domingo, 8 de abril de 2012

Triduo Santo II

VIERNES SANTO

La Iglesia llora hoy al Salvador. Los ornamentos son negros. La Liturgia, impresionante, tétrica.

Podemos dividirla en cuatro partes. En la primera escuchamos el relato de la Pasión; en la segunda suplicamos desciendan los frutos del Sacrificio sobre la humanidad; en la tercera se nos da a contemplar el dulce leño de la Cruz, para adorar al Salvador Crucificado; en la cuarta se consume la Hostia inmolada ayer.

En su conjunto ofrece, pues, la Liturgia algo así como tres cuadros que resumen la historia del Calvario: la crucifixión, el levantamiento del Madero de la salud y el descendimiento y sepultura de la adorable Víctima.

No separemos hoy nuestra mente de estos tres cuadros.

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I) La Crucifixión.

Los deseos de la muchedumbre blasfema van a cumplirse; el mansísimo Cordero ha llegado al patíbulo. Mándanle acostarse sobre el duro lecho. Jesús, en un acto de oblación, cuya intensidad no podemos medir los mortales, obedece y entrega su Cuerpo a los esbirros. Alarga sus pies; presenta sus manos a la indicación del verdugo. Como no llegan brazos ni piernas a las hendiduras abiertas para los clavos, el pacientísimo Jesús tiene que sufrir la dislocación más cruel de sus miembros...

Mas un dolor más agudo todavía viene a despertar de nuevo su sensibilidad. Levántase el martillo en el aire, y al descargar sobre el primer clavo, el duro hierro penetrando en sus carnes, corta tendones, venas, arterias, que hallan salida por aquella mano augusta, como alumbrando un manantial de Sangre purísima.

Y así se les van abriendo cuatro llagas de manos y pies. Y su Madre Inmaculada estaba cerquita de la Cruz, presenciando tun duro suplicio…

Alma que has acompañado a Jesús hasta el Gólgota, no te detengas ni vuelvas atrás. Ofrécete a tu Redentor en momentos tan angustiosos; mira que necesita no sólo almas que le consuelen, le alivien y le ayuden, sino también almas que, juntando sus pequeños sacrificios al Sacrificio de la Cruz, a modo de diminutas partículas que van a incorporarse a la Hostia infinita del Calvario, se entreguen al Padre cual víctimas expiatorias.

Hasta aquí has representado en la Pasión actual de Jesús el papel de las piadosas mujeres, del Cirineo, de la Verónica; ahora resta algo mejor, imitar a María que, de pie junto a la Cruz, ofrece su dolor al Padre en unión con la Sangre Preciosísima de Aquél que es su propio Hijo.

Sé, pues, generosa, y proporciona a Jesús este último consuelo. No le dejes solo en la Cruz. Ofrécete a ser crucificada con Él. Preséntale tus manos, a fin de que ya no se empleen más que en cosas santas; tus pies, para que no caminen por la senda de la iniquidad; en fin, tu cuerpo entero, de modo que realices así el ideal que te expresó San Pablo con aquellas palabras: Vivo yo, mas no yo, es Cristo quien vive en mí..

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II) Jesús, levantado en la Cruz, expira.

Jesús, pendiendo entre el Cielo y la tierra, reconcilia al Padre con la humanidad pecadora, rasgando el decreto que nos condenaba a muerte.

Contémplale. Sus ojos buscan un alma que atienda a las quejas de su amor. Escucha sus gemidos: Pueblo mío, ¿qué te he hecho?, o ¿en qué té he contristado?... ¡Respóndeme!...

Porque te saqué de la tierra de Egipto, preparaste una cruz a tu Salvador. ¿Qué más debí hacer por ti, que no hiciese?...

Yo te di cetro real, y tú con una caña heriste mi cabeza y pusiste en ella una corona de espinas…

Yo te exalté con gran poder, y tú me levantaste en el patíbulo de la cruz...

Pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he contristado? ¡Respóndeme!…

Alma devota, si puedes escuchar sin inmutarte quejas tan amargas, de piedra eres y no de carne.

Ruméalas y promete a Jesús serle fiel de hoy en adelante.

Mas luego, sigue con la vista puesta en Jesús. Son sus últimos momentos, y no conviene perder ningún gesto, ninguna palabra.

Los enemigos de Cristo han triunfado y le echan en cara su abatimiento. El Señor, en cambio, no tiene para ellos más que sentimientos de perdón: Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen…

Hasta uno de los ladrones le increpa. El otro sale en defensa de Jesús. El Redentor recompensa tan noble gesto: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

En medio de aquella tempestad de odios e imprecaciones, Jesús fija los ojos en su Madre, que al pie de la Cruz ofrecía su dolor al Padre. Mujer, le dice mirando a Juan, ahí tienes a tu hijo; y luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu Madre.

Testamento divino, que nos regaló a una Madre celestial…

Sigue la tempestad de injurias. Los elementos insensibles se ven como constreñidos a protestar contra el atrevimiento loco de los malvados judíos; el sol se oscurece, densas tinieblas invaden el mundo; la tierra tiembla; se quiebran las rocas; se abren las tumbas, y rugen las fuerzas celestes.

Las turbas huyen asustadas, heladas de espanto. Y mientras tanto, arreciaba más y más la tormenta de dolor en el Corazón de Cristo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?, exclama.

Y para que quedara realizado un oráculo sagrado, abre de nuevo sus secos labios con aquella doliente queja: Tengo sed. Un soldado le presenta una esponja empapada en vinagre, y el Salvador añade: Todo está consumado.

Fue entonces cuando, dando un fuerte grito, exclamó: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!; e inclinando la cabeza, expiró.

Eran las tres de la tarde.

Alma cristiana, no te apartes de la Cruz. Báñate en la Sangre que mana del Cuerpo Sagrado…

Que no se pierda para ti Redención tan copiosa…

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Para ayudarnos a recoger tantos frutos, la Santa Liturgia introdujo la Ceremonia de la Adoración de la Cruz.

Una vez terminadas las Oraciones Universales; después de haber rogado a Dios por la conversión de los Paganos, la Iglesia visita con su caridad a todos los habitantes de la tierra y les aplica toda la efusión de la Sangre divina.

Ahora se vuelve hacia sus hijos, y emocionada por la humillación de su celestial Esposo, Ella los invita a disminuirla, aplicando a esta Cruz sus adoraciones.

Para Israel, la Cruz es un objeto de escándalo; para el gentil, un monumento a la locura; nosotros, los cristianos, la veneramos como el trofeo de la victoria del Hijo de Dios y el instrumento de la salvación de los hombres.

Por lo tanto, ha llegado el instante donde debe recibir nuestra adoración, por el honor que se ha dignado atribuirle el Hijo de Dios al regarla con su Sangre y al asociarla a la obra de nuestra redención.

Ningún día, ninguna hora en el año, está más indicado para presentarle nuestros deberes humildes de adoración.

En el altar, el celebrante se despoja de la Casulla, que es la prenda sacerdotal, para aparecer con mayor humildad.

Desprende la parte del velo que cubre la parte superior de la Cruz y la descubre hasta el transepto. La eleva un poco y canta en un tono bajo estas palabras: Ecce lignum Crucis; in quo salus mundi pependit.

Entonces toda la asistencia cae de rodillas, y adora mientras canta: Venite adoremus.

Esta primera exposición, en voz baja y como aparte, representa la primera predicación de la Cruz, que los Apóstoles hicieron entre ellos, no habiendo recibido aún el Espíritu Santo, y no pudiendo hablar del misterio de la redención sino con los discípulos de Jesús, por temor de excitar la atención de los judíos.

Es por eso que el sacerdote eleva mediocremente la Cruz.

Este primer homenaje que recibe es ofrecido en reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en la casa de Caifás.

El sacerdote sube sobre el primer escalón del altar y desvela el brazo derecho de la Cruz; y muestra el signo de la salvación, elevándolo un poco más que la primera vez, y canta con más fuerza: Ecce lignum Crucis; in quo salus mundi pependit.

Entonces toda la asistencia cae de rodillas, y adora mientras canta: Venite adoremus.

Esta segunda ostentación, que se desarrolla con más brillo que la primera, es la predicación del misterio de la Cruz a los judíos, cuando los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo, sentaron las bases de la Iglesia frente a la Sinagoga y condujeron las primicias de Israel a los pies del Redentor.

Esta segunda revelación de la Cruz es ofrecida por la Santa Iglesia, en reparación de las humillaciones del Salvador recibidas en la corte de Pilato.

Finalmente, el sacerdote sube al tercer escalón y en el centro del altar descubre el brazo izquierdo de la Cruz; luego la eleva aún más y termina de quitar el velo. Enseguida canta con triunfo y con un tono más brillante: Ecce lignum Crucis; in quo salus mundi pependit.

Entonces toda la asistencia cae de rodillas, y adora mientras canta: Venite adoremus.

Esta última revelación tan solemne simboliza la predicación del misterio de la Cruz en el mundo entero, cuando los Apóstoles, rechazados por la nación judía, convierten a los Gentiles y anuncian al Dios crucificado hasta más allá de los límites del Imperio Romano.

Este tercer homenaje se ofrece a la Cruz en reparación de los ultrajes que recibió el Salvador en el Calvario.

De ahora en más, la Cruz, que acaba de ser adorada solemnemente, no será velada; esperará sin velo sobre el Altar la hora de la Resurrección gloriosa del Mesías.

Pero la Iglesia no se limita a exponer la Cruz, sino que invita a sus hijos a venir a imprimir sus labios sobre este leño sagrado.

El celebrante les debe preceder y vendrán todos después de él. No contento con haberse despojado la Casulla, deja también su calzado; y después de hacer tres genuflexiones se acerca a la Cruz para adorarla con un beso.

Los cantos que acompañan la adoración de la Cruz son de gran belleza. En primer lugar están los Improperios o reproches que el Mesías hace a los judíos.

Los tres primeros versos de este himno quejumbroso son entrecortados por el canto del Trisagio, o rezo al Dios tres veces Santo, para glorificar su inmortalidad en este momento donde Él se digna como un hombre sufrir la muerte por nosotros.

El resto de este hermoso canto tiene un profundo sentido dramático. Cristo recuerda todos los ultrajes de que ha sido objeto por parte de los judíos y compara los beneficios ha derramado sobre esta nación ingrata.

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III) Descendimiento y sepultura.

La agitación en torno a la Cruz de Cristo ha cesado. Todo es calma y silencio en el Calvario.

Tú, alma piadosa, permanecerás junto a la Madre Dolorosa en aquella tétrica colina, para ser testigo de lo que allí sucede.

Llega al Gólgota un grupo de soldados. Quiebran las piernas de los ladrones. Al tocar su turno a Jesús, un soldado le abre el costado con una lanza. Y salió de él sangre y agua.

Luego se ven subir dos amigos del Maestro, José de Arimatea y Nicodemo. Traen licencia para sepultar el Cuerpo del Redentor. Se da comienzo al descendimiento; y momentos después destácase sobre el sereno firmamento una augusta figura femenina, que sostiene en sus brazos, cual preciosa patena, el precio del rescate de la humanidad.

Es la Madre del Redentor, la Corredentora de la humanidad que eleva al Cielo el Sagrado tesoro que dio al mundo, a fin de apaciguar en esta hora suprema a la Justicia eterna de Dios.

Asistimos, por fin, a un fúnebre cortejo. El Cuerpo de Jesús es llevado a la sepultura. Después de ungirlo, según costumbre de los judíos, se deposita en el sepulcro de José. La losa que cierra su entrada cubre también con su sombra de soledad las últimas horas del Viernes Santo.

¡Redentor divino!, lava con tu Sangre mi alma, y no permitas que se pierda en mí el fruto de Redención tan copiosa…

Te rogamos, Señor, te dignes mirar a esta tu familia; por la cual Nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos de los malvados y sufrir el tormento de la Cruz.