domingo, 15 de abril de 2012

Domingo de Quasimodo

DOMINGO IN ALBIS

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: La paz sea con vosotros. Luego dice a Tomás: Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío. Dícele Jesús: Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

Sabbatum in albis depositis: sábado en que se deponen los vestidos blancos. Así reza el título completo de la solemnidad de ayer.

La Liturgia se mueve en torno de la Ceremonia que antiguamente tenía lugar en esta fecha.

Introduzcámonos en su ambiente para mejor aprender la lección que nos da.

En la gran Vigilia del Sábado Santo recibían los catecúmenos el Bautismo. Durante dicha ceremonia se les engalanaba con un ropaje blanco, símbolo de la inocencia bautismal. Cubiertos de ese vestido de inocencia, asistían los neófitos a los oficios durante toda esta semana.

Entresacados de esta forma del grupo de los demás fieles, constituían como la porción escogida de la Iglesia; por eso se dirigía tantas veces a ellos nuestra Madre; por eso se hace tan frecuentemente referencia a la gracia bautismal en las Misas durante la Octava de Resurrección. Ellos eran los que realmente habían resucitado con Cristo.

El último día de la semana, volvían los neófitos a San Juan de Letrán. Era ésta la última vez que aparecían de blanco ante la multitud de los fieles. En la misma Basílica donde se les impuso ocho días antes la vestidura que simbolizaba la inocencia de sus almas, la deponían hoy, dejándola allí guardada como recuerdo de la gracia bautismal y como monumento que diese testimonio ante Dios y ante la Iglesia de las promesas hechas en el santo Bautismo.

Comprendemos, pues, las exclamaciones de júbilo de la Iglesia; es la madre que se regocija por última vez con la vista de sus más tiernos retoños.

Nosotros sustituimos en la actualidad a los neófitos. A nosotros, por tanto, van dirigidas las expresiones de júbilo de la Iglesia. Alegrémonos, pues, y regocijémonos en este día que hizo el Señor.

Llenémonos de santo orgullo. Tenemos sobrados títulos para ello.

Somos el pueblo que libertó Dios lleno de alborozo. Somos un linaje escogido, un sacerdocio real, gente santa, pueblo conquistado por Dios para que pregonemos las grandezas de Aquél que nos sacó de las tinieblas a su luz admirable. No éramos de su pueblo, y ahora somos el pueblo de Dios; no habíamos alcanzado misericordia, y ahora la hemos obtenido.

Con estas palabras de San Pero, nos habla la Iglesia en la Epístola de ayer.

Alabemos, pues, el Nombre del Señor, inmolemos, cristianos, hostias de loor a la Víctima pascual, porque el Cordero ha redimido a las ovejas; Cristo, inocente, reconcilió al Padre con los pecadores, así dice la Secuencia de Pascua.

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Los neófitos deponían las vestiduras blancas para que su nitidez diese fe ante el Juez divino de la gracia con que fueron engalanados por el Bautismo, y al cotejo de esa blancura apareciesen mejor las manchas del alma. Algo así se nos dijo también nosotros el día de nuestro Bautismo.

Al quedar cubiertos con el níveo vestido, símbolo de la gracia, oímos de boca del sacerdote aquellas palabras: Recibe esta vestidura cándida, y preséntala irreprensible ante el Tribunal de Nuestro Señor Jesucristo, a fin de que poseas la vida eterna.

Nosotros contestamos: Amén, por boca de nuestros padres y padrinos.

Ese Amén significa otro tanto como: Así ha de ser, así lo prometo.

Ahora bien, al recordar en estos instantes nuestra promesa, nuestro Amén, ¿se sonroja acaso nuestra conciencia, o nos sentimos llenos de satisfacción?

En este último caso, demos gracias infinitas por la incomparable merced de que el Cielo nos ha hecho partícipes.

Empero, si perdimos ya la nívea blancura de la gracia, acusémonos ante el Tribunal de Dios, antes de que el vestido bautismal lo haga por sí mismo un día con voces de condena.

La Santa Madre Iglesia nos proporciona con la confesión un medio de purificación por el que adquirimos de nuevo la blancura de la gracia.

Pero después de aprovechado ese medio de salvación, procuremos poner empeño en conservar esa segunda gracia.

Recordemos que en el momento del Bautismo renunciamos a Satanás, a sus obras y a sus pompas, y no adoremos más los ídolos que una vez quemamos.

Recordemos que nuestro entendimiento se entregó rendido al Dios Uno y Trino, y no queramos retirar la palabra que dimos en ocasión tan solemne.

A Él nos consagramos al recitar el Credo, y a Él le pertenecemos eternamente.

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El Evangelio de ayer mira también a los neófitos. Pedro y Juan corren al sepulcro, y al llegar a él ven depuestos los lienzos, y el sudario que había cubierto la cabeza de Jesús, aunque no con los demás lienzos, sino separado y doblado en lugar aparte.

Estos lienzos vienen en el presente día a cobrar valor simbólico. Jesús, al resucitar, deja en el sepulcro las reliquias de este mundo. También nosotros hemos de abandonar los vestidos del hombre viejo, para revestirnos de Cristo.

Así nos lo enseña la Iglesia en la Epístola de ayer: Carísimos, depuesta toda doblez y todo engaño, y los fingimientos y envidias, y todas las detracciones, como niños recién nacidos, apeteced con ansia la leche del espíritu, sin mezcla de fraude; a fin de que con ella vayáis creciendo en salud, si es que ya habéis saboreado cuán dulce es el Señor. Acercaos a Él como a piedra viva que es desechada, es verdad, por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios. Y vosotros mismos sed como piedras vivas asentadas sobre Él para formar un templo espiritual.

Dejemos influenciar nuestras almas por tan sana doctrina. Pongámosla en práctica. Revistámonos de Nuestro Señor Jesucristo.

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El Aleluya pascual es el grito de júbilo por la Redención que nos ha merecido Cristo. Por eso saltó nuestra alma de gozo al escucharlo en la Vigilia del Sábado Santo. La Santa Iglesia estaba tan repleta de ese júbilo en el Espíritu Santo, que hasta para despedir a los fieles del templo después de la Misa usó el Aleluya.

Así ha continuado durante los días de la Octava pascual; la vista de la pequeña grey de los redimidos por Cristo en el Bautismo daba cada vez nueva actualidad a su primer gozo.

Ayer repitió por última vez su jubilosa despedida: Ite, Missa est, Aleluya Aleluya.

Al destetar a sus hijitos, a los recién nacidos, y quitarles los vestidos de infancia, terminan para Ella los días pascuales propiamente dichos. Cantemos hoy ese Aleluya con particular aire de triunfo, y prometamos con ello, solemnemente, que nunca hemos de sombrear el rostro risueño de la Madre Iglesia con las angustias que le provocan los pecados.

Esa vestidura mística no podemos deponerla como aquella otra que la simbolizaba; al contrario, debemos revestirnos de ella cada vez de nuevo, transformarnos más y más en Cristo. ¿Qué puede haber de más íntimo a una persona que el vestido que lleva? Eso, y aun más, debe ser Jesucristo para nuestras almas.

La Santa Liturgia pone es nuestros labios esta oración: Te rogamos, Señor, nos concedas que, mediante estos misterios de Pascua, nos colmes siempre de beneficios, a fin de que la constante reiteración de los misterios de nuestra espiritual reparación, nos sea causa de perpetua alegría.

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Hoy, Domínica In Albis, era el primer día que aparecían los neófitos en el templo con sus vestidos ordinarios. Comprendemos, pues, el título de Dominica in albis depositis, que lleva este día.

A ellos, los nuevos cristianos, continúa dirigiéndose la Iglesia. Coloquémonos en sus filas para aprovecharnos de las enseñanzas de la Liturgia.

La Santa Madre Iglesia ve en torno suyo a los hijos que van a separarse de su regazo para bregar en medio de un mundo corrompido.

Presiente días amargos, luchas, defecciones. Teme se pierdan al contacto del mundo; y ansiando verse un día rodeada de todos ellos en la gloria, les recomienda el espíritu de fe.

Eso es lo que nos enseña con el ejemplo de Santo Tomás y las lecciones de San Juan.

Tomás no estaba con los Apóstoles cuando vino Jesús. Se separó de ellos en los días amargos, y se privó así del consuelo de ver al Señor resucitado.

Jesús no abandona a Tomás. Va en busca de la oveja errante. Pero si se deja ver de él, es cuando le encuentra entre sus compañeros. La deficiencia de uno redundó en bien de todos.

Pidamos al Señor nos atraiga tan fuertemente a Sí, que nunca nos separemos de Él.

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La Iglesia quiera despertar en sus hijos la conciencia de la alteza de su vocación, de la fe recibida, y así les deja oír la bienaventuranza de Cristo: Bienaventurados los que no vieron y creyeron.

¡Qué consuelo! No necesitamos envidiar a los felices mortales que vieron al Señor y se solazaron con su presencia. Somos más dichosos que ellos. El propio Salvador lo ha dicho. No lo olvidemos.

Pero tengamos entendido que la fe debe convertirse en vida. Exige que acoplemos nuestras obras a los postulados del Credo, que lo hagamos con alegría, y que miremos todas las cosas terrenas a través del prisma sobrenatural.

No es cualquier cosa lo que se nos exige; pero es poco todavía en comparación del inestimable premio de ver a Jesús. Elevémonos a esas alturas.

Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. Todo lo que nace de Dios vence al mundo.

Los regenerados por el Bautismo, los hijos de Dios, llevan en sí el secreto de la victoria del mundo, y ese secreto es la fe.

Ella nos hace superiores a las pasiones. Ella nos fortifica en el cumplimiento de las más pesadas obligaciones. Ella nos hace invulnerables contra los ardides del infierno y del mundo coaligados, que aunque logren matar el cuerpo animal, no llegan con sus flechas al alma.

Perezca el cuerpo que puede ser amado por unos ojos que no me interesan. Así exclama una niña, Santa Inés, e inclina intrépida el cuello al verdugo.

La fe la hizo superior a los más crueles enemigos.

Otro muchacho, San Pancracio, ofrece su vida a Dios antes que su incienso a los ídolos. La fe venció también en él. Hermoso ejemplo para, los neófitos reunidos hoy en su templo, en la iglesia de San Pancracio.

Aprendamos nosotros de tan altos modelos a luchar y a vencer.

La Iglesia nos despide hoy esperanzada. No defraudemos su confianza. Mostrémonos dignos de Madre tan caritativa. No decaigamos de la altura moral que exige nuestro estado.

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El poder triunfal de la fe se ve con frecuencia burlado por la desidia del cristiano. ¡Cuántas flaquezas! ¡Cuántas caídas!

También para entonces, para remedio de nuestra flaqueza, tiene previsto la Iglesia remedio.

Hoy nos lo recuerda para nuestro consuelo, al leernos las palabras de la institución del Sacramento de la Penitencia: Recibid el Espíritu Santo. Quedan perdonados los pecados de aquellos a quienes los perdonaréis.

Agradezcamos a Jesús tan insigne beneficio. ¿Qué sería de nosotros, si no poseyéramos esta segunda tabla después del naufragio?

Fortalecidos por la benignidad de Nuestro Salvador, consagrémonos totalmente a su servicio. Él es demasiado generoso, para que no nos demos con todas nuestras fuerzas para amarle y servirle despreciando cuanto el mundo pueda ofrecemos.

Como niños recién nacidos, pero ya con uso de razón y sin malicia, apetezcamos tan sólo la leche espiritual, las cosas de arriba.

Recemos con la Santa Liturgia: Haz, te rogamos, oh Dios omnipotente, que habiendo celebrado las fiestas de Pascua, continuemos con tu gracia realizando su ideal en nuestra vida y costumbres.