SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
PATRONO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Este miércoles después del Segundo Domingo de Pascua solemnizamos al
Glorioso Patriarca San José como Patrono de la Iglesia Católica.
Esta Solemnidad, Doble de Primera Clase con Octava Común, fue suprimida
en 1955 para dar lugar a la Fiesta de San José Obrero.
Dada la importancia de las causas de su institución, que no sólo
subsisten, sino que se han hecho aún más apremiantes, la retomamos y ofrecemos
a los fieles un resumen, que esperamos les sea de provecho y edificación.
En los años 1869 y 1870 se reunieron en Roma todos los obispos del
mundo, para celebrar un Concilio general, que fue el primero del Vaticano. En
este Concilio se habló también de San José, y se hizo más solemnemente de lo
que ya se había hecho en el Concilio de Constanza, el año 1414.
En dicho Concilio, Gersón había propuesto se invocara a San José como
Patrono de toda la Iglesia. La propuesta fue bien acogida, si bien no pudo
realizarse, por varias circunstancias.
En el Primer Concilio Vaticano fue presentada la misma petición por
muchísimos Obispos, no sólo en nombre propio, sino también en nombre de los
feligreses confiados a su cuidado. El Concilio aplaudió la proposición, y el
papa Pío IX, con un Decreto que expidió el 8 de diciembre de 1870, Quemadmodum
Deus, declaró
solemnemente a San José, Patrono de la Iglesia Católica:
Así como Dios había constituido gobernador de
toda la tierra a José, hijo del patriarca Jacob, al fin de guardar el trigo
para el pueblo, de la misma manera, llegada ya la plenitud de los tiempos en
que debía enviar a la tierra a su Unigénito Hijo para la salvación del mundo,
escogió otro José, de quien el primero había sido figura, y le hizo príncipe y
señor de su casa y posesión y custodio de sus principales tesoros, puesto que
Él estuvo desposado con la Inmaculada Virgen María, que por virtud del Espíritu
Santo dio a luz a Nuestro Señor Jesucristo, quien se dignó pasar entre los
hombres por hijo de José y estarle sujeto.
Así es que este afortunado José, no solamente
vio, sino que habló familiarmente, abrazó y besó con afecto de padre, a quien
muchos reyes y profetas habían deseado ver; y con amorosa solicitud alimentó al
mismo que el pueblo fiel había de recibir para alcanzar la vida eterna, como
pan bajado del cielo.
Por razón de esta sublime dignidad que Dios
confiere a este su fidelísimo siervo, la Iglesia ha tributado siempre a José
los primeros honores y alabanzas después de los que se deben a la Madre de
Dios, la Virgen, su Esposa, así como ha ocurrido a su valimiento en los
trabajos y angustias.
Mas como en nuestros tristísimos días esta
misma Iglesia perseguida de todas partes por sus enemigos, se halla agobiada
bajo tan grandes calamidades que a juicio de los impíos las puertas del
infierno van por momentos a prevalecer contra ella, por esto los venerables
Obispos de todo el Orbe católico presentaron al Soberano Pontífice sus ruegos,
y los de los fieles confiados a su solicitud pastoral, con los que le
suplicaban se dignase declarar a San José Patrón de la Iglesia católica.
Posteriormente, habiendo sido renovadas estas
mismas súplicas y votos con la ocasión del sacrosanto ecuménico Concilio
Vaticano, conmovido nuestro santísimo Padre el Papa Pío IX por los recientes y
lamentables acontecimientos, ha determinado secundar las aspiraciones y los
deseos de los Prelados, para confiarse de este modo a sí mismo y a todos los
fieles al poderosísimo de San José, y en su consecuencia le ha solemnemente
declarado PATRÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA, mandando que se celebrara en adelante
su fiesta, que cae el 19 de marzo, con rito doble de primera clase, aunque sin
octava, por razón de la Cuaresma.
Este glorioso título dado a San José es antiguo, si se considera el
culto privado, porque desde muchos siglos venía siendo invocado como Patrono de
la Iglesia por algunos cristianos; y es nuevo, si se atiende a la declaración
pública y oficial, porque la Iglesia no lo saludó como a tal sino después de
1870.
Muy a propósito fue este Decreto del Sumo Pontífice, y muy propio de
San José es el título con que se lo honra, pues Él desde el Cielo hace por
todos los cristianos lo que los Santos Patronos locales o particulares hacen
para con los cristianos de determinado país, de una provincia, de un reino;
esto es, los asiste, los protege, los defiende, y se constituye en su abogado
defensor y padre ante el trono de Dios.
Cuan oportuna fuese dicha Declaración lo demuestran claramente las
circunstancias, ya que en la tierra se combate encarnizadamente a la Iglesia
Católica.
Oprimida por tantas angustias, amenazada por tantos enemigos, la
Iglesia se dirigió a Dios implorando su ayuda, y Dios le ofreció un sostén y un
defensor en la persona de San José. A Él, cuando estaba sobre la tierra, el
Padre Celestial le había confiado la Sagrada Familia, y por su medio la había
salvado de las persecuciones. Ahora bien, ¿quién más a propósito para custodiar
y proteger la Iglesia de Cristo, que el que tuviera la sublime misión de
custodiar y amparar la Familia de Nazaret?
Por esto podemos afirmar que Dios confió a San José en el Cielo, el
mismo oficio que tenía cuando estaba en la Tierra. Aquí abajo fue el custodio
del Cuerpo real de Jesucristo, y desde el Cielo es el custodio de su Cuerpo
Místico, la Iglesia Católica.
Aquí salvó a la Sagrada Familia de las persecuciones, y desde el Cielo
salvará a la Iglesia, que es la continuación de aquélla.
El orden de la Divina Providencia nos lleva necesariamente a asignar
este oficio a San José; no faltaba más que la voz de la Autoridad Suprema que
lo promulgase en el cristianismo, y esta voz se hizo oír por boca de Pío IX el
8 de diciembre de 1870.
En la Carta apostólica Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío IX
declaró:
Los
Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada
vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo
Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza,
no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas
formas, señales de culto público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a
nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la
fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó
el 8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en
todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa
misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto
de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio
propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que
el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos.
León XIII, por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1899,
desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había
sido designado Protector de la Iglesia:
Aunque muchas veces antes Nos hemos
dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las
intenciones del Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios,
nadie considerará como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento
presente como oportuno para inculcar nuevamente el mismo deber.
Durante periodos de tensión y de
prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley
es permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la
Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y
protector, recurriendo a la intercesión de los Santos —y sobre todo de la
Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy
eficaz.
El fruto de esas piadosas oraciones y
de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano,
hecha patente.
Ahora, Venerables Hermanos, ustedes
conocen los tiempos en los que vivimos; son poco menos deplorables para la
religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de
miseria para la Iglesia.
Vemos la fe, raíz de todas las
virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la
joven generación diariamente con costumbres y puntos de vista más depravados;
la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia;
una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de
la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad.
Estas cosas son, en efecto, tan
notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las profundidades en
las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que
hoy agitan las mentes de los hombres.
Ante circunstancias tan infaustas y
problemáticas, los remedios humanos son insuficientes, y se hace necesario,
como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.
Este es el motivo por el que Nos hemos
considerado necesario dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar,
con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso.
Sabemos que tenemos una ayuda segura
en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en
vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, Ella ha mostrado
su poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que
ahora renueve la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le
ofrecen humildes y constantes plegarias? Nos, por el contrario creemos en que
su intervención será de lo más extraordinaria, al habernos permitido elevarle
nuestras plegarias, por tan largo tiempo, con súplicas tan especiales.
Pero Nos tenemos en mente otro objeto,
en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables Hermanos,
avanzarán con fervor. Para que Dios sea más favorable a nuestras oraciones, y
para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos
juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente
con gran piedad y confianza, junto con la Virgen Madre de Dios, su casta
Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor agrado
de la Virgen misma.
Con respecto a esta devoción, de la
cual Nos hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda
que no sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra
establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo.
Hemos visto la devoción a San José,
que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los Romanos
Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo, particularmente
después que Pío IX, de feliz memoria, nuestro predecesor, proclamase, dando su
consentimiento a la solicitud de un gran número de obispos, a este Santo
Patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica.
Y puesto que, más aún, es de gran
importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas diarias
de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo cristiano
por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.
Las razones por las que el
Bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por
las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen
principalmente del hecho de que Él es el Esposo de María y Padre Putativo de
Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria.
Es cierto que la dignidad de Madre de
Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la
Santísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a
aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas
las criaturas, Él se acercó más que ningún otro.
Ya que el matrimonio es el máximo
consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de
bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como Esposo a la Virgen, se
lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de
la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal,
en la excelsa grandeza de ella.
Él se impone entre todos por su
augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la
creencia de los hombres, Padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el
Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y
aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres.
De esta doble dignidad se siguió la
obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que
José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de
la Sagrada Familia.
Y durante el curso entero de su vida
Él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó
con gran amor y diaria solicitud a proteger a su Esposa y al Divino Niño;
regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la
alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era
amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las
miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la
ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.
Ahora bien, el divino hogar que José
dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas
naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de
Jesucristo, Ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el
Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es,
de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y
la Redención son sus hermanos.
Y por estas razones el Santo Patriarca
contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados
especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la
tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de
Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad.
Es, por tanto, conveniente y sumamente
digno del Bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar
santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y
defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.
Ustedes comprenden bien, Venerables
Hermanos, que estas consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión
sostenida por un gran número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma,
que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San
José, y el primero por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de
la Sagrada Familia.
Y ciertamente, más allá del hecho de
haber recibido el mismo nombre —un punto cuya relevancia no ha sido jamás
negada— , ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos;
principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial benevolencia
de su maestro, y que gracias a la administración de José su familia alcanzó la
prosperidad y la riqueza; que —todavía más importante— presidió
sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las cosechas fracasaron,
proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey
decretó para él el título de "Salvador del mundo".
Por esto es que Nos podemos prefigurar
al nuevo en el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la
prosperidad de los intereses domésticos de su amo y a la vez brindó grandes
servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio
de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la
Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la
tierra.
Estas son las razones por las que
hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del
bienaventurado José.
(...)
El
patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que
ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret.
Habiendo
sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el
guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se
encontraba presente en estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará
ejerciendo en el Cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su
nacimiento?
Le
corresponde, en efecto, velar por este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia como
supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando
que crezca.
Como decíamos al comienzo, las causas de la institución de esta
Solemnidad subsisten y se han hecho aún más apremiantes.
Esto exige de nosotros recurrir con mayor fervor al Santo Patrono de la
Iglesia para obtener su valimiento.