentos, especialmente de la Sagrada Eucaristía.

Días de intimidad, de misterio, de alegría, de gloria...

Pero también ocupó esos días en afirmar y consolidar la fe de los Apóstoles en las verdades eternas.

La oración colecta de esta Misa nos hace pedir: para que allí estén fijos los corazones donde están los verdaderos goces.

Por eso mismo, los habrá hecho avanzar en el conocimiento de los objetos de la fe, esto es, del mundo que no se ve, como si fuera visible, y de las cosas futuras, como si estuvieran presentes; es decir, les habrá dado una percepción clara y estable de las cosas que no se ven, de modo tal que se hicieran como sensibles y palpables; y de las cosas futuras, como si ya hubieran sucedido o estuvieran ante sus ojos.

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Cuarenta días de orden sobrenatural y sobrenaturalizante. ¡Qué dicha para esos Apóstoles! ¡Qué paz!

Pues bien, nosotros también debemos, al igual que los Apóstoles, completar nuestra formación y profundizar nuestra fe, para defenderla hoy, tan atacada y confundida como está…

También debemos crecer en el conocimiento de las verdades eternas, de ese mundo invisible pero tan real.

Debemos hacer presentes y actuales por la contemplación esas realidades eternas. Tenemos que andar por la fe, ser almas sobrenaturales.

Repitamos con la oración colecta de hoy: Oh Dios, da a tus pueblos el amar lo que mandas, el desear lo que prometes, para que, entre las mundanas variedades, nuestros corazones estén fijos allí donde están los verdaderos goces.

Pidamos esta gracia a Nuestra Señora del Cenáculo; fue en su compañía que los Apóstoles permanecían unánimes en la oración para recibir el Don del Espíritu Santo.