domingo, 22 de abril de 2012

Buen Pastor


SEGUNDO DOMINGO DESPUÉS DE PASCUA

Domingo del Buen Pastor

El Evangelio de este Segundo Domingo después de Pascua está tomado del capítulo décimo de San Juan, versículos 11 al 16, pero es muy provechoso leer el contexto:

En verdad, en verdad os digo, que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, mas sube por otra parte, aquél es ladrón y salteador. Mas el que entra por la puerta, pastor es de las ovejas. A éste abre el portero. Y las ovejas oyen su voz, y a las ovejas propias llama por su nombre, y las saca. Y cuando ha sacado fuera sus ovejas, va delante de ellas; y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no le siguen, huyen de él; porque no conocen la voz de los extraños.
Esta parábola les dijo Jesús. Mas ellos no entendieron lo que les decía.
Y Jesús les dijo otra vez: En verdad, en verdad os digo, que yo soy la puerta de las ovejas. Todos cuantos vinieron, ladrones son y salteadores, y no los oyeron las ovejas. Yo soy la puerta. Quien por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos.
El ladrón no viene sino para hurtar, y para matar, y para destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan con más abundancia.
Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas. Mas el asalariado, y que no es el pastor, del que no son propias las ovejas, ve venir al lobo, y abandona las ovejas y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas. Y el asalariado huye, porque es asalariado, y porque no tiene parte en las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor: y conozco mis ovejas, y las mías me conocen, como el Padre me conoce, así conozco yo al Padre, y doy mi vida por mis ovejas.
Tengo también otras ovejas, que no son de este aprisco; es necesario que yo las traiga, y oirán mi voz, y será hecho un solo rebaño y un solo pastor.
Por eso me ama el Padre: porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita; mas yo la doy de mi propia voluntad; poder tengo para darla; y poder tengo para volverla a tomar.


Durante las dos semanas que nos separan de la Vigilia Pascual, la Santa Iglesia, por medio de su Liturgia, nos introdujo en la alegría que nos aporta la Resurrección de Nuestro Señor.

Hoy nos presenta una imagen que reúne en sí todos los hermosos rasgos del Redentor victorioso: la parábola del Buen Pastor.

Contemplémosla y atendamos a la lección del Buen Pastor.

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Yo soy el Buen Pastor. La Liturgia se complace en presentarnos la Iglesia como un prado fecundo, donde Jesús, cual Buen Pastor, apacienta a los fieles con un pasto delicioso, la gracia divina, que el alma recibe en los Sacramentos.

¿Es posible hallar Pastor más cuidadoso y solícito? Jesús nos alimenta; y nos alimenta con su propia substancia.

Cual ovejitas del rebaño de Cristo nos ha cabido tal dicha. Nos movemos entre cortesanos celestes y nos nutrimos de manjares divinos. No rebajemos nuestra condición, ansiando gustar de otros goces.

Con el gusto espiritual sucede lo que con el paladar. Si se acostumbra a bocados delicados, le dan náuseas luego los vulgares; y si prueba manjares vulgares, no será capaz de saborear la exquisitez de los finos y delicados.

Por eso los Santos sienten hastío de las cosas mundanas; y por esa razón los mundanos no pueden soportar una hora de silencio ante el Sagrario; como los israelitas que preferían al rico maná los ajos y cebollas de Egipto....

No quieras pertenecer tú, fiel cristiano, a este último grupo. Y para ello procura que tus lecturas sean de cosas santas, que tus conversaciones no se muevan en un ambiente pagano, que tus recreaciones no sean distracciones que te aparten del espíritu de Jesús.

De esta forma, acostumbrada al manjar delicado de lo espiritual y divino, no habrá peligro de que te atraiga lo bajo y rastrero, degradándote así de tu dignidad excelsa.

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Conozco mis ovejas. No tenemos un Dios como los dioses paganos; que se desentienden de los mortales.

Nuestro Dios nos conoce a cada uno por su nombre, vela con Providencia amorosa sobre todos y nos atiende con un Corazón tierno como el que se dignó tomar en las purísimas entrañas de la Virgen María.

Tenemos un Emmanuel, un Jesús, cuyos ojos están puestos en cada uno de nosotros con un amor indecible, todo comprensión con nuestras flaquezas, condescendiente con nuestras miserias, y compasivo en extremo cuando la desgracia se ceba en nosotros.

Esto y mucho mas es Jesús... ¡Qué dicha la nuestra!

Pero el Evangelio nos dice, no sólo que conoce Jesús a sus ovejas, sino que éstas Le conocen a Él... y las mías me conocen... He aquí la señal que nos dará a entender si pertenecemos o no a la grey de Cristo.

¿Nos preocupamos de Jesús? ¿Sobreponemos sus intereses a los nuestros propios? ¿Pensamos a menudo en este Pastor divino? ¿Le rodeamos como lo hacen las ovejitas cariñosas? ¿Nos sacrificamos por Él? ¿Nos consumimos en su amor?

Eso es conocer a su Pastor. Si queremos, pues, que el Señor nos reconozca, que no pasemos inadvertidos a sus ojos, ser de sus elegidos, démonos a conocer de Él.

De este modo se cumplirá la palabra evangélica: Conozco a mis ovejas y las mías me conocen.

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Y doy mi vida por mis ovejas. El Divino Pastor confirma con su Sangre el amor que profesó a su grey.

¿Qué más pudo hacer el Buen Pastor que no lo hiciera? Con su muerte en la Cruz ha dado el último toque a nuestro corazón. Nuestro amor ya no puede pertenecer a otro que a Él.

Todos cuantos fuera de Jesús exigen nuestro amor, mercenarios son, a quienes no interesa nuestro bien, sino su provecho y egoísmo; pobres mendigantes como nosotros que, en la hora del sacrificio, tal vez nos dejen en nuestra soledad, huyendo del lobo...

Y si no nos abandonan, si son fieles hasta en el día del dolor, estarán allí como los amigos de Job, sin poder dar lenitivo oportuno a nuestras penas...

¿Por qué, pues, buscamos amor fuera de Aquél que murió por nosotros? ¿Por qué no acabaremos de renunciar a toda amistad que no sea conforme con el querer de Jesús?

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Tengo también otras ovejas...; es necesario que yo las traiga. Dulce y consoladora promesa, que se ha realizado ya en nosotros, y continuará realizándose en tantísimos descarriados, ya que Jesús no deja nunca de ejercer su oficio de Buen Pastor. Roguemos por ellos.

Alegrémonos por nuestra suerte. Repletos de ese gozo en el Espíritu Santo, cantemos con la Iglesia: Toda la tierra está llena de la misericordia del Señor, ¡Aleluya! Regocijaos, pues, justos en el Señor.

Esa santa alegría debemos pedir como fruto particular de este Domingo: Oh Dios, que con la humillación de tu Hijo elevaste al mundo abatido; concede a tus fieles una perpetua alegría, para que hagas gozar de una felicidad sin fin a los que libraste de los peligros de la muerte eterna.

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Jesús es el Buen Pastor, no es mercenario; las ovejas le pertenecen. Por eso se interesa por ellas, y venciendo todos los obstáculos, las lleva al aprisco, es decir, a la Iglesia, arca divina, fuera de la cual no hay salvación posible.

Nosotros, que éramos de las ovejas errantes, nos volvimos un día a ese Pastor y Obispo de las almas, y Él nos condujo al lugar de salvación. Gloria sea dada al Señor; de su misericordia está llena la tierra.

Jesús es, además de guía, puerta del aprisco. Yo soy la puerta de las ovejas... Quien no entra por la puerta es un ladrón; el que por Mí entrase, se salvará...

Con razón increpa San Agustín a los paganos que se glorían de vivir bien: Si no entran por la puerta, ¿qué les aprovecha el vivir bien? ¿De qué se glorían?

Así es, en efecto. Para el hombre sin gracia, todas las obras son muertas. Si el hombre tuviera un fin meramente natural, bastarían sus fuerzas naturales para conseguirlo. Mas la Divina Benignidad nos destinó ya en el momento de la Creación a un fin sobrenatural.

Para llenar dicha finalidad se precisan fuerzas de correspondiente pujanza. Tal virtud no alcanzan las potencias de la naturaleza humana; pero la gracia eleva a la naturaleza y establece la proporción que debe existir entre su virtud y el fin último al que es destinada.

De ahí que, sin la gracia, seamos incapaces de alcanzar la salvación; nuestras obras naturalmente buenas son obras muertas, como hijas de un sujeto que carece de vida sobrenatural, de la gracia santificante.

Cristo es quien nos mereció, por su muerte en Cruz, la gracia. Luego, sin sus méritos no hay salvación posible. Él es la puerta por donde se entra al aprisco de la salvación.

Si por gracia especialísima de Cristo poseemos esa vida, si hemos entrado en el aprisco de los elegidos, vivimos en un mundo sobrenatural.

Pero tengamos presente que ese sobrenaturalismo en el que nos movemos tiene sus grados.

En efecto, la gracia no coacciona a la naturaleza. Ha de ser el hombre mismo el que ha de poner en comunicación sus acciones con el canal de vida divina, para que aquéllas se divinicen; es él el que ha de colocar sus obras bajo la influencia de la gracia, obrando en cada ocasión por motivos sobrenaturales, si es que quiere que su actividad tenga alcance sobrenatural.

Y aunque todas las obras buenas del que está en gracia son obras vivas, ya que se supone la intención no revocada de hacerlas por motivo sobrenatural, no es, sin embargo, menos cierto que con frecuencia se mezcla mucho la naturaleza en ellas y pierden de este modo gran parte de su fruto.

La consecuencia que hemos de sacar de aquí será: Sobrenaturalizar nuestra vida entera, o, lo que es lo mismo, hacer todas las cosas por Dios.

Esa intención primordial, expresada al principio del día por el ofrecimiento de las obras, y renovada, si es posible, en cada hora, dará a nuestra vida el rendimiento máximo.

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A las ovejas redimidas con la Sangre de Cristo se han acercado en todo momento falsos pastores, pretendiendo engañarles con una falsa salvación.

Son los pseudoprofetas. ¡Cuántos de ellos podríamos contar en los últimos 223 años, desde la Revolución Francesa!

Los apologistas de la cultura sin Dios; los liberales; los adalides del materialismo en todas sus formas; los cultivadores de la halagadora moral del placer; los modernistas; los que ponen en sus banderas a un Cristo redentor del proletariado; los que afectan profesar admiración a la Iglesia, pero no ven en Ella más que una organización humana, discípula del humanismo...

Todos ellos y muchos más dícense pastores, quieren seducir a las almas con la promesa de una justicia y un bien que ellos no pueden proporcionar. En realidad, son ladrones y salteadores, pues no se atreven ni quieren entrar por la puerta, que es el Hijo de Dios.

No vienen más que para hurtar, matar y destruir.

De esos tales las verdaderas ovejas huyen, porque no conocen la voz de los extraños.

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Debemos adherir de tal forma al verdadero Pastor y tan íntimamente que le sigamos, que lleguemos a penetrarnos de su voz, de manera que jamás la confundamos con otra extraña.

Porque hay ladrones que saben imitar de tal modo la voz del Pastor que engañan admirablemente a los incautos. El número de estos ingenuos cándidos no es pequeño.

Inconscientes, sin malicia, son atraídos por los silbidos agradables de una de las tantas manifestaciones de la Revolución, que no tiene nada de cristiana.

¡Cuántas almas sencillas, candorosas, son víctimas de estos salteadores! Lo peor es que no pueden convencerse de la maldad que encierran. Y ese salteador y ladrón les va infiltrando el pensamiento de que los fieles ministros del Buen Pastor son exagerados, que pecan de mal pensados, mirando peligrosos fantasmas en las cosas más inocentes.

Y esas almas caen en el lazo, confunden el silbo amoroso de Cristo con el encantador del demonio y del mundo, y, aunque buenas y religiosas, quedan dominadas de la idea mundana, convencidas del fanatismo de los que les anuncian el peligro que corren.

Medicina para ese mal no existe sino una. Que se acerque el cristiano a Jesús, a su Iglesia, a la Revelación, a la Tradición, al Magisterio infalible y perenne; que se alimente de sus pastos deliciosos, que son los Sacramentos; que acuda con frecuencia al abrevadero de la oración; y poco a poco el espíritu de Cristo ira expeliendo el espíritu revolucionario; caerán las escamas de sus ojos cegados; la intimidad con Jesús le hará conocer su voz, y, como por encanto, cambiará sus ideas deletéreas y reconocerá la falacia del demonio.

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Poco o mucho, todos nos engañamos con frecuencia y seguimos al príncipe de este mundo, en vez de seguir al Buen Pastor.

Lloremos nuestro descarrío, y volvamos de nuevo con una decisión fuerte a ese Pastor y Obispo de nuestras almas, reiterándole nuestra adhesión sin límites y nuestra fidelidad hasta la muerte.