domingo, 8 de abril de 2012

Triduo Santo III

LA SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA

AL PIE DE LA CRUZ

En pie, junto a la Cruz de Jesús estaba su Madre

Tal es el gran cuadro que tenemos que contemplar, y la gran lección que debemos estudiar.

Dos puntos de vista se ofrecen a nuestra contemplación en esta vasta escena: el primero, el heroico dolor de María; y el segundo, el objeto y fruto de este dolor.

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Todo es sencillo en el Evangelio, pero todo es profundo.

Estos dos caracteres son distintos al par que se hallan unidos. El Evangelio es una narración, en toda la sencillez del sentido histórico, al paso que es un misterio, en toda la profundidad del sentido doctrinal.

A la primera lectura es tal su sencillez, que parece que el Evangelista no ha comprendido la doctrina de los hechos que nos refiere; pues no deja sospechar ninguna reserva ni misterio.

Esta ausencia tan completa de reflexiones y afectos en la pintura de un acontecimiento que trastornó toda la naturaleza, es sublime en sencillez y en desinterés histórico, hasta el punto de no poder explicarse sino por una inspiración divina.

Este silencio del sentido humano en el Evangelio nos muestra, en lo que nos oculta, la profundidad del sentido divino. A nosotros corresponde penetrarlo.

Notemos primeramente cuánto realce da a la presencia de María al pie de la Cruz y al carácter de esta presencia, el silencio del Evangelio acerca de la asistencia de esta Madre en todas las escenas de la Pasión que han precedido, y en todas las de la Sepultura y de la Resurrección que van a seguir.

Solo hace mención de María junto á la Cruz, y en pie, como para un oficio.

Esto es lo que significa el Stabat del Evangelio: rasgo sencillo, que concuerda con el silencio de la manifestación de la Virgen en todas las otras escenas de la Pasión, y que recibe por ello un valor sublime.

Hallábase allí firme, como en una cita de sacrificio, cuya intención sobrenatural resalta también por la falta de mención de su presencia en todas las demás circunstancias de la Pasión.

La concurrencia de María al pie de la Cruz brilla especialmente en fidelidad y heroísmo considerándola en oposición con su ausencia de todas las escenas de gloria en que su divino Hijo se reveló a sus discípulos.

En pie, junto a la Cruz, está la Madre; y en la defección universal, como una columna, era la única que llevaba y retenía la perfección de la Fe.

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El Evangelio nos dice que con ella estaban su hermana María, mujer de Cleofás, María Magdalena y San Juan. Pero del contexto mismo de esta narración resulta que solo estaban allí como el séquito de María que los contenía con su propia firmeza.

Y aun puede con verdad decirse que no estaban allí con el espíritu con que estaba María, con espíritu de fe: como lo mostró claramente su duda y su pasmo en las escenas de la Resurrección. La ausencia de María en estas últimas escenas ilumina también con una luz sobrenatural su presencia al pie de la Cruz, y la hace aparecer única.

El mayor espectáculo que hubo jamás, que llenó de admiración a todos los Ángeles del Cielo y asombrará a todos los Santos en toda la eternidad; este misterio inefable par el cual fueron vencidos los demonios y reconciliados los hombres con Dios; en fin, este prodigio pasmoso de un Dios padeciendo por sus esclavos y sus enemigos, solo tuvo por testigo entonces a la Santísima Virgen.

Los judíos y los paganos sólo vieron allí a un hombre a quien odiaban, o a quien despreciaban; las mujeres de Galilea sólo vieron a un justo a quien se hacía morir cruelmente. Sólo María, representando a toda la Iglesia, vio allí a Dios padeciendo por los hombres.

María sola, por consiguiente, compadecía estos divinos padecimientos, y participó de su infinidad.

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Y al decir infinidad entramos en la profundidad del Misterio.

Los padecimientos y la muerte de Jesucristo en la Cruz no han sido divinos e infinitos solamente en virtud, sino también en extensión. Si han calmado tantas penas; si han hecho dulces o heroicas tantas muertes, es porque han tomado sobre sí todas las amarguras y todos los horrores; y si nos han rescatado de la muerte eterna, es porque han pesado sobre la víctima con un peso infinito.

Este es el peso que sólo María llevó con Jesús: esta Pasión fue la medida de su Compasión; esta atrición formó su contrición. Así, el Profeta Jeremías, después de haber buscado en toda la naturaleza con qué comparar la inmensidad de este dolor que llama con su propio nombre (de contrición), no encuentra sino la mar, cuya extensión, profundidad y amargura puedan figurarla: Cui comparabo te, Virgo filia Sion? Magna est sicut mare contritio tua.

Así lo pública Ella misma al pie de la Cruz por medio de estas patéticas y penetrantes palabras, que el misino Profeta pone en sus labios: Oh todos vosotros los que pasáis por el camino; considerad y ved si hay dolor semejante al mío.

Así lo ha ratificado la humanidad entera, llamando a María con los grandes nombres de Virgen de los Dolores, Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de la Soledad, y yendo a llevar a los pies de sus altares, para templarlos y sobrellevarlos con su ejemplo supremo, los dolores más agudos que sin Ella no tendrían modelo.

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Probemos de sondear este Océano de los dolores y de las amarguras de María.

María era Madre... Con esto, al parecer, se dice todo, porque la misma causa que hace a las madres fecundas para producir, las hace tiernas para amar. Y es tal en la madre la fuerza de este sentimiento, que arrancó esta respuesta a una madre enlutada a quien se proponía el ejemplo del sacrificio de Abraham: Nunca Dios lo exigiera de una madre...

María era Madre; pero, ¡qué Madre! y ¡de qué Hijo! La Madre más perfecta, la más pura, la más fiel, la más tierna, la más Madre, del Hijo más perfecto, más bello, más amable, más Hijo.

Era Madre; pero Madre Virgen. Aquí le falta capacidad al pensamiento. Una madre virgen, una virgen madre... Tanto más Madre cuanto que es Virgen; y tanto más Virgen cuanto que es Madre.

¿Quién puede comprender la riqueza de tal Corazón en el que se multiplican las cosas contrarias para formar el supremo amor? La misma causa que hace fecundas a las madres, las hace tiernas para amar... Aquí hallaremos que, siendo el Espíritu Santo la causa que hizo fecunda a María, Ella ama a Jesucristo con este mismo divino Amor; su ternura es una irradiación del principio de su fecundidad..., del Amor eterno...

Era Madre; pero Madre de Dios... ¡Qué nuevo abismo! María amaba a Dios en su Hijo y amaba a su Hijo en Dios. El amor materno y el amor divino se presentaban en Ella recíprocamente para hacer el amor más delicado, más fuerte, más justo, más sagrado, más natural, más sobrenatural, más absoluto..., en una palabra, más maravilloso de todos los amores.

Era Madre en fin; pero Madre del Redentor, de la Víctima de nuestra salvación, y, por tanto, Madre Corredentora y compasiva en vista del sacrificio de su Hijo.

No pudiendo el Hijo de Dios padecer y morir en su naturaleza divina, había debido adaptarse un Cuerpo, una naturaleza pasible, una aptitud de víctima. Y esta aptitud de víctima la tomó en el seno purísimo de María; de María, a la que pudo decir como a su Padre: Corpus aptasti mihi.

Madre predestinada por Dios al mismo fin que inclinó a Dios a ser su Hijo, a un fin de inmolación y de sacrificio; lo que la hizo Madre de Dios la hizo al mismo tiempo Madre de compasión y de dolor; de tal suerte, que todo cuanto había en Ella de amor, de gloria, de grandeza, con relación a Jesús, solo se le concedió con tal largueza para hacerla más apta para sufrir con Jesús con los mismos padecimientos; para ponerla al pie de la Cruz como el centro de todas las miserias y de todas las calamidades que le es dado soportar a una criatura.

En una palabra, la grandeza de su dignidad debía ser la de su dolor para llegar a ser la de su gloria.

Por eso vernos, que este doloroso destino de María se halla tan implicado con el de Jesús, en la gran profecía de Simeón, que la misma espada de dolor que herirá al Hijo traspasará también a la Madre.

Esto es lo que se ve al pie de la Cruz. María sufre allí todos los dolores de la naturaleza como la Madre más tierna, viendo espirar en los más crueles y más ignominiosos padecimientos al Hijo más digno de ser amado.

Siendo su dolor proporcionado a su amor, no hay ningún dolor comparable al suyo, porque no hay ningún amor comparable al que brota de su Corazón.

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Pero además de los dolores de la naturaleza, experimentaba María dolores más profundos: los dolores de la gracia, que elevando, enriqueciendo la naturaleza, le da más delicadeza a la par que más energía para sufrir.

¿Cuál no debía ser la inmensidad del dolor de María, llena de gracia, y por consiguiente elevada en sensibilidad y en capacidad de padecer sobre todas las criaturas? Tanto más, cuanto que esa misma gracia le descubría en este Hijo, objeto de sus dolores, la perfección infinita, la belleza eterna, digna de las adoraciones del Cielo y de la tierra, sumergida en el océano de los crímenes del género humano.

Puede decirse, pues, que sobre los dolores de la naturaleza, y sobre los dolores de la gracia, María soportaba también el peso inmenso de los dolores divinos. Lo que sucedió en su alma cuando la pasión y muerte de Jesús, debió ser de la misma naturaleza y en la misma proporción que lo que pasó en su alma cuando su concepción y su nacimiento.

Y así como en estas sobrevino el Amor eterno, y la cubrió con su sombra la virtud del Altísimo para nacerla Bendita entre todas las mujeres; así en aquellas debieron cubrirla y abismarla en un dolor tan divino como su Maternidad.

Bendita como su fruto, por una parte, debió, por otra, ser como Él objeto de maldición...

Y de este modo, el Magnificat de su alegría nos da la medida del Stabat de su dolor...

Por esta virtud del Altísimo, puede decirse que su Compasión estaba a la altura de la Pasión del Hombre Dios.

Y es tal el efecto de la simpatía entre tal Madre y tal Hijo, que la Madre sufre en la carne del Hijo, y el Hijo en el alma de la Madre; y lejos de templarse sus dolores por la participación, esta sólo sirve para redoblarlos.

A diferencia de todos los otros mártires, que recibían sus consuelos de Jesucristo, María recibe de Él sus padecimientos. Y Jesucristo siente también en la compasión de María como una nueva pasión. Ambos se hieren con golpes mutuos.

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No obstante, en lo más recio de esta tempestad de ineluctables dolores, entre la sangre y las lágrimas del suplicio, las blasfemias de los verdugos, los insultos del pueblo, la consternación de los discípulos, las lamentaciones de las mujeres piadosas, las últimas palabras y el gran grito de la víctima, la conmoción y el oscurecimiento de la naturaleza entera, María, superior a su sexo, superior al hombre, superior a la humanidad, sola con la Divinidad, inmóvil, permanecía en pié: Stabat.

Y si María resistía, es porque el mismo Espíritu, la misma Virtud, que la había hecho Madre de Dios, le daba fuerza para soportarlo.

Esta divina Maternidad, fuente de su dolor, era al mismo tiempo la de su valor.

Y no se crea que este valor disminuía su dolor; al contrario lo hacía más profundo y pesado, impidiéndole desahogarse.

Ahora debemos considerar el fruto de los Dolores de María.

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La Pasión y Muerte del Hijo de Dios es un misterio grande y divino; es el misterio de la Redención del género humano.

La Madre, por consiguiente, no puede dejar de tener en él una parte; y esta parte no puede ser evidentemente otra que la que constituye en Madre; la que le dio Dios en el principio: Parirás hijos con dolor.

El Hijo de Dios no llegó a ser Hijo del hombre y rescate del mundo sin Madre. Llegó a serlo por la divina concepción y el parto virginal de María; parto deliberado, querido, consentido por el Fiat de María.

Ahora pues, esta Maternidad, se aplica y se extiende a todas las condiciones y a todos los fines de esta Encarnación del Hijo de Dios, que era ser Holocausto por el pecado.

María no es Madre de un Hombre Dios, que primeramente nace y después llega a ser víctima; es Madre de una Víctima de predestinación y de nacimiento. Su Maternidad tiene el mismo objeto que la Encarnación que ella obra: la Redención.

La distancia que separa la Cruz del Pesebre no interrumpe ni debilita en lo más mínimo esta correlación.

La Cruz, respecto al Hijo, no es sino la consumación de un sacrificio que comienza en el Pesebre; de donde se sigue que al darlo a luz María en el Pesebre, lo ofreció para la Cruz; y la inmolación del Calvario sólo es para Ella el término de su alumbramiento.

El verdadero alumbramiento de María, el que es el fin de su Maternidad divina, es el que se verificó en la Cruz.

El primero no fue para Ella más que lo que fue para su Hijo: el medio del segundo.

No dio a luz al Hijo de Dios para que viviese, sino para que muriera a fin de que nosotros viviéramos...

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Cuanto estamos unidos a Jesucristo, otro tanto lo estamos a María. Solo somos hermanos del Hijo porque somos hijos de la Madre. Y como nuestra unión a Jesucristo es aun más íntima, como somos sus miembros y formamos con Él un solo Cuerpo de que es Cabeza, la Madre de Jesús lo es nuestra con una Maternidad igualmente indivisible.

Solo que el parto de esta Maternidad fue en dos actos, en dos misterios: el misterio de la Encarnación y el misterio de la Redención; el Pesebre y la Cruz; en el Pesebre dio a luz la Cabeza; en la Cruz, alumbró a los miembros.

En este gran misterio hemos sido restituidos a la dignidad de hijos de Dios por la operación de Jesucristo, por su Pasión; pero no sin la cooperación, sin la Compasión de María.

De manera que, como ha dicho San Pedro Damiano, así como nada fue hecho sin Cristo, así nada fue rehecho sin la Virgen.

Tuvo, pues, María en la Redención la parte que tuvo en la Encarnación, y la tuvo por una cooperación no menos directa y efectiva.

Si por una parte dio a luz a Jesucristo, por otra da a luz a los fieles; por una parte al inocente, por otra a los pecadores. Pero al inocente lo dio a luz sin dolor, y a los pecadores los da a luz entre penas y tormentos.

Es preciso que a costa de su Hijo único sea Madre de los cristianos, y por el sacrificio y voluntaria ofrenda que de Él hace coopere a nuestro nacimiento: esto es lo que constituye su parto.

María es la Eva de la nueva alianza y la Madre común de todos los fieles; mas esto es preciso le cueste la muerte de su Primogénito; es preciso se asocie al eterno Padre, y de común acuerdo entreguen al suplicio su común Hijo.

Por esto la Providencia la ha llamado al pie de la Cruz; allí va a inmolar a su verdadero Hijo: ¡muera Él para que los hombres vivan!

Tal es el sentido, el valor y el efecto de la Compasión de María.

Y esto es lo que forma y explica el maravilloso carácter de ese dolor de María, tan profundo, tan inmenso y amargo juntamente, que la mar solo es de él una débil figura; y tan contenido, tan generoso, tan heroico, que una sola palabra resume su actitud: Stabat

Esto es lo que se nos muestra en la Compasión de María: en su Corazón hay dos amores, ambos a dos extremados, que luchan entre sí; el amor de la vida de Jesucristo, y el amor de la Redención de los hombres. El uno es más tierno, el otro más fuerte; el uno hace el martirio, el otro el sacrificio; el uno agita cruelmente el alma, el otro la avigora; el uno forma la tempestad en este Océano, el otro la calma.

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¿Cuáles no deben ser nuestros afectos de filial veneración, de amor y agradecimiento para con tal Madre?

Mas por abundantes y fuertes que nazcan estas consecuencias de la Compasión de María, la Víctima no quiso dejarnos el cuidado de sacarlas… Jesucristo, moribundo, quiso proveer Él mismo a este culto filial de los cristianos para con María, quiso proclamar su Maternidad y nuestra deuda en el mismo instante en que nacíamos de tantos dolores.

Habiendo Jesús visto a su Madre, y junto a Ella al discípulo a quien amaba, dijo a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu Madre.

El mismo discípulo, que representaba a la Iglesia cuando se le dijo: He ahí a tu Madre, presenta esta Madre a nuestro amor, cuando nos pinta en su Apocalipsis a una Mujer revestida del sol, que tiene la luna a sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza.

Y para que no ignorásemos a qué precio es revestida María de tanta gloria y santidad, y cuánto hay de real en su Maternidad divina y humana, el mismo discípulo añade que llevaba un niño en su seno, y clamaba, atormentada con los dolores del parto.

Al pié de la cruz sintió María estas angustias de parto, donde se hizo Madre nuestra por la muerte de Jesucristo, que desgarró su alma. Esta muerte, que fue su gran dolor, fue nuestro parto; parto real de parte de María, puesto que ese dolor inmenso concurrió a él en la unión más estrecha con la Víctima divina.

Esta Hostia fue un instrumento de suplicio, una cruz, en la cual padeció en su alma cuanto aquel objeto amado padecía en su Cuerpo, ofreciendo con Él, con una misma voluntad, un mismo holocausto, derramando ambos a dos su Sangre: el uno la de sus venas, la otra la de su Corazón; y muriendo los dos, en cierto modo, por la salvación del mundo: Él con una muerte que ponía fin a sus padecimientos, Ella por una supervivencia que era solo una muerte.

Con gran razón los pintores dan a cada uno de nuestros Mártires el instrumento propio de su suplicio: a San Pablo su espada, a San Lorenzo sus parrillas. Cuando se trata de la Reina de los Mártires, le ponen sobre las rodillas y en los brazos el Cuerpo exánime de su Hijo, como para decirnos que este es su tormento y el instrumento propio de su suplicio.

Este es también el precio con que hemos sido comprados y que Ella presenta, cual patena dorada, a nuestra piedad, para movernos al amor de su divino Hijo.