miércoles, 25 de abril de 2012

El Glorioso San José


SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ
PATRONO DE LA IGLESIA CATÓLICA


Este miércoles después del Segundo Domingo de Pascua solemnizamos al Glorioso Patriarca San José como Patrono de la Iglesia Católica.

Esta Solemnidad, Doble de Primera Clase con Octava Común, fue suprimida en 1955 para dar lugar a la Fiesta de San José Obrero.

Dada la importancia de las causas de su institución, que no sólo subsisten, sino que se han hecho aún más apremiantes, la retomamos y ofrecemos a los fieles un resumen, que esperamos les sea de provecho y edificación.


En los años 1869 y 1870 se reunieron en Roma todos los obispos del mundo, para celebrar un Concilio general, que fue el primero del Vaticano. En este Concilio se habló también de San José, y se hizo más solemnemente de lo que ya se había hecho en el Concilio de Constanza, el año 1414.

En dicho Concilio, Gersón había propuesto se invocara a San José como Patrono de toda la Iglesia. La propuesta fue bien acogida, si bien no pudo realizarse, por varias circunstancias.

En el Primer Concilio Vaticano fue presentada la misma petición por muchísimos Obispos, no sólo en nombre propio, sino también en nombre de los feligreses confiados a su cuidado. El Concilio aplaudió la proposición, y el papa Pío IX, con un Decreto que expidió el 8 de diciembre de 1870, Quemadmodum Deus, declaró solemnemente a San José, Patrono de la Iglesia Católica:


Así como Dios había constituido gobernador de toda la tierra a José, hijo del patriarca Jacob, al fin de guardar el trigo para el pueblo, de la misma manera, llegada ya la plenitud de los tiempos en que debía enviar a la tierra a su Unigénito Hijo para la salvación del mundo, escogió otro José, de quien el primero había sido figura, y le hizo príncipe y señor de su casa y posesión y custodio de sus principales tesoros, puesto que Él estuvo desposado con la Inmaculada Virgen María, que por virtud del Espíritu Santo dio a luz a Nuestro Señor Jesucristo, quien se dignó pasar entre los hombres por hijo de José y estarle sujeto.
Así es que este afortunado José, no solamente vio, sino que habló familiarmente, abrazó y besó con afecto de padre, a quien muchos reyes y profetas habían deseado ver; y con amorosa solicitud alimentó al mismo que el pueblo fiel había de recibir para alcanzar la vida eterna, como pan bajado del cielo.
Por razón de esta sublime dignidad que Dios confiere a este su fidelísimo siervo, la Iglesia ha tributado siempre a José los primeros honores y alabanzas después de los que se deben a la Madre de Dios, la Virgen, su Esposa, así como ha ocurrido a su valimiento en los trabajos y angustias.
Mas como en nuestros tristísimos días esta misma Iglesia perseguida de todas partes por sus enemigos, se halla agobiada bajo tan grandes calamidades que a juicio de los impíos las puertas del infierno van por momentos a prevalecer contra ella, por esto los venerables Obispos de todo el Orbe católico presentaron al Soberano Pontífice sus ruegos, y los de los fieles confiados a su solicitud pastoral, con los que le suplicaban se dignase declarar a San José Patrón de la Iglesia católica.
Posteriormente, habiendo sido renovadas estas mismas súplicas y votos con la ocasión del sacrosanto ecuménico Concilio Vaticano, conmovido nuestro santísimo Padre el Papa Pío IX por los recientes y lamentables acontecimientos, ha determinado secundar las aspiraciones y los deseos de los Prelados, para confiarse de este modo a sí mismo y a todos los fieles al poderosísimo de San José, y en su consecuencia le ha solemnemente declarado PATRÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA, mandando que se celebrara en adelante su fiesta, que cae el 19 de marzo, con rito doble de primera clase, aunque sin octava, por razón de la Cuaresma.


Este glorioso título dado a San José es antiguo, si se considera el culto privado, porque desde muchos siglos venía siendo invocado como Patrono de la Iglesia por algunos cristianos; y es nuevo, si se atiende a la declaración pública y oficial, porque la Iglesia no lo saludó como a tal sino después de 1870.

Muy a propósito fue este Decreto del Sumo Pontífice, y muy propio de San José es el título con que se lo honra, pues Él desde el Cielo hace por todos los cristianos lo que los Santos Patronos locales o particulares hacen para con los cristianos de determinado país, de una provincia, de un reino; esto es, los asiste, los protege, los defiende, y se constituye en su abogado defensor y padre ante el trono de Dios.

Cuan oportuna fuese dicha Declaración lo demuestran claramente las circunstancias, ya que en la tierra se combate encarnizadamente a la Iglesia Católica.

Oprimida por tantas angustias, amenazada por tantos enemigos, la Iglesia se dirigió a Dios implorando su ayuda, y Dios le ofreció un sostén y un defensor en la persona de San José. A Él, cuando estaba sobre la tierra, el Padre Celestial le había confiado la Sagrada Familia, y por su medio la había salvado de las persecuciones. Ahora bien, ¿quién más a propósito para custodiar y proteger la Iglesia de Cristo, que el que tuviera la sublime misión de custodiar y amparar la Familia de Nazaret?

Por esto podemos afirmar que Dios confió a San José en el Cielo, el mismo oficio que tenía cuando estaba en la Tierra. Aquí abajo fue el custodio del Cuerpo real de Jesucristo, y desde el Cielo es el custodio de su Cuerpo Místico, la Iglesia Católica.

Aquí salvó a la Sagrada Familia de las persecuciones, y desde el Cielo salvará a la Iglesia, que es la continuación de aquélla.


El orden de la Divina Providencia nos lleva necesariamente a asignar este oficio a San José; no faltaba más que la voz de la Autoridad Suprema que lo promulgase en el cristianismo, y esta voz se hizo oír por boca de Pío IX el 8 de diciembre de 1870.

En la Carta apostólica Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871, Pío IX declaró:


Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto público. Entre esos Pontífices, basta con mencionar a nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el 8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos.


León XIII, por su parte, en su Encíclica Quamquam pluries de 15 de agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había sido designado Protector de la Iglesia:


Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno para inculcar nuevamente el mismo deber.

Durante periodos de tensión y de prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo a la intercesión de los Santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María, Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy eficaz.

El fruto de esas piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido siempre, tarde o temprano, hecha patente.

Ahora, Venerables Hermanos, ustedes conocen los tiempos en los que vivimos; son poco menos deplorables para la religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de miseria para la Iglesia.

Vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas, disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la joven generación diariamente con costumbres y puntos de vista más depravados; la Iglesia de Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad.

Estas cosas son, en efecto, tan notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las profundidades en las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de los proyectos que hoy agitan las mentes de los hombres.

Ante circunstancias tan infaustas y problemáticas, los remedios humanos son insuficientes, y se hace necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.

Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso.

Sabemos que tenemos una ayuda segura en la maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en vano nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, Ella ha mostrado su poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y constantes plegarias? Nos, por el contrario creemos en que su intervención será de lo más extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras plegarias, por tan largo tiempo, con súplicas tan especiales.

Pero Nos tenemos en mente otro objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables Hermanos, avanzarán con fervor. Para que Dios sea más favorable a nuestras oraciones, y para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar continuamente con gran piedad y confianza, junto con la Virgen Madre de Dios, su casta Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del mayor agrado de la Virgen misma.

Con respecto a esta devoción, de la cual Nos hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo.

Hemos visto la devoción a San José, que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los Romanos Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo, particularmente después que Pío IX, de feliz memoria, nuestro predecesor, proclamase, dando su consentimiento a la solicitud de un gran número de obispos, a este Santo Patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica.

Y puesto que, más aún, es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las prácticas diarias de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.

Las razones por las que el Bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que Él es el Esposo de María y Padre Putativo de Jesús. De estas fuentes ha manado su dignidad, su santidad, su gloria.

Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada puede existir más sublime; mas, porque entre la Santísima Virgen y José se estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, Él se acercó más que ningún otro.

Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a José como Esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella.

Él se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, Padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres.

De esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia.

Y durante el curso entero de su vida Él cumplió plenamente con esos cargos y esas responsabilidades. Él se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a su Esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.

Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia. Por el mismo hecho de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, Ella es la Madre de todos los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los supremos dolores de la Redención; Jesucristo es, de alguna manera, el primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención son sus hermanos.

Y por estas razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal autoridad.

Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del Bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo.

Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia.

Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre —un punto cuya relevancia no ha sido jamás negada— , ustedes conocen bien las semejanzas que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y la especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de José su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que —todavía más importante— presidió sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de "Salvador del mundo".

Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo patriarca. Y así como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su amo y a la vez brindó grandes servicios al reino entero, así también el segundo, destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino de Dios en la tierra.

Estas son las razones por las que hombres de todo tipo y nación han de acercarse a la confianza y tutela del bienaventurado José.

(...)

El patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret.

Habiendo sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se encontraba presente en estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará ejerciendo en el Cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento?

Le corresponde, en efecto, velar por este Cuerpo de Cristo que es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.



Como decíamos al comienzo, las causas de la institución de esta Solemnidad subsisten y se han hecho aún más apremiantes.

Esto exige de nosotros recurrir con mayor fervor al Santo Patrono de la Iglesia para obtener su valimiento.