domingo, 29 de abril de 2012

Tercero después de Pascua


TERCER DOMINGO DE PASCUA

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver, porque voy al Padre». Entonces algunos de sus discípulos comentaron entre sí: «¿Qué es eso que nos dice: "Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver" y "Me voy al Padre"?» Y decían: «¿Qué es ese "poco"? No sabemos lo que quiere decir.» Se dio cuenta Jesús de que querían preguntarle y les dijo: «¿Andáis preguntándoos acerca de lo que he dicho: "Dentro de poco no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver?" En verdad, en verdad os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar.»


Desde el día de hoy la Iglesia dirige nuestra mirada a los misterios de la Ascensión de Cristo y de Pentecostés.

Con el dramatismo que le es tan propio, nos considera en este tiempo pascual disfrutando con los Apóstoles de la compañía de Jesús; pero previendo la separación impuesta por la Providencia, procura prepararnos poco a poco a ese penoso trance, a fin de que, al quedar solos y faltos de la asistencia del adorado Maestro, no echemos de menos su consejo y aliento.

Con mucho acierto nos da a rumiar la Iglesia, en las semanas que preceden a la Ascensión, el sentidísimo discurso de despedida del Salvador.

Este discurso fue pronunciado, es verdad, con miras a la separación de Jesús y sus discípulos por la tragedia del Calvario; pero, puesto en boca del Divino Maestro en estos Domingos, mira a la despedida que realizará místicamente el día de su subida a los cielos.

Oigámosle atentos.

Jesús mira el futuro envuelto en negros nubarrones para los suyos. No quisiera amargarnos la dulzura del momento presente; pero cree necesario prevenirnos, y lo hace, aunque a su pesar.

Sin embargo, al entreabrirnos el cuadro de tristezas que nos esperan, deja también caer una gota de bálsamo en nuestro pecho asustadizo, gota que suavizará las asperezas de nuestra triste situación.

En verdad, en verdad os digo, que vosotros lloraréis y plañiréis; os contristaréis, pero... no temáis, vuestra tristeza se convertirá en alegría. Padeceréis tristeza; pero... Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se bañará en gozo. Modicum; Un poquito nada más...; luego me volveréis a ver...

¡Gloria sea dada a Cristo, que así cuida de los suyos!


Modicum. Un poquito. He aquí el consuelo que nos brinda el Señor este Domingo.

Fuertes serán las luchas de la vida del cristiano; duras las pruebas; amargo el vivir... Pero no importa; no se trata más que de un corto intervalo de separación. Modicum... Luego vendrá a visitarnos Jesús, para triunfar, instalar su Reino y llevarnos a gozar eternamente consigo.

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Pero..., seamos sinceros...; ¿no nos avergonzamos al escuchar la palabra de consuelo que hoy nos dirige el Señor? ¿No es verdad que preferiríamos que Jesús hubiese substituido ese modicum por un larguísimo plazo...? ¿Que en vez del poquito de tiempo en el destierro nos hubiese prometido un largo período en este mundo, aunque fuese de llanto, y tanto mejor si fuese de gozo?

Sabemos y confesamos que este mundo es un valle de lágrimas; y, no obstante, cometemos la locura de aclimatarnos a él; y tanto, que nos resultan dulces y agradables esas lágrimas.

No se nos oculta que la vida mortal es un destierro, que nuestra Patria está más arriba de este velo inmenso que cubre la tierra; y sin embargo, amamos tanto el destierro, que nos asustamos de pensar en el momento de trasladarnos a la Patria.

Estamos convencidos de que el alma se halla aquí como encerrada en una cárcel; y, a pesar de ello, pretendemos que se retarde la hora en que se rompan las prisiones y las ligaduras que la esclavizan, y pueda volar libre a las alturas...

¡Pobres de nosotros! ¡Qué inconsecuentes somos!

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Cuán de otra manera pensaban los primitivos cristianos. La vida de persecución continua les obligaba a mirar con ansias al Cielo, les hacía repetir continuamente el Maranatha, Veni, Domine Jesu, ¡Ven, Señor Jesús!

Lo peor es que ni siquiera basta la crisis más espantosa de toda la historia de la sociedad y de la Iglesia...; no son suficientes las persecuciones morales más crueles...; no alcanza el estado servil al que nos ha reducido la revolución para desapegarnos del amor de la tierra e inspirarnos ansias del Cielo.

Por ventura, ¿no vivimos el preludio de lo que será el dominio de las dos bestias del Apocalipsis? ¿Era acaso más tranquila la vida de los primitivos cristianos de lo que es la nuestra? ¿Y qué? ¿Produce la tribulación en nosotros lo que obraba en los fieles de las catacumbas? ¿Nos hallamos ahora más desasidos de las cosas de este mundo, de esta inconstante vida, que los mártires que iban cantando al circo romano para ser destrozados por las fieras?

Lo que sucedía es que aquellos católicos practicaban la virtud de Esperanza.

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La Esperanza es la virtud que encuadra al cristiano en su verdadero marco, que le da el sentido propio de su profesión de Fe.

Esa virtud es la que nos presenta hoy la Liturgia. La Iglesia quiere que nos sintamos en la tierra como extranjeros y peregrinos, fijando nuestras ansias en la otra vida, y no en deseos mundanos y carnales.


Recordemos aquellas frases tan consoladoras como apremiantes del Apocalipsis y que se refieren a las grandes promesas hechas a los que guardan la Palabra de Dios en medio del olvido general de ella:

El vencedor será así revestido de blancas vestiduras y no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Ángeles...

Pronto vengo; guarda firmemente lo que tienes para que nadie te arrebate la corona...

Vengo pronto, la palabra que abre y cierra el Apocalipsis.

Guarda firmemente lo que tienes, otra vez la consigna del Tradicionalismo. No es tiempo ya de progreso, cambio o evolución.

Y cuando el mundo pretenda oprimir nuestro corazón, el Ángel del consuelo, enviado del Cielo, nos recordará la palabra del Señor: Modicum... ¡Sólo un poquito de tiempo!

Así vive el verdadero cristiano. Por eso los santos podían decir: ¡Oh, qué larga es esta vida! ¡Qué duro este destierro! (Santa Teresa).

Trabajemos para que sean tales nuestros sentimientos, y conformes a ellos nuestras obras.

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La Santa Liturgia nos recuerda en el Aleluya que Convenía que Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos, y así entrase en su gloria.

La Iglesia nos presenta el ejemplo de Jesucristo. También Él lloró y gimió, mientras el mundo gozaba; sufrió hambre y sed, mientras el mundo se hartaba; murió pobre y desnudo, mientras los grandes de este mundo se mofaban de Él.

Pero a las lágrimas siguió el gozo inefable. Al levantarse victorioso del sepulcro, hiriendo de terror a los guardias, los días de luto se convirtieron en una eternidad de dicha.

A sus enemigos, en cambio, quedaba el eco de aquellos anatemas: Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo en el mundo. Ay de vosotros, los que andáis hartos, porque sufriréis hambre. Ay de vosotros los que reís, día vendrá en que os lamentaréis y plañiréis.

Líbrenos Dios de pertenecer al número de estos desgraciados. Queremos correr la suerte de Cristo..., que su ejemplo sea luz que nos guíe por las sendas de esta vida.

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Contemplemos de nuevo a Jesús pronunciando su discurso de despedida. Con una frase gráfica descubre el porvenir amargo que se reserva para el que le sigue, al mismo tiempo que no oculta el camino de rosas que espera a los mundanos: Vosotros lloraréis y plañiréis, mientras el mundo se regocijará.

Pero añade: Yo volveré a visitaros, y vuestro corazón se llenará de gozo.

Quedan bien descriptas dos concepciones muy distintas de la vida: la del cristiano, para quien la existencia terrena es lucha severa; y la del mundano, que concibe los cortos años de su paso por este mundo como una orgía continua.

Así se han formado esas dos entidades morales que llamamos: Cristianismo y mundo.

El mundo goza; el hijo de Dios lucha con valor y gime.

Esa lucha se aumenta, además, por la guerra que el mundo, animado por el averno, ha declarado a los portavoces del nombre de Cristo, como queriendo contribuir por su parte a dar realidad al anuncio del Salvador: Vosotros lloraréis y plañiréis.

Sin embargo, las lágrimas de los cristianos encubren el gozo verdadero, y las destempladas risas de los mundanos abrigan la tristeza más profunda.

Acerquémonos, si no, al interior de los mundanos, y examinemos lo que les queda de positivo de todas sus festicholas, y no hallaremos otra cosa que tristeza y aflicción de espíritu.

Es condición del apetito el no saciarse, el desear siempre más. Por eso sucede al mundano que aunque se zambulla en un mar de goces, sale cada vez más sediento.

El avaro, no llega nunca a adquirir su última moneda. El que busca honores, ansía siempre subir más alto. El lujurioso, ni siquiera en lo más abyecto de su postración dice basta. La mujer que alimenta pensamientos de vanidad, no descansa en su afán de pasar por ídolo y dejarse adorar.

Todos se mueven en el torbellino del desasosiego, al propio tiempo que oyen allá en lo íntimo de su corazón la voz fatídica que les avisa de cuan efímero es aquello que ambicionan; voz que les sumerge en la desazón más inquietante.

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Eso son los goces del mundo. Cambiemos la hoja; dirijamos nuestra mirada a los que viven en medio de cruces, y la estampa se transformará por completo.

Los encontramos rebosando de paz y tranquilidad; participando ya del gozo indecible del Espíritu Santo.

Preguntémosles, no si quieren cambiar su vida por la del mundano que prospera, ya que tal pensamiento les horrorizará, sino simplemente si desean mitigar sus penas, y oiremos cómo contestan a coro: ¡Lejos de mí gloriarme en otra cosa que en la Cruz de Cristo!

Y es que en la Cruz del cristiano hay infinitamente más goce que en el febril regocijo del mundano, aunque parezca paradoja.

El justo posee la paz que engendra la virtud; el malvado se deshace en la inquietud que traen consigo su agitada vida, sus locas pretensiones, sus ansias nunca cumplidas.

Por último, conviene que reflexionemos en una verdad contenida en las palabras de Nuestro Señor.

Las alegrías de los mundanos incuban una tristeza mortal, que saldrá a luz el día de su muerte, para durar por toda una eternidad.

Las lágrimas de los justos, en cambio, encierran en germen un goce sempiterno, que amanecerá, asimismo, el día en que termine la farsa de este mundo.

Muy plásticamente nos lo ha enseñado el Salvador al comparar a los suyos con la mujer que da a luz en medio de dolores de parto; dolores que olvida con la vista del infante recién nacido.

Si pensáramos de este modo, no se escaparía de nuestros labios aquella queja que repiten con tanta frecuencia los cristianos tibios, cuando envidian la prosperidad de los mundanos, parangonándola con los sucesos adversos que suelen ser el pan cotidiano de los justos.

Desengañémonos. Hasta el fin de los tiempos ha de ser una realidad aquel anuncio del Salvador: Vosotros lloraréis... el mundo reirá.

Tratemos de robustecer nuestra fe y nuestra esperanza; de convencernos de que en este mundo no nos esperan dichas, sino penas; pero que en esas cruces se halla la verdadera alegría; y que ellas engendrarán un goce sempiterno.

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Mientras nos acercamos hoy a comulgar, volvamos a recrear nuestros oídos con el armonioso son del Modicum. Un poquito y me veréis.

La visita que nos hace hoy el Señor es como un anticipo de la que nos hará después del poquito de tiempo de nuestra vida; y el gozo que con la presente visita percibimos, es como un preludio del gozo eterno que recibiremos en la gloria.

Pidamos a Jesús Sacramentado que nos aficione a aquellos goces y nos infunda la dulce nostalgia de la Patria.

Haz, Señor, que estos misterios mitiguen en nosotros los deseos terrenos, y nos enseñen a amar los celestiales (Secreta).