domingo, 8 de abril de 2012

Pascua Florida

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, fueron al sepulcro. Se decían unas otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea; allí le veréis, como os lo dijo.

La Liturgia continúa siendo en este día, Solemnidad de las solemnidades, tan emotiva como en el mismo día de la Resurrección. Ella por sí sola es suficiente para anegar nuestra alma en sentimientos celestiales. Si, conforme al deseo de la Iglesia, salimos del hogar muy temprano, seguramente que en nuestra imaginación surgirá el cuadro atractivo de las santas mujeres, que a esa misma hora caminaban llenas de ansiedad en dirección al sepulcro del Señor.

Y el cuadro se completa cuando la voz del Evangelio, cual otro mensajero celestial, anuncia la buena nueva de la Resurrección del Señor: Resucitó, no está aquí.

¡Qué gozo! Impregnemos nuestra alma de tan embriagadores sentimientos-. No saldremos sin fruto de la Santa Misa.

Mas prestemos atención a otra lección que nos da la Iglesia: el Aleluya pascual, en efecto, envuelve hoy un aviso celestial, una doctrina divina. Tomada del Apóstol de las gentes expresan sus palabras una realidad plasmada en un símbolo: Cristo, nuestro Cordero Pascual, ha sido inmolado. Celebremos, pues, este convite, no con la levadura vieja, ni con la levadura de la maldad y la corrupción, sino con los ácimos de la sinceridad y de la verdad.

Reflexionemos sobre esta instrucción de nuestra Madre.

Parte el Apóstol de la significación de la Pascua mosaica. Pascua, en hebreo, significa otro tanto que Paso del Señor.

Hacía alusión esta fiesta al beneficio que Dios hizo a su pueblo con ocasión de la última plaga que envió a Egipto. La noche que el Ángel Exterminador recorrió las calles de Egipto degollando a los primogénitos de todas las casas.

Adoctrinados de antemano los judíos por Moisés, sacrificaron un cordero, con cuya sangre rociaron los postes y el dintel de sus puertas.

Las casas que llevaban esta señal, fueron respetadas por el Ángel del exterminio.

Todo esto —dice San Pablo— fue en figura. Pasó ya el tiempo de las figuras, y llega por fin la plenitud de los tiempos de la realidad.

A la misma hora en que un viernes pascual los sacerdotes degollaban en el templo de Jerusalén los corderos preceptuados por las leyes mosaicas, el verdadero Cordero de Dios era inmolado sobre el Ara de la Cruz a vista de todo el mundo.

El velo del templo se rasgó; su simbolismo había llegado a su fin. Cesaron las hostias y las víctimas de becerros, corderos y machos cabríos. La Sangre redentora de Cristo, figurada en los sacrificios de la Antigua Ley, se había derramado ya sobre la tierra.

Con Ella podía todo mortal rociar su alma y, prevalido de dicha señal, cerrar el paso al Ángel de la muerte; ningún enemigo puede penetrar en lugar santificado por la Sangre del Cordero de Dios.

Habiéndose entregado el Primogénito y Cabeza de toda la humanidad para ser inmolado por nuestra salud, la muerte eterna no puede extender ya su brazo descarnado sobre los regenerados.

Aleluya… Salud, honor y gloria al que obró nuestra Redención.

Verdaderamente es digno, justo, equitativo y saludable alabarte en todo tiempo; pero principalmente y con mayor magnificencia en este día, en que Jesucristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que quita los pecados del mundo. Muriendo, destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró nuestra vida.

Aleluya. Este es el día que hizo el Señor; regocijémonos y alegrémonos en él… Aleluya…

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El Apóstol nos enseña también cómo debemos celebrar la Pascua, cómo hemos de exteriorizar la alegría pascual; y aquí vuelve a echar mano del simbolismo de la Pascua mosaica. Continuemos prestándole atención.

Apenas ocultábase el sol entre las montañas de Palestina la víspera del 14 de Nisán, cuando las vibrantes trompetas del Templo anunciaban el comienzo de la Pascua. El padre de familia tomaba entonces una lámpara en la mano y registraba con cuidado todos los rincones de su vivienda, a fin de destruir la levadura que acaso quedara en su morada. En la cena del cordero no podía usarse más que pan ácido, sin levadura.

Todo esto en la mente de San Pablo era un símbolo.

Las notas del Aleluya pascual contienen con el anuncio de la solemnidad el mismo aviso que los judíos percibían en las rutilantes notas de las trompetas del Templo: Purificaos de la antigua levadura; no haya en ningún rincón de vuestra alma levadura de maldad y corrupción. Celebrad la Nueva Pascua con los ácimos de la sinceridad y la verdad, con un corazón puro y sin resto alguno de la antigua levadura del pecado, como ácimos que sois, regenerados por la Sangre del Redentor.

Aleccionados por nuestra Madre, proponemos celebrar la Pascua como ella espera de sus hijos.

¡Cuán distinta es la santa alegría del cristiano regenerado, de aquélla con que el mundo loco se embriaga en estos días, arrojando así en el lodazal de sus pasiones las finas vibraciones del Aleluya de Resurrección!

El alma cristiana abomina, es verdad, de esas caricaturas del alegría pascual; pero no puede contentarse con eso; debe cuidar, además, de que sus sentimientos de júbilo puedan expresarse con las dulces notas del Aleluya litúrgico.

Los días de alegría nos llevan, por desgracia, a la disipación. Y es que no conocemos esa perfecta alegría de los hijos de Dios; encerramos pronto el gozo en la redoma de barro de nuestros sentidos, en vez de custodiarlo en el vaso de oro del espíritu, y así se disipa ese fino sabor y exquisitez que ha tenido en su principio.

No perdamos de vista este peligro. Puesto que tendemos a convertir nuestra alegría espiritual en alegría de los sentidos, vigilemos sobre nuestros sentimientos y sobre nuestras obras.

Cuando éstas no respondan a nuestra condición de regenerados, tengamos entendido que han degenerado nuestros sentimientos, que nuestra alegría ya no tiene por base un deseo espiritual, que nuestro gozo no es gozo en el Espíritu Santo, que el Aleluya pascual queda profanado en nuestra boca.

Y entonces retrocedamos con decisión de la falsa senda emprendida, purificándonos de la levadura antigua.

Así será el Aleluya pascual preludio de los cantos de la Patria; y este ciclo litúrgico, como una especie de ensayo de la vida en la Patria que esperamos.

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Pero el paralelo de la Pascua mosaica y la cristiana no termina ahí. El sentido de nuestra Pascua no se agota con la comunión mística del Cordero pascual. No, nosotros participamos también de una manera real de los despojos del Cordero sacrificado.

En la Sagrada Eucaristía se nos ofrece en alimento la propia Carne del Hijo de Dios. El sentido de nuestra Pascua llega, pues, a su cumbre en la Comunión, convite pascual de la Nueva Ley.

Por eso volvemos a oír en ese augusto momento el mismo aviso de San Pablo: Ha sido inmolado Cristo, nuestra Pascua; celebremos, pues, el banquete con los ácimos de la sinceridad y de la verdad. Acerquémonos, por consiguiente, a Él con un alma purificada previamente, por la confesión, de la levadura del hombre viejo, de los pecados, pues la Cena del Cordero no admite más que pan ácimo.

Es ese precisamente el momento sublime a que ha venido mirando la Liturgia de toda la Cuaresma, el digno coronamiento del camino de penitencia recorrido. Lleguémonos, cual conviene, a gozar del premio que el Señor tiene preparado a nuestros sacrificios. No desperdiciemos instantes tan felices. Y una vez hechos partícipes de ese celestial convite, quedarán, nuestras almas rociadas con la Sangre redentora de Cristo, que nos hará inexpugnables contra los ardides del infierno.

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Oh Dios, que en este día, por tu Hijo Unigénito, nos franqueaste de nuevo las puertas de la Eternidad; ayúdanos a realizar los santos deseos que Tú mismo nos inspiras, previniéndonos con tu gracia.